Capítulo III

 

 

Tal y como había pronosticado unas horas antes, no podía pegar ojo teniendo a un desconocido bajo su techo. No hacía más que dar vueltas en la cama. En su mente se visualizaba un hombre demasiado alto, con el pelo demasiado rubio y demasiado largo. En definitiva, un hombre con demasiado de todo.

En estos momentos estaría durmiendo en el sofá. De pronto se sintió como una huraña. No le había dado ni una almohada, ni mantas, ni sábanas, ni nada. Lo cierto era que estaba tan enfadada con él por su comportamiento, que después de que Sebastián se encerrara en el baño, ella lo hizo en su cuarto sin importarle si necesitaba algo más.

Había sido tan grosera como él. Se lo merecía, pensó con malicia. Pero ella no era tan mala al fin y al cabo. Así pues, se levantó de la cama, se puso una bata y fue hasta el armario. Sacó una sábana y una manta. Después fue hasta la habitación contigua, que usaba para planchar, abrió el armario que tenía allí y cogió una almohada pequeña.

Toda cargada bajó las escaleras hasta el salón donde descansaba Sebastián. Echó una mirada y le vio allí, todo estirado. Llevaba el torso desnudo y un pantalón de pijama que le cubría la parte inferior, gracias a Dios. Los pies le sobresalían del sofá y uno de sus brazos le colgaba hasta apoyarse en el suelo. Una postura verdaderamente incómoda, sin embargo parecía dormido. No movía ni un pelo.

Elena se acercó sigilosamente para no despertarlo. Estaba de costado y al colocarle la sábana encima vio un tatuaje en su espalda, un hermoso dragón con las alas extendidas. Tanto su espalda como su tatuaje eran magníficos. Se obligó a apartar la vista de su piel dorada y le colocó la manta. Lo arropó de modo que quedara bien tapado, incluso sus pies. Después le cogió el brazo y lo subió hasta el sofá colocándolo por debajo de la manta.

Se quedó todo un minuto estudiando el modo de ponerle la almohada bajo la cabeza sin despertarlo. Sería de lo más embarazoso que la descubriera atendiéndole. Mejor que se enterara por la mañana, cuando se encontrase con la manta encima.

Estudió el tomarle la cabeza con una mano, levantarla y con la otra colocarle la almohada debajo con rapidez. Una vez decidido el modus operandi, puso manos a la obra.

¡Por Dios! Cómo le pesaba el cabezón. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para poderlo sostener con una sola mano mientras le ponía la almohada. Después dejó caer la cabeza con mucho cuidado. Uf, protestaron sus brazos, pero ya estaba atendido. Así no podría hablarle mal de ella a Estefanía.

Se giró y caminando de puntillas se dirigió a la escalera y subió hasta su habitación pensando que si ese hombre iba a quedarse, sería una buena anfitriona.

 

Sebastián se había quedado atónito cuando la vio acercarse cargada con mantas y una almohada.

No había podido pegar ojo por mucho que lo había intentado. El sofá era de lo más incómodo. Estaba a punto de levantarse y dormir en el suelo cuando escuchó pasos y sin apenas levantar la cabeza vio a Elena que bajaba las escaleras y se acercaba a él con mantas en la mano. En seguida se figuró que eran para él y se hizo el dormido. Quería estar seguro de que no intentaría asfixiarlo con ellas. Lo más probable es que se las tirase encima. Aun así, se lo agradecería. Sin embargo, su sorpresa fue mayor cuando Elena con sumo cuidado le colocó una sábana y la manta encima de modo que todo su cuerpo estuviese bien cubierto. Hasta le había cogido el brazo que tenía colgando por fuera y lo había acomodado bajo la manta. En ese momento descubrió la suavidad de sus manos, su roce fue tierno y delicado. Después cuando ya pensaba que se marcharía, ella se acercó y le sostuvo la cabeza suavemente contra su vientre para acomodarla sobre una blanda y perfumada almohada. La ternura con que le atendió lo dejó abrumado. La plática que tuvo con ella horas antes indicaba, que Elena era una mujer insensata, caprichosa y egoísta. Pero lo que acababa de hacer contradecía su primera impresión. Tendría que darle más tiempo para hacer sus conjeturas pues ahora mismo se sentía desconcertado.

Por lo pronto lo que pensaba hacer era levantarse del incómodo sofá, enrollarse en la manta e instalarse sobre la alfombra.

 

La mañana llegó más rápida de lo que se esperaba, lo despertó el ruido de una puerta al cerrarse. Sebastián se levantó y llamó a Elena. Era muy temprano, pero al parecer estaba levantada pues había escuchado ruidos.

Tras llamarla un par de veces y no contestar decidió buscarla. Fue hasta la cocina, pero no la encontró allí. Golpeó la puerta del baño, abrió y entró… vacío. No deseaba entrar en su habitación pero iba a tener que subir y buscarla allí. Una vez arriba, Sebastián la volvió a llamar, pero no hubo respuesta. Empezó a ponerse nervioso. ¿Sería posible que su acosador hubiera entrado mientras él dormía? Tenía el sueño muy ligero y no lo creía probable. Llamó nuevamente a la puerta de su dormitorio y como no contestaba, decidió entrar. Lo que él imaginaba, Elena tampoco estaba allí. Elena no estaba en la casa. ¿Sería posible que la hubiesen secuestrado bajo sus narices? ¡Maldición, maldición!

Mientras gritaba esas dos palabras atravesó a toda velocidad la casa y salió al exterior en busca de su protegida. El que se la había llevado no debía de estar muy lejos. Hacía poco que había escuchado la puerta cerrarse. ¿Cómo era posible que esto le estuviese pasando a él? Su sueño siempre había sido ligero. Si algo le pasaba a Elena, Fani no se lo perdonaría jamás. Había confiado en él. Además esa mujer no se merecía que le sucediese ninguna atrocidad. La noche anterior había sido tan tierna y delicada mientras le arropaba.

La encontraría, por supuesto que la encontraría y la pondría a salvo.

Los primeros rayos del alba aparecían en el cielo. La calle estaba demasiado tranquila. Apenas un coche pasaba por la calzada y no había ni un alma por las aceras. Maldición, si la habían subido a un vehículo sería muy difícil localizarla.

Rápidamente fue hasta la esquina en busca de una pista, un vehículo sospechoso o algo. En cuanto giró vio a alguien corriendo a unos diez o quince metros. Quizá esa persona pudo ver algo.

Corrió tras ella todo lo deprisa que pudo y cuando estaba justo detrás…

—¿Elena?

La mujer ni siquiera se giró y siguió corriendo. Sebastián, la agarró del brazo para que se diese la vuelta y poder verla bien, pues no estaba seguro de que fuera ella.

Elena pegó un grito desgarrador a la vez que se giraba para descubrir que era Sebastián. Menos mal, por un momento había pensado que era su acosador. Elena se le quedó mirando de la cabeza a los pies. Sebastián todavía llevaba el pijama puesto y el torso al descubierto. Y menudo torso. Era todo puro músculo. Se quitó el auricular del MP4 para decirle unas palabritas.

—¿Pero qué estás haciendo? Hace mucho frío, vas a coger una pulmonía.

Sebastián se había quedado sin palabras. A él casi le da un ataque al corazón cuando descubrió que no estaba en la casa y ella había salido tan tranquila a correr.

—¿En qué diablos estabas pensando?

—¿Qué? —Elena estaba confundida. No entendía por qué Sebastián estaba allí, medio desnudo gritándole.

—Cómo se te ha ocurrido salir sola. Y sin consultármelo —exclamó él.

—¿Todo este alboroto es porque he salido a correr?

—¿Alboroto? —Sebastián le apretó con fuerza el brazo—. ¿Tienes idea de lo que se me ha pasado por la cabeza cuando al despertar he descubierto que no estabas?

—¿Acaso pensaste que me había largado y abandonado la casa? —Si Sebastián había pensado eso es que estaba mal de la cabeza. Ella por nada del mundo abandonaría su hogar.

—¡No! Creí que el autor de esas cartas te había secuestrado.

—Oh.

No se le había pasado por la cabeza que él se fuera a alarmar tanto porque ella saliese a correr unos minutos. Su intención no había sido inquietarle deliberadamente. Es más, ni siquiera se le había pasado por la cabeza que ese hombre pudiese preocuparse por ella. De todas formas no iba a cambiar su forma de vida por culpa del tipo que la acosaba. Y tampoco tenía intención de darle a este hombre, que acababa de conocer, poder sobre ella. No tenía ningún derecho a mandarle ni a sermonearla. Después de todo, la que estaba en peligro era ella ¿no? Suficiente tenía con vivir aterrada cada vez que salía a la calle. Por eso modificó el horario habitual en el que salía a correr. Lo hacía al anochecer, cuando regresaba del trabajo, pero al alba era más seguro. Ese fue el único cambio que hizo y no pensaba hacer más.

La semana anterior tuvo una larga conversación con Lori. De la cual sacó como conclusión que continuaría con su vida. Ahora este hombre no se la iba a cambiar.

—Oye, siento haberte alarmado, no ha sido mi intención. Pero no voy a estar pidiéndote permiso cada vez que tenga que salir. Pienso hacer vida normal.

—Vamos, lo hablaremos en tu casa.  —Sebastián tiró de ella para llevarla con él.

—¡Te estás pasando tío! ¡Suéltame! —forcejeó y trató de liberarse—. No  me importa que seas amigo de Estefanía, en cuanto llegue a casa llamaré a la policía.

—Haz lo que quieras.

Sebastián condujo a Elena de vuelta a la casa entre protestas e insultos. Una vez dentro, la sentó de manera brusca en una silla  del salón y la miró. Sus ojos ardían de furia. Furia por esa mujer insensata.

—Cometí un error terrible anoche —comenzó a decirle Sebastián.

—Sí, haber venido fue un error terrible por tu parte.

—No me has entendido, mi error fue que olvidé nombrarte mis tres reglas.

Elena se quedó con la boca abierta.

—Pero voy a corregirlo inmediatamente —prosiguió él.

Ella no tenía por qué soportar esa humillación. No era ninguna niña pequeña para que le regañasen. Además, quién se había creído que era Sebastián. No era ni su padre ni su hermano. Ni nada de nada.

—Regla número uno: no saldrás de la casa sin mi autorización. Regla número dos: no saldrás por esa puerta sin mi autorización y regla número tres: no pisarás la calle sin mi autorización —hizo una pausa y añadió—: ¿Ha quedado claro?

Elena estaba tan perpleja ante su diatriba que se había quedado sin palabras, no obstante no iba a consentir que la tratase de ese modo, era degradante. ¿Quién se había creído que era para imponerle reglas?

—¡Cómo te atreves! No tienes ningún derecho —exclamó ella.

—Hice un juramento.

—Y a mí qué me importa tu estúpido juramento.

—¿Acaso no lo entiendes? No puedo faltar a mi palabra. Antes moriría.

—¿Es una broma? Porque no estoy para bromas.

—No es ninguna maldita broma.

 

Elena ahora estaba todavía más perpleja si cabía. Definitivamente no entendía a este hombre. Nadie hablaba de esa forma. De dónde había sacado Estefanía a semejante amigo. Hablaba y actuaba muy raro. Quizá estaba loco, porque sería la única explicación a su comportamiento.

Elena se quedó durante un largo rato observando sus ojos. Quedó asombrada ante el azul intenso con motitas oscuras que la miraban como dos zafiros brillantes. Pero lo que más le sorprendió era lo que podía leer en ellos:

Zozobra. Consternación. Impotencia al ver que no le entendía. Había dicho la verdad con respecto a su juramento. Y le había dicho la verdad con lo de que moriría antes de faltar a su palabra. Por un segundo estuvo a punto de ceder, pero solo por un segundo. Gracias a Dios recuperó el sentido común, pensó Elena. Sebastián se había comportando de un modo prepotente y autoritario. Si le hubiese dicho cómo estaban las cosas de forma amable, ella lo habría entendido. Sin embargo, él había dictado sus reglas y esperaba que ella obedeciera sin replicar. ¿Conocería Sebastián las palabras «por favor»?

—Podría entenderlo… pero en este momento no quiero.

—Está bien, si no me obedeces tomaré medidas drásticas y no creo que te gusten.

—¿Y qué medidas serían esas? —preguntó ella preocupada. Había visto esa sinceridad en sus ojos. Ese hombre no se andaba con rodeos, ni gastaba bromas. Estaba segura que la obligaría a obedecer. Quizá debía tenerle más miedo a su guardaespaldas que a su acosador.

—Te ataré a una silla. Y no te soltaré hasta haber resuelto tu problema.

—No serías capaz.

—Pruébame —la desafió él.

Elena no tenía la más mínima intención de probarle. Su porte y su mirada la estaban aterrorizando. Ante ella había un hombre implacable, acostumbrado a hacer su voluntad. No, definitivamente no iba a probarle.

—Está bien, tú ganas —cedió  con voz temblorosa.

Sebastián percibió el miedo en Elena. Al fin había conseguido que esa mujer sintiera terror. Aunque fuera a él en vez de su acosador. Lo más importante en este momento era su seguridad y todavía no sabía cuán grave era la situación. Tendría que leer esa carta primero y luego decidir.

Por un lado sintió pena por ella, pues nada debía temer de él. Jamás le había hecho daño a una mujer y lo de atarla no había sido más que una bravuconada. Menos mal que no le había retado.

—Bien, ahora que ya sabes cómo funcionará esto, enséñame esa carta —dictaminó Sebastián.

Elena se sentía indefensa ante Sebastián. Cómo era posible que de la noche a la mañana hubiese dejado de controlar su vida. Un completo desconocido se había colado en su casa y además pretendía mandar en ella. Un completo desconocido al que debía confiar su persona. ¿Y por qué? ¿Por una pobre carta que una de sus mejores amigas le había enviado? Ojalá Estefanía hubiese venido en persona, quizá entonces se hubiese sentido más segura. Ahora tenía que aguantarse, no tenía fuerzas suficientes para enfrentarse a Sebastián y además, temía que cumpliera su promesa de atarla. En cuanto pudiera volver a ver a su amiga iba a pedirle cuentas por aquella incómoda encerrona.

Tras varios minutos en silencio mirándose el uno al otro, advirtió que el aspecto de Sebastián no era tan aterrador y el sentimiento que la había invadido al recibir aquella orden, duró poco.

Era muy extraño que ese estúpido y antipático ya no le diera tanto miedo como en un principio. El día anterior cuando se presentó en su casa casi le da un infarto del terror que le causó. Y hacía unos instantes lo había vuelto a hacer, pero después recordó la angustia y la preocupación que había leído en sus ojos y supuso que su reacción violenta probablemente sería debido a ello. Además, no le había hecho ningún daño durante la noche. Seguramente Sebastián era un buen hombre, como había dicho su amiga, antipático, pero buen hombre al fin y al cabo. Y trataría de protegerla, eso era lo más importante. Probablemente la volvería loca en su hazaña, pero estaría sana y salva.

Elena al fin apartó la mirada de aquellos profundos pozos azules y dando media vuelta se dirigió a las escaleras para buscar la carta. Llegó hasta la primera planta, giró a la izquierda y abriendo la puerta entró en su habitación. Fue hasta su mesita de noche. Abrió el segundo cajón y sacó la última carta amenazadora que había recibido. Una vez en la mano, bajó su mirada hasta posarse en ella. Le dieron ganas de estrujarla y de romperla en mil pedazos. Sin embargo no lo hizo, era una prueba y bien sabía ella que debía guardarla. Dando un largo suspiro salió de la habitación para entregársela al estúpido mandón que la esperaba abajo.

Elena le encontró de pie frente a la ventana. Tenía los brazos cruzados en su pecho y las piernas separadas. Se había vestido con un suéter y unos vaqueros. Estaba de espaldas a ella dejando su atractivo trasero para su deleite personal. «¡Pero Elena, qué demonios estás pensando!» Sacudió su cabeza y cerró los ojos para poder quitarse de la mente la imagen del bonito trasero de Sebastián. Cuando los abrió de nuevo su mirada se fijó en la calle que se veía a través de la ventana y sin apartar la vista de allí caminó hacia él.

—Aquí tienes —le ofreció ella—. Las demás se las quedó la policía.

Sin decir una sola palabra se giró y tomó la carta de sus manos. La abrió y allí mismo se dispuso a leerla.

Cuando hubo acabado soltó un gruñido y una maldición. El problema de Elena era más serio de lo que él había pensado en un principio. No entendía cómo la policía había abandonado la búsqueda de ese hombre, estaba claro que era un individuo peligroso y obsesionado con ella.

La carta comenzaba con bonitas palabras para la persona de Elena. Dos líneas más adelante, esas bonitas palabras se convirtieron en obscenidades y más abajo en amenazas con poseerla. Y la última frase de todas fue la que más preocupó a Sebastián «tú eres mi venganza, no puedes esconderte de mí».

—¿Qué pasa? Es muy serio ¿verdad? —preguntó mientras se mordía el labio y retorcía sus manos.

El miedo comenzó a recorrer la espalda de Elena. Al ver la transformación en el rostro de Sebastián, se le formó un nudo en la garganta con el que apenas podía pronunciar palabra. Ahora no parecía un buen hombre sino un guerrero dispuesto a matar a quien se pusiera en su camino.

—¿Las demás cartas decían lo mismo? —quiso saber.

—No exactamente. Las anteriores solo hablaban de las obscenidades que quería hacer conmigo pero su amenaza no fue tan directa como en esta.

—Tienes un gran problema con ese hombre —Sebastián caminó hacia ella hasta quedarse a escasos centímetros, entonces la tomó por los hombros—. Puede ser que te conozca.

—¿Qué quieres decir con que «puede ser que me conozca»?

—Que puede ser que os conozcáis. Ese hombre podría ser tu vecino o un compañero de trabajo…

Dios mío esto si era preocupante. Si era un conocido suyo eso significaba que no podría confiar en nadie. Tal vez hablaba con él a diario. ¿Qué iba a hacer?

El pánico se reflejó en su rostro y Sebastián al darse cuenta trató de tranquilizarla.

—Ese miserable no va a hacerte nada. Yo no lo permitiría.

—¿Y qué vas a hacer, seguirme a todas partes? ¿O encerrarme en casa para siempre?

—Te acompañaré a donde vayas. Y cuando estés segura en casa, me dedicaré a buscar a ese tipo.

—Es peligroso y tú… no ganas nada ayudándome. ¿Por qué lo haces?

—Ya te lo dije. Tu amiga Fani me lo pidió y yo le debo mucho. Es lo menos que puedo hacer.

—¿Lo menos que puedes hacer? Ayudarme te costará las veinticuatro horas del día, y quién sabe hasta cuándo. Semanas, meses. No puedes quedarte aquí tanto tiempo. Tendrás cosas que hacer. ¿No tienes un trabajo? ¿Una vida?

—Si estoy aquí es porque puedo. Ahora mismo no hago tanta falta en mi trabajo e hice un juramento que tengo intención de cumplir.

—Oh Dios mío, ¿de dónde te sacó Estefanía? Y por cierto, qué hizo ella que le debes tanto ¿salvar el mundo?

—No todo el mundo, pero sí el mío.

—Cada vez te entiendo menos.

—Pues no trates de entenderme, solo confía en Fani y en mí. Estoy aquí para protegerte. Acéptalo y cállate.

Elena se calló de inmediato. Al parecer iba a tener que aguantar a Sebastián por mucho tiempo. Él llevaba razón, tenía que aceptarlo. Ahora que sabía que su acosador podría ser cualquier persona que ella conocía, su miedo había aumentado. Por un lado tener a Sebastián con ella iba a ser un fastidio. Pero por el otro, era todo un alivio. Saber que su acosador no la encontraría sola, la tranquilizaba.

—Bien, ahora que sabes cómo está la situación, me obedecerás —continuó él.

La palabra obedecer sonaba a un padre regañando a una niña maleducada y eso sí no estaba dispuesta a consentirlo

—Acepto que estés aquí y me protejas. —Colocó el dedo índice en su pecho—. Pero no me darás órdenes.

Sebastián la cogió por la muñeca y apartó el dedo que presionaba su pecho.

—Por supuesto que me obedecerás.

—¿Alguna vez en tu vida has pensado en pedir las cosas?

—Si pido las cosas, doy opciones a que las hagan o no. En cambio, si doy una orden es acatada.

Ella pegó un tirón para liberar la muñeca de su agarre, pero solo consiguió lastimarse un poco. Sebastián sonrió ante la mueca que hizo.

—También puedo ignorarte.

Ese comentario le sacó de sus casillas. ¿Acaso esa mujer era mema? ¿No se daba cuenta del gran peligro que corría?

—No me provoques mujer. Esa carta que me has enseñado es muy seria. Y si aprecias tu vida, me obedecerás.

La furia de Sebastián era palpable a su alrededor. El tono frío y tajante que usó en cada palabra la hizo temblar. ¿Sería ese hombre capaz de pegarle para que le obedeciera? Francamente decía cosas muy extrañas y machistas. No, no quería creer que pudiera hacerle daño. Su amiga lo había mandado para protegerla. Si fuera un maltratador, Estefanía no se lo habría enviado. Sin embargo, todavía le sujetaba de la muñeca y con la fuerza de su agarre seguro le dejaría marcas. Aunque no quería mostrarse débil ni suplicarle para que la soltara, iba a tener que hacerlo pues no resistía más su presión. Estaba claro que Sebastián pretendía imponerse aprovechando su condición de hombre.

—Me haces daño —susurró Elena con la voz temblorosa.

Aquellas palabras golpearon a Sebastián en su pecho como una maza. Su voz temblorosa delató sus sentimientos. Bien, se lo merecía, pensó él, por contradecirle en algo tan obvio como obedecerle para poder protegerla mejor. Sin embargo, él nunca había hecho daño a una mujer por mucho que esta lo provocase. No quería que tuviera miedo de él, no sabía por qué pero no quería que se sintiese así. Él nunca había asustado a las mujeres. Es más, algunas hasta se le tiraban encima. Aunque Elena se lo mereciera, Sebastián jamás usaría la intimidación ni la fuerza física contra ella y no quería que pensase que él era capaz de hacer esas cosas. Era la segunda vez en el mismo día que Elena le había tenido miedo.

Así pues soltó su muñeca, se disculpó con una inclinación de cabeza y salió del salón.

Ella se secó con la manga de su camiseta las lágrimas que cayeron nada más irse Sebastián. Maldiciendo su nombre por haberla dejado en ese estado de debilidad que tanto odiaba, se dirigió a la cocina para preparar la comida.