0. ¿QUÉ ES UN MILEURISTA?

Carolina Alguacil: yo soy mileurista

El 21 de agosto de 2005 el diario El País publicaba una carta de una joven publicista catalana de 27 años, Carolina Alguacil: Soy mileurista. Pocas veces hemos asistido de una manera tan clara y tajante al nacimiento de un término que definiera y describiera con tanto éxito una generación. La carta de Carolina nacía de la cólera y la vergüenza que había sentido al comparar sus circunstancias con las de sus amigos europeos; inventó el neologismo y se esmeró en definir quién podía considerarse un mileurista.

Carolina indicaba que el mileurista era aquel joven, de 25 a 34 años, licenciado, bien preparado, que habla idiomas, tiene posgrados, másteres y cursillos. Su experiencia laboral, que al menos se extendía durante tres o cuatro años, se nutría de trabajos no remunerados, contratos temporales y la imposibilidad de cotizar a la Seguridad Social. Su sueldo, sin pagas extras, no superaba los mil euros mensuales.

El mileurista no poseía una casa propia, sino compartida. Carecía de coche, hijos o ahorros. Era urbanita y destinaba más del tercio de su sueldo al alquiler de su vivienda. Viajaba, conocía, comparaba y analizaba con impotencia esa vida de estudiante perpetuo. A veces es divertido, pero ya cansa era una frase que golpeaba como un aldabonazo. Ya cansa. Ya no es divertido. Para una generación experta en divertirse, el juego había terminado.

La repercusión de la carta fue inmediata y su efecto, amplísimo. Muy pronto, esa generación aún sin parámetros propios captaba unas pautas de identidad, o se desmarcaba de ellas, y el término mileurista dejó de definir una situación económica para aplicarse a un marco generacional, y, sobre todo, a un modo de enfrentarse a la vida: tras la omnipresente generación del 68, y la muy chillona de los 80, surgían varios millones de jóvenes amparados bajo una etiqueta nueva y, por oposición a los anteriores, muy dispuestos a rechazar, cuestionar y dejar atrás esa etiqueta.

¿Qué es un mileurista?

La definición de Carolina Alguacil, aunque muy precisa, puede admitir, a mi juicio, y sin el menor ánimo de desautorizarla, algunas matizaciones. Demos por hecho que el mileurista es una persona nacida entre 1965 y 1980, si se desea hablar de lustros naturales, o entre 1968 y 1982, si se prefieren las fechas relevantes (mayo del 68 explica la primera, el Mundial de fútbol del 82, la segunda: una referencia pintoresca, creo yo, pero efectiva).

Demos por hecho que su sueldo ronda los mil euros mensuales, o no llega a ellos. Ha recibido una formación universitaria, o al menos ha gozado de la posibilidad de tenerla, está familiarizado con el ocio y la tecnología propia de su tiempo, afronta una serie de retos determinados por su edad, sus circunstancias económicas y su situación laboral. Ha nacido en una ciudad, o se ha mudado a ella. Presenta una ideología vital que les diferencia claramente de los grupos nacidos quince años antes, o quince años después. Y convive con compañeros de su misma edad que no comparten en absoluto estas características. Los rasgos del mileurista no definen a toda la juventud española, pero sí ayudan a entender y a definir ésta. Es posible encajar en el rango de edad mileurista y no serlo, aunque se reconozcan algunos rasgos: pero no tomaremos en consideración a personas nacidas en otros años, aunque encajen en las características económicas.

¿Qué es un joven?

Las dificultades que surgen cuando se intenta analizar el fenómeno de los mileuristas se multiplican con cada nuevo paso. Una de ellas, no la menor, consiste en que hablamos de una población joven y cambiante, a la que se somete a un estudio sincrónico: como si abriéramos un tajo en la sociedad con un cuchillo e intentáramos descifrar qué mensaje se oculta en su interior y lo que encontráramos fuera mantequilla caliente que permite una cuchillada fácil, pero que se derrite, fluye y cambia.

El Injuve, el Instituto de la Juventud que depende del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, habla de una franja de edad entre los 16 años (adolescentes) y los 35 (claramente adultos). El último Informe Juventud en España data del año 2004, aunque cada año el Injuve procura actualizarlo con una serie de sondeos anuales, que comenzaron en el año 2001; esos informes se ocupan tanto del análisis de los jóvenes sobre su realidad (la llamada percepción generacional) como de sus preocupaciones y se centran en las opiniones de 5000 personas de ambos sexos entre los 15 y los 29 años.

El censo del año 2001 indicaba que los jóvenes entre esas edades suponen el 22,4 % de la población española: 9.149.511 personas, de las cuales 3.500.248 tienen entre 25 y 29 años. Producto del Baby Boom, esos jóvenes, nacidos en los años 70, forman parte de los incluidos en este ensayo. Uno de cada veinte es extranjero o inmigrante.

Las conclusiones del Informe Juventud 2004 eran contundentes: un 75 % de ellos no habían conseguido la independencia económica de su familia, y muchos consideraban esa independencia como transitoria, y lo que era aún peor, reversible, ya que en caso de pérdidas económicas o de separaciones afectivas, la mayoría necesitaban de sus padres, con los que por lo general vivían, de todas maneras. El regreso al hogar paterno, sobre todo en el caso de los hijos varones, podía producirse en cualquier momento. Como consecuencia, la familia se había transformado en un espacio compartido y negociado: se pactaban los límites y se intentaba respetar la independencia de padres e hijos.

Menos de la mitad (un 48 %) había conseguido un contrato estable. La tasa de paro juvenil doblaba la cifra del adulto, y alcanzaba su cota más alta entre las mujeres. Los varones ganaban de media unos 784,7 € mensuales. Las mujeres, un vergonzoso 27 % menos, 573 €.

Sin embargo, por desalentadoras que resultaran esas cifras, mejoraban las dadas en el anterior Informe 2000; cuatro años antes, sólo un quinto de los jóvenes había conseguido la autonomía económica. Por otro lado, dadas las circunstancias familiares y de formación españolas, tanto la emancipación como la independencia económica sólo pueden plantearse a partir de los 20 años, en la inmensa mayoría de los casos, y por lo tanto, los sueldos y las becas de los adolescentes o de los estudiantes con empleos a media jornada sesgaban estos datos. Aún así, se establecía que casi la mitad de los jóvenes de 25-29 años no tenían ingresos suficientes para cubrir todos sus gastos. Ello nos lleva a plantearnos cuáles eran esos gastos y a cuánto ascendían. El sueño consumista de la franja de edad más joven se reducía a comprarse una moto y viajar. Entre los mayores, una casa propia y viajar, también. Pocos de ellos habían cumplido esos objetivos. Mientras los conseguían, salían de copas (el 60 % de ellos confesaba consumir alcohol de manera habitual), se encontraban con amigos, iban al cine, dedicaban unas nueve horas semanales a Internet, y nueve de cada diez poseía un teléfono móvil al que intentaba sacar el máximo provecho. Se consideraba que gozaban de entre 25 a 40 horas semanales libres (las mujeres, dos menos, de promedio). Leían unos cuatro libros al año.

El estudio ofrecía cifras que permitían creer en su optimismo y su grado relativamente alto de satisfacción: aunque con una tibieza sorprendente hacia las preocupaciones vitales (se confesaban prácticos y con intereses inmediatos), daban gran importancia a sus relaciones personales, se sentían más vinculados con su pueblo y su ciudad que con un nacionalismo autonómico, y entablaban relaciones sexuales a partir de los 17 años (los varones) o de los 18 (las mujeres).

Limitados pero contentos, podría ser la conclusión más palmaria del estudio. Y sin embargo, cuando los resultados fueron publicados, cada uno de los foros que recogieron los datos, cada una de las conversaciones que comentaban los porcentajes ardían con información contradictoria, y con exclamaciones indignadas. Los jóvenes consideraban esos datos optimistas, y falseados: ni el tiempo de ocio, ni los salarios, ni el grado de satisfacción se daba por válido. Se quejaban de haber sido estereotipados, de enfrentarse a una nueva imposición generalizadora. Por un lado, unos lamentaban la injusticia de esa realidad, la poca ayuda recibida por los adultos y la situación económica. Por otro, muchos de ellos, con una visión más conservadora, venían a decir que si esa situación continuaba se debía a la actitud acomodaticia, egoísta y complaciente de sus compañeros de generación.

La opinión general de los primeros se resumía en que tras varios años de estudio de una carrera, era injusto que se obtuviera a cambio un sueldo por debajo de los 600 €, con contrato temporal. Se negaban a trabajar jornadas extenuantes, y días festivos, que veían como un retroceso de los derechos laborales, y como una pérdida de oportunidades de ocio y de conseguir relaciones sexuales. Preferían trabajar para vivir y no vivir para trabajar.

La de los segundos podía plasmarse en: los jóvenes quieren independizarse, pero sólo con trabajos bien considerados y remunerados. Rechazan trabajos porque los horarios no son acordes con su estilo de vida, o no son valorados socialmente, aunque reciban un buen sueldo y les permitan libertad económica. En resumen, saben lo que quieren, pero no hacen lo suficiente por conseguirlo y responsabilizan a otros del problema.

Por esas mismas fechas, la Federación de Usuarios-Consumidores Independientes (FUCI) hacía público un informe según el cual los jóvenes españoles de once regiones españolas necesitaban dedicar una media de 11 años de salario íntegro para financiar la compra de una vivienda. En el caso de Madrid, aumentaba a 18 años de salario. íntegro. Euro a euro. Eso obligaba a contratar hipotecas a 40 años, que comprometieran el 60 % de su salario mensual. (88 % en el caso de Madrid; incluso aunque se contemplaba que el sueldo madrileño es un 10 % superior a la media. Claro, que eso suponía entre 60 y 70 € más, lo que movía un poco a risa. Si se trataba de una pareja, el porcentaje descendía al 56 % del salario).

Ésas eran las cifras que se barajaban oficialmente. Y sin embargo, las cifras no hablaban con la suficiente claridad, ni analizaban excepciones; si bien se detenían en el corte, no analizaban los dibujos caprichosos de la mantequilla.

Ninguno de los estudios interpretaba tampoco qué ocurría en especial con ese sector de la juventud menos adolescente, que servía de bisagra entre los coletazos de la pubertad y la primera madurez que había atraído tanto la atención durante los últimos años: los mileuristas.

Mismos perros, distintos collares

Las generaciones precedentes (la del 68, la de los 80) habían recibido distintos nombres: los sesentayochistas fueron hippies, progres, Baby Boomers. Los ochenteros se definían como modernos; cada tribu urbana les legó un nombre. Sin embargo, eran conocidos por la denominación del periodo en el que gozaron de mayor influencia.

Estas etiquetas resultaban ambiguas en cuanto a la pertenencia de edad de sus miembros, porque tomaban como referencia un momento histórico determinado, y los años anteriores y posteriores, e incluían a quienes habían vivido como adultos jóvenes o como niños ese proceso.

Los mileuristas, en cambio, no aluden a un hito temporal. Hasta que se inventó el término, se hablaba de la «otra» generación de los 80, la que había nacido durante esos años: o de la generación X, o de los JASP. También se habló de los GP (Guapos y pobres) o de la Generación del Milenio. Ninguna de esas etiquetas funcionó de verdad, posiblemente porque ninguna reflejaba una realidad compleja y duradera. «Mileurista», en cambio, triunfó porque superponía al concepto de edad una definición económica, inmediata, comprobable.

El término Generación X contaba con una ventaja: había nacido en EE.UU., y por lo tanto, se había propagado a nivel internacional con rapidez, apoyado en el libro Generación X (1991), del canadiense Douglas Coupland (1991) y en la película Reality Bites (Ben Stiller, 1994) que en algunos países se había titulado Generación X. Sin embargo, sus límites eran confusos; se suponía que eran los hijos de los Baby Boomers de los 60. Habrían nacido, por lo tanto, entre 1970 y 1980. Otros daban como referencia el suicidio del cantante Kurt Cobain (8 de abril de 1994) como fecha clave.

La mayoría de las características que marcaban a sus componentes eran culturales; se la definía como una generación de tránsito, que había experimentado el avance de la tecnología con naturalidad, y que combinaba la realidad convencional con la virtual, y el conocimiento tradicional con el técnico sin dificultades. Escuchaban Indie Rock y Grunge. Nada era tan importante como la música, salvo tal vez el ordenador.

Daban por hecho la globalización; habían crecido con miedo al cáncer, que se ocultaba en el sol y los alimentos, al agujero de ozono y al SIDA, que acechaba en agujas en la playa, en transfusiones médicas o en una noche de sexo. Entendían el márketing, la publicidad y el consumismo. Frente a la generación anterior, capitalista, antiguos soñadores, obsesionados con el poder y con la juventud, los X se mostraban discretos y tecnológicos, ecologistas y alternativos, universitarios y desesperados. Como Cobain, habían probado todo y habían renunciado a todo. Los miembros más jóvenes de la generación, los Y, mostraban una tendencia mayor a la violencia, a la música como experiencia común (les encantaban los macroconciertos y los festivales) y eran notablemente más hedonistas.

Se la llamó la generación apática, la que se encogía de hombros ante todo. Habían superado la idea tradicional de familia, la de solidaridad generacional: crecieron en la prosperidad de los 80, pero con la certeza de que no disfrutarían de ella. No se podía competir con los sesentayochistas (nadie podía) y se sentían notablemente inferiores a ellos. La generación anterior, invasiva, acaparadora, les hizo adoptar, por rechazo, una serie de certezas recién descubiertas: la felicidad radicaba en el sentimiento de seguridad, en el ocio, en el tiempo libre, en la salud. Preferían el trabajo agradable al dinero a toda costa y por ello inventaron el downshifting (el cambio de carrera exitosa y bien remunerada por otra más satisfactoria y menos estresante).

El principal inconveniente de esta definición es que, al basarse en parámetros culturales, no tenía en cuenta la importancia de la situación económica de sus miembros. También resultaba confusa la distinción entre Generación X y Generación Y; los Y no podrían ser acusados de apáticos; eran más bien combativos. Los más jóvenes ya no eran hijos de los Baby Boomers, sino nietos, y por lo tanto, no se sentían obligados a contradecirlos. Como sus abuelos, cuestionaban todo, rebosaban seguridad en sí mismos, y no creían en los ideales que, hasta cierto punto, defendían los X: ni el ecologismo ni el downshifting. Para los Y el dinero recobraba su importancia, pero curiosamente, no asociado al trabajo. El X quería trabajar menos y mejor. El Y no quería trabajar. El único modo de enfrentarse a ellos pasaba por la negociación; no habían aprendido según los cánones tradicionales, que privilegiaban la lógica y el hemisferio izquierdo del cerebro; ellos, a través de la tecnología, habían favorecido el derecho, y eso explicaba parte del inmenso fracaso escolar contemporáneo.

JASP era un término más acertado, porque incluía la noción de frustración producida por los estudios no reconocidos y las pobres condiciones de trabajo. JASP correspondía a las siglas de un slogan: si mileuristas fue acuñado por una experta en publicidad, JASP procedía de un anuncio de coches. En él, un muchacho guapo, esbelto y con una apariencia desaliñada se enfrentaba al monólogo de un jefe Baby Boomer. Había pedido un aumento de sueldo y el directivo lo acusaba de no saber sacrificarse, de ser ambicioso, de pasar horas en un tugurio. Como dijo Kant, hay cosas que para saberlas bien, no basta con haberlas aprendido, remataba. El chico se defendía: había trabajado para la empresa durante años, sin horario. Hablaba varios idiomas, había estudiado diversas carreras, tocaba el saxo en un club. Cuando se marchaba, decepcionado, añadía: A propósito, la cita es muy buena, pero no es de Kant. Es de Séneca. A continuación, mientras tomaba su coche, aparecían unas siglas: JASP: Joven, Aunque Sobradamente Preparado.

El éxito del anuncio resultó abrumador: la publicidad había encontrado un nicho de insatisfacción generacional, una estética aglutinadora y, sobre todo, había dado con un retrato eficaz de ese grupo sin nombre, sin reconocimiento, que se veía despedido o no aceptado en las empresas pese a su preparación. Su autor, García Vizcaíno, fue también el creador de varios anuncios paradigmáticos y generacionales (Pepsi Max, Mi niño de mayor será...; Aquarius, La gente hace lo que le da la gana; Cocacola, ¿Has pensado alguna vez quién iría a tu entierro?).

El anuncio tuvo una secuela, en la que un matrimonio convencional, que conducía un magnífico coche, con una hija adolescente en el asiento trasero, adelantaba a un joven de pelo largo, mal vestido y que escuchaba música a toda voz. La chica lo saludaba, entusiasmada, y ante la mirada de censura de sus padres, y mientras el coche del joven se alejaba, anunciaba: Es mi profesor de física cuántica.

De pronto, todo y todos eran JASP. Para ello, bastaba con destacar en un aspecto y no haber cumplido los treinta años. La calle adaptó las siglas para que reflejaran aún mejor la realidad de los jóvenes: Jóvenes, aunque sobradamente puteados. Jóvenes, aunque sin pelo. Jóvenes, aunque sobradamente prepotentes. Julio, Agosto y Septiembre Puteao.

Hace unos meses, llegaba a mi correo electrónico un email humorístico. ¿Qué fue de los JASP diez años después?, se preguntaba. Las respuestas eran varias, todas significativas.

• Siguen en la universidad, coleccionando carreras.

• Ahora ya no tocan el saxo en un garito, lo barren.

• Heredaron la empresa de papá. Y lo último que quieren es que vayan a pedirles trabajo niñatos sabelotodo.

• El profesor de física cuántica estudia el fenómeno aleatorio de las palomitas. Las vende en un centro comercial.

• Llegaron en el momento justo al lugar adecuado. O sea, a la cola del paro.

• Ahora son CASP (Carrozas Aunque Sobradamente Preparados)

• Pasaron a ser Jóvenes Apalancados Sin Pasta... y a los 30 todavía no se han casado...

• Murieron en una coproducción de Tarantino y Alex de la Iglesia.

Puede decirse que el fenómeno JASP murió estrangulado por su propio éxito. Abrumados por la perfección casi irritante del modelo, o por el constante fracaso de sus intentos, el JASP necesitaba evolucionar hacia alguna parte: o bien imponía su filosofía de vida, o bien aceptaba que, antes o después, se convertiría en otro jefe agresivo.

Herederos de los 80

La generación de los Baby Boomers nació entre 1946 y 1964. Eso significa que los mayores entre ellos eran jóvenes alrededor del año 68, y que los más jóvenes llegaron a la adolescencia a lo largo de los años ochenta. Abrumadores en número, agresivos, conscientes por primera vez de su poder y con un triunfo social a sus espaldas como respaldo ideológico, pasarán a la historia como una generación sorprendentemente opresora, si se tiene en cuenta su origen liberal, tolerante con las drogas, con la sexualidad, los estilos de vida y la liberación de la mujer.

Padres o abuelos de los mileuristas, han marcado su modo de vida. Cuando los mileuristas nacieron, esa generación se había encargado ya de todo. En España, además, las circunstancias políticas retrasaron la liberación de los 60 hasta finales de los años 70, de manera que un movimiento se solapó con el siguiente. Los sesentayochistas determinaron su ética personal. Los ochenteros, el modo de divertirse y el modelo económico.

Cuando nacían los primeros mileuristas, en el año 65-68, la primera generación de Baby Boomers era joven y acariciaba sus objetivos con la punta de los dedos. Los sesentaochistas habían visto durante los ocho años anteriores al mayo francés una inacabable sucesión de convulsiones: resurgía el anarquismo, con ayuda de grupos terroristas, pero se predicaba la paz. La izquierda se ramificaba en eternas divisiones marxistas, leninistas, maoístas. Mientras en Praga los tanques salían a la calle, los hippies protestaban contra la guerra de Vietnam. Las mujeres clamaban por una igualdad real, se experimentaba con drogas, Dylan cantaba a las incógnitas existenciales y los Beatles al LSD. Occidente reivindicaba su identidad adolescente, y como tal protestaba a gritos contra lo establecido, y mataba con saña al padre de posguerra que había reconstruido Europa y EE.UU., exigía libertad y olvidaba que había pasado hambre.

Pero en España, en cambio, el padre continuaba vivo y no moriría hasta 1975. En los últimos años de la dictadura franquista se atisbaban algunas posibilidades nunca soñadas, y con su muerte, durante la transición, pareció que el espíritu del 68, que agonizaba en otros lugares, podía convertir en realidad lo mejor de lo conocido y lo mejor por conocer. Con poca delincuencia y escaso paro, sin inmigrantes, una población aún muy homogénea soñaba con la universidad, disfrutaba de seguridad social y de una apertura ideológica aceptada con ingenua precipitación; y se propuso disfrutar de todo ello durante el tiempo que pudiera. Esa generación, acostumbrada al poder y a la presencia social desde hace más de treinta años, no ha cedido un ápice de su relevancia. Sus valores, que aún esperan una revisión pública y profunda, son los impuestos en la realidad española, y sus miembros, los padres de los mileuristas, no aceptan de buen grado que ha llegado su turno de ser asesinados. Herederos de un padre eterno, se eternizan como padres.

La generación de los 80 (en España no existió una generación del 80, que en términos generales queda reservada para definir a la élite oligarca argentina que entre 1880 y 1916 gobernó el país sudamericano) ha sido percibida, en general, como más abierta y tolerante. Disfrutaron de una época fascinante, en la que los cambios políticos resultaban posibles y en la que, pese a la crisis, la reconversión y el paro, algunos jóvenes contaban por primera vez con dinero y libertad para divertirse.

Madrid se impuso como centro cultural durante los ochenta, muy a pesar de otras ciudades, que veían como el centralismo no perdía vigencia. La Movida madrileña, un movimiento contracultural de enorme éxito, surgió como consecuencia de unas coincidencias favorables que no se han repetido de nuevo. Por un lado, los jóvenes estaban ansiosos por salir, divertirse y experimentar los límites que se había disuelto tras la muerte de Franco. La noche madrileña rebosaba actividad, y la de otras ciudades no se quedaba atrás.

El gobierno moderado del CDS cedió paso al socialista, que alentaba un tipo de cultura underground, mucho más en consonancia con lo que en aquellos momentos se respiraba en EE.UU. y en Europa. El alcalde de Madrid, Tierno Galván, un hombre cultísimo, de gran carisma, y muy interesado en los perfiles sociales de la juventud, se apoyaba en esos cambios para ofrecer una imagen española distinta: Tierno Galván no sólo involucró a la sociedad madrileña en su iniciativa de devolver los patos al contaminado Manzanares; hizo lo que estaba en su mano para que la diversión, algo que el franquismo había censurado con sospecha, se convirtiera en la etiqueta permanente de Madrid.

La música cambió: los monstruos sagrados sesentayochistas convivían con nuevos grupos que grababan en sellos independientes españoles: Radio Futura grababa «La estatua del jardín botánico», el primer videoclip nacional; La Unión, Nacha Pop o Mecano convivían con la muy vistosa Alaska y el no menos llamativo Loquillo. La lista sería inacabable: Los Secretos, Un pingüino en mi ascensor, La Guardia, Hombres G, Gabinete Caligari. Cada pandilla adolescente quería montar un grupo, y en muchos casos lo conseguían. Radio 3, nacida de Radio Nacional, reflejaba todas esas tendencias musicales.

Los jóvenes recuperaban su derecho a voto, se legalizaban los anticonceptivos y el aborto, y la música reflejaba la toma de poder: que estallaban de ganas de vivir y de soñar. Muchos de ellos reflejaban ese afán de independencia y de afirmación creando sus propias canciones, sencillas, muchas veces ingenuas, con letras depresivas, exultantes o juguetonas. Las canciones carecían aún de la depresión o de la rabia de los 90: Madonna o Cindy Lauper gritaban historias de desencuentro con sus padres, que querían divertirse. Era el momento de las voces en falsete de Prince, o de The Communards, y de las graves de Rick Astley y Tracey Chapman. Los españoles no querían que nadie les contara, en otro idioma, qué hacer, y aunque la influencia de Morrissey, Bowie, Zappa, The Cure y otros artistas internacionales resultara evidente, no se limitaban a traducir. Deseaban crear y contar. John Lennon, icono de los sesentayochistas., moría asesinado a finales de 1980. Era más que un símbolo. Habían matado al hermano mayor y podían ser libres.

La televisión, que aún gozaba de la hegemonía de la época franquista, con únicamente dos canales, programaba La bola de Cristal, un espacio en principio destinado a niños, por el que desfiló toda la Movida y que reflejaba la obsesión tecnológica de sus jóvenes creadores. La malvada Bruja Avería clamaba Viva el mal, viva el Capital, sin que nadie se escandalizara. Almodóvar revolucionaba el cine, Garci ganaba un Oscar. Ouka Lele o García Alix proponían una manera distinta de creación artística.

Incluso la literatura y el periodismo, siempre conservadores y taciturnos, reflejaron ese cambio. La revista La Luna detectaba las tendencias; Paco Umbral, un sesentayochista desubicado, convertía a la ciudad en protagonista de sus columnas; Luis Antonio de Villena, Tono, Gregorio Morales, definían la posmodernidad en el Círculo de Bellas Artes.

Por supuesto, existían problemas: aparte del nunca resuelto terrorismo de ETA, la muestra más extrema del descontento nacionalista, capaz de raptar a inocentes y de matanzas brutales como la de Hipercor, se sobrevivió a un golpe deEstado, y se asistió con impotencia al envenenamiento por la colza adulterada, uno de los peores escándalos sanitarios registrados. Ali Agca atentó contra el Papa Juan Pablo II, en la guerra de las Malvinas morían centenares de jóvenes y la represión de Tianamen mostraba que la transición política en China no seguiría el camino de la experimentada tras la caída del Muro de Berlín en Europa.

Pero todo aquello quedaba atenuado por el entusiasmo de la nueva Unión Europea, los triunfos de Perico Delgado, la boda de cuento de hadas de Lady Di, las primeras novias del príncipe Felipe y la irrupción de la televisión en color.

Pocas veces hubo una euforia mayor, una sensación de solidaridad entre generaciones similares. Incluso los jóvenes más convencionales disfrutaban de la euforia de la economía, jugaban en la Bolsa y se creían yuppies. No sólo resultaba posible una diversión sin final: hacerse rico, la obsesión capitalista que alentaba en el fondo del idealismo de los Baby Boomers, también se lograba.

Por desgracia, el sueño finalizó bruscamente. Los ochenteros, acuciados por la cultura del pelotazo y el lujo, agotados por la noche y la Movida, tuvieron que enfrentarse a dos crisis distintas: una, sanitaria, el SIDA, que comenzó a atacar a dos colectivos visibles y reivindicados durante esos años, homosexuales y drogadictos. La heroína y la cocaína, asociadas a prácticas sexuales de riesgo, causaron estragos. La segunda crisis fue la económica: el 92, con sus fastos, la celebración centenaria del orgullo español y la nueva visión del Descubrimiento, fue el canto del cisne de esa generación que devoró a sorbos un nivel de vida que terminaría con el despertar del año 93: se imponía una política económica distinta. El Partido Popular tomó el relevo; comenzaba una nueva etapa, y un nuevo modo de ser joven.

Ya no era el tiempo de la revolución ni de la alegría. Ni siquiera de la prosperidad. La generación apática tendría que alimentarse de sus restos, y olvidar, con todas sus fuerzas, la memoria histórica que le habían legado; los hechos que, en parte, habían presenciado; la herencia de los ochenta. No podían permitírsela.

Una generación marcada por la economía

Durante los años en los que los mileuristas nacían, España había caído en la cuenta del peligro real que suponía la crisis del petróleo del año 73: se llegó a ello con retraso, en parte por la negación y la pasividad franquista, incapaz de tomar resoluciones frente al problema energético. El barril de petróleo disparó su precio y no existían medidas alternativas de energía: las centrales eléctricas se habían quedado anticuadas y las nucleares encontraban reticencias y rechazos.

Los Pactos de la Moncloa del año 77 intentaron aliviar la enorme deuda exterior española, que ascendía al triple de las reservas de oro; necesitaban a toda costa el equilibrio entre las importaciones y las exportaciones, y frenar la inflación, que era del 44 % en 1977. El tejido empresarial se había podrido. Las empresas despidieron o fueron incapaces de ofrecer trabajo a casi un millón de personas, muchas de ellas jóvenes, de las que sólo un tercio recibían el subsidio de desempleo. Desde ese momento, el paro se convirtió en una obsesión de la sociedad española.

La famosa frase de Fuentes Quintana "O los demócratas acaban con la crisis económica española o la crisis acaba con la democracia", da idea de la gravedad de la situación. Una de las prioridades era evitar que el cambio político coincidiera con una crisis económica, como había ocurrido de manera constante a lo largo del siglo XX. Al mismo tiempo que el pacto sobre cuestiones jurídicas y políticas, los principales partidos políticos (con representantes como Felipe González, Enrique Tierno, Carrillo, Fraga, Calvo Sotelo o Miquel Roca) aprobaron medidas económicas que se ejecutarían tanto de manera urgente como a medio plazo.

Se intentaba reducir el déficit público, fijar de manera realista el cambio de la peseta y, sobre todo, se tomaban dos medidas que resultarían esenciales para la generación mileurista: por un lado, los salarios se incrementarían en base a la inflación prevista y no a la pasada. Por otro lado, el paro intentó combatirse con medidas que pasaban por la contratación temporal, especialmente de los más jóvenes, y por la flexibilización del despido.

El control fiscal aumentó: incluso con medidas ejemplarizantes (Lola Flores, el símbolo de la España franquista pasó por ello), se dio fin a la relajación a la hora de declarar los ingresos ante Hacienda. Hacienda somos todos fue el lema elegido.

Aunque algunas de esas medidas tendrían un efecto benéfico (la inflación se reguló, así como las reservas de divisas y la economía de las empresas), muchas otras se arrastrarán durante años. Las crisis energéticas, por ejemplo, no se resolverían pese a los distintos planes de ajuste.

Adolfo Suárez hizo suyo el pensamiento de Ortega: España es el problema: Europa, la solución. Inició, en medio de amargas críticas, el acercamiento a Europa, que se mostraba poco receptiva y recelosa. Marcelino Oreja dejó claro que Europa son las tres instituciones, económica, defensiva y política, el Mercado Común, la OTAN y el Consejo de Europa y marcó el camino futuro. El primer paso fue el Consejo de Europa. Calvo Sotelo logró que España se integrara en la OTAN (mayo de 1982) y el gobierno socialista continuó con el Tratado de Adhesión de España a la Comunidad Europea (junio de 1985). España ya era parte de Europa, un sueño largamente albergado y que se haría realidad en medio de un eurooptimismo desarmante.

Por fin, el país cumplía los criterios necesarios para incorporarse al Mercado Común y a la Europa democrática. Atrás quedaba la repulsa por los fusilamientos del 74, y el complejo de inferioridad español. Por fin podía competir con otros países e incluso resultaba beneficiada si se la comparaba con Portugal y Grecia, a quienes se superaba en posibilidades de desarrollo y en una transición más efectiva de una dictadura a una democracia. Cuando mediaban los ochenta se hicieron públicos los datos positivos de los ajustes económicos y la creación de empleo ascendió levemente. Todo parecía ir bien en los ochenta: incluso la errática Bolsa española acumulaba beneficios.

Sin embargo, no era del todo cierto. Quizás por efecto de ese complejo de inferioridad, desde el año 86 la influencia europea en la economía española ha sido más invasiva de lo recomendable.

La desaceleración del crecimiento económico se percibió bruscamente en España a finales del año 1992. No sólo coincidió con el final de la creación de empleo que habían motivados las celebraciones españolas (Quinto Centenario, Expo, Olimpiadas), sino también con la firma del Tratado de Maastricht, que fijaba las condiciones para la implantación de la moneda común: el euro. Los criterios de convergencia obligaban a reducir el déficit público, la inflación y los intereses, y la economía española acusó el golpe. En los años 90, los mileuristas llegaban a la Universidad con la certeza de que no encontrarían trabajo tan fácilmente como sus padres, y con la consigna de apretarse el cinturón.

Maastricht presentaba un grave inconveniente: el proyecto europeo que proponía era asimétrico, con errores de cohesión, puesto que primaba la unión comercial, financiera y monetaria con demérito de la fiscal y la presupuestaria. Quienes se convertían en contribuyentes y beneficiarios no eran los individuos, sino los Estados, que iniciaban una lucha campal por las contribuciones y las asignaciones de los fondos comunitarios: se favorecía una Europa de pobres y ricos, en la que el nivel real de vida de los ciudadanos no se tenía en cuenta. España, tan pobre, necesitaba fondos europeos, y tuvo que probar que era capaz de un crecimiento rápido. Sin embargo, ese crecimiento no supuso ni la garantía de una economía sólida, ni la consolidación de las prestaciones sociales, ni la eliminación del paro.

¿En qué se basó entonces el crecimiento español? En dos de los pilares básicos que explican, a su vez, los conflictos mileuristas: en el desarrollo desmesurado y salvaje de la construcción y la especulación del suelo, y en la demanda de consumo interno. El resultado colateral devino en el endeudamiento excesivo de las familias y en la creación de puestos de trabajo mal remunerados y poco estables. Los bancos eligieron un tipo de interés variable que deposita todo el riesgo en los clientes. La burbuja inmobiliaria no ha dejado de crecer en los últimos años; se consolidó la vivienda como la inversión principal; y, por otro lado, como la más inasequible.

La ampliación de Europa, aún no finalizada, ha privado a España poco a poco de fondos y ayudas; y para colmo, se incrementó la competencia en mano de obra barata y respecto a destinos turísticos más asequibles.

El 1 de enero de 2002, con un supuesto déficit cero y años de drásticas medidas económicas, con restricciones de consumo, España se incorporaba, con el resto de Europa, a la zona euro. La peseta desapareció, sin que mediara consulta pública, y sin que se aclarara con demasiada precisión las ventajas que para el país tendría el cambio de moneda.

La mayor parte de los mileuristas habían finalizado sus estudios universitarios y comenzaban su carrera laboral. Con el fin de las posibilidades de la depreciación de la peseta, que favorecía la balanza de pagos española, y la competitividad como país de sol y playa, se esperaba una cierta recesión. Por otro lado, España no era un país exportador al que beneficiara la futura depreciación del euro.

Sí, se esperaba una cierta recesión y una cierta alza de precios, en teoría motivada por la circulación del dinero negro (producto de la especulación inmobiliaria) que debía ser convertido a euros. La realidad superó todas las expectativas. El euro encareció los productos hasta un 66 %; el redondeo informal de precios hizo que los productos que costaban 100 pesetas pasaran a costar 1 euro, es decir, 166 pesetas, y los que costaban 300 pesetas, 3 euros, es decir, 500 pesetas.

Los sueldos no evolucionaron de igual manera: el precio de la hora de trabajo se mantuvo constante, con la pérdida adquisitiva consecuente para los que se incorporaban al mercado laboral. La afluencia de inmigración, no controlada, por el pánico histórico al envejecimiento de la población, y por lo tanto, al fin de las contribuciones para la Seguridad Social, ha abaratado la mano de obra.

Gran parte de las ayudas recibidas por la Unión Europea estaban destinadas a la construcción de autopistas; el impulso que recibió el transporte público en los años anteriores, con iniciativas como el AVE, no impidió que el impacto ecológico fuera inmenso y sin contrapartida, y agravó la dependencia nacional de los hidrocarburos, altamente contaminantes. El incremento de la construcción ha deforestado de manera atroz un país ya agotado por incendios y talas. Como si eso no fuera suficiente, a finales del 2002, el petrolero Prestige causó un desastre ecológico sin precedente, y ayudó a que se tambaleara aún más el siempre incierto sector pesquero español.

(En agosto de 2006 Galicia, un año más, arde por los cuatro costados, sin que se conozca la causa real por la que pirómanos e incendiarios provocan los fuegos: venganzas, recalificaciones del suelo, madera quemada, concentrar fuerzas policiales en tierra para un tráfico de drogas marítimo más sencillo... La noticia ya no lo es: Guadalajara, Cataluña, han sido afectadas por gravísimos incendios en años anteriores).

El mileurista de 2006 se encuentra con sueldos estancados, un espectacular aumento de precios en los bienes de consumo, especialmente de la vivienda, y con informaciones contradictorias sobre el futuro.

Los datos del segundo trimestre del año hablaban de un crecimiento de la economía española del 3,6 %, aún basado en la construcción y el consumo. Las exportaciones han avanzado, y también lo han hecho las importaciones, debido a la evolución general de la zona euro. Se esperan pocos cambios a corto plazo.

Esas buenas noticias se ven atenuadas por la elevada inflación, con una diferencia de 1,5 puntos respecto a Europa y el problema nunca resuelto de la demanda energética. La inflación hace que la economía nacional sea poco competitiva; todos los expertos alertan del peligro de una recesión económica si no se controla el incremento del precio de la vivienda, y si no se supera la dependencia del petróleo. A finales de julio de 2006, los bancos anuncian una nueva subida de las hipotecas: se prevé que muchos inversionistas no puedan hacer frente a los ascensos de los intereses y haya un aumento de las viviendas en venta.

¿Cuál es el problema del mileurismo?

¿De qué se quejan los mileuristas? En general, de todo. ¿Sobre qué opinan los mileuristas? En general, sobre todo. Libres del peso de la censura, y con la garantía de la democracia, no se preocupan tanto de crear una opinión como de expresarla. Internet, con sus foros, blogs, páginas y chats, permite un constante diálogo no siempre constructivo ni edificante. El mileurista, desencantado, cínico, conoce su derecho a protestar y lo ejerce. Sin embargo, en pocos casos dan el paso siguiente: no denuncian, no exigen, no pactan.

Los problemas reales se avistan sin dificultades: sueldos bajos, precios elevados de vivienda, falta de reconocimiento, dificultades de emancipación, diferencia entre las expectativas creadas y la realidad, una educación que ha infravalorado la capacidad de frustración y ha potenciado el conocimiento académico, baja educación emocional, crisis de valores familiares y emocionales. A eso se le une una sociedad tecnológica y cambiante, que toma al ciudadano como un consumidor y valora sobre todas las cosas la sexualidad y la juventud.

Todo eso lleva a la necesidad de evasión constante, a un alto número de enfermedades mentales (en primer lugar la depresión), adicciones, y a una falsa seguridad basada en la obtención de valores materiales. Al mileurista se le ha enseñado a desear una cosa y su contraria: no se maneja bien entre las contradicciones, porque no las percibe como tales, o no es capaz de reaccionar frente a ellas.

Pero, ¿cuáles son, uno a uno, los elementos que crean esos problemas? ¿Y los modos de solucionarlos? ¿Cómo puede ser posible que la generación mejor formada, con más a su favor, tenga tanto en contra, y se manifieste apática y desengañada? Durante años, la educación y la posibilidad de vivir en una ciudad moderna y avanzada suponían el sueño de los habitantes de una España rural y analfabeta. Ahora, los urbanitas educados manifiestan su dolor existencial. ¿Qué ha ocurrido por el camino?

Ratón de campo, ratón de ciudad

Uno de los rasgos que definen al mileurista es su vinculación a lo urbano. El mileurista padece los sueldos y los precios de las ciudades, organiza su vida, su trabajo y su ocio en torno a las exigencias de las mismas. En ese sentido, continúa la tendencia del éxodo rural de las generaciones anteriores. Sin embargo, muchos de ellos, concentrados en grandes ciudades, no nacieron allí: han acudido a ellas cuando iniciaban los estudios superiores o en busca de trabajo.

El mileurista procede, en un alto porcentaje de casos, de ciudades de provincias o pueblos industrializados; en muchas ocasiones, sólo una generación o dos lo separan del ámbito rural, al que ha regresado durante las vacaciones de infancia: frente a quienes veraneaban en el saturado Levante español (Torrevieja, Torremolinos, Benidorm eran referencias casi míticas) estaban los que pasaban los meses de verano en el «pueblo».

Este hecho resulta más significativo de lo que parece: los veraneantes de los centros vacacionales solían reunirse con amistades que se reencontraban cada año, niños de similares edades procedentes de familias parecidas. Era un modo caro de disfrutar de los meses de verano, casi siempre asociado a los habitantes de las ciudades, que suponía la compra de una segunda vivienda, o un alquiler prolongado; las vacaciones escolares duraban dos meses y medio: las laborales, por lo general, uno. En ocasiones, las familias marchaban a la costa mientras el padre continuaba trabajando y se unía a ellos más tarde, los famosos Rodríguez. La serie Verano azul reflejó esas circunstancias: los niños gozaban de gran libertad, se desplazaban en bicicleta, no contaban con demasiado dinero de bolsillo para gastar, y las pandillas se mantenían estables hasta la adolescencia o en ocasiones incluso después de ésta.

Los veraneantes de los pueblos, en cambio, regresaban al seno de la familia, que en muchas ocasiones los hospedaba. Se producía entonces el reencuentro de varias generaciones, y la pandilla de los niños, si se daba, la componían primos y parientes más o menos cercanos. Los gastos se reducían, la alimentación y los rituales se modificaban (muchos niños dormían siesta sólo en la casa de los abuelos), existía ropa de vestir y ropa para el pueblo y, durante uno o dos meses, los niños entraban en contacto con un modo de pensar y de vivir que pertenecía a un pasado cuarenta o cincuenta años atrás.

También en eso los mileuristas actúan como bisagra: si bien muchos de los jóvenes españoles no se han visto obligados a desempeñar un trabajo en el campo, su pasado los relaciona con ese entorno. Los padres, emigrantes a las ciudades, traían del pueblo embutidos, productos de huerta, quesos. A cambio, llevaban tejidos, vajillas de Arcopal, pequeños electrodomésticos. Los abuelos, en muchos casos, continuaban viviendo en los pueblos de una manera deliberadamente tradicional, y salvo visitas ocasionales, o invalidez, no marchaban a vivir con las generaciones más jóvenes.

A menudo participaban o eran testigos de rituales como la matanza, o la vendimia, o la cosecha. Los padres se ofrecían en ocasiones para echar una mano en el campo o sabían que se les esperaba para ello, en los momentos de mayor trabajo. De niños, los mileuristas han tenido animales sólo como mascotas, y no por su aprovechamiento, y los han percibido de una manera distinta a sus padres o abuelos. La matanza del cerdo, o de otros animales (terneros, conejos, pollitos de colores comprados en mercados que aparecían después como muslos y pechugas en su plato), han hecho que muchos de ellos desaprueben la crueldad con los animales, o se hayan decantado por el vegetarianismo.

Si las generaciones sucesivas ven a los animales en granjas escuela, o no asocian claramente el alimento con el animal sacrificado, los mileuristas saben lo que comen, y de esas escenas infantiles se derivan algunas manías alimenticias: no comen pollo, o conejo, o ternera. Hubo, en su pasado, un pollo, un conejo, una ternera con nombre propio.

Les legaron refranes, obsesiones, conocimientos rurales. Muchos de ellos heredarán propiedades en aldeas o pequeños pueblos, en algunas ocasiones devaluadas y en otras, buenos negocios. Algunos se plantean reconstruirlas, y el sueño recurrente del chiringuito en la playa se alterna con el de establecer un hotelito rural que les permita una combinación coherente entre disfrutar del campo y obtener un rendimiento económico.

Si se vieran confinados a lo rural no sabrían desenvolverse; pese a los movimientos de recuperación de recetas y modos tradicionales de vida, la cría de ganado no intensiva, el cultivo de la huerta o el aprovechamiento de recursos naturales se han infravalorado y perdido.

En pocos años, el campo se ha desertizado, en parte por la emigración, en parte por el modo cruel en el que los incendios han arrasado bosques y prados. El envejecimiento de los campesinos hace que los montes se encuentren sucios; pocos suben a buscar setas, fresas, castañas, caracoles, o a cazar, o a recoger leña de rastrojo (cáscaras, piñas, palos). Los bosques se encuentran descuidados y en caso de incendios involuntarios (barbacoas, cigarrillos), los urbanitas reaccionan tarde y mal.

Aún está por ver qué ocurre con el ámbito rural durante los próximos años: algunos pueblos alientan que inmigrantes extranjeros, con hijos pequeños, acudan a ellos, en un afán de repoblarlos. Se intenta que las nuevas tecnologías no dejen atrás el campo, que los modos de explotación europeos rentabilicen explotaciones y cosechas, pero pocos jóvenes desean quedarse allí o retomar los oficios de tíos y abuelos. El rechazo de los mayores por el campo, la falta de oportunidades reales, la dureza de las condiciones y, sobre todo, el prestigio de la ciudad en el inconsciente colectivo, crean un éxodo aún presente, y lo confirman.

Pocos mileuristas regresan a los pueblos, ni siquiera para pasar las vacaciones (los lazos familiares se pierden o debilitan) o lo hacen durante periodos breves de tiempo. Tampoco visitan las segundas residencias de playa, que a veces han heredado o están a punto de hacerlo: esos centros de veraneo de costa han envejecido mal y son percibidos ahora como invasivos y con un alto impacto ecológico. Si el mileurista puede elegir, viajará al extranjero, o recorrerá zonas nacionales que no conoce, por su cuenta o siguiendo alojamientos rurales que otros sí se atrevieron a establecer. O buscará costas aún vírgenes, sin apartamentos, sin familias con niños, sin bicicletas ni pandillas.

Fechas claves para el mileurismo

El mileurista, testigo, pocas veces con un papel principal en la sociedad en la que ha vivido, se caracteriza por la nostalgia emocional y no histórica: no echa de menos hitos, como lo hacen las generaciones anteriores, sino momentos pequeños, marcas generacionales que parten de hechos compartidos en soledad. Frente a las fechas clave, hay una vinculación basada en experiencias personales, pero comunes, que parten de la televisión, de la publicidad, de los objetos que consumían. Dan por generales experiencias privadas, cotidianas, poco estruendosas, y las valoran más que lo objetivo. Sólo dos atentados terroristas de extraordinaria magnitud se han insertado en esa tradición.

El mileurista observa, mira, ve. Palpa, saborea. Lo personal, lo subjetivo, cobra una importancia excepcional. No vive, no aparece, no figura. Salvo contadas excepciones, generaliza lo particular.

Así, no vivieron, aunque experimentaron sus efectos, la crisis energética del 73, ni recuerdan, por lo general, la muerte de Franco (yo, con un año y cinco meses, me negaba a comer mientras mi hermana cazaba moscas ¡en noviembre! para distraerme). Algunos miembros mayores rememoran que no fueron al colegio y que les permitieron pasar varios días con acceso sin límite a la televisión. La Constitución Española, aún vigente, se aprobó en 1978, el mismo año en que se considera que comienza la Movida. En rápida sucesión UCD ganó las elecciones y los Estatutos de Autonomía fueron aprobados. Casi nada de esto dejó huella en ellos. Ni siquiera el golpe de Estado del 23-F (febrero de 1981), que reproducía con escalofriante exactitud los inicios de la Guerra Civil (crisis económica, desarticulación territorial, descontento de parte del Ejército, atentado terroristas de ETA, dimisiones en cadena, incluida la del presidente Suárez), tuvo para ellos las repercusiones que para sus mayores. Para ellos, Tejero fue neutralizado, y aunque la grabación de su entrada en el Congreso haya sido mil veces repetida y parodiada, la interpretación de los hechos posteriores diluye la posibilidad de la tragedia.

Quizás por ello tampoco valoren como otras generaciones el papel del Rey en esa ocasión, ni lo consideren una pieza necesaria para el futuro del país. Para los mileuristas, con Rey o sin él, el presente no contempla una variante de pasado.

Recuerdan, en cambio, que ese mismo año, en noviembre de 1981, se emitió por primera vez Verano Azul. Se ha perdido la cuenta de cuántas le siguieron: algunos defienden que no hubo nunca primera vez, y que la serie siempre fue una reposición. Verano azul, una creación de Antonio Mercero, contaba en 19 episodios las peripecias de una pandilla compuesta por cuatro adolescentes y dos niños que veraneaban en Nerja. A los niños se les sumaban dos adultos amigos, Julia, una pintora progre, y Chanquete, un pescador que vivía en un barco anclado en la playa, La Dorada. Aparte de las aventuras y los descubrimientos (desde la sexualidad a la menstruación), la serie tuvo dos puntos álgidos: una, la ocupación del barco de Chanquete, para que no fuera destruido, al canto de la canción del Joan Báez «No nos moverán», y otra, la muerte de Chanquete.

Chanquete murió (por primera vez) el siete de febrero de 1982. Su muerte sustituyó a la de la madre de Bambi en el imaginario colectivo y se convirtió en noticia de interés general: fue portada de varios periódicos; hasta apareció en el telediario. Pancho, el único residente de invierno en Nerja, corría por la playa y gritaba: ¡Chanquete ha muerto! ¡Chanquete ha muerto!, constatando lo obvio. A Chanquete se le enterraba con la canción «Algo se muere en el alma», y de ahí los amigos se separaban. Todos los protagonistas consiguieron una calle en Nerja. Incluso Quique.

Recuerdan también el Mundial 82, por razones varias: la primera de ellas, porque se celebró en España. Otra, Naranjito. Naranjito, la mascota del Mundial, de gusto más que cuestionable: una naranja, se supone que valenciana, vestida de futbolista con el conjunto de la selección española, sus hojitas verdes como verdes mechones de pelo, sus calcetines bicolores y un perpetuo balón bajo el brazo. Naranjito tenía un amigo, Citronio, y una novia con lacito, Clementina, una serie de dibujos animados propia y unos antagonistas feos e inclasificables, uno de los cuales era un ordenador.

Pocos mencionarían en sus recuerdos la expropiación de Rumasa (Ruiz Mateos Sociedad Anónima), por el gobierno socialista, recién elegido, que tuvo lugar el 23 de febrero de 1983. Rumasa incluía unas 700 empresas, y tenía intereses en banca, bodegas, grandes almacenes (los extintos Galerías Preciados), alimentación... La abeja, el símbolo del holding español más importante, fue abatida de un manotazo: la empresa, según la justificación del Gobierno, amenazaba quiebra debido a las maniobras poco claras de José María Ruiz Mateos, y fue asaltada por la policía nacional y expropiada (algunos expertos hablan de confiscación).

La venta de Rumasa a entidades privadas duraría años y vinculados a ella se sucedieron sospechas de fraude y favoritismo; resultaron beneficiadas personas vinculadas al gobierno socialista. Tras la promesa, inviable, de convertir a los trabajadores en funcionarios del Estado, se recurrió a la emisión de deuda pública especial de 560.000 millones de pesetas que garantizarían el funcionamiento del holding mientras se vendía. Ruiz Mateos, encarcelado, defendió siempre su inocencia y la intervención estatal como un atropello.

El asunto Rumasa fue rápidamente olvidado, y si no perdió la atención pública entre otros escándalos se debió a la reacción de Ruiz Mateos, que inició una campaña de protesta sin precedentes en la pudorosa España exigiendo un juicio: la imagen del empresario vestido de Superman, con la abeja de Rumasa en el pecho no es fácil de olvidar. Que te pego, leche, la frase con la que amenazó a Boyer, ministro de economía, fue la frase más repetida durante meses.

La otra fue Busque, compare, y si encuentra algo mejor, cómprelo, que Manuel Luque, director general de Camp, precursor del márketing viral, inventó en 1985: Luque había sido contratado para rescatar de la quiebra a la empresa, que daba trabajo a unos 1.000 trabajadores y debía ya 11.000 millones de pesetas (unos 66,1 millones de euros) por la competencia ineficaz con compañías como Procter&Gamble. Luque se hizo cargo de la empresa, y protagonizó el famoso spot, rodado por dos duros, en que aparecía al frente del personal y defendía las bondades del detergente Colón.

Cierto que se movía con penosa rigidez, que era evidente que su pronunciación había sido ensayada en más de una ocasión, que el estilismo de los 80 dejaba mucho que desear y se apoyaba en la confianza que, todavía entonces, en la era Mario Conde, inspiraban los ejecutivos (muchos clientes creyeron erróneamente que Camp le pertenecía). Pero la campaña fue un éxito, las ventas subieron inmediatamente, y en 1986 producía ya beneficios. La empresa fue vendida en 1989 al grupo competidor Benckinser por 36.000 millones de pesetas (unos 216,4 millones de euros). Tras veinte años, la frase y el anuncio se siguen recordando.

Por lo que respecta a Ruiz Mateos, casi veinticinco años después, la opinión pública considera que fue objeto de una enorme injusticia; pero el comportamiento extravagante del empresario ha restado credibilidad a sus exigencias, que aún distan de verse cumplidas. (La expropiación de Rumasa culebreó en 2006, como una comparación constante con el caso Afinsa y el Foro Filatélico, otro escándalo financiero llamado «la nueva Rumasa»).

Sin embargo, ese mismo año, el 21 de diciembre, en el antiguo estadio Benito Villamarín, se produjo una de las acciones épicas que los mileuristas recuerdan con mayor orgullo y amor: el partido de clasificación para la Eurocopa entre Malta y España.

Holanda, que se encontraba en el mismo grupo que España, le sacaba una diferencia casi imposible. España necesitaba once goles (once) frente a Malta para entrar en la Eurocopa; Malta, un país pequeño con un equipo humilde, no albergaba ninguna posibilidad para clasificarse.

Tampoco España estaba en una situación como para tirar cohetes. Sólo como anfitriona del Mundial, el año anterior había podido figurar en competiciones internacionales. 25.000 personas presenciaban en directo un partido retransmitido a toda España por la primera cadena.

El partido, con una alineación ya mítica en la que se contaban Goikoetxea, Camacho, Gordillo, Santillana y Buyo comenzó mal: España fallaba un penalti a los dos minutos de partido. Santillana marcaba el primer gol en el minuto 16 y Malta empataba en el 24. A partir de ahí, los goles se sucedieron a una velocidad imposible: Santillana marcaba dos más antes del descanso, y uno después, cuatro Rincón, dos consecutivos en el mismo minuto Maceda, Sarabia uno y Señor el último. En España se desencadenaba la euforia: «Y si hubieran tenido en cuenta el de Gordillo, hubieran sido 13», se decía. La broma del Día de los Inocentes era que el portero de Malta había pedido asilo político en España.

España no logró gran cosa en la Eurocopa del 84, pero el abrumador 12-1 contra Malta supuso un hito tan enorme que aún en el último mundial las comparaciones eran constantes. John Bonello, el portero, fue rehabilitado veintitrés años después a través de la publicidad. Una marca de cerveza, anunciaba que buscaba el amigo perfecto, y encontró en John Bonello a «la única persona que hizo feliz a todos los españoles en un mismo día». El anuncio mostraba a Bonello (que, irónicamente, es entrenador de los porteros malteses), sentado en su casa, con la camiseta de Santillana enmarcada; y continuaba con el ficticio homenaje nacional, confetti y coche descubierto incluido, que se le tributaba por su «cooperación, fidelidad y comprensión». El pobre Bonello anunció en la rueda de prensa real que era un gran honor para él haber sido elegido como símbolo de la amistad.

(Por desgracia, cuando en julio de 2006 el pesquero Francisco y Catalina recogía a más de cincuenta inmigrantes a la deriva frente a las costas de Malta, la amistad se diluía: sin ayuda y sin soluciones, los inmigrantes y los marineros fueron juguetes de negociaciones entre la inamovible Malta, España, Libia e Italia).

El muro de Berlín caía en 1989, el año en el que Jomeini dictaba pena de muerte contra Salman Rushdie por los Versos Satánicos, moría Salvador Dalí, pero sobre todo, Robin Williams demostraba en El club de los poetas muertos que otra educación y otro modo de ver la literatura era posible (el joven incomprendido e idealista, Neil Perry, es ahora Wilson, el oncólogo infiel y contradictorio de la serie House: el otro joven cobarde, Todd Anderson, se convirtió en Troy Dyer, Reality Bites, un sintecho intelectual y en protagonista de otras películas del imaginario mileurista como Antes de que amanezca, Antes de que anochezca o El señor de la guerra).

Los noventa trajeron la guerra de los Balcanes, la hambruna de Somalia, la larga crisis del 93 tras las fiestas del 92 (con otras dos mascotas, Cobi y Curro, la modernidad catalana frente a la simpatía sevillana... ambas también de gusto cuestionable). Llegaron las bodas de las Infantas, el éxito de la canción «Macarena», el asesinato de Anabel Segura.

Sin embargo, en julio de 1997, los mileuristas perdían definitivamente la inocencia: incluso los más jóvenes de ellos eran adolescentes, y por primera vez, tenían que hacer frente a un hito puramente histórico, nacional y definitivo, en el que podían intervenir y expresarse: el asesinato de Miguel Ángel Blanco.

En enero de 1996, el funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara había sido secuestrado por ETA; Ortega Lara no fue uno más de una lista ya larga: durante 532 días fue retenido en un minúsculo zulo oscuro y sucio. El 30 de junio de 1997 un asalto de la Guardia Civil liberó a un hombre enflaquecido, de mirada perdida, en un estado depresivo tal que pensaba quitarse la vida unos días después.

La banda terrorista reaccionó con rapidez y brutalidad: el diez de julio, un joven a punto de casarse, el concejal del Partido Popular de Ermua, Miguel Ángel Blanco, era secuestrado. A cambio de su liberación se exigía el acercamiento inmediato de los presos vascos a su lugar de origen. De no acceder en dos días, Miguel Ángel Blanco sería asesinado. El Gobierno español se negó al chantaje terrorista.

Durante esos tres días, millones de ciudadanos se echaron a la calle para protagonizar una inmensa manifestación en la que, con las manos pintadas de blanco, se pedía clemencia a ETA. Hasta unas fiestas como los San Fermines se vieron afectadas. Se sucedieron vigilias y encuentros, y por primera vez jóvenes que nunca se habían manifestado se mostraban para anunciar su repulsa a la violencia.

Cincuenta minutos después de que se cumpliera el ultimátum, ETA disparaba dos tiros en la nuca del joven. Lo encontraron con las manos atadas con un cable eléctrico. Sobrevivió aún unas cuantas horas.

Su asesinato provocó una reacción sin precedentes, y que sorprendió sobre todo a quienes vivíamos en el País Vasco. Por primera vez los grupos cercanos al nacionalismo más radical se veían desbordados por la rabia, y se escondían. Los ciudadanos, casi siempre apáticos, o anestesiados, los señalaban, y gritaban en las manifestaciones: «ETA, dispara, aquí tienes mi nuca». Parecía que se había llegado al límite de las fuerzas. Entre cantos de Libertad sin Ira y más manos blancas, el pueblo, sin miedo, por primera vez en décadas, exigía el final del terrorismo. Los jóvenes se sentaban en el suelo, entrelaban los dedos y sentían que tenían derecho al legado del 68.

Fueron días terribles, en un julio abrasador, que ofrecieron la posibilidad de cambiar la sociedad: no fue así. Se diluyeron, por miedo a la radicalidad de ese mismo cambio. El movimiento posterior a esa muerte originó el llamado Espíritu de Ermua. La revolución que se palpaba tan cercana no llegó como se esperaba, y quizás esa nueva decepción, añadida a las anteriores, ahondó en la indiferencia política de los mileuristas. De los acontecimientos de Ermua se derivaron el Pacto Antiterrorista, que unía a los dos grandes partidos españoles en una política más o menos acorde y la Ley de Partidos Políticos, que buscaba ilegalizar Herri Batasuna. ETA inició en septiembre de 1998 una tregua que rompería en noviembre de 2000. Se derivaron Lizarra y Estella. En 2006, ETA ha anunciado una segunda tregua indefinida.

(Durante el mes de junio de 2006, Francisco Javier García Gaztelu, Txapote, y su colaboradora, miembros de diversos comandos de ETA, fueron juzgados por, entre otros crímenes, el asesinato de Miguel Ángel Blanco, 50 años de cárcel, y el de Fernando Múgica, 82 años. Txapote, representante de la línea dura de ETA, fue capturado en Francia. Aunque se negó a declarar, y mostró una actitud chulesca y despectiva, empleó su derecho a la última palabra para afirmar que ETA no abandonaría la lucha).

Faltaba que aún muriera un mito frívolo, Lady Di, estrellada contra un pilar del puente Alma de París, el 31 de agosto de 1997; Lady Di, sin derechos reales, pero convertida por sí misma en un símbolo, una heroína y una mártir, inició una crisis que amenazó con cuestionar la continuidad de la monarquía inglesa, y que socavó aún más el apoyo monárquico de los mileuristas, que la habían visto dirigirse a un matrimonio sin amor en julio del 81 (el verano, por cierto, de la canción «Los Pajaritos»).

La inocencia perdida con los sucesos de julio del 97 se convertiría en una preparación trágica para los hechos de marzo de 2004: el país había reaccionado con la sorpresa y el horror generalizados ante los atentados del 11 de septiembre de 2001, pero se recuperó, quizás por la convivencia con el terrorismo, mucho antes que el resto de Europa. No tardaron en circular chistes y falsos rumores; las páginas web publicaban viñetas de Ibáñez, el creador de Mortadelo y Filemón, en las que un avión se incrustaba en las Torres Gemelas. Hablaban de uno de los trabajadores que tras arrojarse del piso 82° había sobrevivido: su pronóstico era grave, añadían con sorna. Y mostraban cómo un billete de veinte dólares pronosticaba el atentado.

Las consecuencias no afectaron realmente a España hasta que el Gobierno de Bush inició la Guerra contra el Terrorismo y el Eje del Mal (axis of evil); España tomó parte primero en la guerra contra los talibanes afganos, y después, en la invasión de Irak. Si bien las protestas contra la guerra de Afganistán no fueron demasiado estridentes (se trataba de un régimen represivo, machista y contrario a los derechos humanos, existían dudas y mitos exageradísimos sobre su invulnerabilidad), cuando el 20 de marzo de 2003 se produjo la invasión de Irak, las voces contrarias se elevaron con inmensa indignación.

Entre los mileuristas, el sentimiento antiamericano crecía. Para una generación que conocía bien la demonización yanqui, que había crecido con los rusos como enemigos en todas las teleseries, que comía en McDonalds y estudiaba inglés, el proceso de manipulación resultaba burdo e intolerable. Se sabía que el bloqueo a Irak causaba la muerte de millares de niños y la codicia por el petróleo, uno de los enemigos y de las presencias constantes del destino mileurista, asomaba de nuevo.

Los meses previos a la invasión habían visto el crecimiento y la fuerza del No a la guerra. Si bien en otros países involucrados en la alianza con Estados Unidos el No a la guerra fue sustentado por los partidos de izquierda, en España la inmensa mayoría de la población se oponía a ella. Artistas, escritores y actores de diversas ideologías se habían declarado contrarios. El 15 de febrero de 2003 había tenido lugar una inmensa movilización internacional, considerada la mayor de la historia; esas manifestaciones se sucedieron durante la guerra, cada vez menos respaldadas; la generación de los mil euros, con una masiva presencia en las primeras concentraciones, no es idealista: busca resultados inmediatos. Poco a poco, la nueva guerra se integró en la rutina. Por otra parte, la sociedad se consideraba a cubierto: pese a las amenazas de Al-Qaeda, se creía que las manifestaciones multitudinarias daban una clara idea de la oposición española al conflicto.

Los daños colaterales, esa hipócrita frase hecha, la ausencia de las armas de destrucción masiva que justificaran la invasión, la muerte de soldados y civiles convertían esa agresión en intolerable. Julio Anguita Parrado y José Couso, dos periodistas, fueron víctimas a las que rodeaba el misterio. Sin embargo, lo peor estaba por venir.

La estación de Atocha de Madrid es un intercomunicador de transportes que enlaza la línea 1 de metro, los trenes de cercanías y los nacionales y de alta velocidad. Además, la estación cuenta con numerosos restaurantes, tiendas, con un pequeño estanque interior, hogar de muchas tortugas abandonadas y un jardín tropical climatizado de 4.000 m². Docenas de jubilados pasan allí las horas.

La mañana del 11 de marzo de 2004, tres días antes de las elecciones generales, entre las 07:36 y las 07:40, la hora punta matinal, diez mochilas cargadas con explosivos y activadas por teléfono móvil destrozaron cuatro trenes de cercanías. Tres de las explosiones tuvieron lugar en la estación de Atocha, en el tren 21431, dos en el Pozo del Tío Raimundo, una en Santa Eugenia y una última en un tren junto a la calle Téllez. Algunas de las mochilas no habían explotado.

En un principio se pensó en un accidente ferroviario; luego, cuando estaba claro que se trataba de explosiones, la primera interpretación española, sin pruebas concluyentes, daba como sospechosa a la banda terrorista ETA, de la que se esperaba que actuara en los días previos a las elecciones. Sin embargo, la banda había negado la autoría a través de Arnaldo Otegi; tampoco había avisado, y el número de víctimas era inusualmente alto.

Los medios internacionales, en especial los más cercanos al gabinete Bush, apuntaban a un castigo de Al-Qaeda por la intervención española en la guerra de Irak, explicación que el Gobierno desechó y que defendió la oposición. No existían precedentes de una intromisión semejante, pero las amenazas de Bin Laden, y la coincidencia de la fecha con el 11-S hacían pensar en ello.

Ciento noventa y una personas murieron como consecuencia del atentado, 2.057 resultaron heridas. Dos neonatos murieron también. Se organizó un primer hospital de campaña en la calle Téllez, que fue derivando a los heridos a distintas clínicas. Los cadáveres llegaban al pabellón 6 de Ifema, y la ciudad, silenciosa y herida, aún no se recuperaba.

(Yo pasé la noche del 11 al 12 de marzo en ese pabellón; los familiares, de distintas nacionalidades, se concentraban allí y esperaban ansiosos que se les dijera que quien faltaba estaba herido, en el hospital, o al menos, desaparecido. Se repartían chocolatinas y café que comíamos los voluntarios, agotados, pero al menos capaces de comer; mantas, bocadillos. Varios religiosos de distintas confesiones se ofrecían a hablar con ellos; recuerdo que sorprendí a los curas católicos rezando en un rellano de la escalera, de madrugada, durante un descanso; mi madre me acababa de contar que quizás fueran los islamistas los asesinos. Hasta entonces había dado por hecho que había sido ETA).

Los psicólogos preparaban a las familias para el proceso de identificación. En el pabellón 6 se había delimitado un espacio para las pertenencias halladas, y resultaba terrible la acumulación de abrigos, zapatos, joyas, papeles, bolsos y libros. Algunos de los bolsos estaban rasgados; por uno asomaba un cepillo de dientes. Había una bufanda idéntica a la mía. Muchos de aquellos fallecidos leían Harry Potter.

Fuera de Ifema, existía una tensión política creciente. Cada vez más datos contradictorios llegaban a los correos electrónicos y los medios digitales registraron más visitas que nunca.

El 12 de marzo, la concentración convocada por el Gobierno desbordó todas las previsiones. Más de dos millones de personas invadieron las calles de Madrid: Todos íbamos en ese tren. El Presidente del Gobierno, el Príncipe y las Infantas, junto con otros dirigentes europeos, caminaban hacia Atocha. En otras ciudades, nueve millones de manifestantes se les unían.

El lema de la manifestación, «Con las víctimas, con la Constitución, por la derrota del terrorismo», fue muy criticado: con anterioridad se había discutido la reforma de la Constitución, y se vio como una petición del apoyo al PP. Hubo pancartas diversas, desde las que condenaban a ETA a las que denunciaban al Gobierno por mentiroso. No dejó de llover.

Las sospechas de ser manipulados por medios de información y partidos, alcanzaron el clímax con las manifestaciones frente a la sede del PP durante la jornada de reflexión previa a las elecciones. La convocatoria de estas concentraciones, realizada a través de emails y cadenas de mensajes de móvil, (Por la verdad, ¡pásalo!), no fue nunca del todo esclarecida, y frente a quienes defienden que fue espontánea hay quienes afirman que correspondió a una maniobra del PSOE o de IU. Lo que está claro es que fue la primera vez que en España se daban los medios tecnológicos necesarios para provocar esa reacción, fuera manipulada o no. La concentración eludió la jornada de reflexión porque las consignas no pedían el voto para ningún partido. Las caceroladas y los minutos de silencio se prolongaron durante toda la noche.

Aquel día supuso una tensión añadida para muchos vascos que vivían fuera de Euskadi: un gran número de ellos vieron con sorpresa como no se les dirigía la palabra. Los que defendían, por creencia o porque sus familiares les habían contado lo que se rumoreaba en las calles vascas, que la culpable del atentado no era ETA encontraron abierta hostilidad, y en ocasiones críticas directas.

De alguna manera, toda la mitología anterior al espíritu de Ermua revivió aquel día. Durante la manifestación por Miguel Ángel Blanco, Victoria Prego hizo un juego de palabras que fue malentendido: Nosotros somos Herri Batasuna, no ellos. Nosotros somos el pueblo unido. (Herri Batasuna significa pueblo unido en euskera). Se la abucheó en directo. Los mileuristas habían vivido hasta ese momento en el cisma radicado en la no-pertenencia de Euskadi al Estado Español.

La muerte de Miguel Ángel Blanco hizo visible que había vascos que se consideraban españoles y que, de hecho, había muchos españoles en Euskadi que no eran vascos. Se comenzó a hablar de HB como de una minoría y se reconoció a una mayoría vasco-española, por primera vez desde la Guerra Civil. Todo eso saltó por los aires en el 11-M. Por un tiempo los vascos regresaron a su papel de asesinos y los españoles a su papel de víctimas. Se volvió a repetir algo que había erradicado la campaña de turismo Ven y cuéntalo: que daba miedo viajar a Euskadi.

La sociedad española puso de manifiesto sus diferencias y el alto nivel de conflicto que existía a raíz de los atentados: frente a la unión férrea americana, se rompió el Pacto Antiterrorista, y se inició una crispación política que aún se prolonga. El arresto y el posterior suicidio en Leganés de la cédula de Al-Qaeda que al parecer causó el atentado, la detención de Mohamed el egipcio, el presunto cerebro del 11-M, o la trama asturiana de explosivos no satisficieron ni redujeron la fractura social.

La participación en las elecciones del 14-M fue alta, de un 78 %; la esperada reelección del PP no se produjo, y el PSOE obtuvo la mayoría. Algunos cuestionan que el triunfo del PSOE se debiera, en realidad, a los atentados del 11-M y niegan el voto de castigo al PP. Si así fuera, las movilizaciones del 12 y 13-M no habrían surtido efecto, y por lo tanto, se minimizaría la influencia de la sociedad.

Las investigaciones sobre el 11-M llevaron al juez Del Olmo a dictar el 11 de abril de 2006 que el atentado fue «inspirado» pero no «ejecutado» por Al-Qaeda, y que puede atribuirse al Grupo Islámico Combatiente Marroquí. Una de las primeras medidas del nuevo Gobierno socialista fue la retirada de las tropas españolas de Irak.

No es posible abordar la mentalidad y el alma de los mileuristas si se olvidan estos hechos. Su edad y sus responsabilidades, cada vez más pesadas, les han permitido ser conscientes de los hitos históricos que les corresponde afrontar: y sin embargo, prevalece la idea de que son otros los protagonistas, de que ellos, desde el sillón de su casa o en la calle, en manifestaciones multitudinarias, poco tienen que decir. Poco que cambiar. Poco se les escucha. Son adultos, pero se consideran juguetes. O se les considera juguetes.