Capítulo VII

 

 

Esa misma noche, Sebastián repartió las guardias entre Benjamín y él. No permitirían que el traidor entrara a esas horas y les pillara durmiendo. Primero descansaría Benjamín.

Elena le entregó sábanas y mantas limpias y se las acomodó en el salón. Sebastián se quedó en la cocina para no interrumpir el sueño de su compañero y a cada rato haría sus rondas por la casa.

En el piso de arriba Elena sufrió una nueva pesadilla. Una sombra grande y oscura la perseguía calle abajo. Ella gritaba y gritaba, pero nadie acudía en su auxilio. Sus piernas estaban cansadas y ya no respondían. La tenue luz de una farola se apagó a su paso, entonces, Elena tropezó y cayó. Miró hacia atrás y vio como aquella oscura sombra se abalanzaba sobre ella.

Se despertó con un fuerte sobresalto. El sudor húmedo y frío todavía recorría el cuerpo de Elena cuando se dispuso a bajar las escaleras para tomar un vaso de agua. El corazón le latía a una velocidad vertiginosa y amenazaba con saltar de su pecho.

Desde que Sebastián apareció en su vida, no había vuelto a tener esa horrible pesadilla. Sin embargo hoy… no sabía por qué la sufría de nuevo. Precisamente en el momento que más segura se debía sentir. Era como un mal presentimiento, como el preludio de que algo malo estaba a punto de suceder.

Cuando estaba llegando al piso inferior, vio el resplandor de una luz por debajo de la puerta de la cocina. Elena paró en el último escalón, miró hacia el salón y vio a un hombre dormido en la alfombra. Estaba tapado únicamente con la sábana, y desde esa distancia no distinguía cuál de los dos era. Si no estuviese tan oscuro podría ver si se trataba de los dorados bucles de Sebastián o las ondulaciones castañas de Benjamín.

Secándose el sudor con la manga del pijama, Elena bajó el escalón que le faltaba y se dispuso a entrar a por su vaso de agua.

Abrió la puerta con cautela y descubrió a Sebastián sentado a la mesa comiéndose unos pastelitos de chocolate. Él la miró y se metió en la boca el último trozo que le quedaba dejando una pequeña mancha en su mentón. A Elena le pareció un niño grande atiborrándose de golosinas y sonrió.

Sebastián descubrió que no había visto nada más hermoso en toda su vida que Elena sonriendo.

—Tú a lo tuyo, solo vine por un poco de agua.

Él ni siquiera le contestó, estaba absorto mirándola. Llevaba un pijama de algodón a cuadros azules y blancos, abotonado por delante. El cabello lo tenía recogido en una trenza desaliñada que le daba un aire sensual.

La observó avanzar hacia los armarios pasando por su lado. Tenía los dos botones de arriba desabrochados y levantar el brazo hacia el mueble donde guardaba los vasos, se le abrió un poco más dejando a la vista parte de la redondez de su pecho. Se puso duro al instante. No llevaba esa prenda interior que las mujeres de este mundo usaban para cubrirse el busto. Se vio a sí mismo acercándose a ella y desabrochándole todos los botones, abriéndole el pijama y posando la palma de su mano sobre ese seno perfecto que apenas apreciaba desde donde estaba sentado.

Sebastián trató de apartar la mirada del escote femenino, pero le fue imposible, pues cuando se llevó el vaso a los labios para beber, ahí estaba otra vez. Ese trocito de piel lo estaba volviendo loco, más que cualquier mujer que había tenido completamente desnuda en su cama en el pasado. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para apartar los ojos de su pecho y mirarla a la cara. Entonces descubrió los círculos negros bajo sus ojos.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, tuve una pesadilla y después no podía dormir…

Sin darse cuenta de lo que hacía, Sebastián se levantó, fue hasta ella y sin previo aviso la abrazó. En cuanto sintió a Elena acurrucada en sus brazos fue consciente de lo que había hecho y… le gustó. Oh cómo le gustó tenerla así.

Elena todavía tenía el vaso en la mano cuando de pronto se vio con la cara pegada a su pecho. ¡Y menudo pecho! Ya lo había visto en otra ocasión, pero nunca lo había tocado. Sí, era tan duro como se veía. Y el calor que manaba de él era increíblemente reconfortante. Cerró los ojos y escuchó el latido del corazón de Sebastián golpeando en su oído. Casi se le cae el vaso al suelo de lánguida que se sintió. Había sido toda una sorpresa que Sebastián hiciera algo así.

Elena dejó el vaso en la encimera como pudo y le pasó los brazos por debajo de los suyos, los colocó en su espalda y lo oprimió de modo que su cara quedó más pegada a su torso. Sí, eso era justo lo que ella necesitaba después de una horrible pesadilla.

Sebastián notó como ella le devolvía el abrazo y se sintió extrañamente satisfecho. Apoyó su mejilla en lo alto de la cabeza de Elena y mientras tenía una mano en su espalda, con la otra le acarició el pelo. Olía a frutas del bosque, dulces y exóticas. Se sentía como en casa, como si hubiese regresado a Xerbuk. Como si estuviese respirando en el Bosque del Álamo, el bosque que cruzaba cada día para ir de palacio a las aldeas más cercanas. Sonrió para sí mismo cuando se vio paseando por ese bosque a caballo con Elena en sus brazos. Trotaban entre los árboles mientras él le hablaba sobre el lugar en el que había nacido.

Jamás se había sentido así, jamás había tenido deseos de pasear con una mujer, de hacer otras cosas sí, pero de pasear… realmente era un sentimiento muy extraño el que recorría su cuerpo en ese momento. Y lo más extraño de todo es que lo sintiera por una mujer del reino humano. Odiaba este mundo y a su gente, ¿cómo era posible que le gustase Elena? No tenía ninguna explicación para ello, pero se sentía feliz.

Levantó la cabeza y tomó la cara de Elena con sus grandes manos. Ella pudo ver en sus ojos, azules como el zafiro más brillante, las intenciones de Sebastián y no le detuvo. Se quedó completamente inmóvil, esperando que él se decidiese a dar el primer paso. Y entonces sucedió, Sebastián agachó la cabeza y besó sus labios.

De una forma suave y tranquila saboreó su boca. A ella le reconfortó tanto como el abrazo. Se sintió segura, protegida y amada. Por primera vez en su vida se sintió amada. Aunque bien sabía que un beso no significaba amor, en este momento no tuvo ganas de pensar en ello. Solo de sentir, de sentir el rayo que la atravesó de arriba abajo produciéndole una descarga eléctrica tan fuerte que se sintió mareada. Afortunadamente Sebastián la había cogido por la cintura y la tenía bien sujeta, si no se hubiese desvanecido allí mismo.

Sebastián le mordisqueó el labio superior y luego se entretuvo en el inferior eternos segundos antes de invadir por completo su boca. Y en ese momento ella se derritió como mantequilla al sol. La lengua de él jugueteó con la suya y recorrió cada recoveco. Avasallando, incursionando, adentrándose cada vez más.

Elena se preguntó cómo podía un hombre como Sebastián ser tan tierno y dulce. No era posible que la tocara con tanta delicadeza como si fuese una pieza del cristal más exclusivo.

Con el corazón latiéndole a una velocidad de vértigo, Sebastián al fin se separó de ella. Miró sus profundos ojos dorados y acarició su mejilla con la yema de sus dedos.

—Eres preciosa, como una princesa en su noche de presentación.

—Una princesa en pijama —contestó sonriendo.

—Nunca creí que pudiera encontrar a una mujer como tú en este reino. Todas las que conocí en el pasado eran egoístas y caprichosas.

—Supongo que en este «reino» como tú dices hay de todo. —Ahora fue ella la que alzó la mano y acarició su cara y le pasó los dedos por el pelo. De un rubio deslumbrante, con grandes y sedosos rizos.

El gesto que hizo Elena le pareció tan conmovedor que tuvo que apartarse para no avasallarla de nuevo. Ahora no era el momento. Si se distraía con ella, el traidor podría pillarle por sorpresa y no estaba dispuesto a exponer al peligro a esta mujer que cada vez le gustaba más.

—Vete a la cama. —Su voz sonó más áspera de lo que hubiese querido, cuando en realidad lo que deseaba era irse con ella. Meterse entre sus sábanas y hacerle el amor apasionadamente durante toda la noche.

Pero no, no era el momento. Y no estaba seguro de si alguna vez habría una ocasión adecuada. Elena no era mujer de una sola noche y él no era hombre de una sola mujer. No tenía ninguna intención de comprometerse y menos con alguien del reino humano. No, ese beso no podía repetirse, por mucho que lo desease. Debía controlarse.

Elena de inmediato advirtió su cambio de actitud. La ternura y suavidad que había contemplado en sus ojos tan solo unos segundos antes, habían desaparecido. En su lugar vio enojo e ira. Se sintió triste, después de experimentar el mejor beso de tornillo de toda su vida, él estaba enfadado. ¿Sería que ella no besaba bien? De pronto todo el bienestar que había invadido su cuerpo desapareció. Sus ojos se empañaron y tuvo que contener las lágrimas.

—¿No te gustó? ¿No beso bien?

—¿Estás loca? Besas como una diosa. Me ha gustado tanto que he sentido deseos de tumbarte aquí mismo y hacerte el amor.

—Entonces, ¿por qué estás enfadado?

—A veces puedes ser tan inocente. —Sebastián suavizó sus rasgos y volvió a acariciarle la mejilla suavemente con sus dedos.

—No lo entiendo.

Sebastián rio. Dios mío, cada vez la adoraba más. Nada de malicia, nada de egoísmo. Nada de intenciones ocultas.

—No estoy enfadado contigo, sino conmigo. No tengo derecho a desearte.

—Ah es eso. —Le miró un poco molesta—. No soy ninguna niña.

—Soy consciente de ello.

—Tampoco soy virgen.

—A tu edad y en tu mundo, nunca lo sois.

—¿Por qué dices cosas tan extrañas?

—No lo entenderías.

—Ya empezamos. —Ahora, de molesta había pasado a enfurecida—. ¿Por qué nunca contestas a mis preguntas? Estás viviendo bajo mi techo. He confiado en ti, es más, te he confiado mi vida a pesar de que no te conocía, a pesar de que no te quería aquí. Sin embargo tú…tú no me cuentas nada.

—Elena, por favor… —Sebastián alzó la mano para tocarla, pero ella la apartó de un manotazo.

—¡No! No te atrevas a tocarme.

—Elena, cálmate.

—¡No quiero calmarme! Me besas como jamás me ha besado nadie. Me has hecho sentir como jamás lo había hecho nadie y luego me vienes con esas gilipolleces. No confías en mí para decirme la verdad.

—Si te lo contara, no lo entenderías.

—¡Vete al cuerno!

Elena dio media vuelta y salió corriendo. Subió rápidamente las escaleras y dando un fuerte portazo, se encerró en su habitación.

Sebastián se sintió como un miserable desgraciado. Se maldijo a sí mismo mil veces. ¿Cómo había llegado a esta situación con Elena? ¿Por haber visto un poco la curva de su pecho? No podía ser que fuera solo eso. Algo más profundo lo había impulsado a abrazarla y besarla. Tenía toda la razón en recriminarle su falta de confianza. No le había contado nada sobre sí mismo y ella había confiado en él plenamente. Pero no era cuestión de confianza, no era por eso por lo que no le había dicho nada. Si le decía de dónde venía, no se lo creería. Lo tomaría por loco y entonces él tendría que llevarla a través del portal. Podían pasar dos cosas si hacía eso:

Una, que lo aceptara tal cual, Elena tenía una mente amplia o dos, se asustara de tal modo que le temiera y entonces ya no podría protegerla. Si intentaba huir de él tendría que marcharse para siempre. No podía arriesgarse.

Sebastián alzó la vista para ver a Benjamín en el umbral de la puerta.

—¿Qué ha pasado?

—Nada.

—No parecía «nada» desde el salón.

—Creo que va siendo hora del cambio de turno, necesito dormir.

—Está bien.

Unas pocas horas le eran suficientes para sentirse descansado. Así que se tumbó en la alfombra, que era más cómoda que el sofá, y trató de dormir.

 

 

La mañana llegó rápidamente y con ella la noticia que Sebastián estaba esperando. Los rayos del sol todavía no asomaban por la ventana del salón, pero la luz del alba iluminaba ligeramente la estancia. Benjamín y Sebastián estaban en el salón intercambiando opiniones sobre la mejor forma de actuar cuando atraparan al supuesto traidor. En ese preciso instante Marco hizo su aparición atravesando la puerta con poderío y seguridad. Con un pantalón de piel oscura. La capa negra con un dragón rojo en el centro, ondeó al entrar velozmente en la casa.

Los dos hombres sentados en el sofá se levantaron de inmediato y fueron al encuentro de su príncipe.

—Por favor, dame buenas noticias —suplicó Sebastián dándole la mano en señal de saludo.

Benjamín se inclinó mostrándole el debido respeto. Marco respondió a su saludo con un asentimiento de cabeza.

—Es tu día de suerte Sebastián. Hemos descubierto su escondite.

—¿De verdad?

—Así es y, ¿sabes dónde se escondía?

—¿Dónde?

—En Xerbuk, en una aldea shakt.

—¿No me digas?

—Pues sí. No sé cómo, pero logró entrar en Xerbuk sin que ninguno de nosotros se diese cuenta. Debimos de haber sentido la apertura del portal, poder rastrearle.

—Te dije en su día que llamaras a un hechicero para que no pudiese volver acceder al reino.

—Mi padre pensó que no era necesario y ya sabes cómo era en ese entonces.

Por aquella época el rey de Xerbuk no confiaba en su hijo. No lo consideraba un líder apto y por lo tanto, no tomaba en consideración sus opiniones. Pero después de que fuera apresado por una hechicera que se había apoderado del reino hacía ya cuatro años, descubrió que Marco era completamente capaz de liderar un ejército y que sus decisiones eran acertadas. Después de que Fani y Marco liberaran al Reino de Xerbuk, su padre cambio por completo de actitud confiándole la seguridad del reino a Marco.

—Por cierto, le has comentado a tu padre de tus sospechas sobre Valerio.

—No y no se lo voy a decir. Está bastante delicado de salud. Ya no sana como debería hacerlo. —Una sombra de tristeza cubrió los cristalinos ojos de Marco.

—Lo siento mucho, amigo.

—Nada se puede hacer, así que… volvamos al tema.

—Bien, ¿qué has pensado?

Antes de que Marco pudiese explicarles su plan, Elena bajó las escaleras con los ojos fijos en el hombre desconocido de aspecto imponentemente que había plantado en su salón. Pero pronto recordó quién era. El marido de Estefanía… pero, ¿qué hacía allí? Y… ¿de qué iba disfrazado? Llevaba pantalones de cuero oscuros, una camisa holgada, un cinturón con una daga de empuñadura reluciente y un extraño medallón colgaba de su cuello. Pero lo más extraño de todo era la capa negra que caía por su espalda hasta los tobillos.

—Hola —pudo decir a duras penas.

—Elena, hace meses que no nos vemos. ¿Me recuerdas?

—Por supuesto, eres el marido de Estefanía. Eh… ¿ha venido contigo? —Su mirada estaba iluminada con la esperanza de que así fuera.

—No. Mi padre está delicado y se quedó a cuidarle.

—Ah, lo siento. Lo de tu padre quiero decir.

—Gracias. En cuanto pase este asunto de tu acosador, estoy seguro de que podréis veros nuevo.

—Pues espero que se solucione pronto. A veces pienso que no acabará nunca —dijo con un suspiro.

—Vamos tras una pista muy importante. Nos estamos acercando.

—No he tenido la ocasión de agradeceros todo lo que estáis haciendo por mí, sin ni siquiera conocerme.

—Bueno, Fani nos pidió el favor. Además, si no nos equivocamos, que no lo creo, lo que te está ocurriendo podría estar relacionado con nosotros. Quizá estés en peligro por nuestra culpa, lo mínimo que podemos hacer es protegerte.

—¿Cómo es posible?

—El hombre que te amenaza puede que quiera llegar hasta nosotros a través de ti. Sabe que eres amiga de Fani y necesita algún punto débil para atacar.

—¿Creéis que me usa de cebo para atraparos o haceros daño?

—Así es.

—Algo me contó Sebastián, pero está claro que no todo.

—Bueno es complicado.

—Supongo que sí. Al igual que la explicación que tengas sobre el atuendo que llevas puesto.

—¿No te gusta mi capa? —le preguntó con una sonrisa irónica que no dejó lugar a dudas de que sabía perfectamente qué ropa llevaba y dónde se encontraba luciéndola.

—Así que tú tampoco contestarás a mis preguntas.

—Claro que contestaré a todas tus preguntas.

—¿De verdad? —preguntó incrédula.

—Por supuesto. ¿Qué quieres saber?

—¿De dónde venís?

—De un lugar muy lejano —contestó Marco con toda tranquilidad.

—¡Oh! ¡Qué hombres más testarudos! —gritó de impotencia mientras colocaba sus dos manos en la cabeza y la sacudía—. Mejor será que os deje hablar a solas, puesto que no confiáis en mí. —Y dicho esto, salió disparada hacia la cocina.

Marco arqueó una ceja mientras la contemplaba dar un portazo. Después dirigió su mirada a Sebastián.

—¿Crees que es seguro contárselo?

—No sé cómo reaccionará.

—Tú la conoces mejor, te dejo a ti la decisión de cuándo decírselo o de no hacerlo.

—Vale. Ahora explícame cómo fue que lo encontraron.

—No lo encontramos… todavía. Solo averiguamos donde se escondía hasta hace unos días, pero ese refugio estoy seguro que nos llevará hasta él.