Capítulo VIII
Mientras en el salón los xerbuks planeaban la forma de atrapar a Valerio, la sangre de Elena bullía de furia e impotencia. Furia e impotencia contra esos hombres desconfiados, prepotentes y testarudos que discutían al otro lado de la puerta.
Prepararía desayuno para ella sola, no se merecían que se preocupara por ellos. Si querían comer, pues ya podían ir lavándose las manos y que ni se les ocurriese pedir ayuda porque ya estaba harta.
Sacó la tostadora del armario mientras seguía rumiando su enfado. Entonces, se quedó mirando el aparato y sonrió sin saber por qué. Esos hombres no sabían ni usar la tostadora, todavía se reía cada vez que recordaba a Sebastián peleando con el microondas.
Así que, lo pensó mejor… a fin de cuentas estaban allí para protegerla. Era cierto, por lo que le habían dicho, que si estaba en peligro era a causa de ellos. Pero aun así, ahí estaban, alejados de sus hogares.
Odiándose por ser tan tonta, Elena comenzó a preparar tostadas para todos mientras se hacía el café. También sacó la mantequilla y la mermelada… todavía no podía creer que estaba preparando el desayuno a un trío de machistas desconocidos.
Cuando tuvo todo listo se dirigió al salón para invitarlos a desayunar, abrió la puerta, se dispuso a cruzarla y se quedó casi sin respiración. Esos tres hombres juntos eran un espectáculo. Altos y con espaldas anchas, fuertes y seguros de sí mismos. Su vista se posó particularmente en el rubio de ojos claros. Tenía los brazos cruzados en su torso. Un torso impresionante, por cierto. Estaba segura no haber visto semejante cuerpo sino en Hollywood y con esa cabellera dorada y ondulada… ni siquiera Adonis le haría sombra. Escuchaba con atención a Marco y asentía de vez en cuando con la cabeza. Ella estaba tan absorta mirando al hombre que las palabras de Marco eran meros murmullos en sus oídos.
De pronto todos se callaron y se giraron hacia ella.
—Eh… preparé el desayuno por si teníais hambre. —Elena dio gracias a Dios por haber podido pronunciar toda una frase de tirón.
Sebastián le sonrió de una forma que no pudo identificar, pero que le aceleró el pulso hasta tal punto que pensó que le daría una taquicardia y acabaría entrando al hospital por la puerta de urgencias.
—Gracias, estoy famélico.
—Agradezco la invitación, pero no puedo quedarme —comenzó a decir Marco—, estoy seguro que estos dos se comerán mi parte.
—De acuerdo, otra vez será. Saluda a Estefanía por mí.
—Por supuesto, lo haré. —Y dirigiéndose a sus compañeros añadió—: No os confiéis y llevad cuidado, estaremos en contacto.
Dicho esto, Elena vio como Marco atravesaba el umbral de la puerta con su capa negra ondeando al viento. Fue entonces cuando pudo vislumbrar que tenía un dragón rojo de alas extendidas en el centro. Se parecía mucho al que había visto en el hombro de Sebastián. Qué hombre tan extraño, pensó ella. ¿Dónde lo conocería su amiga?
Elena giró sobre sus talones y entró de nuevo en la cocina con Sebastián y Benjamín tras ella.
Desayunaron con bastante tranquilidad. Sebastián cogió las tostadas y las untó con mantequilla y después le puso mermelada por encima… era todo un manjar, pensó. Al otro lado de la mesa podía ver a Elena hacer lo mismo con su pan, tomándose su tiempo. Benjamín, por el contrario, comió a toda velocidad como si hiciese años que no probaba bocado. En unos minutos había acabado y expresando una disculpa, se levantó y se marchó.
Ambos continuaron callados. Solo los ruidos del cuchillo y el tenedor resonaban en la silenciosa cocina. De pronto Sebastián se irguió en la silla apoyando la espalda en el respaldo y la miró fijamente. Elena se percató de su escrutinio y se sintió cada vez más incómoda. Un estremecimiento le estaba recorriendo la columna vertebral y le ponía la carne de gallina. Y eso lo provocaba solo su mirada, pensó ella. Era para darse cabezazos contra la pared por estúpida. Vale que el hombre fuera un espécimen en extinción, pero si no confiaba en ella… no llegarían a nada. No estaba dispuesta a entregarse a un hombre así.
Elena levantó la mirada para encontrase con la de él. En ese momento, Sebastián sonrió. ¡Esto era el colmo! ¡Era un sinvergüenza!
—¿Qué? —preguntó exasperada.
—Tienes un poco de mermelada aquí. —Sebastián señaló en la distancia y ella no pudo saber con exactitud dónde le indicaba.
—¿Ya? —le dijo después de pasarse la servilleta por el lado izquierdo de su boca.
Sebastián negó con la cabeza y siguió sonriendo. Elena soltó un bufido poco femenino. Entonces, él se inclinó por encima de la mesa dejándola petrificada por la sorpresa y sin esperar a que ella reaccionara, tomó la comisura de sus labios con los suyos propios y lamió y besó los restos de mermelada que habían quedado abandonados.
Elena suspiró mientras él hacía su faena y sin darse cuenta se vio respondiendo al beso con un ímpetu que se había negado a sentir después del último encuentro con su boca.
Viendo que Elena se abandonaba a su beso, Sebastián decidió profundizarlo más. Introdujo la lengua en la sensual y excitante boca de ella y exploró cada rincón húmedo, cálido y maravilloso. Tenía las manos apoyadas sobre la mesa y de pronto sintió que un fuego intenso se apoderaba de su cuerpo y que deseaba estrecharla entre sus brazos. Sin embargo, dada la posición en la que se encontraba, le era imposible. Decidió pues interrumpir el beso antes de perder el control, apartar la mesa de un manotazo y que todo rodase por el suelo.
A Elena le entró un hambre muy distinta a la que se saciaba con tostadas y mermelada. Era un hambre que se había instalado en algún lugar dentro de su cuerpo y descendía hasta su parte más íntima. Oh no, lo deseaba, lo deseaba con todas las fuerzas de su ser. No obstante, no se rendiría a ese deseo. Debía ser fuerte y no flaquear, por muy difícil que le resultase.
Sebastián se puso en pie y su sonrisa era tan amplia que dejaba al descubierto todos sus perlados dientes.
—Hoy estás de lo más dulce.
—Eres un cretino.
Él alzó ambas cejas con confusión. Pensó que después de haber respondido a su beso ya no estaría enfadada por lo de anoche. Evidentemente se había equivocado. ¿Quién entendía a las mujeres?
—¿Por besarte?
—Sí, anoche creí haber sido suficientemente clara.
—Así fue.
—Entonces, ¿a qué vino esto?
Sebastián caminó hacia ella lentamente y tomó su mano. Elena se la zafó de un tirón.
—Eres la mujer más hermosa que he visto en cualquiera de los reinos conocidos. Tan tentadora que al mirarte, me olvido de cada palabra que me dijese minutos antes.
A Elena se le secó la boca y comenzó a tragar con dificultad. Sus palabras sonaron algo extrañas pero inmensamente bonitas. Estaba segura que ese hombre conseguía lo que le diese la gana con su vocabulario lisonjero.
—Tratas de engatusarme.
—No, solo digo la verdad.
Hasta el momento, no tenía ninguna prueba de que Sebastián le hubiese mentido. Además, había sido en extremo sincero, cuando con una mentirijilla podría haberla acallado y quedar bien. ¿Realmente Sebastián sentía algo por ella? Si era así, seguramente solo sería físico. Ese hombre no confiaba en ella y no podría aceptarlo para una simple aventura.
Solo se había acostado con un hombre y fue después de un noviazgo de casi un año. Además, la relación era lo suficientemente seria como para pensar que se casaría con él, que era el definitivo, pero se equivocó y resultó ser un cerdo. A partir de ese momento se volvió más precavida con los hombres.
Ahora no estaba segura de qué pensar de Sebastián. Le conocía de apenas unas semanas pero la familiaridad que había llegado a tener con él superaba con creces ese tiempo. Sin embargo, no podía dejarse seducir, tenía que ser firme.
—No me importa si eres sincero o no. Hasta que no confíes en mí, más te vale mantenerte alejado.
—Tú también me deseas.
—Eso no tiene nada que ver. Yo no me acuesto con un tío si no tenemos algo serio. No me van los rollos.
—Yo no me ando con juegos. Soy serio. —Desde cuándo se había vuelto serio, se preguntó Sebastián abrumado.
—Ya… aun así, no sé nada de ti y no te ha dado la gana decírmelo.
—Elena…
—No Sebastián. Cuando te decidas a contarme algo sobre tu vida, házmelo saber, si es que todavía estoy disponible.
La semana siguiente pasó lentamente para Sebastián. Tuvo que soportar la presencia del mequetrefe compañero de Elena, que para colmo estaba enamorado de ella. Insistía en acompañarla todos los días después de las clases a pesar de que, tanto Benjamín como él ya lo hacían. Para nada necesitaban la ayuda de ese monigote. Pero ante su insistencia de ayudar a protegerla, Elena le pidió que se lo permitiera. ¿Desde cuándo se había vuelto tan blando ante la petición de una mujer? Era como si le fuese imposible negarle algo, siempre y cuando no pusiese en peligro su seguridad. Eso era lo primero para él, que Elena estuviese a salvo.
El caso era, que el día anterior tuvo que aguantarlo a la hora de la cena. A Elena se le había ocurrido invitarlo como agradecimiento por su interés. Era como si lo hiciese a propósito para fastidiarlo. ¿O acaso había pensado en cambiarle por ese tipo? Era una completa estupidez, ese Juan no podía medirse con él. Elena no podía ser tan tonta.
Durante unos segundos, mientras el mequetrefe sonreía a Elena como un bobo, tuvo en mente la visión de su puño cerrado sobre la nariz del individuo y la sangre resbalando por su cara. Lástima que no pudiera hacerlo, seguramente no sería del agrado de Elena.
Además del tema de Juan, también estaba el deseo que sentía por ella. Cada día que pasaba se hacía más intenso. Tenía que poner toda su fuerza de voluntad para no tocarla. No la había vuelto a besar desde aquella mañana en el desayuno. Ella tenía razón en todo lo que le dijo.
Lo que le estaba sucediendo con Elena era muy grave, gravísimo y no tenía la menor idea de cómo actuar.
Ahora estaba sentado en el salón viendo la tele pero sin verla. Sus pensamientos no hacían más que dar vueltas en su cabeza. Era consciente de que Elena estaba en el piso de arriba dándose un baño. ¿Quién en su sano juicio le prestaría atención a la tele mientras tales ideas ocupaban su mente? Estaría desnuda bajo el agua. Enjabonando su deliciosa piel. Sus femeninas manos acariciando sus pechos… Después el agua resbalaría por su cuerpo llevándose consigo la espuma y dejando su piel brillante y fresca.
Sebastián se dio cuenta de que estaba sudando y de que su entrepierna comenzaba a sentirse muy incómoda bajo sus pantalones. La culpable… Elena.
Estaba pensando en darse una ducha bien fría en el baño de abajo cuando sin previo aviso apareció Marco en mitad del salón. Tanto Sebastián como Benjamín, que estaba junto a la ventana, dieron un salto.
—Se avecinan problemas —anunció Marco.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Sebastián mientras se acercaba a su amigo y apoyaba la mano en su hombro.
—Se nos ha escapado. No fuimos lo suficientemente sigilosos y huyó. Ya sabe que vamos tras él. Hemos perdido el factor sorpresa.
—¿Escapó a través del portal?
—Sí.
—¿Pudisteis rastrearlo?
—Así es.
—¿Y?
—Está aquí.
—¡Maldita sea! —Sebastián se dio la vuelta y caminó por el salón. Se pasó la mano por el pelo, nervioso como jamás lo había estado.
—Deberíamos haberlo atrapado antes… reuniré un grupo de soldados y le buscaremos por toda Salamanca. También tengo pensado poner a dos hombres que vigilen en la parte delantera de la casa y otros dos en la parte trasera. Y tanto Benjamín como tú estaréis dentro. Dile a Elena que por el momento no salga afuera.
—Está bien.