Capítulo 47

SE encuentran ante el dilema de no saber dónde pasar la noche. Conforme avanzan sus pasos el futuro se convierte en presente y el presente en pasado, con la improvisación del riesgo impuesto por el hecho de ser fugitivos en el amplio sentido de la palabra, por ser fugitivos de ambos bandos. Y en el caso de la andaluza, por huir de su propia historia.

Escondiéndose en las esquinas, detrás de los coches o en portales desconocidos llegan cerca del piso de Marina sin haber decidido la dirección ni haber preestablecido un destino para esa noche.

—Bueno, ya que estamos aquí… —apuntilla la mujer.

—Me extraña que no haya vigilancia.

—Guau.

—¿Pancho? ¡Qué puñetero eres, bribón!

—Silencio.

—No creo que estén día y noche pendiente de un piso tan ridículo sólo para cazarnos, no somos tan importantes.

—Para Keitel somos una obsesión y eso sí tiene importancia más que suficiente.

—Se acercan compañeros tuyos —observa mirando en la lejanía—, si vamos a entrar éste es el momento ideal, dentro de diez segundos será demasiado tarde.

Aprovechando recovecos, sombras y avivando el ingenio se adentran en el inmueble sin haberse dado cuenta ni ellos mismos. Pancho, no tan fiel a la pianista como al hecho de la huida silenciosa, les sigue como su sombra, sin hacer el más mínimo ruido; parece el espectro de sus movimientos flotando en el aire.

 

 

 

No encienden ninguna luz ni se acercan a ventana alguna. Se deslizan en el interior de la vivienda agachados y realizan los movimientos justos para no delatar con ruidos innecesarios lo que visualmente andan evitando. Usan almohadas, cojines y mantas para descansar algo en el suelo. Pancho se arrebuja cerca de Marina.

Una vorágine de imágenes distintas, casi olvidadas y aparentemente inconexas, se fusiona en una pugna por tomar protagonismo en sus pensamientos de abstracción profunda. Aunque algo va alejando en el tiempo y en la memoria muchos de estos hechos, aún cuando los recuerda con total nitidez.

Los bombardeos en marzo del 38 contra Barcelona le retumban en la cabeza.

La panadería de la calle del Carmen ha recibido un bombazo y varias mujeres están malheridas; un hombre herido en un brazo por la metralla del artefacto no deja de sacar mujeres de debajo de los escombros sin mostrar el más mínimo atisbo de dolor. Voluntarios y alguna ambulancia prestan servicio a una de tantas barbaridades en las que las víctimas se preguntan una y otra vez por qué ocurría eso y por qué a ellos. Cuerpos deformados por las heridas y rostros ensangrentados se ven acompañados por sentimientos perdidos en el dolor. Desesperación en las miradas de no entender, de desconocer; el miedo ha arraigado tan profundo que les acompañará el resto de sus vidas.

 

 

 

No sólo Cataluña sino su Málaga natal vuelve a dispararle retratos, sensaciones y sombrías experiencias a la mente en el revoltijo de recuerdos. Toda suerte de miserias, humillaciones y desgracias rodean la desbandá de sus amigos de la infancia malagueña cuando huyen al interior, los menores de edad a cargo de familiares y algunos otros, incluso, a cargo de simples conocidos de la familia. Huyen, sencillamente, hacia los montes, o hacia Portugal o a Almería por la costa, intentando acceder a zona republicana o exiliarse a otro país. Su amiga Victoria, la rubia y bondadosa Vicky, es una de las que intenta escapar del dañino quebranto de Málaga en dos, la facciosa y la leal, arrastrando tras de sí a los hijos de algunos vecinos que ya no están. Más tarde Marina se entera de que Portugal generaliza la entrega de republicanos a los franquistas, y que patrullas de guardias y escopeteros de los caciques y señoritos se suman al infierno del éxodo malagueño hacia ese lado fusilando indiscriminadamente a mujeres, niños y ancianos. Los escopeteros se toman su quehacer como un deporte practicando la caza de fugitivos, pero peor suerte corren los que huyen hacia Almería según le cuenta su primo en una carta.

Almería. Bombas y ametralladoras siegan la vida de incontables grupos de aquellos que huyen por la carretera Málaga-Almería. Los que se salvan de la nefasta caminata sobreviven al asedio por mar y aire para luego caer en el infierno del acorazado alemán Deutchland, que casi destruye Almería liderando los buques franquistas. Pero algunos piensan que es mejor eso que asistir a la entrá de los Tercios, a los regulares abriendo la marcha con los moros en vanguardia.

Tanta gente en una misma dirección, dicen que un cuarto de millón de personas abandonan Málaga ese febrero del 37, en mula o burro, en bicicleta o carro, a pie los que más, sólo quedando atrás algún miliciano. Ella es testigo de la soledad, una inmensa soledad al ver a sus paisanos abandonar su vida, dejando atrás todo, huyendo casi con lo puesto. No recuerda color alguno en la partida, quizás tonalidades de grises y marrones. Solo los ve partir, desde el Rincón de la Victoria ese frío febrero, muchas mujeres y niños envueltos en mantas, increíblemente silenciosos. Una ingente columna humana que se pierde en el horizonte, avanzando hacia el Este en una marcha paralela al mar, enfilada hacia la dantesca tragedia que les espera con los brazos abiertos.

Caen tantos miles que se forman montañas de cadáveres espontáneamente delante de la marabunta que huye, y nada más les queda escalarlas para poder continuar esquivando la muerte.

Marina no lo vio y, sin embargo, no logra borrar la imagen de su mente. Una diáspora abatida antes de llegar al exilio.

Abandona ese recuerdo manifestado como presente en imágenes para volver a la realidad un momento, el instante justo para que su caprichoso cerebro se dé cuenta y destierre de nuevo la percepción objetiva de su entorno.

 

 

 

Se mira a sí misma inspeccionando su cuerpo hasta donde le permite la mirada y no se reconoce. La ropa es harapienta y casi no le cubre el cuerpo, está sucia y huele mal, además, la textura de los restos de tejido es indescriptible y se queda pegada a cualquier superficie que contacte con ella. Calza sandalias de plástico marrón y calcetines agujereados y no lleva ropa interior. Se mira las manos llenas de cicatrices, curadas algunas y en plena fase de cicatrización la mayoría. Los dedos terminan en uñas que están raídas y sucias, desconchadas y quebradas algunas en el mismo nacimiento. En los brazos tiene algunas costras de sangre seca, al igual que en las piernas. Los pies, sin embargo, no presentan tan buen aspecto: pompas sanguinolentas han terminado por convertirse en llagas en carne viva, muchas están infectadas provocando abultamientos de carne roja que se torna morada por momentos. Quiere gritar pero no existe sonido en su interior que dejar escapar porque el aire no circula. Vuelve a mirarse las manos y, súbitamente, algo cae en una de ellas. Lo mira atónita no queriendo reconocer el objeto cuando oye rebotar varias veces en el suelo otro de similares características: se le están cayendo los dientes. Se sienta compungida con el corazón encogido por el miedo a lo desconocido, a lo tétrico que se presenta el envoltorio de su alma y sube las manos para cubrirse la cara apoyando los codos en las rodillas. Desliza los dedos en los laterales y sitúa las palmas tapando las orejas. Cuál no es su sorpresa al darse cuenta de que los mechones de pelo sucio y pegajoso, se están quedando enganchados en sus dedos. El asombro es tal por la sarta de desgracias físicas que la aturden que provocan que la boca se le desencaje en la admiración de la decrepitud repentina que está sufriendo su cuerpo. Y por fin grita.

 

 

 

Grita mientras se reincorpora de la pesadilla que acaba de tener. Se ha quedado dormida, agotada por el cansancio acumulado y por el esfuerzo que conlleva el peso de los recuerdos. Ahora sí, ahora el aire entra y sale en una profunda bocanada que refresca la reciente y desagradable experiencia que la acaba de atormentar.

—Tranquila, has tenido un mal sueño. ¿Estás bien?

—Sí, lo siento —se disculpa tras darse cuenta de que el chillido puede acarrearles problemas.

—No te preocupes, pero relájate o delatarás nuestra posición.

Erich le pasa el brazo por los hombros y enreda los dedos en los mechones de la joven. Es un acto reflejo de protección, una simple expresión de tranquilidad que manifiesta el interés real de aquel hombre, un gesto protector casi inherente a la naturaleza de todo animal que Marina agradece sin palabras con unas lágrimas secas.

—¿Quieres hablar del sueño?

—Solo es una pesadilla.

—Descansa. Mañana será otro día.

A pesar de las tremendas ganas de fumar que le oprimen el pecho no enciende cigarrillo alguno por varios motivos: podrían descubrirlos, la chica duerme y, sobre todo, sólo le queda uno.

Pancho siente celos y se arrima más buscando una caricia. Es la primera vez que Erich corresponde a las necesidades del can y le suelta un par de palmaditas cariñosas en el lomo.

—Anda duerme, Guau, que mañana pinta poco aburrido y necesitarás energías. Pancho protesta con un gruñidito que se asemeja a un silbido y se vuelve a tumbar muy cerca de Marina. Le lame el hombro intentando consolarla y se enrosca en la misma posición que abandonó al levantarse para buscar algo de cariño. Otro corto suspiro escapa de su hocico antes de cerrar los ojos nuevamente.