2.3. La nueva espiritualidad

Católicos, pero no practicantes

La Iglesia que vio nacer a los mileuristas tenía poco que ver con la que siguió la vida de los Baby Boomers. Durante los primeros años de la Transición, la Iglesia Católica perdió parte del poder unitario que habían mantenido durante la Dictadura: una Iglesia conservadora, fiel al régimen franquista, que ejercía su influencia sobre la educación (Jesuitas, Maristas, Hijas de la Caridad...), condenaba los métodos anticonceptivos, desconfiaba del comunismo y de las tendencias izquierdistas y se mostraba reacia a cualquier cambio en la situación de la mujer. El catolicismo era la religión oficial, la única legal, y aparte de su poder económico y de su estructura jerárquica y reticular ejercía una presión invisible sobre cualquier movimiento realizado. Había legitimado el régimen de Franco, y había asegurado su propio poder a través de los Concordatos. El de 1953, por ejemplo.

Frente a una mayoría conservadora, se popularizó en los años setenta un modo distinto de concebir la religión: el socialismo, interpretado como una manera de reparto de riqueza más afín al mensaje de Jesús, hizo que muchos sacerdotes se involucraran en la lucha obrera, y se unieran a la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) o a las Juventudes Obreras Cristianas (JOC), dos asociaciones que, impulsadas por la Iglesia durante los años 50, indicaban que se estaba preparando el clima necesario para un nuevo concilio. Esos sacerdotes burlaban la prohibición de reunión durante el franquismo, y prestaban los locales de las parroquias para conferencias y encuentros de marcado carácter político.

Parte del clero vasco, además, mostraba su simpatía hacia el nacionalismo; en 1974, el obispo de Bilbao, monseñor Añoveros, creó un cisma entre la Iglesia y el Estado debido a una homilía que defendía las peculiaridades del pueblo vasco. ETA había asesinado muy poco antes a Carrero Blanco, e insinuar algo parecido a una defensa provocó que el gobierno de Arias Navarro lo condenara a arresto domiciliario. El Vaticano tuvo que intervenir, amenazó con excomunión, y el obispo quedó libre.

Este incidente, y la aceptación progresiva de lo acordado durante el Concilio Vaticano II marcaron una distancia cada vez mayor entre la Iglesia y el Estado. A ambos les convenía dar esa imagen; así como se habían reforzado durante cuarenta años, era necesario que organizaran por separado su campaña de rehabilitación.

El Concilio Vaticano II había sido impulsado por el Papa Juan XXIII en 1959, y sus sesiones tuvieron lugar entre 1962 y 1965. Se buscaba un resurgimiento de la fe católica y una actualización de la Iglesia, que estaba claramente fuera de contacto con la realidad de los últimos años, y las tremendas transformaciones del siglo XX. Los padres conciliares revelaban procedencias muy diversas, y numerosas discrepancias que se han alargado durante cuarenta años.

La renovación esperada se llevó a cabo; se relajó la disciplina religiosa, se reformó la jerarquía eclesiástica y se introdujeron importantes modificaciones en el orden de la misa: se le daba prioridad a la celebración del domingo, se desbancaba el latín y se flexibilizaba el uso de cantos religiosos. Incluso Bob Dylan o los Beatles fueron adaptados para uso católico.

Sin embargo, no se resolvieron inquietudes que muchos cristianos mostraban: la actitud sobre la sexualidad no se modificó, ni tampoco la posibilidad del matrimonio de los sacerdotes; eso supuso también un éxodo de religiosos, que se casaron, y en algunos casos continuaron celebrando la eucaristía, y una disminución de fieles.

Los más críticos se dolieron de la pérdida de valores reales de la Iglesia, y de la normalización de antiguas herejías o conductas pecaminosas, como la libertad religiosa o el falso ecumenismo, que otros Papas, como Gregorio XVI o Pío XII habían censurado. Se visibilizó el conflicto entre los liberales y los conservadores; los primeros defendían la idea de la justicia, el compromiso católico con los pobres; los segundos se aferraban al dogma y parecían olvidar la realidad. La encíclica «De la vida humana» de Pablo VI, el Papa que clausuró el Concilio, que trataba sobre el control de la natalidad y el sacramento del matrimonio, no acercó posturas. Todavía en 2006, el Papa Benedicto XVI habló de la necesidad de una revisión del Concilio.

La Iglesia parecía aún alejada de la realidad social y cultural de los fieles, y la aplicación del Concilio Vaticano II coincidió en España con una apertura ideológica que encajaba mal con las contradicciones católicas. Durante la infancia de los mileuristas, los ritos católicos se convirtieron en señales de status económico, y también en un resto ideológico cada vez menos necesario de uniformar la sociedad. Las festividades religiosas (Semana Santa, Reyes, Santos) se siguieron celebrando, pero en muchos casos se superponían a vacaciones y ocasiones laicas. Los niños eran bautizados, aunque algunos padres lo posponían a cuando ellos mismos pudieran elegir una confesión. Recibían la Primera Comunión en una fiesta, con regalos, vestidos especiales y un festín, y previa la enseñanza de varios meses de catequesis que los preparaba para ese sacramento.

La asistencia a la misa dominical se reducía de manera significativa durante la adolescencia, y muchos mileuristas no recibieron la Confirmación. Sin embargo, un número elevado de ellos, por presiones familiares, por la espectacularidad de la ceremonia o por creencias personales, decidieron casarse por la Iglesia, un giro sorprendente, si se tiene en cuenta que la mayoría de los mileuristas se consideran católicos, ya que han sido bautizados, pero no practicantes, agnósticos o ateos; y aún más extraño si se considera que, por encima de los escándalos protagonizados por la Iglesia como institución o por sus representantes (pedofilia, parcialidad en conflictos internacionales, retrasos en pedir perdón por faltas) en los desacuerdos de los jóvenes con el catolicismo pesa sobre todo la actitud que ésta mantiene respecto a las relaciones sexuales.

Una sociedad que defiende y practica la convivencia antes del matrimonio, las relaciones sexuales prematrimoniales, la igualdad de sexos, la fecundación asistida, la equiparación de derechos de parejas homosexuales, el control de la natalidad, el divorcio, incluso el aborto, elige, sin embargo, casarse por la Iglesia, para desobedecer luego todos sus mandatos. Puede que influya la autoridad que durante siglos la Iglesia Católica otorgó al vínculo, la incoherencia, o el deseo de complacer a la familia. Pero no deja de llamar la atención.

Frente a la apertura y los intentos de renovación del Concilio Vaticano, cobraba cada vez más importancia un movimiento cristiano fundado en los años 30 por el español Escrivá de Balaguer: el Opus Dei, o la Obra, que, con una estructura interna propia, y legitimada por la Iglesia Católica, perseguía la difusión de la fe católica y la consagración de la vida cotidiana como camino de santidad.

El Opus Dei, una minoría numérica casi insignificante respecto al número de católicos, ha gozado sin embargo de una gran influencia durante los últimos años; y en torno a él se han tejido conjeturas inacabables. Su fundador obtuvo primero la categoría de prelatura personal para su iglesia, y luego fue canonizado, también por Juan Pablo II, en 2002: se consideró que las bases del Opus (su visión santificadora del trabajo y su voluntad catequizadoras) fueron una inspiración divina. La cercanía y el aliento del Vaticano al Opus se debe a que lo considera un ejemplo para los laicos, fomenta la oración, el cumplimiento del deber y el ejercicio de la caridad: un ejercicio de democratización, como si se dijera, que permite que todos los estamentos de fieles puedan acceder a la santidad.

El que Escrivá de Balaguer obtuviera la prelatura permitió que la estructura interna del Opus se compusiera de manera diferente a la Iglesia Católica. Aparte de sus sacerdotes, cuenta con laicos, divididos en numerarios, agregados y supernumerarios, que se diferencian en su grado de entrega a la Obra y en el voto de castidad.

Al igual que en la Iglesia Católica, las mujeres no pueden ser ordenadas sacerdotes; la pertenencia al Opus, o fidelidad, pasa por un compromiso de entrega a la Obra, y defensa de esta, a la que los directores pueden ayudarles. Hijos ilegítimos, de parejas divorciadas, adoptivos, personas que estén esterilizadas o divorciadas, enfermas, impedidas o menores de edad son objeto de un estudio especial y pueden ser rechazadas.

Los miembros del Opus se comprometen a la formación religiosa, al sustento económico de la Orden, al proselitismo y a la fidelidad dogmática; el abandono del Opus sólo se concede a través de una dispensa. El control al que se someten es muy alto: su vida privada, sus lecturas, aficiones, relaciones y su intimidad pasan por los consejos y la supervisión de la Obra, como lo hace la enseñanza que se les suministra. La segregación por sexos es una costumbre común.

El voto de pobreza de numerarios y agregados les limita además el uso de tecnología para su uso personal, la asistencia a celebraciones, el uso del teléfono, el intercambio de regalos... Han de consultar sus viajes, dan prioridad a la pertenencia al Opus sobre la familia de origen, y deben cumplir con la consigna de mortificar el cuerpo.

Sus críticos hablan de una creencias muy conservadoras, que han concentrado el sector más reaccionario de la Iglesia, de una estructura rígida, y un poder económico enorme, conseguido en parte por la financiación de sus fieles, lo que ha recibido acusaciones de comportamiento sectario. El Opus ha creado colegios y centros de enseñanza superior con una excelente reputación educativa, pero con una moral ultraconservadora; los Jesuitas, dedicados también a la educación, han sido responsables de algunos de los ataques más directos: y las acusaciones de elitismo, codicia, oscurantismo, coacción, explotación... se han sucedido hacia una orden que cuenta entre sus miembros a importantes personalidades políticas y del mundo de la economía. Independientemente de su valía, un profesional que siga al pie de la letra la doctrina del Opus incurrirá en diversas faltas antidemocráticas, por mucho que la caridad intente remediarlas; y está por ver hasta qué punto su imparcialidad se vería afectada, en caso de tener que emplearla.

Pero quizás el Opus no posea, en la realidad, tanto poder como se le atribuye; quizás Dan Brown, cuando los convertían en poco más que en diablos fanáticos en El código Da Vinci empleara una licencia poética que fue interpretada al pie de la letra.

Lo que es cierto es que estas dos tendencias dentro del catolicismo, tanto la más liberal como la más conservadora, demuestran que la sociedad está lejos de ejercer un laicismo absoluto: y que por rechazo o por imitación, por contacto o por activismo, las prácticas religiosas continúan teniendo importancia dentro del entorno mileurista.

Los que sí practican

Frente a una estructura oficial que despierta poco respeto, la figura de Jesucristo no ha perdido vigencia para un gran número de mileuristas. Su labor como ideólogo, comunicador, filósofo, o simplemente un héroe de referencia se valora como un elemento aparte al mensaje de la Iglesia.

El relativismo moral de los Baby Boomers (es bueno aquello que me conviene) y de los mileuristas (es bueno aquello que me dicen que me conviene), las enseñanzas éticas de los Evangelios se presentan como un modelo firme y más o menos coherente. El respeto por el otro, la capacidad de sacrificio, el amor por encima de todas las cosas (aunque en el caso de los mileuristas con una dimensión romántica añadida), la adoración a dioses falsos que no tienen peso, la dificultad de distinguir entre el bien y el mal aún tienen sentido como base de un sistema moral.

Resulta imposible desligarse de la cultura judeocristiana de Occidente en veinte años; la necesidad de una norma absoluta que dicte lo óptimo y lo pecaminoso no se ha superado. En los últimos años, los gobiernos, los jueces, la televisión o las modas han dictaminado que lo censurable se volvía digno de respeto, que lo venerado se hundía: desde la condena de la homosexualidad al orgullo gay, de las familias numerosas a la fecundación in vitro, de la censura al destape, nada de lo que nos enseñaron parece ser permanente: y frente a una fuerza moral real, sólo queda adscribirse a dos leyes universales: la ley del amor, cercana a las enseñanzas de Jesús, o la ley del dinero, la dictada por los imperativos capitalistas. Fuera de éstas hay pactos morales, contradicciones, o revisiones de actos pasados. Pero no hay verdades absolutas.

Esta tibieza moral, y la exigencia de los nuevos tiempos de creencias más flexibles y que den cabida a otras actitudes vitales, han tenido su reflejo en la desacralización de lo religioso, y en la indiferencia general hacia lo que obliga a contradecir, por dogma de fe, lo ya establecido por la sociedad. El talibán afgano no despierta más simpatía que el supernumerario del Opus y su familia inacabable, pero tampoco se salva quien no se comporta de acuerdo a una ética coherente o no la define.

La religión ha marcado una conducta determinada por la rigidez de convicciones, y necesita una reinterpretación cuidadosa en una sociedad dispuesta a vender su alma al diablo.

El alma en venta

Literalmente.

La primera alarma se produjo, hace ya unos cuantos años, desde la empresa de subastas cibernética eBay: un jovencito de 14 años, de Nuevo México, había puesto a la venta su alma, inducido por un capítulo de los Simpson en el que Bart hacía lo mismo.

¡Vendo mi alma! ¡Barata! Necesito dinero y lo necesito ya. Por poco dinero recibirá un documento que garantiza la posesión de mi alma. Haga ahora su oferta.

El demonio televisivo tentaba a este chico, que no tuvo mucho éxito: antes de que eBay retirara la puja, no había pasado de los 5 dólares. Le siguieron un canadiense, y luego una mujer chilena, mucho más ambiciosa, que pedía 4.300 dólares. Señor Diablo, decía ésta, aquí tiene usted un alma preciosa, poco usada y muy barata.

Esta mujer, una economista de 43 años, protestaba así por su situación monetaria y el desamparo en el que su pareja la había dejado. Pretendía comenzar un nuevo negocio con el dinero. Lo consiguió, pero no con la venta.

Tras las ventas de alma llegaron los pactos con el diablo: a través de un satarrículum vitae en el que figuraban los hechos más negros vividos, algunas páginas web satánicas ofrecían directamente la compra del alma. Costaba 300 dolares.

La explicación de eBay para la retirada de la compraventa de almas fue de una corrección política ejemplar: la empresa no toma posición sobre la existencia o inexistencia del alma, pero quien vende debe estar en condiciones de entregar lo que vende. Si el alma no existe, eBay no puede permitir la subasta del alma porque no hay nada que vender. Sin embargo, si el alma existe, de acuerdo con las normas de eBay sobre partes y restos humanos, no podemos permitir la subasta.

Atrás quedó Don Juan, Fausto, las polémica del alma de las mujeres, o de la misma existencia del alma. Como un objeto más, incluso con un márketing histórico provechoso, las almas, el demonio y los pactos diabólicos se apropiaban de Internet y de los patios de colegio.

Eso, pese a que Juan Pablo II había dictaminado que el infierno no existía.

Vida y muerte de Juan Pablo II

Al menos, no como un espacio físico de sufrimiento. Juan Pablo II, el Papa que los mileuristas vieron envejecer, definió el infierno como la ausencia de Dios, un sufrimiento emocional que no tenía que ver con un espacio físico, sino con una emoción.

Juan Pablo II (Karol Józef Wojtyla) fue el primer Papa no italiano desde 1552 (era polaco); uno de los más duraderos (casi 27 años) y uno de los más carismáticos junto con San Pedro.

Un halo mítico rodea su biografía: el Papa viajero (más de cien viajes internacionales crearon el dicho que de Dios estaba en todas partes y el Papa ya había estado) era políglota, culto, devoto de la Virgen, huérfano por culpa de la mala suerte y de los nazis. Le gustaba el deporte, había sido actor, poeta, escritor, obrero, la GESTAPO lo había fichado, había tenido alguna novieta, y todo eso antes de ordenarse sacerdote en 1946. Fue uno de los cardenales más jóvenes de la época, con 47 años, y cuando fue elegido Papa en 1978 sólo tenía 58 años.

Llegó luego el atentado de Alí Agcá en plena plaza de San Pedro, un par de complots para asesinarlo y sus intentos de acercamiento entre religiones. Su obsesión por beatificar y santificar sólo era comparable a su resistencia física. Cuando murió en 2005, su vida había cubierto toda la infancia y juventud de los mileuristas.

Ningún otro podría resumir mejor el espíritu de esta generación: compartía con ella su amor por los viajes, su desprecio por el protocolo, que le hizo desechar sillas y tronos y caminar entre los fieles. Fue uno de los artífices de la caída del muro de Berlín, anunció el fin de la era de los rusos como malos de película, e intentó lo mismo con la Cuba de Castro. Se reconcilió con judíos, reconoció los derechos del pueblo palestino y sólo le quedó pendiente el gran gigante, China. Publicó catorce encíclicas (su conocimiento teológico era inmenso), un nuevo catecismo y varias obras literarias.

Manejaba los medios de comunicación como nadie: si un Papa fue visto, fotografiado, y conocido, fue él. Se dirigió sobre todo a los jóvenes, otra de sus obsesiones, y gozó de una inmensa popularidad. Incluso editó cds con sus rezos. Sus visitas se organizaban como si fueran conciertos para masas (a veces lo eran), y cada uno de sus movimientos generaba una noticia. Fotogénico, accesible, cercano pese a su papamóvil, el Papa se convirtió, junto con la madre Teresa de Calcuta y el Dalai Lama, en el referente religioso más respetado durante décadas. En sus visitas a España, creyentes y curiosos se congregaban para gritar Totus tuus o un menos elevado Juan Pablo II, te quiere todo el mundo.

Incluso su muerte resultó inmensamente mediática; se anunció en medio del rezo del Rosario en la plaza de San Pedro, y fue acogida con aplausos. Entre peticiones de beatificación (que debido a su santidad por aclamación se inició unos días más tarde, sin necesidad de aguardar el plazo establecido por el derecho canónico) se inició un bombardeo de imágenes que no cesó hasta el nombramiento de su sucesor, Benedicto XVI.

Pero bajo esa amable fachada, la política llevada a cabo por el Vaticano durante los años de Juan Pablo II fue conservadora, rígida y absolutista. Enemigo de la más abierta Teología de la Liberación, se apoyó, por el contrario, en el Opus Dei, y ratificó la encíclica de Pablo VI De la vida humana, en la que se condenaban los métodos anticonceptivos, pese a las protestas que despertaba el contagio masivo del sida en África. No hubo cambios en la situación de la mujer dentro de la Iglesia, ni reconocimiento para los curas casados, ningún avance respecto a la homosexualidad, el aborto, la eutanasia, ni los experimentos de clonación.

Es decir, no reconoció ninguno de los cambios efectivos que se producían en la sociedad de los mileuristas, y sobre todo, dejaba fuera las que correspondían a una necesidad de justicia emocional: no liberaba las relaciones sexuales de la culpa, ni tampoco podían contar con clemencia divorciados, homosexuales o personas que desearan controlar su número de hijos. Las mujeres seguían siendo católicas de segunda.

El gran error de Wojtyla fue que su fascinación por los jóvenes no alcanzaba a un conocimiento real de su situación: facilitó lo posible para que las preocupaciones propias de su generación desaparecieran, pero no estuvo lo suficientemente atento para ver las necesidades y los cambios que exigían esos jóvenes cuya compañía apreciaba. Por otro lado, no hubiera podido llevarlos a cabo ni por mentalidad, ni por las corrientes seguidas tras el Concilio Vaticano II.

Las respuestas que, bajo su efectiva propaganda, se esperaban del Papa viajero no satisficieron demasiado, y menos aún lo está haciendo la ideología de su sucesor: el papado de Benedicto XVI, más tímido, menos simpático, aún más conservador, no permite albergar esperanzas respecto a una mayor cercanía del Vaticano a las necesidades de los mileuristas. Buscan por lo tanto soluciones menos vinculadas a la religión, y más a la filosofía.

El budismo

Parte de esas ansias se concentraron en el budismo: el budismo satisfacía la búsqueda de exotismo de los mileuristas, no obligaba a esfuerzos o promesas de obediencia, y se estaba poniendo terriblemente de moda en Occidente en los últimos años. Menos enrevesado que el hinduismo, y muy compatible con una forma de vida moderna, el cine ayudó a implantar una imagen bella, esperanzadora y serena. Pequeño Buda, la película de Bertolucci, el apoyo de Richard Gere o Penélope Cruz a este movimiento, contribuyeron a instaurar la presencia del budismo entre los mileuristas.

Para comenzar, el budismo tranquilizaba el ánimo escaldado por una religión monoteísta, y no se consideraba un dogma divino; prescindía de Dios, y de toda la corte celestial: ni santos, ni vírgenes, ni ángeles. No existía un Creador que juzgara, sino que la salvación se conseguía por el esfuerzo personal. Sustituía la oración por la meditación, y se acababa con los conceptos de cielo e infierno, porque el alma se transformaba en una energía sujeta a la ley del karma y de la reencarnación. Todo es eterno, un ciclo sustituye a otro. La muerte no existe.

Además, ofrecía la posibilidad del control de los impulsos, y de la angustia. El Buda predica la existencia del camino que lleva al nirvana, a la carencia de deseos. La iluminación lleva, precisamente a ese desapego de lo material, a la no acción, a lo personal sobre lo social, o los dogmas religiosos.

Se perfilaba, por lo tanto, como una doctrina ideal para el mileurista: pese a que cabe cuestionarse el desapego a lo material de Richard Gere, y por lo tanto, la bondad de su ejemplo, el budismo encajaba con la nueva pobreza sofisticada de los BoBos, con la búsqueda de la serenidad, el individualismo, y añadía la tranquilizadora teoría de la reencarnación. Para colmo, el Dalai Lama afirma que, a nivel superficial, como seguidor de andar por casa, la combinación entre budismo y cristianismo era posible.

Se dejaba por el camino la reconciliación entre el concepto de alma y el ciclo de reencarnaciones, por ejemplo, pero bastaba para alejar la culpa, y para familiarizarse con una doctrina no excluyente. Con sus mantras, sus famosos, la injusticia de la persecución en China y un aumento cada vez mayor de centros de meditación y enseñanza, el mileurista podía adaptar a su manera el budismo; que era, lo que de todas maneras, estaba haciendo con toda teoría religiosa.

Creer en «algo superior». Religiones a medida

El anquilosamiento de la Iglesia Católica, la crisis de valores morales y religiosos, el desconocimiento de otras creencias o cultos y la interpretación sociológica de la figura de Cristo han favorecido una religiosidad parcial; la decepción de las instituciones humanas resulta evidente: pero la angustia existencia y la lucidez necesaria para el ateísmo resulta demasiado terrible. La satisfacción inmediata que el mileurista exige no llena su vacío religioso. Pero la certeza de la nada aumenta aún más esa carencia.

Por lo tanto, la existencia de Dios no calma, pero su ausencia resulta insoportable. El mileurista necesita crear una presencia que se justifica por la propia existencia humana (¿quién creó el Universo?), la conciencia del ser (¿a quién hablo cuando hablo a solas?), la existencia de las casualidades (¿Cómo puede explicarse esto?)...

Se trata de una religiosidad muy primaria, en que el dios es una idea abstracta, benéfica, sin presencia ni entidad, una luz o una energía que reúna las condiciones de verdad absoluta, coherencia y bondad. Es un dios consuelo, un dios apoyo que no exige exclusividad ni culto, pero que a cambio dispensa sus dones cuando se le pide.

La energía, el «algo superior», se entremezcla, sin embargo, con la idea de destino: si el destino marca de manera inevitable el futuro de una persona, elimina la libre elección, una idea especialmente molesta para las culturas católicas, que no creen en la predestinación, sí más bien en el mérito propio y el enchufe o intercesión celestial. Y, sin embargo, el destino puede resultar consolador cuando la impotencia para obrar es tan grande que no cabe más que el triste paliativo de pensar que las cosas que ocurren, ocurren por algo: una enseñanza o conocimiento oculto que esa experiencia debe revelar. Ese destino compartiría las mismas características que el «algo superior»: la bondad absoluta hacia el ser humano, la certeza de que, al final, todo acabará bien.

Ambas creencias trivializan y reducen la importancia de la muerte, una entidad reservada, entre los mileuristas, para los ancianos, las estrellas de rock, y en general, la ficción. La muerte de Chanquete, de la mula de Marco o de la madre de Bambi no conllevaban un sufrimiento real, sino un paso a la madurez del personaje que las padecía. Muertes en directo, como las de la niña Omaira, la pequeña somalí asediada por un buitre o el torero Paquirri eran demasiado terribles como para relacionarlas con una experiencia personal. El desplome de las Torres Gemelas después de que varias personas se arrojaran al vacío continuaba siendo una excepción brutal.

La percepción personal de la muerte ha estado ausente de la generación mileurista como una presencia cotidiana, o como un aprendizaje progresivo. El destino garantiza que el final será el debido, y no va más allá. El algo superior proporciona la misericordia incondicional. El resto lo cubren las supersticiones.

La New Age

Frente a una religión única, monoteísta, vertebrada por unas leyes antiquísimas, la respuesta de los mileuristas, y sobre todo, de las mileuristas, excluidas de casi todos los cultos, ha sido refugiarse en un conglomerado de creencias, más o menos coherentes, que se basan en lo inexplicable, la superstición y lo espiritual en su sentido más amplio.

El desarrollo de estas creencias ha dado en llamarse Nueva Era o New Age; todo vale en la New Age, como oposición a las exclusiones anteriores. Frente a la idea del cuerpo como pecado o como padecimiento, integra el cuidado de la mente, el cuerpo y el alma, que se habían disociado desde la época griega.

La New Age supone una salida más estructurada que la religión hecha a medida, pero que permite la misma libertad: en un ejercicio de frivolidad, escoge lo más cómodo, agradable y tranquilizador de cada religión, negando, por ejemplo, la catarsis, la idea de perfeccionamiento, de purificación o de sacrificio. Desde los movimientos orientalistas a la clarividencia, la intuición, el satanismo, los campos de energía o el Tao, la New Age ofrece soluciones para todos.

La gran baza de la New Age es que reconoce el principio femenino negado en las religiones más importantes: la brujería, la wicca, la adivinación o las tiradas de cartas se valoran más cuando es una mujer quien las realiza. El rechazo que se muestra a la ciencia y lo racional, que se identifica como masculino, se opone al privilegio de los poderes, un conjunto de dones que la mayor parte de las mujeres pueden desarrollar si lo desean, sólo por serlo. Como propone un universo interconectado, en lugar de una estructura jerárquica, se produce una democratización de la creencia. La solución a todos los problemas está dentro, y cada cual puede, y debe encontrar la suya.

La New Age ha contribuido a que se expresaran algunas carencias, como por ejemplo la de un retorno a lo espiritual tras siglos de empirismo científico, o lo agresivo de la medicina occidental, demasiado especializada, una integración del malestar físico con el emocional (la somatización), y ha permitido que se integraran sin demasiado conflicto los modos de vida contemporáneos y los parches espirituales.

Sin embargo, también ha alentado la charlatanería, la nula especialización de muchos presuntos expertos y la proliferación de un pensamiento mágico superficial y poco satisfactorio a largo plazo. El mundo de las telecomunicaciones permite que el tarot se lea por teléfono, que el chamán que se conoce por Internet guíe en un viaje astral, que se potencie el uso de drogas de iniciación o que el feng-shui determine la decoración de una casa o la orientación de un edificio.

La New Age ofrece pequeñas gratificaciones inmediatas, seguridades para el futuro, augurios y protecciones, que cubren la parte del dogma religioso. La acción, el apostolado o la predicación adoptarán una forma de expresión distinta.

La solidaridad. Las ONGs sustituyen a los misioneros

Al fin damos con un tópico positivo: frente a todos los defectos que se achacan a los mileuristas, se admite que son, sobre todo, solidarios. Esa fama se debe no tanto a la herencia de pertenencia social de los Baby Boomers como a la proliferación de organizaciones no gubernamentales (ONGs), que ha tenido lugar durante los últimos años.

Una ONG es un grupo de voluntarios, que definen sus objetivos al margen de gobiernos, políticas o instituciones. Por lo general, se destinan a misiones humanitarias o de interés general, y se financian a través de cuotas de sus socios y de la autogestión. Las ONGs carecen de ánimo de lucro, y pueden ocuparse de cuestiones tan diversas como la erradicación del hambre y enfermedades concretas, la mejora de la educación en distintos países, la conservación de especies animales o el cuidado de enfermos.

Como rechazo a la corrupción, la influencia y el paternalismo de los gobiernos, las ONGs son un movimiento en el que el mileurista se siente cómodo: evita el espinoso tema del dinero, no se asocia con creencias religiosas, y permite que su fuerza (junto con su formación, su mayor riqueza) pueda ayudar a otros. Las ONGs respondían a las necesidades del ciudadano desencantado de a pie, a los gritos desoídos de afectados y víctimas, a la indignación del testigo. Por lo tanto, permitían actuar de manera rápida e inmediata, y conseguían la preciada gratificación rápida que tanto necesita el mileurista.

Frente a la labor del misionero religioso, que se asociaba a la expansión de la Iglesia Católica, y a un concepto proteccionista de la ayuda, las ONGs proponían una labor laica, intensa y autónoma.

Al no depender de los estados, las ONGs se han regulado a través de códigos de conducta. Tras varios escándalos, se ha impuesto también una transparencia de cuentas que garanticen el buen empleo de las cuotas, y sobre todo, de las subvenciones públicas, y una independencia de juicio que no permita desviaciones ni en lo económico ni en la actuación. Han intentado también no nutrirse de gente de buena voluntad, sino de expertos o peritos en los temas que les ocupan, de manera que su actuación no se viera limitada, o fuera incluso contraproducente.

La gran ventaja de las ONGs es que pueden aprovechar las habilidades de los voluntarios en campos muy diversos y, a su vez, cuando esos voluntarios regresan a su vida y su trabajo habitual pueden aportar reflexiones y experiencias muy enriquecedoras. Además, al no ser un voluntariado permanente, se evita el agotamiento de los participantes.

Sin embargo, pueden ser también acusadas de falta de profesionalidad, de poca coordinación, de convertirse en empresas rentables con métodos de captación de socios más convencionales de lo deseable. Las ONGs se han expandido hasta la extenuación, se han unido, escindido o disuelto ante problemas que siguen sin resolver. El voluntariado, como modo de dar sentido a una vida sin referentes, funciona. Tal vez funcione menos su estructuración.

Los miedos

¿Qué temen los mileuristas? ¿Qué se les hace tan terrible para que les sea tan necesario un consuelo espiritual?

El miedo mileurista no radica tanto en lo existencial como en el futuro, en lo que aguarda tras la esquina. Aún sintiéndose a salvo en una sociedad que garantiza sus derechos, la inseguridad de que eso continúe siendo así crea una tensión constante: se tiene miedo a perder lo ya obtenido y a no encontrarse con armas para recuperarlo de nuevo. Al otro lado de la frontera aguardan sociedades sin derechos, con hambre, ablación de clítoris y obediencia forzosa al Estado. Son más, están furiosos, pueden subvertir la situación en cualquier momento. El miedo al otro, al de fuera, convive con la necesidad espiritual, de la solidaridad, pero no cesa.

Por otro lado, un momento de cambios tecnológicos constantes, y tan grandes, hacen que lo que vale hoy se deseche mañana. La radicalización de las posturas políticas, o de algunos sectores religiosos pueden explicarse, precisamente, por el miedo a encontrarse en terreno desconocido. Los asideros ideológicos, que a su vez rigen el comportamiento, cobran una gran importancia, y obligan al inmovilismo. Si nada cambia, nada irá a peor.

Existe el miedo a perder la supremacía histórica en el varón, que se refleja en el miedo de la mujer al abuso o el maltrato. La violencia expresa frustración que, a su vez, se origina muchas veces por el miedo. Y a su vez, desencadena en el miedo.

Otros miedos más concretos no han encontrado tampoco soluciones: el miedo al sida, al cáncer, y más en lo profundo, a la muerte. Miedos emocionales, al rechazo, que a su vez originan miedo al compromiso. Miedos económicos: a la pobreza, a no encontrar o mantener trabajo, a no estar a la altura. Miedos sociales: a la manipulación de los miedos, a no detectar un error de la historia, y que graves problemas se repitan de nuevo. Miedo a envejecer, en una sociedad en que se endiosa lo joven. A sufrir, porque se siente demasiado. A no sentir nada.

Y frente a esos miedos, acrecentados por la falta de madurez, la impulsividad, la ausencia de respuestas, las reacciones suelen la evasión, de la que ya se ha hablado aquí. Huida en todas sus facetas. Cada miedo se corresponde a una escapada.

O, por último,, el presentismo:. la obsesión por el día al día, el momento, pero sólo en su faceta más negativa. La vida no se disfruta, se padece. El presentismo no brinda ninguna esperanza para el porvenir, pero ayuda a dar sentido al día a día: la belleza, un gesto, una compra, algo pequeño brinda la razón para levantarse cada mañana. Al día siguiente, ya se verá.

Y así, poco a poco, se logra la adicción a la realidad. Freud afirmaba: El carácter humano nos permite gozar intensamente sólo del contraste, y muy poco de la estabilidad. El mileurista, cansado de las emociones que busca por lo general, anhela, cuando ataca el miedo, el detalle, lo minúsculo, la calma. El envés de la trama.