1.3. Los nuevos pobres: una ayuda, que no es pa droga

Entre los cálculos de los mileuristas no entraba ser pobre: tampoco en los de sus padres, que asumían que un licenciado se ganaría la vida con soltura, a no ser que se torciera por el camino (las temidas drogas, vagancia, el abandono súbito de los estudios, desgracias familiares) o que eligiera una carrera sin salida alguna (Filosofía, Historia, Filologías...). Aún así, se pensaba que los estudiantes de Letras podrían dedicarse a la enseñanza, que si bien no estaba ni demasiado bien remunerada, ni valorada, suponía un avance respecto al status de obrero o de administrativo.

Podían aceptar, por lo tanto, una etapa de relativa estrechez durante los estudios universitarios. Desde las aventuras del Buscón, la pobreza, la astucia y la rebeldía habían sido patrimonio de los estudiantes. Si trabajaban para costearse la carrera, o si dependían de los ingresos de los padres, el bolsillo no les permitía lujos a la mayor parte de ellos.

Existía también una cierta permisividad para los primeros años de matrimonio, en los que una pareja joven se enfrentaba a gastos nuevos, a una casa y su ajuar, y posiblemente a los carísimos pañales. Pero a los pocos años de la obtención del título, un licenciado esperaba ganarse la vida por sí mismo.

No un mileurista. El mercado se mostró incapaz para absorber un número tan alto de universitarios y reaccionó elevando las exigencias de currículo, con una mayor precariedad laboral y sobre todo, con unas condiciones de trabajo que sólo un número de parados de alta cualificación explicaba. Por primera vez en la historia, ingenieros, médicos, abogados, encontraban dificultades no sólo para enriquecerse, sino sencillamente para que se les ofreciera trabajo.

La búsqueda infructuosa de una seguridad laboral

El problema real no parecía ser el paro: los empresarios y las autoridades no cesaban de insistir que existían suficientes puestos de trabajo, siempre que se realizaran determinados ajustes; o dicho de otra manera, que no había para todos, de manera que las reformas debían afrontarse de forma ineludible.

Los mileuristas habían experimentado durante la experiencia de sus padres una realidad en blanco y negro: los Baby Boomers raramente cambiaban de empresa, ni de trabajo. Si su oficio se lo permitía, ascendían en un progreso marcado por su valor laboral y por sus años de pertenencia a la empresa, y esos ascensos indicaban también una mejora de salario. La estabilidad laboral se mantenía y se desconfiaba de quien realizaba giros bruscos de vida o saltaba de puesto en puesto. No se le consideraba ambicioso, sino voluble. El empresario adoptaba un rol paternal que protegía y en cierta manera cuidaba de sus trabajadores. No resultaba extraño que un hijo entrara a trabajar en la misma empresa que un padre, incluso en un puesto más cualificado.

Por otro lado, a quien se veía afectado por la mala suerte se le ofrecían pocas oportunidades para salir de ella: los ochenta y los noventa fueron años de parados de larga duración, de empresas que cerraban y dejaban a centenares de personas en la calle, de mujeres acusadas de robar el pan a un padre de familia y de los trabajadores envejecidos a los cincuenta, a quienes nadie contrataba. La fortuna parecía caprichosa, pero sobre todo, inamovible. Se incentivaba poco la creación de empleo por cuenta propia, o faltaban medios para ello. Para muchos trabajadores, la certeza de que un despido finalizaba su vida temporal, la cola del paro, y la desesperanza se convirtieron en lo cotidiano. Prejubilaciones, ayudas estatales o subsidios de desempleo intentaban llenar el hueco que el trabajo dejó.

Los mileuristas, ante la nueva situación, interiorizaron que un puesto de trabajo no era eterno, y vieron la parte buena: la mayor movilidad laboral podría permitirles un aprendizaje constante, y sobre todo, posibilidades de mejora. Frente a la terrible realidad del paro, los ochenta y noventa fueron también años de fichajes estrella, de los ejecutivos, de la búsqueda de los niños de oro, de las empresas de publicidad que ganaban cantidades impresionantes, de quien había hecho fortuna partiendo de un garaje, de los genios informáticos, de la implantación del modelo americano del trabajador hecho a sí mismo no a través de su constancia, sino de su ingenio.

La parte mala la experimentarían muy pronto. Se dificultaba conseguir un empleo, mucho más mantenerlo, aún más una estabilidad laboral a medio plazo. La flexibilización de contratos y despido, las nuevas modalidades de empleo y una sociedad que empleaba universitarios para que realizaran trabajos que se destinaban antes a aprendices o a personas con una formación mucho más baja les esperaba. Comenzaba la obsesión del trabajo a toda costa, y se combinaba con la exigencia de que ese mismo trabajo reconociera el esfuerzo empleado en los estudios... el inglés y la informática.

¿Esperamos hasta encontrar el trabajo adecuado o trabajamos de cualquier cosa?

Los jefes y los padres Baby Boomers insistían: quien quiere trabajar, trabaja. Cierto. Las amas de casa españolas, en general con una educación y una experiencia laboral muy pobre, sobrevivían a los divorcios con puestos en limpieza; fregar escaleras era la frase que indicaba el extremo más bajo al que una persona podía llegar, con tal de que le dieran un sueldo. Los estudiantes encontraban su fregar escaleras particular en las cadenas de comida rápida, como mensajeros, como camareros o dependientes. No existía carencia de esos puestos. Nadie se moría de hambre por falta de trabajo, si no se le caían los anillos por aceptar ese tipo de empleos.

Pero, ¿estaban los mileuristas dispuestos al sacrificio que se les exigía? Una acusación que pesaría sobre ellos de manera constante: que venían malcriados y con ínfulas de la Universidad. Que no estaban dispuestos a ganarse el puesto, o a luchar por él. Que exigían demasiado, que se aferraban a horas, vacaciones y sueldos irreales para un principiante. Los Baby Boomers se ensañaban con los aires de grandeza de los mileuristas.

Algo no encajaba en el dibujo general, sin embargo; como generación, los mileuristas no eran codiciosos: consumistas, quizá, frívolos, puede, pero no avaros. Concebían el dinero como un bien en circulación, no valoraban en exceso el ahorro, sino las posibilidades de inversión y de disfrute que el propio dinero otorgaba. Entre un trabajo bien pagado y uno que les permitiera una realización personal, excepto casos de estricta necesidad, elegirían el segundo. No se mostraban como idealistas sin remedio, pero como resultado de los avances sociales buscaban una humanización del trabajo, y por lo tanto, el reconocimiento adecuado del mismo en horas, esfuerzo, salario y trato.

Entre los Baby Boomers, en cambio, abundaba una mentalidad que perseguía resultados a cualquier precio, y muy especialmente, los económicos. Habían sobrevivido a las reducciones de empleo, algunas de ellas brutales, por carácter, por suerte o por concesiones enormes. Su idea del trabajo no dejaba de ser jerárquica, pero habían abandonado el paternalismo patronal de la era franquista. El Baby Boomer no consideraba que el trabajo debiera ser divertido, ni siquiera de su gusto; era un bien necesario, el más preciado, pero como tal, había de ser respetado, no amado. Y el castigo peor se llamaba despido.

Por lo tanto, dos generaciones con ideas radicalmente distintas sobre el trabajo se enfrentaban en condiciones muy distintas. Y mientras los Baby Boomers daban importancia a la oportunidad, los mileuristas valoraban las prioridades. Ambos chocaban en su idea de qué resultaba esencial y qué no.

En realidad, todo se reducía a un conflicto de necesidades: la pirámide de Maslow indicaba que las necesidades humanas se dividen en jerarquías, y el márketing, que estas necesidades mostraban dos peculiaridades importantes para el desarrollo de la economía:

1. Las necesidades no tenían por qué ser satisfechas por lo que realmente las satisface, o por lo que se pensaba que lo haría.

2. Las necesidades no terminan jamás: se multiplican, se dividen y amplían, aparecen otras nuevas, y nunca, nunca pueden ser del todo satisfechas.

Las jerarquías de Maslow hablaban de unas necesidades primarias, como las fisiológicas (agua, comida, oxígeno, sueño) y de seguridad (protección contra otros o contra los daños). Luego llegarían otras que completarían las anteriores, como las de aceptación social (pertenencia a un grupo, amor, familia, amistad...), las de autoestima (la percepción positiva de uno mismo, la obtención del éxito) y, en último lugar, la más complicada de definir y de obtener, sería la de autorrealización, es decir, el momento en el que se desea compartir con otros lo que uno es capaz de dar y de lograr.

Las necesidades fisiológicas y las de seguridad están cubiertas para la mayoría de los ciudadanos en los países desarrollados. No siempre fue así y los Baby Boomers hicieron todo lo posible para lograrlo. Como ellos mismos experimentaron el deslumbramiento del capitalismo, transmitieron que la satisfacción de las necesidades de aceptación social y de autoestima no se encontraba en la ideología, ni en lo intelectual, ni en la religión, sino en el consumismo. Y, en un movimiento muy inteligente, crearon empresas e ideales que prometían satisfacer las necesidades de prestigio social: inventaron series de televisión, productos y modos de vida para los adolescentes, las familias convencionales, y las vendieron como forma de satisfacción. Muchas de ellas, a los mileuristas.

Algunos jóvenes siguieron los consejos de sus mayores: buscaron, por lo tanto, que esas necesidades se llenaran con objetos. Se les llamó frivolos, inmaduros, eternos adolescentes. Otros, por reacción, rechazaron ese modo de vida, y buscaron la autorrealización, bien a través del trabajo, o de sus propios valores, que no tenían por qué coincidir con los de los Baby Boomers. A ésos se les acusó de engreimiento y de falta de sacrificio.

Por lo tanto, el diálogo social se había interrumpido y el lenguaje laboral en el que se hablaba no resultaba inteligible. Si los mileuristas se conformaban con cualquier cosa, traicionaban la idea de progreso y de avance que se esperaba de ellos, y por lo tanto eran fracasados. Si exigían un puesto de trabajo acorde con su cualificación, pedían imposibles, comenzaban la casa por el tejado y se les castigaba con despidos o indiferencia. Se sentían fracasados.

Los mileuristas comenzaron a acumular experiencia laboral, el tercer requisito exigido junto con los idiomas y la informática. Quizás más de la que desearan. Y para regular ese dinamismo surgieron las ETTs.

Las ETTs

Las Empresas de Trabajo Temporal (ETT) surgieron alrededor de 1994 para poner en contacto a trabajadores disponibles con empresas que los demandaban con carácter temporal, o Empresas Usuarias (EU). Por lo tanto, era una relación a tres bandas: la de la ETT con el trabajador, la de la ETT y la Empresa Usuaria, y la de la EU y el trabajador.

Por lo tanto, cuando la EU demandaba un trabajador temporal, lo solicitaba a la ETT, que seleccionaba entre sus propios trabajadores al más adecuado, y lo subarrendaba a la EU.

Hasta entonces, la búsqueda de empleo y la mediación en el mercado de trabajo recaía casi por completo en el Instituto de Empleo Estatal (INEM). Las ETTs no nacieron con el objetivo de que se creara nuevo empleo, ni de que se gestionara la colocación de todos los parados, sino como un parche para reducir el volumen de esos mismos parados.

Las ventajas de las ETTs radicaban en que su conocimiento del mercado ahorraba tiempo a la EU en la selección; y para el trabajador, suponía una constante actualización, y la posibilidad de que alguien manejara y difundiera sus currículos. Frente al inmovilismo del INEM, parecían mucho más dinámicas.

La Asociación de Grandes Empresas de Trabajo Temporal (Agett), se preocupó de publicar un informe que demostraba que los trabajadores que pasaban por una ETT encontraban trabajo antes y más fácilmente. Ese mismo estudio probaba que los varones jóvenes con cualificaciones medias eran los que antes encontraban empleo y los más solicitados. Las mujeres y los obreros de baja cualificación tenían mucha mayor dificultad para reincorporarse al mercado laboral.

Eso probaba dos cosas: la primera, el machismo aún presente en la sociedad española, que equiparaba a mujeres de cualquier cualificación con los hombres menos preparados. La segunda, que las Empresas Usuarias ofrecían muchas veces a los empleados un puesto de prueba, y que era posible que el trabajo temporal evolucionara hacia la estabilidad. Sin embargo, una de las peticiones constantes de los sindicatos, que implicaba que las ETTs garantizaran que al menos un porcentaje de esos trabajadores temporales evolucionaran hacia el contrato indefinido, nunca se atendió. Las ETTs no garantizaban nada. Durante 1997, los contratos fijos firmados por ETT sólo representaron el 0,1 % del total.

Este estudio, encargado por las empresas del sector, dejaba fuera dos de los problemas que las ETTs habían contribuido a aumentar: la temporalidad del trabajo y los bajos precios del salario.

La reforma laboral de 1994 había regulado las ETTs pero con lagunas sangrantes. Las posteriores modificaciones de esa reforma (Ley 29/99 de las E.T.Ts) habían garantizado un derecho básico, el de la equiparación salarial, de manera que un trabajador contratado por una ETT lograra cobrar el mismo dinero por hora que los empleados de la empresa usuaria. En un principio, eso no era así. Los contratados por ETTs ganaban hasta un 50 % menos que los empleados de la EU de su misma categoría laboral.

Resultaba tremendamente fácil abrir una ETT: bastaba con un local, un teléfono, el acceso a un fichero de trabajadores y a otro de empresas. Las sucesivas modificaciones estipularon que debían contar con una plantilla de al menos 12 empleados por cada 1.000 trabajadores cedidos al año; las ETTs debían informar por escrito a la autoridad laboral de todos los contratos realizados, especificando los nombres de las EU y de los trabajadores contratados, algo que hasta entonces se realizaba de manera informal, e incluso telefónica; un puesto no podía permanecer cubierto por trabajadores temporales por más de trece meses y medio; y, entre otras mejoras, la existencia de un finiquito. Estas reformas nos dan una idea de las condiciones en las que trabajaban las ETTs.

Las modificaciones fueron muy protestadas por las ETTs: aludieron a que perjudicaban al trabajador. Complacientes para las EU, las ETTs argumentaban que esos cambios disminuirían la contratación por ETTs y que a cambio aumentaría el empleo sumergido. Las ETTs añadían que se adaptaban a un mercado de trabajo cada vez más global y que exigía, cambios sustanciales, que pasaban por la aceptación del trabajador de otras condiciones.

¿Podía ser eso cierto? El tiempo indicarían que sí, pero con una variante que no se había contemplado en 1994: el espectacular aumento de la inmigración.

La devastación del entorno laboral que las ETTS ayudaron a crear fue enorme: el 40 % de esas contrataciones no superaban los cinco días. Según el Ministerio de Trabajo, durante 1997, el 89 % de los contratos celebrados por ETT tuvieron una duración inferior a un mes.

El sueldo destinado a los trabajadores temporales se había reducido y los accidentes de trabajo, debido a la poca preparación, aumentaron. La falta de cohesión de los trabajadores temporales no les permitía organizarse para reivindicar mejoras o derechos como el cumplimiento de horario, o las vacaciones o permisos, algo a lo que de todas maneras, los mileuristas no estaban acostumbrados. Aún así, ¿qué se podía solicitar en cinco días? Quizás se debiera esa docilidad al hecho de que los trabajadores más jóvenes (varones) fueran los preferidos por las EU. Quienes denunciaban a las ETTs las acusaban de fomentar otra forma moderna de esclavitud y de que aceptaran y fomentaran unas condiciones de trabajo que negaban todos los derechos laborales adquiridos.

La opinión pública estaba radicalmente en contra de las ETTs y de sus sistemas de contratación: algunas de ellas fueron quemadas o saboteadas, como antes lo eran las sedes del INEM. Para colmo, un gran número eran ilegales, y por lo tanto, no se ajustaban al convenio colectivo, ni tampoco destinaban el 1 % de sus ingresos a la formación de su plantilla. Se pedía, cada vez con más fuerza, no sólo que se regularan las ETTs, sino que se acabara con ellas.

Las ETTs habían rebajado muchos mínimos, y habían popularizado un término que se convirtió en la pesadilla de los mileuristas que se incorporaban al mercado laboral: el contrato basura.

Contratos basura

El mileurista se asomaba al mundo del trabajo con una legislación laboral que había avanzado muchísimo desde el Fuero del Trabajo franquista o los Convenios Colectivos Sindicales de 1973. Asumía como naturales los derechos obtenidos a lo largo de los treinta últimos años, y esperaba que se respetaran, por muy difícil que fuera acceder al puesto de trabajo.

Las ETTs habían hecho estallar bruscamente la burbuja del sueño, aunque sus efectos no resultaban del todo visibles en el calor del momento. Al fin y al cabo, la Ley protegía al trabajador.

La norma que regía los derechos de los trabajadores se había aprobado el 10 de marzo de 1980, y era la Ley 8/1980 del Estatuto de los Trabajadores. Ese Estatuto estaba garantizado por la Constitución, que también defendía el derecho al trabajo, y protegía a todos los trabajadores por cuenta ajena, los funcionarios del Estado, patronal, autónomos... quedaban excluidos. Dentro del Estatuto, contaban con un régimen especial los presidiarios, el servicio doméstico, los artistas y deportistas, las personas con minusvalías... El Estatuto protegía sobre todo a los menores de edad, y aseguraba que la profesión pudiera elegirse libremente, así como los derechos a huelga, negociación colectiva, reunión y sindicación. El trabajador se comprometía a rendir en el trabajo, a cumplir con las medidas de seguridad impuestas y a atenerse al contrato firmado. En un mundo ideal, el Estatuto hubiera bastado, pero la situación económica hizo que el Gobierno socialista introdujera la reforma laboral del 84; precisamente para dinamizar el mercado y acabar con el paro de larga duración, se flexibilizaba el contrato de trabajo y se facilitaba la contratación temporal. Cuatro años más tarde, una huelga general (14 de diciembre de 1988) evitó que esa flexibilización se ampliara en la llamada Reforma de 1988. Esa reforma incluía un Plan de Empleo Juvenil que daba por hecho unos contratos considerados entonces inaceptables.

Sólo se retrasó por unos años. El «Decretazo» del 92 aumentaba las cotizaciones para que se tuviera derecho a una pensión y las prestaciones de desempleo empeoraban notablemente. A partir de ahí, otras reformas marcaron una línea proteccionista con la empresa.

La huelga que convocaron los sindicatos en 1994, como protesta frente a una nueva ley (la de las ETTs y el despido objetivo) tuvo una tibia respuesta: los trabajadores estaban cansados y muchos de ellos, vencidos. Los mileuristas daban por hecho que ésas eran las condiciones en las que trabajarían, y el contrato basura, rechazado en 1988, se implantó en 1994.

Otra reforma laboral, en 2001, convertiría los diversos tipos de contratos en aún más precarios, y, en general, recrudecería las prestaciones estatales a los trabajadores. El último Real Decreto Ley 5/2006, de 9 de junio, se propone la mejora del crecimiento y del empleo. Promete que favorecerá el contrato indefinido, regulará las ETTs, protege a mujeres y discapacitados y refuerza las inspecciones de trabajo.

Incluso cumpliendo con todos sus objetivos, la nueva Ley no logra reparar el daño producido por la temporalidad: el contrato indefinido, un nuevo caballo de batalla, que sustituía al contrato fijo, se había convertido en los últimos años en el ideal para cualquier empleado.

El contrato basura se llamaba, oficialmente, contrato de aprendizaje, y en la actualidad, contrato para la formación. Las reformas redujeron este contrato para trabajadores de menor edad (no podían superar los 25 años) lo mejoraron en tiempo y lo completaron con un salario igual al mínimo profesional, y con la prestación de incapacidad temporal.

Pero en sus inicios, el contrato basura ocultaba un contrato temporal de aprendizaje o de prácticas: en un principio, estos contratos no deberían incumplir ninguna norma, ni tampoco identificarse con un sueldo bajo: pero dadas las condiciones laborales, y el clima general de contratación, se convirtieron en contratos que rozaban o caían en el fraude de ley: los contratos no se correspondían con el trabajo que había que realizar, o bien se excedía el tiempo de contratación, o se encadenaban contrataciones temporales para el mismo puesto, y con la misma persona. Los sueldos eran bajísimos y no se aseguraba la permanencia por más de dos años.

El contratado basura continuaba en su puesto porque la promesa de que el siguiente contrato sería indefinido le ataba a él; por la necesidad de trabajar, o sencillamente, porque resultaba difícil y frustrante conseguir uno nuevo. Protestaba poco, denunciaba cuando no quedaba más remedio: se sentía poco motivado, y aún menos apoyado por una generación anterior obsesionada por los beneficios, que no respetaba los principios sindicales que había defendido para sí, y por una generación posterior más próspera, mimada, y que aún veía lejana la hora del trabajo.

Ni siquiera el consuelo de la inferioridad española servía en esta ocasión; Europa sometía a sus jóvenes con condiciones similares: durante la primavera de 2006, los jóvenes y los sindicatos franceses denunciaron con manifestaciones y protestas su indignación ante el Contrato de Primer Empleo, una variante del contrato basura que no solucionaba la precariedad. Se destinaba a menores de 26 años y permitía el despido durante los dos primeros sin ninguna justificación. Y, por primera vez, se hablaba también del dumping, (la competencia desleal basada en la reducción excesiva de precios) que todos estos contratos llevaban aparejado. En Italia, la ley 30 incluía cuarenta y nueve tipos nuevos de contratación.

En España se puso fin oficialmente a los contratos basura en 1997: en la práctica, no fue así. Al contrato para la formación se le añadieron los contratos indefinidos a tiempo parcial (pensados para el ámbito rural, la hostelería...) y los contratos con duración determinada (por obra y servicio). Estas reformas, que intentaban a toda costa regular los contratos para los jóvenes y favorecer nuevas maneras de contratación, dejaban fuera a los trabajadores no tan jóvenes en la primera juventud, y que entraban en la franja de edad de 30-45 años. Es decir, que muchos mileuristas que llevaban ya años como trabajadores, no se verían favorecidos, sino más bien al contrario, por las nuevas regulaciones. El empresario hacía sus nuevas cuentas, y de pronto, le compensaban las bonificaciones que los nuevos contratos le ofrecían si contrataba a nuevos trabajadores.

Como en educación, las reformas llegaban tarde, y beneficiaban a otros. Ante el espectáculo de las protestas francesas, se acusaba a los mileuristas españoles de organizar botellones y de ofrecer, nuevamente, una pésima imagen ante Europa. Dejaban de lado que quienes organizaban los botellones no eran los mileuristas, sino la generación siguiente. Posiblemente, la que cuando llegue el momento proteste, airada, siguiendo el ejemplo francés. Los jóvenes trabajadores actuales habían logrado arañar una serie de privilegios que les había permitido relajarse un mínimo. No era indiferencia, sino resignación.

Quienes habían logrado, pese a todo, introducirse en una empresa, intentaban mantenerse en ella y mejorar su sueldo y su situación. Quienes no, debían encontrar otras alternativas.

Ascensos imposibles. La voracidad de las empresas

El problema laboral de los mileuristas no era, por lo tanto, encontrar un trabajo, sino que éste fuera adecuado, o que pudieran retenerlo el tiempo suficiente como para demostrar su valía y asegurarlo. Los contratos iniciales, y el sueldo aparejado, resultaban tan bajos que como segunda preocupación, por detrás de no encontrarse de nuevo en la calle, se intentaba conseguir un puesto mejor con un aumento de sueldo.

Las empresas se encontraban en pocos años con una gran variedad de licenciados para elegir, y por lo tanto, con la posibilidad de contratar el mejor preparado de ellos. Sin embargo, no parecían en absoluto satisfechas con lo que se les ofrecía.

Para empezar, todos los candidatos compartían cualidades muy similares: habían obedecido a la obsesión por la informática y los idiomas, poseían una licenciatura. Se procedía entonces a pruebas de selección, que en ocasiones determinaban cuánto de verdad había en el currículo, el nivel real de idiomas o su capacidad para las dinámicas de grupo.

Los que superaban las pruebas se enfrentaban a las entrevistas personales, en las que se evaluaba su actitud, su potencial, o su capacidad de aprendizaje. Incluso en eso, muchos licenciados caían en el tópico. Casi todos se definían como «con inquietudes», con iniciativa», «con entusiasmo». Cuando la entrevista finalizaba, se iniciaba la selección.

Pero ante la sorpresa de los padres, que creían que la Universidad elegida, y el expediente, y los títulos de posgrado, puntuarían ante los competidores, las empresas parecían valorar de pronto una cualidad con la que nadie contaba: la experiencia.

Imposible que un joven recién licenciado poseyera experiencia o que ésta se acreditara a través de varios contratos brevísimos o del trabajo sumergido. ¿Por qué entonces pedían experiencia?

Las empresas se quejaban de varias carencias mileuristas; el primer pecado era la falta de humildad. Los jóvenes llegaban de la universidad, al parecer, con la convicción de que ocuparían un puesto directivo, o al menos, acorde a su licenciatura: eso no era así por antigüedad, y también porque era necesario formarlos en la organización de la empresa. Sus expectativas erróneas hacían que en ocasiones abandonaran el puesto, porque no se correspondía con lo que esperaban.

Además, les faltaba capacidad de decisión: muchos de ellos procedían de un entorno familiar sobreprotegido. Eran respetuosos con las pautas educativas, y les costaba improvisar.

La acusación se podía resumir en que les sobraba preparación teórica y les faltaba práctica: algunas de las empresas lo resolvieron colocándoles en puestos de ayudantes, desde los que obtendrían responsabilidades mayores durante los siguiente meses o años. Otras los hacían rotar por distintos departamentos.

A las empresas no les acababan de convencer los mileuristas; los mileuristas, por otra parte, respondían que tras cinco años de estudio, resultaba difícil asumir que faltaban aún más años para conseguir un puesto digno. Se quejaban también de que se les obligaba a asumir tareas administrativas. Las empresas respondían que los costes de personal habían hecho que cada puesto de trabajo asumiera su propia tarea administrativa. Muchos trabajadores con antigüedad no encontraban lógico que un recién llegado sin experiencia consiguiera un puesto por encima de ellos. Los mileuristas respondían que para ello habían estudiado. La empresa decía que no estaban preparados. Los jóvenes preguntaban qué era lo que les faltaba. La empresa exigía que esperaran. Los jóvenes contestaban: ¿Hasta cuando?

Quizás eso explique el porcentaje de abandono del trabajo, principalmente entre licenciados en carreras más teóricas. Así como los técnicos se ubicaban con cierta rapidez, para los otros aún faltaban años de lento ascenso.

La situación se complicaba si la mileurista era una mujer; por más que la Constitución garantizara igualdad de sexos, las mujeres se enfrentaban en el mundo laboral a tres trabas principales: una de ellas era el llamado techo de cristal, la barrera invisible que les impedía continuar ascendiendo pasado determinado punto. No existían leyes que limitaran ese ascenso, pero sí otros condicionantes mucho más complicados de detectar.

Otra era el suelo resbaladizo, que hacía que un buen número de mujeres se agruparan en la base de la pirámide laboral y económica, imposible de conquistar. Otra, el techo de cemento, las exigencias que las mujeres se imponen, y que tienen que ver con el orden de prioridades en su vida y la conciliación de trabajo y vida privada.

Por difícil que sea de definir, el techo de cristal se demuestra por el escaso número de mujeres que obtienen puestos de responsabilidad, o trabajos prestigiosos, y por la diferencia salarial. Algunos sectores han denunciado este techo, especialmente complicado entre las investigadoras científicas, los medios de comunicación, la alta empresa o el ejército.

No se ascendía a las mujeres por excusas muy diversas: una de ellas era su presunta afectividad, que entorpecería las decisiones racionales y prácticas. Otra, la mayor exigencia en el mismo trabajo, sobre todo en los de tradición masculina. Otra, la doble jornada que soportaban (personal y laboral) o que se les suponía. Otra, la falta de ejemplos que sirvieran de referencia.

En el fondo, la misoginia. Ni siquiera el machismo. La misoginia. Nada probaba que las mujeres carecieran de formación; al contrario, los mejores resultados académicos habían sido acaparados en los últimos años por ellas. Las mujeres habían retrasado la edad de maternidad, incluso arriesgándose en ocasiones a perder su etapa fértil, por las exigencias de los trabajos y las empresas: pero aún así, no se las contrataba o promocionaba por la posibilidad de que pudieran quedarse embarazadas. Se les despedía si lo estaban, en muchos casos. Se les exigía, como mujeres, que se hicieran cargo de la mayor parte del trabajo doméstico, pero como profesionales se les castigaba si lo realizaban.

Las mujeres mileuristas habían intentado romper la maldición de las Baby Boomers: sus madres se enfrentaban a la invisibilidad por ser sólo madres y amas de casa, o al agotamiento en un intento por combinar todo (las famosas superwomen). Además de su derecho al voto y a la propiedad, consiguieron el derecho al trabajo, pero no con los resultados esperados: rupturas familiares, soledad, extenuación, poco reconocimiento... las mileuristas crecieron rodeadas de mujeres así, y muchas de ellas dan menos importancia a la familia creada que sus predecesoras, pero sí les importa, y mucho, ser felices con su trabajo. Y sin embargo, se encontraban con un gran número de dificultades de género. Aunque nunca fueran madres, se sospechaba que lo serían o querrían serlo. Y con la idea no desterrada de que la madre se ocuparía del niño en enfermedades, y que trabajaría menos debido a la preocupación, lejos de ofrecer soluciones se prescindió de ellas.

Las mileuristas madres habían intentado la conciliación entre sus dos mitades, y para ello habían buscado ayuda doméstica, habían recurrido a las abuelas, habían pactado con sus parejas. Buscaron guarderías. Pero además habían reclamado reducciones de jornadas, o al menos, que éstas terminaran a sus horas (algo que había causado conflictos laborales, junto con las bajas por maternidad), habían pedido guarderías de empresa o jornadas flexibles. Pocas de ellas quedaron satisfechas.

Existe una hipocresía cruel respecto a lo femenino, una expresión cada vez más oída El mundo es de las mujeres, que oculta lo lejos que eso está de convertirse en realidad: la ficticia admiración por la capacidad de las mujeres para combinar tareas o para conservar un buen aspecto pese al estrés, por su inteligencia o sensibilidad, enmascara discriminaciones y acosos laborales.

El problema de fondo, como con los mileuristas, nunca se aborda del todo: se hace necesario integrar a las mujeres en una estructura que les resulta nueva y, por otro lado, evitar que los hombres, que han formado durante siglos la élite profesional, se sientan cuestionados o amenazados. La mujer, deformada como madre o como objeto sexual, se encuentra aún con problemas para ser captada como un trabajador más. Los varones no saben cómo tratarlas de igual a igual, ni hasta qué punto deben renunciar a la coquetería o a la caballerosidad.

Tampoco para las mujeres resultaba fácil ocupar un puesto de responsabilidad, reinventarse o abrir camino. La experiencia, por otra parte, demostraba que la mujer tenía mucho que aportar al mundo del trabajo: pero serían necesarias soluciones prácticas y reales que sustituyeran a los antiguos tópicos, y que permitieran una evolución similar a la de sus compañeros varones.

Sin embargo, no todos los mileuristas eran jóvenes sin experiencia o mujeres con dificultades para adquirir puestos de responsabilidad. Un gran número de ellos se habían formado gracias a becas internacionales o habían continuado estudios en el extranjero, donde comenzaron a trabajar. Unos años más tarde llegaban a España con la idea de integrarse en el mercado laboral con una preparación superior, en el momento más creativo de la carrera. Se encontraron con un marco rígido, endogámico, con compañeros angustiados por mantener su trabajo, universidades sin estabilidad ni capacidad de inversión y muy poco interés por las nuevas ideas.

Entre ellos, los científicos fueron los más visibles: tras años de quejas por la falta de capacidad investigadora española, se formó a una élite de los jóvenes más capacitados, que tras su regreso a España no supieron realmente qué hacer; con menos sueldo, nulas oportunidades de promoción y unos años de formación duros a sus espaldas, sólo les quedaban irse de nuevo o reconducirse hacia una carrera técnica.

Pero también se dio el sistema opuesto: preocupadas por la proyección internacional, muchas empresas españolas han ofrecido a sus empleados mileuristas algunos puestos de directivos, y por larga duración, fuera del país; ya no es la disponibilidad para viajar lo que se valora, sino un desplazamiento a largo plazo.

¿Por qué a los mileuristas? Porque otros trabajadores con mayor antigüedad, pero establecidos socialmente, o con familia, no aceptan estos empleos. Por otro lado, el empleado se enfrenta a varios años de estancia en un país extranjero sin que se le garantice qué ocurrirá a la vuelta. Por lo general, el sueldo que recibe permite un nivel de vida más alto en el país de destino que lo que luego podrá disfrutar al regreso, pero el proceso de integración en la empresa a su regreso no siempre resulta sencillo. Para evitarlo, algunas empresas aseguran la consolidación del puesto o el ascenso a la vuelta.

Los países más necesitados de estos emigrantes de lujo son los de Europa del Este, los de África, y sobre todo, China. China encierra la gran promesa de desarrollo para muchas empresas, pero el desconocimiento del idioma, y la enorme diferencia cultural obligan a que muchos jóvenes se nieguen a desplazarse hasta allí, o regresen al poco tiempo.

La generación de los Baby Boomers no quiere asumir su edad real y no está preparando su relevo de la manera conveniente. No han logrado vincular a los mileuristas de mayor edad a sus empresas, y por lo tanto la lealtad se ha relajado. La movilidad laboral no resulta tan conveniente cuando se accede a determinado nivel.

Los becarios

Antes de ni siquiera aspirar a la promoción dentro de la empresa, un porcentaje elevado de mileuristas pasaron por el estadio de becario. Las becas habían supuesto una ayuda importantísima para muchas familias españolas, y se habían distribuido a los estudiantes durante años de acuerdo a distintas necesidades: ayudas al transporte, a la formación; becas para familias numerosas, con pocos ingresos o con hijos que demostraban un alto rendimiento.

Muchas familias se quejaban de que los criterios de asignación de becas no se correspondían a la realidad: un trabajador con nómina regulada tenía menos posibilidades de obtenerla que un profesional que percibiera parte de sus ingresos en dinero B, o negro: eso hacía que personas que en realidad gozaban de sueldos mayores recibieran becas de ayuda, mientras que las que se atenían a la legalidad veían cómo les pasaban ante los ojos.

Irregularidades aparte, cuando los estudiantes llegaban a la universidad se les presentaba la posibilidad de presentarse a otras becas, como la Erasmus, o algunas de las más cotizadas a nivel internacional.

La beca Fullbright, por ejemplo, fue fundada en 1946, con la educación intercultural como máxima, y la búsqueda de la paz como objetivo final. Entre quienes han disfrutado de ella figuran premios Nobel, y figuras destacadísimas de la política, el arte, o las ciencias. Se trata de una beca estadounidense, con el apoyo del Departamento de Estado, y que recibe además dotación asignada por el Congreso. Aparte de las dotaciones para estudios, el Programa Fullbright coordina una serie de actividades extraescolares muy características.

Otras becas prestigiosas, esta vez dentro del ámbito iberoamericano, son las Becas Líder, que premian a los sesenta mejores licenciados iberoamericanos. Más recientes (se establecieron en el año 2002), intentan apoyar a una élite intelectual que pueda desenvolverse tanto en España como en Latinoamérica y que además permita un conocimiento mayor entre países basado en la unión y no en la diferencia.

Pero no es de estos becarios de los que estamos hablando; a lo largo de los años noventa se popularizó el que las empresas becaran a un cierto número de alumnos de últimos cursos, o a recién licenciados, de manera que pudieran integrarse en la rutina de la empresa con trabajos a media jornada, a cambio de una cantidad de dinero.

Esas becas permitían que el mileurista obtuviera la ansiada experiencia práctica que las empresas demandaban, y se veía como una oportunidad para ser valorado ante el mercado laboral: conseguían un poco de dinero, y además, salían al mundo real. Conocerían de primera mano su trabajo, sus futuras empresas y su funcionamiento.

El optimismo con el que muchos mileuristas acogieron estas becas de empresa duró poco: como en los contratos temporales, en la aplicación práctica de las becas se llevaron a cabo muchas irregularidades: algunas empresas no respetaban la media jornada, y obligaban a los becarios, con la excusa de entregar proyectos, o de completar un encargo, casi una jornada completa. A menudo, durante la temporada de verano, los becarios sustituían a parte de la plantilla habitual. Del becario se esperaba que rindiera como un trabajador, y pero al mismo tiempo, no se le asignaba ni la responsabilidad ni el puesto equivalente, y por supuesto, no se encontraba en la misma posición.

Algunos, resignados, aceptaron la prueba. Otros denunciaron esa situación, y se negaron a realizar trabajos por debajo de su categoría, o que excedieran las horas de sus becas. Otros, por último, exigían que el trabajo que se les encomendaba se llevara a cabo con unos mínimos técnicos, y pidieron más dotación informática o técnica.

Las protestas de los empresarios, y también de muchos trabajadores, no se hicieron esperar: se acusaba a los becarios de arrogantes, de no saber qué era en realidad el mundo. Ellos, los trabajadores Baby Boomers, habían comenzado así (o se hubieran dado de tortas por esa oportunidad). La famosa frase los jóvenes no tenéis espíritu de sacrificio dejaba de lado que a los Baby Boomers les esperaban posibilidades reales de ascenso en las empresas y obviaban las conquistas laborales que se habían realizado. Además, si deseaban que realizaran un trabajo similar al de los trabajadores contratados, era justo que se les facilitaran unas condiciones de trabajo similares. Por último, olvidaban que los becarios habían sido aceptados como tales con el objetivo de que conocieran mejor su oficio, y que por lo tanto, no debían destinarse a puestos que no se correspondieran con sus estudios.

La queja mileurista más frecuente fue la inadecuación de la beca a lo que se les enseñaba: se popularizó la imagen del becario como el encargado de los cafés, o de las fotocopias, y también la del empleado que se escaqueaba y depositaba al becario la responsabilidad de cumplir con su trabajo (José Francisco Caco Henríquez, acusado en 2006 de pertenecer a una trama de corrupción relacionada con la energía eólica en Canarias, se defendió diciendo que los hechos que se le imputaban eran el trabajo de un becario que trabajaba para él). Las becas de empresa se convirtieron en sinónimo de empleo gratis y de trabajadores dóciles; en raras ocasiones servían de algo al becario, y dejaban un amargo sabor de boca.

Los becarios de investigación en la universidad no se encontraban en una situación mucho mejor. Por lo general, las becas de investigación se otorgaban a estudiantes brillantes, en ocasiones formados en el extranjero, o que habían disfrutado de una primera beca allí: y allí regresaban de nuevo, ante la imposibilidad de encontrar un puesto en la universidad española. Los primeros años de la beca les abrían oportunidades excepcionales para el aprendizaje y para participar en proyectos distintos; pero cuando la situación se alargaba en el tiempo, muchos de ellos acababan como documentalistas en la sombra, como trabajadores para los investigadores más conocidos y de mayor edad, o como mano de obra especializada para Institutos Técnicos y Universidades.

Las becas por investigación solían ser largas, y en ocasiones un proyecto de ese tipo se prolongaba hasta los diez años; al no ser considerados como trabajadores de propio derecho, perdían los privilegios que se derivaban de las cotizaciones: seguridad social, bajas, pensiones... Muchos becarios se aproximaban a la cuarentena con un sueldo bajo, pocas garantías de continuidad y un trabajo no reconocido. Otros habían encontrado trabajo en la Universidad, o en distintos laboratorios, pero la mayoría protagonizaron la llamada fuga de cerebros que muchas entidades denunciaron: era la respuesta a las protestas sin contestación y a los años de exigencias que no habían sido escuchadas.

¿Carecían también los becarios universitarios, tras años de investigaciones y trabajo, de espíritu de sacrificio? No era probable. Esos becarios continuaban siendo considerados estudiantes, y se les trataba como tales, ni siquiera como a trabajadores de segunda. Los Baby Boomers, que tanta importancia daban al estudio, parecían no caer en la cuenta de que el privilegio de estudiar no lo era tanto cuando se alargaba de manera indeterminaba el paso a la madurez. Los becarios habían demostrado ya su capacidad para estudiar y para sacar provecho de ello, y no agradecían el que se les limitara el acceso al trabajo.

A ello se le unía que la inmensa mayoría de estos becarios lo eran por vocación: muchos soportaban una situación abusiva porque amaban su proyecto y daban mucha importancia a poder trabajar en él. El problema se agudizaba con los años, y no se le presentaba solución: la situación favorecía a todas las partes menos a los becarios, que crearon colectivos para apoyarse de mejor manera; por ejemplo, en mayo de 2006, la Federación de Jóvenes Investigadores Precarios convocó una manifestación ante el Ministerio de Educación para denunciar su falta de protección social, y a través de la web www.precarios.org intentó coordinarse y reclamar así sus derechos de mejor manera. Otra web, www.trabajodebecario.com se creó con la intención de denunciar la indefensión de los becarios tanto universitarios como de empresa, y de exigir unos derechos similares a los de los trabajadores.

Teleoperadores

Entre los nuevos puestos que se creaban casi exclusivamente para mileuristas, se encontraba el de teleoperador: las empresas desarrollaban cada vez con mayor frecuencia departamentos nuevos, como el telemárketing, la asistencia por teléfono o las respuestas a quejas de los clientes, y por lo tanto necesitaban cada vez a un número mayor de personas que, a través de teléfono, se ocuparan de ello. Aparte de eso, se desarrollaba la banca telefónica, el turismo de bajo coste sin oficinas físicas y la telefonía móvil. Los nuevos puestos exigían además una especialización mayor, y un perfil cada vez más amplio (comerciales, informáticos, gestores, abogados...).

Durante varios años, la oferta de trabajo superaba la demanda; se sucedían los anuncios que pedían teleoperadores, que buscaban a un trabajador especializado, con habilidades comerciales, idiomas, buena expresión y capacidad de comunicación, informática y (por supuesto) experiencia previa. A cambio, se ofrecían jornadas reducidas, con disponibilidad de horarios, incluso durante los fines de semana. El teletrabajo no significaba un trabajo bien remunerado, ni una estabilidad permanente, pero no era tampoco fregar escaleras o servir hamburguesas.

Sin embargo, los trabajadores que cumplían con ese perfil se frustraban al poco tiempo en un trabajo aburrido, sin contacto con el público, y con pocas posibilidades de ascenso. Quien pasaba por la experiencia del teletrabajo huía de ella. Los días, las preguntas y las respuestas se repetían hasta la saciedad. El sueldo, además, era muy bajo.

Eso no suponía un gran problema para las empresas, que podían, sin demasiados gastos, trasladar esos departamentos a regiones con mayor índice de paro; muchas de las empresas de telemárketing se nutrieron de mujeres, estudiantes jóvenes, o de mileuristas en transición de un trabajo a otro, que acudían mientras tanto a entrevistas de trabajo y fotocopiaban currículos. En sus ratos libres, abrían el periódico y subrayaban posibles trabajos.

El mito del fontanero:

a menor formación, mayor remuneración

Cuando de verdad se trataba de encontrar un empleo, ¿era tan difícil conseguirlo? Los licenciados, ¿de verdad no gozaban de mayores ventajas? Si desde niños habían escuchado loas a los estudios, se les animaba a estudiar y se les comparaba favorablemente con parientes y amiguitos que no lo hacían, ¿podía estar todo el mundo equivocado?

Eso no resultaba difícil de comprobar: un vistazo a un periódico o a una web de ofertas de empleo (la elegida fue www. infojob.net) durante el mes de agosto de 2006, ofrecía estos resultados.

Existían 6.289 ofertas de trabajo que ofrecían un sueldo de 900 euros: de ellos, había 2.007 en Barcelona y el resto se repartían entre Madrid (1848), Valencia (440) y Málaga (162). El nivel de estudios que se solicitaba era en 1.939 casos la Educación Secundaria Obligatoria; en 1.180, la Formación Profesional Grado Medio; en 1.100, no hacían falta estudios y en 599 se pedía el Bachillerato.

Los datos resultaban curiosos; personas con la ESO completada y otras sin estudios eran demandadas para desempeñar tareas por el mismo precio. Y se buscaba un número mayor de trabajadores que hubieran estudiado, lo que parecía lógico, ya que ofrecían una mayor preparación por el mismo precio.

Los últimos sondeos indicaban que el sueldo medio de un trabajador en España era de 947,55 euros brutos mensuales, con lo que los 900 euros encajaban dentro de la media. ¿Qué ocurría si doblábamos esa cifra?

Se ofrecían 393 ofertas para trabajos de 1800 euros: el reparto, esta vez, era Barcelona (131), Madrid (119), Valencia (18) y Sevilla (14). Si el sueldo subía a 3000 euros, las ofertas descendían a 111, de las cuales 40 se ofrecían en Barcelona, y 39 en Madrid, y ¡la mitad! no exigían estudios.

Picada por la curiosidad, consulté las condiciones. El sueldo alto, lo que un mileurista ganaba en un mes, no era más que un cebo: esos anuncios, en realidad, ofrecían sueldos de transportista y secretaria por unos 745 euros al mes. Lo mismo ocurría con los sueldos de 1800 euros: los anuncios sólo atraían la atención, y se atenían luego a lo establecido por las circunstancias laborales más frecuentes.

La cuestión de los sueldos reales que perciben los mileuristas y los que, ganando más de 1.000 euros al mes, son mileuristas por generación, provocó grandes polémicas entre los propios jóvenes. Algunos defendían que mil euros al mes no daban para lo mismo en unas regiones que en otras, y que en muchas provincias no era, ni mucho menos, una mala cantidad. Otros denunciaban que sólo la permanencia de los jóvenes en el hogar paterno maquillaba una realidad terrible: la semipobreza de la inmensa mayoría de los jóvenes españoles. Otros no centraban el problema en el sueldo, sino en el precio de la vivienda.

Sin embargo, algunas de las voces que se alzaron merecían ser escuchadas: eran las de aquellos jóvenes que habían crecido con el sambenito de no aplicarse en los estudios o de ser poco menos que tontos, los que decidieron abandonar las aulas antes de llegar a la Selectividad, o incluso al Graduado Escolar.

Estos jóvenes se habían buscado la vida como aprendices, habían estudiado oficios técnicos, y habían comenzado a trabajar, y también a cotizar, por media, diez años antes que los estudiantes. Habían padecido las mismas crisis económicas e idénticas manipulaciones de empleos y contratos. Vivieron los mismos hitos, pero se encontraban en otra parte: cuando rondaban la treintena habían montado sus propios talleres, empresas, o trabajaban con una estabilidad mucho mayor que la de los licenciados. Ganaban un sueldo sensiblemente mayor a sus compañeros estudiosos, porque muchos de ellos cobraban por trabajo realizado, y no un sueldo fijo, y además, algunos (obreros de la construcción, artesanos, asistencia doméstica) percibían cantidades sustanciosas en dinero negro.

Si en los últimos años los padres comenzaban a mencionar con timidez al pariente fontanero que había logrado comprarse una casa, y hablaban de las barbaridades que ganaba como un ejemplo de lo equivocados que estaban al presionar a sus hijos para que estudiaran, el mito del fontanero se convirtió en una dolorosa realidad cuando los años pasaron y los sueldos de los licenciados no ascendieron.

Eran los fontaneros los que acusaban ahora a los mileuristas de esperar un sueldo acorde con lo que habían estudiado en lugar de por el trabajo que realizaban. La sobresaturación de abogados hizo que un buen mecánico fuera más apreciado y se le pagara más. Los oficios, de pronto, gozaban de una fabulosa reputación.

Y esos mismos trabajadores desvelaban que los mileuristas no cambiaban su situación porque, en realidad, era cómoda: mientras se quejaban, vivían en casa de los padres, no se les exigía grandes cambios, se anestesiaban con la televisión, la tecnología, el ocio, y podían gastar los mil euros que ganaban al mes en ocio.

Otros fontaneros matizaban que aunque el sueldo era mayor, el prestigio social no se había recuperado, y que las condiciones físicas del trabajo no compensaban la diferencia. Habían crecido con la referencia constante del que estaba en la universidad y con la certeza de los privilegios de los estudiantes: para ellos, esa situación continuaba. Además, el régimen de autónomos, para los que lo tenían, suponía un enorme esfuerzo fiscal, y por lo general, no sabían de horarios, ni de vacaciones. Nadie les había regalado nada. ¿Por qué se lo iban a regalar a los mileuristas?

¿Quién se esforzaba más? ¿Quién había padecido más? ¿A quién era necesario reparar? La parábola del hijo pródigo. Un hermano enfrentado a otro.

Sólo en algo se ponían de acuerdo los que habían superado el COU y los que habían cursado FP: los que de verdad sabían vivir eran los funcionarios.

Siempre quedarán las oposiciones: el funcionario como ideal

La idea que del funcionario se tenía durante el franquismo era la de un ser apático, sentado en una oficina grisácea, con un periódico a mano, pausas de tres horas para el café, una ventanilla que le protegía del mundo y una mala leche a toda prueba. El funcionario se presentaba como un vago con salario, alguien desmotivado por la seguridad de su puesto, y sobre todo, el sujeto de una negra, potente, feroz envidia.

Con el tiempo, la imagen del funcionario se modificó, pero no la envidia: aunque se admitía que entre ellos existían magníficos profesionales, no se esperaba menos de alguien que gozaba de horarios decentes, buenos sueldos, vacaciones, seguridad social propia y la certeza de un trabajo de por vida. Ninguna de esas condiciones se daba entre otros colectivos.

Los funcionarios se defendían como podían: no eran los más trabajadores en horas, pero sí en años de empleo. Tampoco sus sueldos, divididos en base y en suplementos por antigüedad, con alguna gratificación por servicios, podían compararse con los de la empresa privada, y sobre todo, no había oportunidades de ascenso. Entre los funcionarios se generalizaba la desmotivación, y en ocasiones la falta de implicación.

No habían olvidado lo que suponía prepararse para las oposiciones, las horas de estudio, que para muchos significaron una academia, el pago del instructor y un riguroso plan que les ocupaba ocho o diez horas al día durante varios años, dependiendo de la dificultad del examen. Ni la alta probabilidad de suspenso, que hacía difícil que se presentaran únicamente una vez, ni el anuncio de convocatorias, cada vez más escasas, para cubrir unas plazas cada vez menos abundantes. La competencia resultaba brutal y la lista de admitidos, una tortura que afectaba más y más en cada ocasión.

El perfil contemporáneo de un opositor era el de una mujer joven, con una titulación media alta, con intenciones de crear una familia, y que aspiraba, por lo general, a un puesto de auxiliar administrativo, uno de los que requería una aspiración menor.

Las oposiciones del grupo A, dirigidas a doctores, licenciados, ingenieros... ofrecían mayores dificultades, y no siempre se les asignaba una plaza de manera inmediata. Quien mejor puntuación obtuviera en los exámenes podría elegir destino y trabajo: los peores situados tendrían que conformarse con lo que quedara. Si se habían aprobado los exámenes, pero la puntuación no daba derecho a plaza, los opositores continuaban en la bolsa de trabajo y pasaban a ser los interinos o sustitutos, que cubrirían las bajas, y las vacantes. Ese grupo constituía el 10 % del total, y debía superar un examen compuesto por un cuestionario, la redacción de un tema y la resolución de un ejercicio práctico, todos ellos inscritos en un programa que constaba de unos cien temas.

El grupo B pasaban unas pruebas similares al A, con la diferencia de que eran diplomados y constituían aproximadamente el 13 % del total. De ahí se llegaba a través del escalafón a los E, que no precisaban titulación, componían un 5 % del total, y debían aprobar un test psicotécnico, un cuestionario sobre ocho o diez temas y una prueba específica. Casi la mitad de los funcionarios (un 48 %) se enclavaban en el grupo D.

Los trabajadores de la empresa privada desmitificaban ese esfuerzo y lo minimizaban, comparado con su experiencia diaria y la seguridad a largo plazo. Fueron sin duda de los que se alegraron cuando el anteproyecto del Estatuto Básico del Empleado Público fue publicado en 2006: ese anteproyecto prometía evaluar la calidad de cada funcionario, y si éste no desempañaba sus funciones correctamente, se le podría cambiar de puesto (no expulsar, como en un principio se anunció). Se revisarían los aumentos de sueldo de acuerdo con la calidad del trabajo, no de manera automática. Se le daría un giro a las oposiciones, que serían complementadas con entrevistas personales.

La envidia no se desvanecía, pero los funcionarios no se mostraban tan contentos. Si hasta a ellos les afectaban las reformas laborales, ¿no estaba próximo el fin de toda estabilidad laboral?

Quizás sí. Y si se pretendía encontrarla en trabajos menos cualificados, los mileuristas iban a encontrarse con una nueva competencia: los inmigrantes.

Los emigrantes en los trabajos no deseados

El inmigrante no era una figura jurídica, y por lo tanto, resultaba subjetiva: se consideraba inmigrante a la persona extranjera que viajaba a España con intención de quedarse, ocupaba los sectores más bajos del mercado laboral.

No existía un único perfil de inmigrante; provenían de muchos países (americanos, africanos, europeos, asiáticos) y pertenecían a capas de población muy distintas: desde las asistentas domésticas, que hace diez años eran la mayoría y encontraban pronto trabajo, porque un número alto de mujeres españolas trabajaban fuera de casa y no podían hacerse cargo de la misma, a los jornaleros del Este de Europa, las tiendas mayoristas de chinos o a la inmigración altamente cualificada que llegó procedente de Argentina, motivada por su derrumbe económico.

Los inmigrantes han ocupado los puestos de trabajo que los jóvenes españoles no consideran adecuados, bien porque están sobrecualificados, o porque las condiciones son tan pobres que se niegan a aceptarlos. Por desgracia para ellos, los problemas no resueltos por los españoles no han mejorado para los inmigrantes: la precariedad temporal, los bajos sueldos, la falta de derechos, se unen a las circunstancias de muchos inmigrantes ilegales, que no sólo no están en condiciones de elegir, sino que tampoco pueden denunciarlas, por miedo a ser extraditados.

Y los mileuristas ni siquiera son ya necesarios en los puestos de baja cualificación: los inmigrantes, que forman unidades familiares mucho menores, con una débil conciencia de derechos, y dispuestos a vender su mano de obra más barata, los han sustituido. A ellos, y a muchas mujeres españolas, también poco cualificadas, que de pronto resultaban caras.

La equiparación de derechos entre inmigrantes y nacionales no pasaba de reconocerles unos derechos fundamentales como personas, que les garantizaran un trato justo y penara su maltrato. Otros derechos, como el de libre circulación o elección de residencia, o los derechos políticos, variaban según el país europeo en el que se encontraran.

Los inmigrantes, sin embargo, se preocupaban más por la obtención de derechos sociales que les dieran a ellos y a sus hijos acceso a la educación y la sanidad. El conflicto con los inmigrantes procedía, precisamente, de ahí. Las distintas leyes y reformas de Extranjería habían intentado regular una situación que excede las previsiones, y que habían procurado visibilizar o expulsar a los ilegales, regularon el derecho de asilo, emisión de permisos o visados o la concesión de la nacionalidad, pero no consiguieron frenar la caída del precio de la mano de obra que este súbito flujo de trabajadores provocó.

Ese desplazamiento transversal de puestos de trabajo (los inmigrantes, en general, no quitaron el puesto de trabajo a los españoles, sino que ocuparon las capas con menos demanda) se unieron a la xenofobia: el español, cuando sólo convivía con gitanos, se consideraba poco racista y muy tolerante. La convivencia con los inmigrantes obligó a modificar ese concepto: los inmigrantes se asociaban al paro, la delincuencia y el narcotráfico. No se valoraba el esfuerzo que realizaban, la nostalgia por su país, su familia o el drama de su propia pobreza. Sólo en ocasiones se mencionaba el aumento de la natalidad o la contribución a las pensiones.

España, un país de destino y paso para miles de inmigrantes, vive con especial crudeza la miseria de esas personas, que mueren en el Estrecho o emplean todos sus ahorros para comprar un billete a un lugar que no puede garantizarles la prosperidad. Ha vivido mal el proceso de país de origen a país de destino, y se enfrenta a retos inmensos que puedan favorecer el empleo, y que al favorecer la integración eviten la aculturación. No parece asumir, que los niños nacidos de los inmigrantes son españoles y que formarán una generación con problemas y preocupaciones propias. No se preocupa por el retroceso del feminismo que supone la inyección de habitantes que proceden de modelos culturales mucho más machistas. Vive anclada en miedos y prejuicios, sin ofrecer soluciones reales. Los mileuristas, que miraban a Europa, se encuentran ahora con calles mucho más variadas y con distintas nacionalidades como vecinos. Frente a la solidaridad, impera también el miedo a la competencia laboral, o a la concesión a otros de derechos que nos corresponden. No saben muy bien qué hacer.

El modelo americano: la pérdida de la sociedad de bienestar

Todo comenzó en Estados Unidos y posiblemente todo acabe allí. El triunfo del capitalismo supuso también su victoria y la falta de oposición ha maximizado los errores que incluía. El capitalismo no se entiende sin el individuo, y por lo tanto, las asociaciones han perdido fuerza; por lo que el individuo no tiene margen de acción por sí mismo y no encuentra apoyo en otros.

El sistema capitalista se ha superpuesto a la globalización: el mundo, cada vez más homogéneo, compra, vende, asume y piensa lo mismo. Y el país que más sueños vende es Estados Unidos. La divinización de lo americano, y al mismo tiempo el antiamericanismo, se alternan en España, y no dejan atrás a los mileuristas. Frente a los atropellos de derechos humanos, el uso de las armas y un sistema de valores que excluye una educación de calidad o la sanidad gratuita, se admite y se imita su modo de diversión, los centros comerciales, la comida rápida, la tecnología, la sociedad del entretenimiento continuo.

El modelo americano ha dejado atrás la cultura del bienestar y la ha sustituido por la importancia del consumidor. El mileurista, pobre y consumidor al mismo tiempo, ve cómo se justifica la importancia del aprendizaje y la innovación como un modo de incrementar las ganancias de empresas, y asiente. Solo, sin poder, y con un sistema económico que no eligió pero que comparte, se dirige hacia la ratificación de ese sistema, a no ser que antes algo lo detenga y le obligue a cambiarlo.