Capítulo 31
ESA noche el aplauso anterior al concierto es más largo e intenso que otras veces, como si el público entendiese el gesto de su vestido como canto a la autoafirmación de ser humano con libertades y derechos, de mujer dueña de su propio espacio vital. Está radiante y así lo perciben todos. Es precisamente la sensación que quería provocar, la energía positiva de firmeza que quería trasmitir. Ya se vuelve a sentir segura como antes y se mueve lejos de toda culpabilidad de lo que le ha acontecido en la vida. Cierra los ojos antes del génesis vital en el que se van a sumergir todos los presentes anticipando, serena, un concierto inolvidable.
Comienza a tocar algo desconocido para todos pero de una delicadeza tan sutil que desde el principio enamora al público. La melodía asciende en el ritmo, trepidante, hasta configurarse en una frenética vorágine de sentimientos provocada por el fulgor de la interpretación. La famosa luz blanca emana en forma de una voluminosa onda expansiva que acaba inundando todo el recinto y atravesando a los asistentes. La interpretación es tan completa que parece como si una orquesta invisible acompañara al piano. Llega el momento en que absolutamente todos cierran los ojos acompañando involuntariamente en el gesto a la pianista. Todos menos Erich. De nuevo observando el espectáculo con los ojos bien abiertos, sólo que esta vez se muestra completamente emocionado. Françoise le acompaña en el palco pero no puede abrir los ojos porque seca su nariz disimulando las lágrimas de placer desamparado. Sin previo aviso Erich Kennen abandona su asiento y se marcha del concierto al mirar su reloj. Ausencia que nadie nota.
Los corazones de los asistentes se sincronizan en un solo latir que retumba al compás de la música. Una ráfaga de luz blanca detona en círculos concéntricos que tienen como núcleo a Marina y el piano y se expanden sin que el público pueda percibirlo debido a su éxtasis de ojos cerrados.
Es magnífico. Todos vuelan en las nubes.
Pero lo pleno siempre corre el riesgo de ser interrumpido ya que, al igual que después de tocar fondo sólo queda emerger, todo lo que sube baja y así, efectivamente, el destino caprichoso parece no querer permitir que la velada se desarrolle con el énfasis del que han venido disfrutando hasta ese momento. Por todas las entradas y salidas comienzan a penetrar militares alemanes con armas automáticas apuntando al personal. El estruendo de sus botas casi no irrumpen en el concierto al principio pero el avispado soldado de turno decide romper la armonía disparando al techo su ametralladora para llamar la atención de su presencia. Todos despiertan a la realidad y la acompañan con gritos y desasosiego al instalarse una confusión colectiva debida a la gran interrogante: «¿qué es lo que está pasando?».
Un soldado los saca de dudas acusando a todos de haber desobedecido las órdenes que claramente prohibían a la población civil de París e, incluso, de cualquier parte de Francia, incluyendo a la Francia de Vichy, hacer uso de ese edificio. Está claro que alguien ha removido cielo y tierra para arruinar el concierto pero nadie se atreve a conjeturar ni siquiera en su interior; las acusaciones en tiempos de guerra son demasiado incontrolables y peligrosas.
Deray sube a un lateral del escenario donde se encuentra su amiga y se dirige a los militares increpándolos por su intromisión y gritándoles que dejen en paz a los que quieren vivir ajenos a ellos sin buscar problemas. Ahora las lágrimas de Deray son de rabia contenida contra los alemanes. Marina siente un vuelco en el corazón al escuchar el despecho de sus palabras y se levanta de un salto para evitar que siga hablando pero un oficial alemán dispara una ráfaga de balas contra Deray antes de que la pianista pueda alcanzarla. Todo es un revuelo, un caos en el que los alemanes ya no pueden poner orden y no saben dónde disparar aunque, a pesar de todo, lo hacen.
Cae de rodillas ante el cuerpo sin vida de Deray. Ya no puede más. Ya no pueden robarle más a su miserable vida. La acaban de despojar del último eslabón que la unía al plano físico en el que las personas desarrollan su existencia. Es injusto, es tan injusto…
Ya no le queda nada.
Llora con la cara desfigurada de dolor. Esto ya le supera de tal forma que se quiere abandonar a la muerte junto con su amiga. Una mano le toca el hombro y le grita entre el descontrol de gente atravesando la platea y el escenario para huir.
—Vete. Corre. Vienen a por ti.
Alza la cabeza y ve a Chanel que le insta a que abandone el recinto.
Maldito vestido, malditos zapatos de tacón… Ahora su tan idolatrado espacio vital se cerca sobre ella y la encierra cada vez más en su propia cárcel de seda. Comienza a correr y se deshace de los tacones sin apenas frenar su estampida, porque no solo huye su cuerpo, huye su mente, su vida, sus deseos de libertad.
Gracias a Dios, Chanel ha creado un vestido flexible a pesar de su corte que limita los movimientos, con un simple gesto de subirlo unos centímetros deslizándolo hacia arriba sobre los muslos puede dar zancadas dignas de una pantera en plena persecución. Aún así no duda en desgraciar la obra de arte de alta costura rasgándolo al forzar los movimientos. No mira hacia atrás, no puede permitírselo, solo se guía por el oído.
Oye violines llorando dentro de su cabeza, una orquesta completa que los acompaña, una fuerte melodía de derrota y resignación que entristece su corazón, su alma, una canción tan grandiosa como la destrucción que se cierne sobre ella. La eterna lluvia acompaña el sentimiento apocalíptico.
Descalza, con el vestido rasgado, llorando las lágrimas por todo lo que ha ido dejando atrás, por tanto perdido, con una rabia interior que la culmina y le confiere una velocidad inusitada. Está perdida en un mundo perdido. Es un halo rojo escapando de la vida que le ha tocado afrontar, no sólo de sus perseguidores mortales. Maldita sea la existencia del sufrimiento. Corre por las calles empedradas sin sentir dolor en los pies descalzos ni el frío que entumece los huesos de los demás transeúntes que va encontrando en su huida. Es imposible que su cuerpo tenga la más mínima posibilidad de sentir dolor ya que es algo que plenamente ocupa su ser; está tan repleta que no puede existir más allá de ella. Vuelve a ese estado que se ha hecho una constante en su vida. Salta obstáculos con una facilidad de la que no se da cuenta porque no es consciente de las barreras físicas que definen la existencia de lo imposible a los mortales. Casi no se le aprecian los pies de la velocidad, no tiene meta ni destino solo huye hacia ningún lugar donde pueda estar lejos de la realidad. Ya no le importa nada. Se le agolpa en la garganta una sensación de odio casi purificador, necesario para no desintegrar su alma en millones de partículas de polvo de cristal.
Después de una eternidad huyendo se detiene para tomar aliento en una zona que no reconoce en un primer momento. Nota la sangre correr por sus venas, casi a punto de ebullición, y un sofoco colosal; tiene miles de corazones latiéndole en todo el cuerpo.
Todo a su alrededor está oscuro y húmedo, tanto que tizna su alma más aún y se inclina ante un bordillo de piedra llorando, desesperada por no caer en un pozo sin fondo del que sabe que no volvería a salir jamás, pero sin fe en que no ocurra porque no encuentra nada a lo que agarrarse para no sucumbir a la caída, nada a lo que asirse, pero al levantar la cabeza observa que está ante la escalinata del Sacre Coeur y la sube como último recurso para salvar su alma a la deriva, arrastrándose aún cuando camina de pie.
Por desgracia las puertas de la basílica están cerradas a esas horas de la noche. Maldito todo. Se derrumba ante la puerta arañándola en su descenso con ira por no encontrar ayuda donde se supone que siempre debería haberla.
Quiere gritar hasta desgañitarse, clavada con las uñas a la puerta y rechinando los dientes de rabia, pero algo en su interior se lo impide, como en otras ocasiones le ha impedido articular palabra. Cierra los ojos hasta arrugar los párpados cuando, de repente, percibe una tremenda explosión sorda que hace saltar las bisagras del portón provocando que las puertas se desencajen, y así la gravedad las atraiga hasta descolocarlas totalmente de su sitio original para, a continuación, caer hacia la parte interior del templo.
La lluvia se cuela dentro del Sacre Coeur y ella, desde el suelo donde ha desparramado parte de su cuerpo, no puede dar crédito a lo que acaba de ocurrir. Se queda mirando absorta durante un intervalo de tiempo del que no se da cuenta hasta que nota la presencia de alguien inesperado. Cuando gira la cabeza advierte una mano tendida a la altura de sus ojos. La observa entretanto la lluvia resbala por sus mejillas. Y la eternidad detiene el momento. La música vuelve a sonar con más fuerza en su cabeza mientras la mira y no lo duda un instante más, con la misma lentitud con la que lo percibe todo extiende su mano para alcanzar ese clavo ardiendo surgido del espectro de la oscuridad.
Pero cuando se pone en pie observa que la mano tendida pertenece a Erich Kennen… Si del diablo se trata con él pactará, ya no importa. «O plaeclarum custodem ovium lupum».
Los militares han perdido el rastro de la joven. Inaudito pero cierto: una centelleante mujer de rojo ha sido absorbida por la noche de París sin dejar rastro. Temen regresar y que el mariscal Keitel tome represarías contra ellos por su incompetencia pero no tienen ni la más remota idea de por dónde seguir buscando. Un par de patrullas regresan de casa de Erich y del apartamento de Marina sin alcanzar el objetivo que andaban acechando así que deciden marcharse con las manos vacías hartos de buscar.
Los dos entran al Sacre Coeur pero por otro acceso. Ninguno hace referencia a lo que acaba de ocurrir en la entrada del templo. Erich ha abandonado el concierto para atender una llamada de carácter urgente de sus expertos traductores justo antes de la intromisión militar de la que no es consciente aún. El alemán interpreta la presencia repentina de la mujer como una señal muy positiva puesto que, en teoría, debería estar tocando el piano y, sobre todo, porque de todos los lugares de París donde le hubiera resultado normal encontrar a Marina ése no era uno de ellos.
Por ese motivo, porque no cree que el destino sea algo del azar sino una parte vital de la causalidad sine qua non para la existencia del orden en el universo, decide en ese mismo instante hacerla partícipe de las investigaciones que están llevando a cabo el grupo de expertos que trabajan bajo sus órdenes de forma secreta en el mismo edificio donde se hallan.
Ella lo sigue por detrás, silenciosa, casi tiritando, con el cabello pegado al rostro y el vestido al cuerpo de la humedad que aún conserva después de resguardarse de la lluvia en aquel lugar, el vestido descosido y sucio por los bajos, las manos sucias y los ojos rojos. Es extraño pero se va calmando conforme sigue los pasos de aquel hombre, con la boca sellada como una tumba de mármol. El papel blanco invade de nuevo su mente, no hay nada que le interese ni le llame la atención, es una autómata otra vez cuyos pasos los rige la inercia. Erich casi adivina la situación y tampoco se dirige a la mujer para comunicarse, sólo le va indicando con las manos si debe girar hacia la izquierda o si encuentran escalones en su camino.