Tercer relato: «UNA DE VAMPIROS»

1

DEBO admitir que la vista es soberbia, Abuelo.

—No sólo eso. Causa un cierto temor reverencial pararse a pensar que, hace milenios, nuestros antepasados se atrevían a surcar lo desconocido en frágiles barcos de madera con ojos pintados en la proa. Existían leyendas sobre sirenas, cíclopes, monstruos y dioses volubles. No muy lejos de aquí estaban las Columnas de Hércules, y más allá el fin del mundo. Pese a todo, los marinos seguían cabalgando las olas.

Anatoli Didrikson, doctor en Antropología —el Abuelo, para los íntimos—, y uno de sus discípulos más veteranos, Tariq Prados, callaron unos momentos, ensimismados en la contemplación de uno de los más notables puertos naturales del Mediterráneo, rodeado de montes. Hacía poco que el sol se había puesto, y la ciudad comenzaba a lucir sus galas nocturnas, en atención a los turistas que pululaban por las calles. No eran los únicos que se asomaban a la balconada del castillo. Los acompañaban dos jóvenes que aún no tenían veinte años estándar. La chica consultaba el plano urbano en su ordenador de pulsera. Era delgada, atlética y rubia, con el pelo recogido en una coleta.

—Mira, Saúl, ése es el Arsenal Militar. Ahí fue donde fusilaron al capitán Manso, cuando lo de Tau Ceti.

El chico asintió, interesado. De forma instintiva se llevó la mano a la mejilla izquierda, rota por una fea cicatriz que iba desde la sien a la barbilla. Al Abuelo no le pasó desapercibido el gesto.

—Gajes del trabajo de campo, ¿eh? Tariq debió enviaros a un sitio más tranquilo.

Saúl sonrió.

—La casta guerrera Naoloq es poco amiga de que unos antropólogos en ciernes metan las narices en sus ritos de iniciación, y no queda otro remedio que perseverar. Creo que mereció la pena; además, los médicos me aseguraron que en cuestión de semanas habrán desaparecido las huellas del machetazo.

—Ya, ya… —intervino Esperanza—. Si no llego a interponerme, te habrían matado. Me gustabas más cuando eras un empollón introvertido.

Tariq y el abuelo se cruzaron miradas de inteligencia. Pese a sus constantes disputas, estaba claro que aquellos dos se querían. Era ley de vida; la endogamia no resultaba infrecuente entre los universitarios.

Al cabo de un rato decidieron bajar a picar algo para abrir el apetito antes de cenar. La plataforma agrav los bajó hasta el puerto dando un pequeño rodeo. Sobrevolaron las ruinas, reconstruidas en diverso grado, del Palacio de Asdrúbal, el teatro romano y el anfiteatro.

—Estos cartageneros, siempre presumiendo de Historia —refunfuñó el Abuelo—. No paran de refregárnosla por la cara.

—¿Todavía seguís los murcianos picados con ellos? —repuso Tariq—. Pues buen dinero que sacan a los turistas. Que no se diga que la herencia de los antepasados es un lastre inútil.

Los dos hombres se enzarzaron en una discusión bizantina mientras tomaban tierra y recorrían la calle Mayor, en busca de una terraza con mesas libres. La mayor parte de los participantes en el Congreso Quinquenal de Antropólogos Colegiados se había dejado caer por allí, y cada dos por tres se veían obligados a saludar a alguien. Finalmente dieron con un bar de su gusto y se relajaron en compañía de unas jarras de cerveza y unas tapitas de mollejas de gandulfo en escabeche.

Se disponían a marcharse, cuando una mujer se detuvo a corta distancia. Era bajita, delgada, de pelo cobrizo, y llevaba un vestido desmangado azul marino. Se los quedó mirando y una expresión de alegría se dibujó en su rostro.

—¡Pero si son Anatoli y el joven Tariq! Bueno, ya no tan joven. ¡Dichosos los ojos!

Tras un breve instante de desconcierto, los dos hombres se levantaron y se dirigieron hacia ella.

—¡Sonia! —exclamó el Abuelo—. No tenía ni idea de que hubieras venido. Te creía en Épsilon Erídani. Me alegro un montón de verte al cabo de tantos años.

Fue a darle un par de besos pero, para su sorpresa, la mujer retrocedió alarmada. Acto seguido abrió el bolso y se puso unos guantes que le llegaban hasta el codo. Volvió a sonreír y ahora sí, ofreció la mano a sus perplejos amigos. Por el momento éstos no hicieron comentario alguno, al igual que Saúl y Esperanza. Sabían que la profesión estaba plagada de individuos maniáticos, como Leonor Garay, que siempre se fijaba en si los demás tenían sombra, o Pyotr Bilbo, empeñado en revolverles las tripas con su truculenta historia de la barbacoa.

—Sigues siendo el mismo oso de peluche hipertrofiado, Tariq —dijo Sonia—; por ti no pasan los años. Aún recuerdo cuando eras un tímido estudiante de postgrado, y Anatoli te fichó —se fijó en los dos jóvenes—. Éstos son de la última hornada, supongo.

—En efecto, el ciclo de la vida prosigue. Os presentaré. Silvia Donahue, mis doctorandos Saúl y Esperanza —el apretón de manos fue firme; los guantes eran de un tejido suave, agradable al tacto—. Aquí donde la veis, Silvia es historiadora, aunque también cursó la carrera de Antropología, una docena de Filologías y no sé cuántos títulos más. Siempre nos recuerda a los demás nuestras limitaciones intelectuales.

—No me seas zalamero, Tariq —miró a los chicos—. Aunque disto de ser una aguerrida antropóloga de campo como vosotros, de vez en cuando me apunto a algún congreso, para mantener el contacto. Y por supuesto, nunca me pierdo los relatos que contáis sobre vuestras andanzas, siempre después de los postres. Lo que me recuerda… ¿Habéis pensado en algún sitio para cenar?

Juegos perversos
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