5

EL despacho de Espiridión Frimberg, al igual que todo el edificio, tenía un aire retro que me resultaba encantador. En Nova Batavia la gente amaba la belleza, las cosas bien hechas, con cariño y dedicación. Después de pensárselo mucho, habían abominado de los objetos de diseño y del arte de vanguardia, y decidieron que la estética de finales del siglo XIX de la Era Preespacial poseía una serena elegancia que se amoldaba a su idiosincrasia.

La vista desde el despacho era magnífica: grandes avenidas arboladas, mansiones señoriales rodeadas de jardines y un tráfico rodado no muy intenso. Los vehículos a motor, por cuestiones de eficiencia aerodinámica, eran lo único que desentonaba en aquella imagen de postal decimonónica. A lo lejos, las gaviotas se cernían sobre un mar azul intenso.

Frimberg, una vez en su territorio, resultó ser un individuo parlanchín y de talante colaborador. Estuvimos discutiendo un buen rato sobre la Plaga y la eficacia de nuestras vacunas.

—Es indudable que la tasa de mortalidad ha bajado, algo que nunca podremos agradecerles lo bastante —me confesó—. Sin embargo, el remedio aún no es fiable al ciento por ciento. Creemos que diversos factores ambientales y la predisposición hereditaria hacen que la respuesta de cada persona tienda a fluctuar.

Se negó a entregarme los datos pormenorizados de la incidencia de la Plaga, aduciendo una abstrusa ley de secretos oficiales. No obstante, me pasó un resumen bastante completo en papel, que yo guardé en el maletín que había sacado del equipaje. Por supuesto, el presunto maletín guardaba más de una sorpresa, entre ellas un ordenador de última generación y una estación de comunicaciones. Ya se encargaría él de escanear las páginas y buscar correlaciones estadísticas, si fuera posible.

Por mi parte, le manifesté a Frimberg mi deseo, que coincidía con el de la Corporación, de residir una temporada en Nova Batavia. Fui lo más diplomático posible; no quería que sintieran que los tratábamos como a exóticos aborígenes a los cuales examinar. De hecho, había colegas míos que estudiaban las sociedades más avanzadas del Ekumen y llevaban los resultados a los congresos del gremio. Por fortuna, mi interlocutor era una persona culta y lo comprendió.

—No le garantizo que mis compatriotas cooperen, pero tiene usted vía libre para quedarse cuanto le plazca. Si incumpliere alguna norma, por error o desconocimiento, alguien se lo hará saber. Su condición de extranjero inducirá a que lo miremos con condescendencia. Además, nuestras normas de convivencia son similares a la de los principales planetas corporativos —sonrió con suficiencia—. Se lo asegura uno que ha viajado por ellos.

—¿Ah, sí?

Puse cara de interés y me confesó que había visitado Rígel y Hlanith en misiones diplomáticas. Nunca saqué en claro cuál era el puesto de Frimberg en la Administración, pero debía de ser alguien influyente.

Una vez tratados los temas más urgentes, llegó el turno de buscarme alojamiento. Frimberg parecía cariacontecido.

—Aquí no disponemos de hoteles, tal como los entienden en otros mundos. Nadie osaría cobrar a alguien por darle cobijo, aunque es obligación moral del huésped echar una mano en las tareas domésticas. Cuando un ciudadano viaja, suele albergarse en casa de algún pariente o amigo. En caso contrario, el Estado dispone de Residencias para la gente de paso. Hay una cerca de aquí, a menos de veinte minutos a pie. ¿Desea que llame a un taxi, o le gusta caminar?

Opté por lo segundo. Disfrutábamos de un clima primaveral, con un sol radiante atemperado por una fresca brisa. Salimos del edificio, seguidos del equipaje, manso como un globo cautivo.

Vistas de cerca, las mansiones me parecieron aún más lindas. Recordaban a castillos encantados, con los muros que miraban al norte tapizados de hiedra. No había dos iguales, y lo mismo pasaba con los jardines. Algunos se organizaban en setos geométricos y espacios abiertos, mientras que otros me evocaron los bosques de cuentos de hadas.

—¿Vive usted en alguna de ellas? —le pregunté a mi acompañante. Me di cuenta de que se envaraba, como si lo hubiera insultado inadvertidamente. Enseguida se rehízo, y me contestó con su afabilidad habitual:

—Sólo las familias de rancio abolengo y sus ramas colaterales habitan en casas solariegas. El resto de los mortales tenemos que conformarnos con las Residencias. Yo vivo en la misma donde usted se hospedará. Tengo suerte, como ve: me pilla cerquita del trabajo.

No seguí con el tema. Me dio la impresión de que había tocado una fibra sensible.

Al girar por una avenida lateral, me fijé en una mansión en obras. Las plumas de las grúas se alzaban hacia el cielo, y el jardín aparecía pisoteado por cuadrillas de albañiles en camiseta. Parte del seto también había caído.

—Están de reformas, por lo que parece —comenté.

—Más de lo que cree. Fue una tragedia. La Plaga se llevó a toda la familia. Cuando ya no queda personal con-sangre para manejar una casa, ésta se enajena al Estado y luego se subasta. Hay mucha gente rica, que ha amasado una fortuna con el sudor de su frente, ansiosa de fundar un linaje. Lógicamente, los nuevos propietarios suelen efectuar cambios radicales.

Dejé de prestar atención a sus palabras. Me pareció que una de las grúas estaba más inclinada de lo normal. Se lo fui a señalar a Frimberg, cuando la pluma se quebró. Un contenedor lleno de ladrillos cayó en medio de la calzada con gran estrépito, justo en la trayectoria de un vehículo rápido. Tan sólo la maestría del conductor evitó que chocara de lleno, pero el coche derrapó y se abalanzó sobre una joven que acertaba a pasar por allí.

En momentos semejantes uno no piensa, sino que actúa por reflejo. Apunté con el dedo y grité:

—¡Equipaje!

El ordenador del maletín (el cual, por cierto, atendía al nombre de Tucídides; nunca quiso confesarme la razón de tal capricho) era un tipo avispado, y se hizo cargo de inmediato de la situación. Con rapidez inhumana, ordenó al motor agrav del equipaje que trabajara a plena potencia. La maleta llegó justo a tiempo para empujar suavemente a la chica e impedir que el vehículo la redujera a papilla.

Corrí al lugar del accidente. El conductor salía del coche, asustado pero ileso. La muchacha estaba sentada en el suelo, y parecía aturdida. Se fue formando un corro a nuestro alrededor, sobre todo de albañiles, que parecían lamentar sobremanera lo ocurrido.

—¡Soy médico! —mentí—. Por favor, háganse a un lado y dejen circular el aire.

Abrí el maletín y saqué un escáner. Mis conocimientos de Medicina eran más bien rudimentarios, pero Tucídides atesoraba toda una enciclopedia en su memoria.

—Sana y salva, señor —me informó—. En cuanto se le pase el susto, quedará como nueva. Quién me lo iba a decir: yo, salvando humanos como si fuera un héroe de folletín.

Ya más aliviado, me fijé en la chica. Era preciosa, rubia y menuda, como una muñeca de porcelana antigua. Llevaba un vestido verde abotonado hasta el cuello, y una falda larga que le cubría los tobillos. No supe muy bien qué decirle. En algunos mundos, el mirar a una mujer era motivo para que lo convirtieran a uno en eunuco. Por fortuna, no tuve que preocuparme por eso. Un hombre venía trotando a toda prisa hacia nosotros. Era ya mayor, de pelo gris y con entradas en las sienes. Vestía una levita cara y calzaba botines de piel auténtica. A pesar de la carrera, su cara estaba pálida y su expresión era de suprema angustia. Sin embargo, un vistazo a la chica bastó para que exhalara un suspiro de alivio. Ella le sonrió, se incorporó y se alisó la falda.

El hombre me miró y frunció el ceño, como si no supiera muy bien en qué categoría taxonómica incluirme. Resultó ser el padre de la accidentada y, por la forma en que los demás le trataban, debía de tratarse de un pez gordo. Conocía a Espiridión Frimberg y platicó un rato con él mientras me miraba de soslayo de vez en cuando. Finalmente, como si acabara de librar una particular lucha interna, se dirigió a mí. Frimberg nos presentó con gran ceremonia:

—El doctor Anatoli Didrikson, representante del Gobierno Corporativo. El Muy Alto Señor, Don Maurits van der Saar.

Yo le hice una reverencia al estilo nipón, menos comprometida para algunos que el apretón de manos. Él me correspondió con una inclinación de cabeza.

—Un extranjero… Se diga lo que se diga de las gentes foráneas, ha salvado la vida de mi hija, mi bien más preciado. Siempre estaré en deuda con usted.

—Me limité a cumplir con mi deber, señor —no quería cargarlo con una relación de dependencia hacia mí, al estilo del giri japonés—. Nadie puede permanecer impasible cuando un semejante corre peligro. En realidad, el mérito corresponde al ordenador.

—Una mera herramienta, que no desmerece a quien impartió la orden.

—Humanos… —refunfuñó Tucídides, aunque en tono lo bastante quedo como para que Don Maurits no lo oyera.

—Ha sido una afortunada casualidad que usted acertara a pasar por aquí —siguió diciendo el Muy Alto Señor—. El Destino teje su tapiz de forma enrevesada.

—Pues sí. El señor Frimberg me acompañaba a la Residencia cuando…

—¡El salvador de mi hija no irá a un sitio de ésos, si en mi mano está evitarlo! Doctor Didrikson, será un honor para nosotros aceptarlo como huésped en nuestra humilde morada.

Todos los presentes, y yo el primero, nos quedamos patidifusos. Más tarde comprendí el desusado e inmenso honor que había implícito en aquel gesto. Capté al vuelo que se me brindaba una oportunidad única para estudiar aquella cultura, pero tampoco deseaba quedar mal con mi único contacto en la Administación.

—Aceptaría encantado —respondí—, aunque no sé si el señor Frimberg se sentirá agraviado, después de haberme buscado alojamiento.

Don Maurits hizo un gesto displicente con la mano, como quitándole importancia.

—Descuide. El señor —y dijo esto último con cierto retintín— Frimberg no tiene nada que objetar, ¿verdad?

—Nada, mi Muy Alto Señor —repuso el aludido, sonriente—. El doctor Didrikson no sabe cuán afortunado es.

A pesar de los modales corteses, percibí una gran tensión entre los dos hombres. Me prometí tratar de averiguar el porqué. ¿Existía algún tipo de sistema de castas, o se trataba de animadversión personal?

—Pues no se hable más —concluyó Don Maurits—. Adiós a todos, aunque algunos nos veremos en el Palacio de Justicia. Un accidente así no debe repetirse. Exigiré responsabilidades —y la amenaza no parecía vana, a juzgar por la carita de pena que se le quedó al capataz de la obra.

Juegos perversos
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