V

HOLA, doctor, la razón por la que estoy aquí en la ladera de la montaña contemplando este fiordo es alejarme de usted lo máximo posible. Estoy en una cabaña sin siquiera la obra de MT para entretenerme. Ni la de Knut Hamsun. Tengo una mesa, una silla, un camastro, un fregadero, un fogón y un inodoro. Todo tan compacto como la celda de una cárcel, solo que puedo colocarme en el umbral de la puerta y ver el valle de agua helada enmarcado por los montes noruegos, de color negro verdoso, de tonalidad más oscura que los Wasatch, más reconcentrados que sus parientes del oeste moteados por el sol, más hoscos, más sosegados. Cuando llueve es cuando me ducho. Con regularidad veo deslizarse allí abajo un crucero, como de juguete, insonoro desde esta altura pero que parece reafirmar la autocomplacencia del pueblo que considera esos fiordos patrimonio nacional. Puedo gritar y oír mi voz volver al cabo de un momento, débilmente, y quizá solo en mi imaginación. Lo hago para creer que no estoy solo. También canto mucho, recuerdo las letras de las antiguas listas de éxitos. Sin yo saberlo, mi cerebro había almacenado docenas y docenas de letras en conexión neuronal con las melodías. Si pronuncio los versos, me viene a la memoria la melodía. No puedo acceder a la una sin la otra. También tengo un espejo de hojalata sobre el fregadero y me miro en él para que haya alguien junto a mí. Lo hago porque lo hacía Wittgenstein. Él, que entendió tan bien los engaños del cerebro pensante. Pero es peligroso mirarse fijamente. Uno pasa a través de infinitos espejos de autoenajenamiento. También esto es la astucia del cerebro, el hecho de que uno está condenado a no conocerse.

Escribo esto a pesar de que aquí no hay correo y lo más probable es que no lo lea hasta que yo vuelva y se lo entregue y me quede ahí sentado mirándolo mientras lo lee. Si es que llega ese momento. Entiendo por qué me hizo aquellas preguntas al revivirlo todo: cuando hablaba de ello y recitaba el mensaje de la muerte recogido en el contestador, grabado en mi cerebro, y luego el mensaje de la muerte de Briony transmitido como en una película muda, hablándome su rostro seriamente en palabras que no oigo, cerrándose el obturador en torno a su cara, contrayéndose la apertura hasta reducirse a un punto y finalmente a la negrura... porque lo único que consiguió fue preguntarme si yo había informado a los padres de Briony. Muy propio de usted, el hombre práctico, ordenándolo todo, esperando que la gente haga lo lógico y lo correcto. Viviendo conforme al manual. ¿Y Bill y Betty?, preguntó. ¿No debería haberlos telefoneado? Dando por supuesto que no lo hice. De hecho, estaban al aparato casi en el momento mismo en que ocurrió, con sus voces lejanas como trompetas con sordina. Todavía no ha llegado a casa, dije, pero no os preocupéis, le diré que os llame... intentando cantar a través del temblor de mi voz.

Si pudiera enloquecer, sin duda sería mejor que la cordura de esta soledad meditabunda. Yo y mi sombra... Bailando en la oscuridad. Sí tengo un enorme cuchillo de pan que miro de vez en cuando. Él me devuelve la mirada.

Murieron poco después. Bill de una embolia, Betty se marchitó. Unos ataúdes minúsculos para ellos, un tarro de ceniza anónima inidentificable en representación de Briony. Toda la familia avergonzada por lo expeditivo de su transfiguración.

¿Quiere que se la devuelva?

No, guárdesela. La escribí para usted.

En todo caso, me alegro de que haya vuelto. No sabía que fuera aficionado a la música popular y le gustase cantar.

Bueno, en un fiordo soy otro hombre.