Capítulo 43

LA noche se cierne sobre París y la Ciudad de las Luces intenta pugnar contra la oscuridad con sus propios haces de luces artificiales. Pero la naturaleza es irreductible y luchar contra ella suele ser un trabajo, además de agotador, infructuoso.

La luna nueva no ayuda y sólo el cielo punteado de estrellas refleja cierto brillo, aunque una iluminación romántica es poco práctica para que los humanos puedan ver en la noche.

De madrugada, con las primeras luces del alba, un aluvión de ruidos alborota la estancia de abajo. Les ha parecido oírlo y se quedan alerta intentando agudizar el sentido un instante. El sonido de pasos acompasados subiendo la escalera les saca de toda duda. Se sobresaltan al corroborarlo y rompen el silencio.

—¿Por qué demonios no han sonado las campanadas de las narices? —se pregunta Erich en voz alta irritado.

—Porque no son alemanes los que nos visitan —afirma contundente Marina intentando reincorporarse mientras se cubre con la enorme sábana.

Un comentario poco alentador.

—¡Comandante! ¡Aquí arriba! —señala un soldado de los que observa la ropa del militar alemán sobre uno de los sofás.

La primera en salir es Marina, que llega al mismo tiempo que el comandante al que se refiere la voz. Erich se queda intentando recordar dónde ha dejado la ropa y su arma hasta que intuye que no están a su alcance; error que jamás había cometido hasta ese momento. Siempre hay una primera vez, dicen.

 

 

 

—Estúpida perra en celo… —tal y como van saliendo las palabras de su boca levanta la mano y le cruza la cara a Marina.

Ella parece recibir todo a la vez a cámara lenta. El impacto de la mano le ha hecho ver una luz blanca por un segundo, puede que por haberle acertado en toda la parte derecha de la cara, desde el ojo hasta el labio. El oído comienza a emitir un pitido agudo bastante desagradable del que no se deshará hasta minutos después.

Erich sale desnudo del dormitorio con intención de arremeter contra el comandante francés pero ella le muestra la palma de la mano en señal de contención. Lo mira y le mueve la cabeza para que no sucumba a la alteración mientras se toca el labio. Marina mira hacia abajo intentando que su ira se aleje, dándose tiempo para intentar ser comprensiva. Están justo encima de la alfombra de lana cuando unas gotitas de sangre motean su color claro. La nariz de Marina sangra ligeramente. Erich no comprende nada.

—Enhorabuena… «Comandante» Guilabert —recalca el término «comandante».

—Me produces náuseas. No entiendo cómo has podido…

—Pues si no entiendes… —interrumpe al comandante, apretando los dientes— no sé para qué coño me revientas la nariz, Esteban. Estás metiendo la pata hasta el fondo.

—¿Me vas a decir que esto no es lo que parece?

—Ni sé lo que parece ni me importa. No me puedo creer que me condenes a una hostia sin preguntar —Marina se crece por momentos importándole muy poco cómo acabará la improvisada reunión—. A saber qué más se te ha ocurrido o qué se os está ocurriendo a todos —señalando al resto de la resistencia francesa que se haya en la sala de estar y mirándolos a los ojos mientras los apunta con el dedo. Os estáis convirtiendo en lo mismo contra lo que lucháis.

—Lo que tiene cojones…

—Es que nos hemos criado juntos —le vuelve a interrumpir— y no me has concedido ni el beneficio de la duda.

—Está bien, Marina. Vamos dentro —y la invita a entrar en el dormitorio que no ha sido ocupado esa noche.

Conforme se acerca Esteban coge los pantalones del alemán y se los tira de mala manera a la cara.

—Vístete —le ordena con asco, mirándolo de soslayo y apretando los músculos masetero y bucinador que se mueven como el palpitar de un corazón.

 

 

 

Marina no se detiene en el dormitorio porque considera que la simple hoja de una puerta no es intimidad suficiente para su conversación así que abre la del baño y entran.

—Vístete tú también.

—No me toques la gaita y dime a qué viene esto.

—¿Me preguntas tú a mí que a qué viene esto? No se ha enfriado el cuerpo de Deray aún, Marina, ya no muestras respeto por nada. Siempre has ido a la tuya pero esto ya pasa de castaño oscuro. Esto le llega al alma a cualquiera.

Marina se abalanza sobre él con una mirada de dragón furioso y lo empuja. Casi se le cae la sábana que la cubre pero reacciona con la rapidez digna de un rayo.

—Ni te atrevas. Ni se te ocurra seguir por ahí. ¿Qué me vas a decir? ¿Eh? ¿Esteban? —y comienza a coger velocidad en soltar palabras mientras va disminuyendo el tono, hasta llegar al umbral de la amenaza— ¿Qué has perdido a tu mujer por culpa de los alemanes? ¿Qué ellos la asesinaron? ¿Qué son la escoria que infesta Europa? Creo que te olvidas de que soy yo con quien hablas, de que Deray era también una parte de mí, no sólo te ha dejado a ti, Esteban, y de que los dos venimos de empalmar una guerra con otra. Fuiste tú el que enterraste a mis padres, Esteban, tú. Así que plantéate si tiene razón de ser nada de lo que está pasando. Al final vas a acabar siendo igual que esos a los que odias.

—Pues explícamelo tú, ¿qué pasa?, Marina. Porque yo también quiero saber, porque tú no quieres comprender que yo no comprenda. ¿Qué cojones está pasando, niña del demonio? ¿Es que éste justo es el bueno de todos ellos?

Suspira desesperada por no saberse explicar pero entiende en los gestos y en la voz venida a menos de Esteban que está entrando en el terreno que ella quería. No ha comenzado a contestarle cuando oyen ruidos fuera. Marina retira con el pie la sábana que arrastra delante de ella para arrancar a correr como una fiera hasta la sala de estar.

Allí tres hombres sostienen a Erich mientras otro le atiza donde puede y donde el alemán se deja, ya que no para de moverse y patalear.

 

 

 

A pesar de la rapidez de Marina el primero en llegar a poner orden es Esteban, que increpa a sus hombres a que dejen en paz al militar del bando contrario. Los hombres lo sueltan.

—Hoy va a ser día de explicaciones para todos ¿o qué? —pregunta en tono amenazante al miembro de su grupo que estaba aporreando las costillas de Erich.

—Ha empezado él —señala al hombre semidesnudo.

—Sólo he pedido un cigarrillo. El de por la mañana —y se encoge de hombros medio dolorido en tanto recoge uno del suelo— ¿fuego tampoco tenéis?

El que le arreaba momentos antes da un paso con la intención de seguir zurrándole aunque no lo sujeten pero Esteban le pone una mano en el pecho y le dedica una mirada de comandante que da una orden.

—Como me volváis a interrumpir vamos a tener un problema y no con los nazis.

De igual forma que antes le ha tirado los pantalones le tira un paquete de cerillas con todo el desprecio del mundo. Acto con el que consigue hacer sentir a gusto a sus hombres.

—Danke —masculla el alemán con intención contraria a la de sus palabras y prende el cigarrillo.

Ambos vuelven a retirarse al baño y no han entrado en él cuando Marina continúa indignándose con sus propias preguntas.

—¿Tú ves lógico que haya estado subvencionándoos desde hace más de un año con casi todo lo que he ganado con los conciertos para ahora simplemente «traicionar a la causa»? Erich Kennen es necesario para mí por motivos personales que nada tienen que ver con «las perras calientes» —profiere esas últimas palabras con profundo despecho.

—¿Pero qué me estás contando? —se desespera su amigo y se sujeta la frente mientras niega con la cabeza. No me lo puedo creer, Marina, no puedo creer…

—Mírame a los ojos —le levanta la barbilla hasta que establecen contacto visual—, confía en mí. Siempre lo has hecho, no entiendo cómo ahora te resulta tan difícil.

Esteban adopta una postura defensiva, de incomodidad, tratando de asimilar la petición y bajándose al nivel de la mujer. Encuentra lógicas sus palabras, aceptables, aunque con un pero.

—¿Y qué les cuento a mis hombres? ¿O pretendes que ellos sean también partícipes de nuestro compadreo?

—Pues cuéntales la verdad. Pero sólo la parte en la que le estoy sacando información sobre Adolf Hitler en la que confirma que usa dobles. Algunos de los altos mandos también. Incluso él es un doble del Erwin Rommel. Necesito tiempo para conocer detalles del cómo y cuándo.

—¿Es eso cierto? ¿Estás sacándole información?

—No exactamente, pero todo lo que te puedo decir es que la tendréis conforme vaya consiguiéndola.

 

 

 

Marina no le advierte de que Erich se encuentra a la caza y captura por los suyos. No es beneficioso para el acuerdo de paz que está alcanzando con Esteban. Al no sentirse culpable de sus actos no transmite el menor sentimiento de culpa. No miente aunque no diga toda la verdad y esa convicción termina por provocar que el comandante Guilabert ceda.

—Marina…

—… Vete a pedirle dinero a Pablo que a mí no me podéis estrujar más —y vuelve a terminar la frase del hombre que se crió con ella con una extraña sonrisa.

—Ten cuidado. Espero que sepas lo que estás haciendo.

—¿Acaso lo sabes tú?

Los dos acaban abrazados. Esteban besa la cabeza de Marina que deja su rostro descansar en el pecho de él. Apenas están un minuto en esa posición pero lo saborean como si fuese una eternidad. De nuevo se oye ruido fuera por lo que no creen conveniente seguir dejando a los lobos solos.

—Espero que ahora no vengan a dar la brasa de la otra parte —suspira la pianista.

—No sabes cómo echo de menos tu ironía… Y la risa que provocaba en Deray —contiene su tristeza a duras penas.

Marina se queda rezagada en el baño a la vez que Esteban sale diligente y con paso firme grita a sus hombres:

—¡Nos vamos!

Algunos se miran perplejos y el que ha estrenado sus puños esa madrugada con el militar nazi protesta sin poder creer que no va a terminar lo que empezó.

—Pero…

—¿Qué parte no has entendido, Didier? ¿El «nos» o el «vamos»?

Esteban es el último en salir, por precaución. Mientras todos los miembros de la resistencia abandonan la sala de estar el señor Guilabert no le quita el ojo de encima a Erich, que le mantiene la mirada desafiante mientras la colilla humeante de su cigarro casi no se ve entre los dedos.

—No tienes ni puta idea de la suerte que tienes…

—Puesto que os vais todos sanos y salvos la suerte es vuestra.

—Me refiero a ella, estúpido. Como se te ocurra hacerle daño…

—No he sido yo el que le ha dado esa bofetada —impide que termine la amenaza.

—¡Qué cojones! Aquí no hacéis más que terminar mis frases ¿o qué? —y cierra de un portazo.