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EL descenso nos reveló una superficie helada. Había pocas montañas, los cráteres de impacto abundaban debido a lo tenue de la atmósfera y la temperatura en el ecuador quedaba muchos grados centígrados bajo cero. El agua era escasa; se hallaba presente tan sólo en forma de acumulaciones de hielo en los valles y el interior de los cráteres, así como algo de permafrost en los polos. La parte que no tapaba el hielo era en su mayoría de un gris tirando a ocre. No vimos ni rastro de vegetación, de vida de ningún tipo ni núcleos urbanos. No había señal alguna de que el planeta estuviera habitado. Mi aprensión aumentaba por momentos.
El piloto hizo que el transbordador se deslizara a poca altura para que pudiéramos contemplar tan desolador paisaje. Finalmente llegamos al lugar elegido para nuestro aterrizaje. Según indicaban las órdenes selladas, las autoridades locales deseaban evitar a toda costa que nuestra presencia fuera conocida por la población. Por este motivo nos habían rogado que nos dirigiésemos a una antigua base, actualmente abandonada. Al parecer había sido uno de los primeros asentamientos humanos en el planeta y llevaba siglos sin utilizarse. Decían que la habían acondicionado para nosotros y que gozaríamos de un ambiente adecuado para trabajar.
Nada más ver el lugar escogido empecé a dudar que el infierno fuera el mejor sitio donde desarrollar el propio trabajo.
El piloto había estado dirigiendo el transbordador tranquilamente, incluso con facilidad, hasta ese momento. Ahora tenía que descender en vertical por un desfiladero de aproximadamente un kilómetro de profundidad. Las paredes de piedra oscura eran auténticos acantilados cortados a pico, prácticamente lisos, sin asideros. En caso de que el aparato sufriera un percance, en el fondo nos aguardaba un mar de lava ardiente. Conforme bajábamos veíamos cómo de las paredes rezumaba el agua a borbotones. Más abajo, auténticas cataratas surgían de la roca y se precipitaban al abismo rojo.
Aunque la atmósfera era tenue, el impacto de tanta agua sobre la lava generaba unas corrientes de aire que hacían temblar la nave y parecían querer estrellarnos contra alguno de los cercanos muros de piedra. Era uno de esos momentos en los que te preguntas sobre el sentido de la vida. Pensé en los despropósitos de aquella misión, y llegué a creer que no saldríamos de allí. Vi los rostros preocupados de mis compañeros. Acojonados, mejor dicho. El piloto agarraba con fuerza los controles de la nave mientras el sudor le corría por toda la cara. El pobre intentaba aparentar una confianza que no sentía, con tal de tranquilizar al pasaje. Finalmente tomamos tierra con un golpe seco, aunque desde mi posición no tenía ni idea de dónde lo habíamos hecho. Aarón se enjugó la frente con la manga del traje y soltó un chascarrillo que nadie rió. Bastante ocupados estábamos recobrándonos del susto y fingiendo que nunca habíamos tenido miedo.
Tras soltarnos y recoger las cosas nos dirigimos a la salida. Por supuesto, nos pusimos las escafandras y comprobamos la ausencia de fugas en ellas. También revisamos los radiadores, ya que fuera haría mucho calor. Nos situamos en las esclusas de la lanzadera y por fin pudimos pisar aquel planeta sin nombre.
Nadie habló durante un buen rato. Por más que el descenso a través del desfiladero nos hubiera preparado el ánimo, el espectáculo nos impresionó hasta el punto de dejarnos sin palabras. La inmensidad del corte en la superficie planetaria era inimaginable. El interior del acantilado se perdía en la lejanía, entre brumas, por ambos lados. Las paredes eran tan verticales en su mayor parte que parecían labradas por gigantes. Las cataratas que se precipitaban al vacío ni tan siquiera llegaban a tocar el suelo, pues el agua se evaporaba conforme se acercaba a la lava del fondo. Las turbulencias creadas por aquella lucha entre agua y fuego ya las habíamos sufrido.
Nos hallábamos en un saliente de unas docenas de metros. El suelo había sido allanado artificialmente y una barandilla metálica aseguraba el contorno. Todos nos acercamos para mirar hacia abajo. La caída seguía tal vez cien metros más. Los laterales estaban llenos de restos de desprendimientos de las paredes y por el centro fluía un verdadero río de fuego.
—¿Por qué eligieron un lugar como éste para establecer una base? —preguntó el piloto a través de la radio de los trajes.
—Por el agua y por el calor —respondió una voz desconocida.
Todos nos volvimos al mismo tiempo. Parte de la pared se había abierto detrás de nosotros, dejando expedita una gran entrada que mostraba un viejo hangar. Dos hombres de estatura media y rostro anodino habían salido por ella. No llevaban trajes espaciales, ni equipo de respiración; tan sólo algo similar a un mono gris, con diversos artilugios que parecían herramientas en el cinto.
Levanté mi brazo para leer los indicadores de la muñeca: presión del aire en torno al quince por ciento, humedad del cien por cien, temperatura de sesenta y ocho grados centígrados. Esos tipos tenían que ser muy duros para que las proteínas de su piel no se desnaturalizaran en tales condiciones. Yo, a pesar de que los radiadores de la escafandra me mantenían fresco, sudaba y me sentía agobiado.
Sin mayores ceremonias, nos pidieron que lleváramos el transbordador al interior del hangar. Aarón lo aparcó junto a un pequeño avión que, como supimos después, era utilizado por aquellos nativos para sus desplazamientos. Acto seguido, las compuertas se cerraron silenciosamente detrás de nosotros. No pude reprimir un escalofrío. Era irracional, lo sabía, pero…
Nuestros anfitriones se presentaron como Odenay y Eliarc, ambos ingenieros de mantenimiento. Tras quitarnos las escafandras y los guantes les tendimos las manos y se quedaron mirándolas con semblante inexpresivo. Fue un instante embarazoso. Nick les explicó que era una costumbre nuestra saludar de este modo, al tiempo que nos íbamos presentando. Odenay y su compañero se cruzaron una sonrisa y comentaron que conocían aquel «rasgo de comportamiento» (así lo denominaron) por los videos de historia, pero que ignoraban que lo mantuviésemos.
Tuve que recordarme a mi mismo que esa sociedad llevaba siglos aislada, sin contacto de ningún tipo con el exterior. Fue redescubierta hacía unas décadas y, según los datos proporcionados por el Gobierno, por tres veces se había intentado establecer contacto diplomático, y tres veces fue rechazado. Sus habitantes nunca habían sido estudiados y carecíamos de conocimientos sobre su historia y vicisitudes. ¿Cuánto cambian las costumbres y usos sociales cuando te aíslas del tronco común de la Humanidad? Y sobre todo, ¿de qué manera les había afectado a sus cuerpos? Porque ahora que les examinaba bajo la abundante luz artificial, estaba claro que eran un caso típico de humanos genéticamente alterados. La piel parecía mucho más dura y seca. Al mirarles parpadear, me sobresalté. Al igual que muchas aves y anfibios, sus ojos tenían una membrana nictitante. Aquel párpado interior, transparente, les había protegido las córneas de las adversas condiciones del exterior. Cuando nos estrecharon las manos noté la misma sensación que si tomara una tela aislante entre los dedos. Era una piel áspera, seca y gomosa. Durante la conversación que siguió me mantuve un poco al margen, tomando nota mentalmente de todas estas pequeñas diferencias. Se suponía que ése era mi trabajo.
Mis compañeros parecían molestos: el protocolo brillaba por su ausencia. No hubo ni una sola palabra de bienvenida, ni un mísero discurso. Sabía que Nick llevaba uno breve y esperanzador preparado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, que debía recitar como si fuera suyo. No tuvo la menor ocasión de pronunciarlo.
Nuestros anfitriones ni tan siquiera nos dieron tiempo para sacarnos las escafandras. Aparentemente, nuestro bienestar físico no les importaba. Dieron media vuelta y empezaron a conducirnos a través de la base abandonada, mientras enumeraban los dispositivos que veíamos: recicladores de aire, ventilación, cultivos hidropónicos, generadores de energía… Y así a paso vivo a través de un sinfín de pasillos, con breves paradas para explicarnos cómo funcionaban algunos controles, qué partes de la base no eran operativas y por lo tanto no podíamos acceder a ellas… Me recordó a una visita turística guiada a la que me apunté una vez en Tau Ceti; no te dejaban salir del itinerario prefijado. Aquella falta de cortesía resultaba llamativa. Toda cultura conocía el concepto de hospitalidad, sobre todo hacia unos extranjeros a los que se había recurrido en busca de ayuda.
De repente llegamos a una sala grande rodeada de unas habitaciones que, según nos explicaron, habían acondicionado para nosotros y nos dejaron allí.
—Suponemos que querrán descansar y prepararse —dijo Odenay, con el mismo tono que si estuviera explicando el funcionamiento de un artilugio mecánico—. Éste es el comunicador para llamarnos. Esto de aquí es el dispensador de comida. Sólo proporciona un tipo, aunque es adecuado desde el punto de vista nutricional. Hemos tenido que poner de nuevo todo en funcionamiento en poco tiempo y aún trabajamos en ello. Cuando estén dispuestos les presentaremos al resto del personal asignado a esta base. Todos albergan un gran deseo de colaborar con ustedes para solucionar los problemas. Les proporcionaremos los detalles más adelante.
Y sin esperar respuesta, él y su camarada dieron media vuelta, salieron y la puerta se cerró tras ellos de golpe.
—¿Alguien puede decirme si nos escuchan, o podemos hablar libremente? —preguntó Aarón en voz queda, sin mover los labios.
Saqué de inmediato un pequeño aparato del bolsillo y lo activé: una joya propiedad del gobierno capaz de detectar cualquier dispositivo espía e incluso rastrear las ondas acústicas a través de paredes, puertas y conductos, por si llegaban hasta alguien cercano. Quién me iba a decir que, en lugar de ingresar en la cárcel, me dedicaría a jugar con tales cosas en un mundo que prácticamente no figuraba en los mapas estelares…
—Está completamente limpio —sentencié—. Nada ni nadie nos oye.
—¿De veras piensan ustedes ayudar a semejante panda de mamarrachos? —Aarón parecía fuera de sus casillas—. ¡Por mí que se queden solos en su bonito mundo, y si se colapsa y desaparecen tanto mejor para…!
Todos los demás prorrumpimos en carcajadas, con lo que logramos enfurecerlo aún más, si cabe. Adoptó una pose enfurruñada y se negó a dirigirnos la palabra durante un buen rato. Por mi parte, aunque me uní a la burla general contra el piloto, en el fondo estaba de acuerdo con él. Sabía que éste era un sentimiento irracional, y traté de desecharlo y pensar con objetividad, al igual que el resto de mis compañeros. No quería convertirme en un aprensivo.
Después de quitarnos los trajes espaciales y vestirnos con algo más ligero, descubrimos los baños y nos refrescamos. Luego empezamos a poner en común nuestras primeras impresiones. Alguien tuvo la bondad de explicarle a nuestro enfadado piloto algunos principios de relatividad cultural. Comentamos la diversidad de costumbres bajo ambientes distintos y especulamos sobre qué debían pensar nuestros anfitriones. ¿Eran conscientes de que para nosotros había sido un recibimiento grosero? Tal vez para ellos una acogida breve y funcional era una forma de cortesía.
—¿Corteses? ¡Y una mierda! ¿Ésa es forma de tratar a la gente? —no había manera de convencer a Aarón.
—También podía ocurrir que realmente desearan ser groseros —apuntó Olga, sin hacerle caso; un vulgar piloto quedaba muy por debajo de su categoría—. Se trata de ingenieros de mantenimiento y su gobierno les obliga a ponerse a las órdenes de unos extranjeros. Quizá se consideren inmersos en una situación que hiere sus sentimientos o menoscaba su orgullo, demostrando a la sociedad que no han sido capaces de cumplir su cometido.
—Si nuestros anfitriones tienen mentalidad de ingeniero, aviados estamos, querida —comentó Natalia, con sorna. Olga le lanzó una mirada asesina. No era la primera vez que entre ambas se cruzaban puyas, ratificando la eterna disputa entre científicos e ingenieros.
La bióloga especuló que quizá se tratase de una simple estrategia de aquellos tipos para desvelar lo menos posible sobre sí mismos. Podían querer evitar cualquier fuga de información sobre su sociedad ante unos extraños. Al fin y al cabo llevaban siglos repudiando cualquier relación con nosotros y pretendían tener el mínimo contacto humano posible.
—Tal vez simplemente son funcionales —apuntó Robert, nuestro matemático—. Gente para la cual todo lo que no tenga una utilidad objetiva e inmediata carece de importancia.
—Pero eso es una contradicción —repuse—. Las relaciones sociales no son algo objetivamente inútil y carente de funcionalidad. Resultan extremadamente importantes para mantener una comunicación entre el grupo, garantizar la existencia de un cuerpo social…
—Creo que a ellos les interesa más que funcionen sus generadores de energía y sus depuradoras de agua —se burló Robert, sin dejar que terminara de hablar. ¿Podía ser uno de ésos que subestiman las relaciones sociales, e incluso la propia Sociología? ¿O se trataba sencillamente de un estúpido maleducado?
—¿Para qué iría alguien a trabajar por la sociedad, si falla el mismo cemento social que es la comunicación? —repuse, un tanto mosqueado—. Las normas de cortesía, el interés por los demás, la conversación sin finalidad objetiva aparente, son necesarios para que haya espíritu de comunidad. No basta con que cada uno haga su parte del trabajo; además, debe haber un sentimiento de grupo. Un deseo de pertenecer a él y un reconocimiento por parte de dicho grupo para que exista una sociedad capaz de alcanzar una complejidad y funcionalidad…
—Ahórrame la cháchara sociológica —me interrumpió, al tiempo que levantaba su ordenador portátil—. Yo pienso averiguar por qué funcionan mal las cosas con esto.
—Si no hubieran enviado una petición de ayuda no estarías aquí. Nos han requerido auxilio sin conocernos, sin habernos visto nunca, confiando simplemente en que alguien les escucharía y acudiría a su llamada por un mero acto de generosidad.
—O quizás por algún otro motivo —dijo Aarón, sombrío.
—¿Qué tonterías estás…? —empezó a decir Olga.
Un aparatito zumbó en mi bolsillo.
—Silencio; ya regresan —les informé.