1.1. La educación. Íbamos a ser príncipes
Íbamos a ser príncipes. De hecho, la niña que llegaría a ser princesa estudiaba en un colegio público, e incluso de las infantas españolas se esperaba que continuaran sus estudios en la universidad.
El refranero español, agudo y chivato, no acuñó por casualidad el dicho «pasar más hambre que un maestro de escuela». Históricamente, el sueldo de los maestros dependía de los ayuntamientos, y éstos, por la pobreza generalizada, y también por tradición, les pagaban tarde, mal y nunca. Hasta cinco años de sueldo se les llegaba a deber. Algunos murieron literalmente de hambre, y la mayoría vivía de la caridad. En el año 1901 la reforma de Romanones inició cambios tan importantes como que los presupuestos de las escuelas primarias (salvo en el País Vasco y Navarra) fueran obligación del Estado. Hasta coplas sacaron ante el escepticismo general de que a los maestros se les pagara el sueldo.
Cuando los Baby Boomers eran niños, en plena posguerra, los colegios privados religiosos se encargaban de la educación de las familias pudientes: la segregación por sexos resultaba corriente, y muchos de los varones acudían al Seminario, tras el cual tomaban los hábitos o no. Las niñas, destinadas sobre todo al matrimonio, recibían una formación específica en labores del hogar, al cargo de la Sección Femenina: algunas de ellas, no obstante, una minoría, llegaban a estudiar Derecho, Medicina o Arquitectura. Antes de la reforma del Bachillerato de 19531 se impartían asignaturas como «Formación del espíritu nacional», «Catecismo patriótico» y «Curso nacional de hogar». El castigo físico se aceptaba con naturalidad y se esperaba de los maestros que fueran severos, pero justos, como una prolongación de la disciplina doméstica.
Se suponía que desde 1909 la escolarización entre seis y doce años resultaba obligatoria. Desde 1945, la ley distinguía entre niños de primaria general (entre 6 y 10 años) y especial (de 10 a 12). Después se sucedía el Bachillerato, al que remataba un Examen de Estado que, si se superaba, permitía el acceso a la Universidad. La Ley de reforma de 1953 contemplaba cuatro años de Bachillerato general, dos de especialización (ciencias o letras) y un año de Preuniversitario.
Antonio Álvarez, un maestro zamorano descontento con los manuales de enseñanza, había creado la Enciclopedia Álvarez, el libro de texto obligatorio del año 54 al 66. Recientemente, Edaf publicó una reedición facsímil del mismo: parte de los ocho millones de niños que estudiaron con ella la compraron de nuevo. La asignatura de Historia, condicionada por la censura franquista, resultaba una obra de ficción. El método era memorístico y potenciaba la repetición, aunque apoyada en resúmenes y con ejercicios que se resolvían en el libro del profesor.
En los ámbitos rurales, el absentismo laboral2 se generalizaba durante la época de mayor trabajo en el campo o tras el nacimiento de un nuevo hermano. Los varones gozaban de más oportunidades de completar los estudios de primaria que las niñas, y los hermanos menores, más que los primeros. Los maestros se encargaban de una escuela-aula única, con alumnos de todas las edades, y la mayor parte de los niños abandonaban la escuela sin certificados, a partir de los 12 años, aunque en 1964 la obligatoriedad de la enseñanza se había extendido hasta los 14.3
Las mujeres se educaban para casarse o para oficios femeninos (costura, cocina, limpieza). Los hombres se encaminaban a talleres, fábricas, oficios técnicos o trabajo en el campo. La emigración a las ciudades o a Europa se imponía como otra de las realidades de la España rural de los 60 y 70. Si en la teoría, la inteligencia allanaba el acceso a la universidad, la práctica probaba que muy pocos de ellos podían permitirse estudiar. Los estudios pertenecían a los ricos, y garantizaban la permanencia de la riqueza. Por ello, una quimera recurrente de los Baby Boomers menos favorecidos era que sus hijos llegaran, costara lo que costara, a la universidad. El Gobierno socialista de Felipe González se hizo eco de esa obsesión y favoreció un sistema de becas, tanto por calificaciones como por ingresos, que, junto con la gratuidad de la enseñanza, hizo posible el sueño.
Los hijos de los obreros a la universidad:
reformas educativas sin fin
La Ley General de Educación (LGE o Ley Villar Palasí), implantó la Enseñanza General Básica en 1970. La mayor parte de los mileuristas estudiaron bajo este sistema educativo, que imperó hasta 1989. La LGE dictaba una educación obligatoria formada por Educación Preescolar, para niños de 3 a 5 años, equivalente a la guardería, y la Educación General Básica (EGB), durante ocho años, entre los 6 y los 14. Este sistema incluía tanto los colegios privados como públicos, y los alumnos avanzaban de curso conforme a la evaluación del profesor: sobresaliente, notable, aprobado, suspenso. Determinado número de suspensos obligaba a repetir curso. A los 14 años se obtenía el Graduado Escolar y el alumno podía elegir entre continuar o no su formación.
Si no continuaba, el niño se enfrentaba a un vacío legal, ya que no se le permitía acceder al mercado laboral hasta los 16 años, cuando adquiría la edad de responsabilidad penal. Por lo tanto, muchos niños con problemas de aprendizaje o conducta, o con fracaso escolar, no podían ni estudiar ni trabajar legalmente; esa situación era muy temida por los padres, que intentaban que fuera contratado como aprendiz sin sueldo; cualquier cosa antes que dos años ociosos, los más propicios para encontrar problemas. Los que no continuaban estudiando, tenían con frecuencia más de 14 años, porque ya habían repetido algún curso. Los miedos principales se resumían en que fuera captado por amistades poco convenientes, o cayera en el consumo de drogas, esto era, la heroína (la ruta del bakalao, o las drogas de diseño aún no se habían popularizado). En el caso de las chicas, añadían el que se quedara embarazada. Los fantasmas que rondaban a los padres no se diferenciaban demasiado de los que les amenazaban cuando ellos eran jóvenes. Aún no conocían los problemas específicos de la generación mileurista, ni habían tomado conciencia de lo rápidamente que estaban cambiando las circunstancias.
Si el niño deseaba aprender un oficio técnico, se le derivaba a Formación Profesional (FP); para ello no hacía falta el Graduado Escolar. Si tras los dos años de FP deseaba continuar estudiando, podría hacerlo con la FP2, la Formación Profesional de Segundo Grado. El alumno terminaba sus estudios con 18 años. La FP era una formación práctica, que muchos padres (y alumnos) despreciaban porque no exigía capacidades intelectuales abstractas; frente a la mitificación de los estudios universitarios, se consideraba como un premio de consolación, casi como la formación de un obrero especializado.
Si lo que deseaba era la universidad, el niño debía cursar el Bachillerato Unificado y Polivalente (BUP) en un instituto, durante tres años. Al BUP le seguía un Curso de Orientación Universitaria (COU), que tras una prueba de Acceso a la Universidad (Prueba de Selectividad) les permitiría elegir una carrera. Ésa era, al menos, la teoría.
Con la llegada al poder en 1982 del PSOE, se cuestionó la necesidad de una reforma educativa, que originó la promulgación de la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE), en octubre de 1989.
La LOGSE mantenía la educación preescolar idéntica, pero reducía la Educación Primaria (EPR) a seis años. Los niños llegaban a la Educación Secundaria Obligatoria (ESO) con 12 años, y la dejaban con 16: se obtenía el título de Graduado en Educación Secundaria Obligatoria. Eso, suponiendo que los alumnos hubieran aprobado (o promocionado) a curso por año, lo cual era automático, independientemente de que hubieran aprobado o no sus exámenes. Podían repetir dos años en toda la educación obligatoria.
Por lo tanto, se ampliaba la edad de enseñanza obligatoria, y los alumnos sin interés por los estudios compartían aula hasta los 16 años, ampliado a los 18 años, si repetían, con los que aspiraban a la enseñanza superior. Los profesores se quejaban de la falta de motivación de los alumnos, que sabían que pasarían de curso y de los conflictos que se creaban: muchos de los alumnos menos dotados se sentían frustrados de tal manera que creaban conflictos, agresiones y peleas.
La tendencia era homogeneizar la enseñanza rebajando los contenidos de la misma, lo que suponía que muchos de los alumnos con interés llegaban al término de sus estudios con una preparación muy baja. Para remediarlo, se recurrió a la diversificación del aula y a la creación de los «Partes de Incidencias», que daban fe de los problemas, de comportamiento.
Cuando llegaban a los 16 años, el niño podía abandonar los estudios e integrarse en el ámbito laboral sin conflictos legales; o bien iniciar un Ciclo Formativo, que durante dos o tres años le formaría en oficios técnicos; o cursar dos años de Bachillerato, a los que seguía la Prueba de Selectividad, ligeramente diferente y menos exigente que la del antiguo COU, que se extinguió en el año 2001.
La mayoría de los mileuristas, por lo tanto, cursaron la EGB con la certeza de que su sistema educativo se transformaría en otro casi de inmediato: un nuevo método menos exigente y con mayores facilidades de aprendizaje que el suyo. Fueron testigos de que la temida Selectividad escondía los dientes con sus hermanos pequeños, y sospecharon que la universidad rebajaría sus expectativas para aceptarlos, mientras ellos no gozaban de esos privilegios. Pero, por otro lado, fueron acusados de unos conocimientos magros, más prácticos y menos memorísticos comparados con el sistema anterior, de una cultura general pobre y de un aprovechamiento menor. El consuelo de tontos era que, al menos, habían resultado beneficiados con una enseñanza de mejor calidad.
Los profesores de Secundaria y Primaria buscaron solución jurídica a los posibles conflictos que traería la LOGSE. Los padres protestaron por la pérdida de la calidad de la enseñanza y exigieron grupos menores y mayor atención. Los estudiantes de EGB no tuvieron a quién quejarse.
Inglés e informática
Una clase de EGB normal en un medio urbano podía contar con treinta y cinco o cuarenta niños por aula (aunque habían reducido el número de hijos, los Baby Boomers continuaban siendo muy numerosos); de ésos, la mitad tenían algún diente mellado, o se habían roto un hueso alguna vez. (De hecho, mis dos mejores amigas tenían respectivamente un brazo roto y dos dientes mellados por sendos accidentes ocurridos en el colegio. Ninguna de sus familias denunció al centro, algo que quizás se hubieran planteado en la actualidad. En otra ocasión abofeteé, aún defiendo que con razón, a otra de mis amigas íntimas. Tampoco hubo denuncia ni protestas: se arregló cuando le pedí perdón y le regalé unos pendientes de plástico fucsia. Ni profesores ni padres tuvieron que mediar).
El horario de clases más común era de 9 a 13:00 (o 12:00, en primer ciclo) y de 15:00 a 17:00. Algunos colegios, sobre todo en las ciudades, contaban con comedor y también con transporte escolar. Los que no, regresaban a casa para comer y volvían por la tarde, a pie, solos o acompañados por las madres. Los grupos resultaban muy homogéneos: niños y niñas blancos, españoles, castellanoparlantes, educados en la tradición católica o su entorno, procedentes de hogares en los que los padres vivían juntos y casados, al menos un hermano, y con una mayoría de madres que trabajaban como amas de casa. Los casos de divorcios, o de niños ateos, judíos o Testigos de Jehová, que no tomaban la Primera Comunión o asistían a Ética en lugar de Religión, eran escasos, y por lo tanto, pintorescos. Sin embargo, muchos de los padres se divorciarían con el tiempo; un alto porcentaje de mileuristas vivieron en familias monoparentales o con un progenitor casi ausente durante la adolescencia.
Ese panorama resulta ahora casi idílico, ingenuo, imposible. Los mileuristas ven que las reducidas clases de sus hijos, o sus sobrinos, son multiculturales y multicolores, sin confesión religiosa, con diversas composiciones familiares, con padres y madres que trabajan fuera de casa o con una excedencia temporal; y muchos de ellos no tienen ni tendrán hermanos.
Los castigos en las clases se reducían, por lo general, a verse apartado del grupo, escribir líneas o un aumento de deberes. Algunos profesores propinaban cachetes o tirones de pelo; un exceso de violencia se hubiera detectado ya como sospechoso. También los padres habían reducido el castigo físico, salvo lamentables excepciones, a un zapatillazo o un azote en el trasero. Los padres cuestionaban poco a los profesores, y los niños no esperaban que en un conflicto, aquéllos se enfrentaran a éstos. La autoridad se desprendía de los mayores, y regresaba a ellos.
Pronto, los mínimos de la enseñanza se elevaron. Los padres captaron enseguida que entre un grupo de alumnos con la EGB aprobada, la competencia sería grande. La gratuidad de la enseñanza, pese al coste de libros o ropa, permitía que destinaran dinero para que los niños se formaran en otros campos: así llegaron las actividades extraescolares, principalmente el estudio del inglés y de informática. Si se quería que los niños llegaran a la universidad, tenían que ser los mejor preparados de la clase.
La mayor parte de los padres se habían educado en la idea de que el estudio significaba un privilegio y, por lo tanto, no se valoraba el esfuerzo mental que precisaba: muchos niños asistían a las clases sin haber desayunado de manera adecuada, o sin tentempié de media mañana. La idea del stress o la depresión infantil resultaba tan ajena que ni se contemplaba: por lo general, se temía más que el niño estuviera desocupado que la saturación de su tiempo. Con tantos juguetes nuevos (el Scalextric, los Clicks, el Simón, el Tente, el Gusiluz, la Nancy, el Nenuco), se daba por hecho que la necesidad de juego de los pequeños estaba cubierta. En un intento por formar lo mejor posible a sus hijos, y como modo de mantenerlos ocupados cuando los dos en la pareja trabajaban, los padres abarcaban todos los registros: idiomas, deporte, música, teatro...
Se consideraba que el inglés, que había suplantado al francés como segunda lengua, abriría muchas puertas. En las comunidades en las que existía otra lengua oficial, el aprendizaje de ésta se equiparó al inglés: pocos españoles hablaban más de un idioma, y los años del franquismo habían desprestigiado las lenguas regionales. Era el momento de reivindicarlas. Métodos de gallego, catalán o euskera se combinaban con la pedagogía más avanzada para el inglés o el alemán.
RTVE, en colaboración con la BBC, iniciaba una experiencia de televisión educativa con Follow Me, que permitía aprender inglés desde casa y por la tele. A Follow Me le siguió That's English; no en vano el programa infantil por excelencia de la época, Barrio Sésamo, procedía de una experiencia similar: las diferencias entre el concepto arriba y abajo, cerca y lejos explicadas por la rana Gustavo, Epi y Blas o Caponata cobraron un sentido nuevo a partir de entonces. (A la gallina Caponata y al caracol Perezgil le sucedieron en 1983, y durante tres intensos años, el erizo Espinete y don Pimpón, con la pandilla de Chema, Julián y la, a posteriori, descocada Ruth Gabriel. Los mundos de Yupi, menos pedagógico, no igualaría su éxito).
Por desgracia, la carencia crónica de oído nacional o la falta de disposición para el inglés no se remedió con ello, y toda una serie de academias de idiomas aparecieron para solucionarlo: Wall Street Institute, Opening, Brighton abrieron franquiciados en numerosas ciudades (se basaban en el autoestudio, y los resultados fueron, en general, mediocres; aún así, tardaron hasta entrado el siglo XXI en cerrar). Los padres que podían enviaban a sus hijos a estudiar durante un año al extranjero, o al menos, un verano a Dublín, por cuyas calles se escuchaba más voces españolas que sajonas.
La informática se convirtió en la otra obsesión: en un mundo que adivinaba la importancia de la programación, se esperaba que todos los niños aprendieran a usar el ordenador lo antes posible. Caros, aparatosos, y con pantallas en verde y negro, estaban muy lejos de convertirse en electrodomésticos. Los colegios poseían un par de ellos, en el mejor de los casos, con los que los alumnos practicaban por turnos. Con disquetera, por supuesto, MS DOS y la severa afirmación de que no eran para jugar: las prestaciones no diferían demasiado de una máquina de escribir eléctrica. Olivetti, Spectrum, Amstrad... Duraban años, en plural, cuatro, cinco, ocho...
El abaratamiento de costes logró en pocos años lo que parecía imposible: la inmediata vejez de cada modelo, un ordenador en la mayor parte de las casas mileuristas, y que los portátiles no fueran un sueño burgués. Aún faltaba por llegar Internet, pero quién soñaba con ello entonces.
Aparte de eso, los niños gastaban sus horas libres en kárate (eran los años de Kárate Kid, Pat Morita y dal cela, pulil cela; miles de varoncitos se dieron de baja cuando descubrieron que el objetivo de las artes marciales no era repartir leña), baloncesto, y sobre todo, el fútbol; durante la Quinta del Buitre, y el imperio aún sin drogas de Maradona no parecía existir otro deporte. Las niñas acudían a ballet, a solfeo y gimnasia rítmica. Luego llegaba piano, acordeón, violín. Los chicos se resistían al solfeo, pero a veces se les lograba convencer ante la perspectiva adolescente de ser el rey del baile con una guitarra. El tenis y el esquí estaban considerados aún como deportes elitistas.
Los padres parecían competir en un programa delirante de actividades formativas que no permitía que el niño jugara, o dedicara tiempo a nada que no fuera provechoso. Aparte de las actividades extraescolares estaba la catequesis, imprescindible antes de la Primera Comunión, y que algunas familias creyentes prolongaban varios años más. Todo, cualquier cosa, antes que pasarse las horas muertas frente a la televisión, o que rondaran sin rumbo por la calle; el enemigo interior, el enemigo exterior.
Y fuera del colegio...
Muchos de los padres obreros o con puestos administrativos se enfrentaban en aquellos momentos a unas circunstancias durísimas. Mientras sus hijos mileuristas se preparaban para recorrer los pasillos de los institutos, con las hormonas revueltas, las carpetas con apuntes y sus sueños de grandeza, se avecinaba un nuevo cambio político en España: a finales de los 80 dos escándalos políticos salpicarían al Gobierno socialista. Uno de ellos fue la guerra sucia de los GAL, que entre 1983 y 1987 acabó con una treintena de personas relacionadas con la banda terrorista ETA, bajo la supervisión y con fondos del Estado. Los nombres más importantes del Ministerio del Interior estaban implicados: Barrionuevo, Vera...
El otro supuso el fin de la cultura del pelotazo, o de las facilidades que un cierto círculo de personas, la beautiful people, encontraba para aprovechar sus influencias políticas de manera personal, y enriquecerse, sobre todo a través de la especulación. Uno tras otro, altísimos cargos (el gobernador del Banco de España, Mariano Rubio; el ministro de Sanidad, García Valverde; el director de la Guardia Civil, Luis Roldán... o el mismo hermano de Alfonso Guerra, Juan Guerra) fueron acusados de desfalcos, estafas, tráfico de influencias y corrupción.
La década del cambio socialista había logrado importantes metas: muchos de los mileuristas estudiaban con becas, o con la posibilidad de lograrlas. Aumentó el número de pensionistas, se amplió la cobertura de desempleo, algo que, dada la situación laboral, era más que necesario, y la Seguridad Social amparó a más de seis millones de personas excluidas del sistema sanitario hasta entonces, lo que inició la obsesión por quién cotizaría en un futuro para mantener esas pensiones. Sin embargo, el paro había aumentado: y se preveía que cuando el gran número de estudiantes que transitaban por la enseñanza secundaria y la universidad llegaran al mercado laboral, aumentara todavía más.
Los principales astilleros cerraron: España, la tercera potencia mundial en construcción de barcos, pasó de tener una cuota de mercado en Europa del 5 %, a sólo un 1,2 %. Se desmantelaron los Altos Hornos, y les siguieron un elevado número de industrias relacionadas con la maquinaria, la siderurgia, los plásticos. A eso se le unió la nunca resuelta situación de pescadores (la flota se redujo a una quinta parte) y mineros.
Las huelgas generales no habían frenado el aumento del paro, ni tampoco las numerosas manifestaciones y encierros. Todo eso había hecho que una de las palabras más empleadas en los 80 fuera reconversión: una reconversión brutal, que afectó a ciudades y regiones enteras (Vigo, Ferrol, Sagunto, Cádiz y San Fernando, margen izquierda vizcaína, Asturias, entre otras) y que provocó la pérdida de unos 200.000 empleos directos.
La agricultura, por otra parte, pendiente de una eterna reforma racional, recibía una serie de subvenciones que desligaban el incremento de la producción de su precio, y que favoreció el monopolio y el monocultivo: casi medio millón de pequeñas y medianas explotaciones agrícolas cerraron o pidieron la jubilación anticipada.
Sólo el turismo parecía mantenerse: sol, playa, y un número inesperado de alemanes que ocupaban Mallorca continuaban siendo permanentes huevos de oro; era comprensible que los padres procuraran por todos los medios que sus hijos se libraran del destino que esperaba a los obreros: pero muchos de ellos sospechaban que quizás fuera sólo para que terminaran como camareros.
Institutos superpoblados...
La reforma de la LOGSE amenazaba con capturar a cualquier alumno que se rezagara durante el BUP: para muchos de los mileuristas, los años en el instituto no eran sino un largo compás de espera hasta la universidad, porque no se concebía que pudiera existir otra opción, como el salto a FP (un fracaso), el abandono escolar (otro fracaso), o el año sabático (inconcebible).
Los institutos de los mileuristas se encontraban tan saturados como los colegios de Primaria, y en algunos casos aglutinaban a todos los adolescentes de la comarca. Durante los dos primeros años, la enseñanza era común: lengua y literatura españolas, historia y geografía, matemáticas, inglés, biología y geología, física y química, latín, música, dibujo, educación física, religión o ética, una asignatura de libre elección (informática, cocina, francés, electricidad, teatro...) y lengua autonómica conformaban el programa.
En 3ºde BUP se podían escoger algunas asignaturas: continuaban siendo comunes el inglés, la lengua autonómica, historia, y filosofía, religión o ética, educación física y libre elección, pero se pedía al alumno que se decantara hacia la rama universitaria que deseara estudiar. Si era de ciencias, debía elegir tres de estas cuatro asignaturas: física y química, ciencias naturales, matemáticas y literatura. Si de letras, tres entre literatura, latín, griego y matemáticas.
El último curso, el de COU, se mostraba más especializado y se diversificaba en dos ramas de ciencias (una opción biosanitaria, con biología y química, destinada a Medicina, Enfermería, Veterinaria, Farmacia, Biología... y otra técnica, con física y dibujo técnico, con la que optaban a Ingenierías, Arquitecturas...) y dos de letras: ciencias sociales y humanidades, que se distinguían básicamente en que el primero incluía matemáticas (Periodismo, Derecho, Empresariales...), y el segundo las sustituía por el latín (Historia, Filologías, Filosofía...).
El COU se preocupaba menos por la formación real de alumnos que afrontaran la carrera con seriedad como porque superaran la prueba de Selectividad: una nota alta facilitaba que el alumno eligiera la carrera deseada, algo que según pasaban los años no se garantizaba en absoluto. Las carreras que gozaban históricamente de una mayor demanda, y las universidades más prestigiosas se encontraron a finales de los ochenta y en los noventa con que la superpoblación de Primaria y Secundaria tomaba también sus aulas: por lo tanto, impusieron una nota de corte, que se comparaba con la que los alumnos obtenían con la media de COU y la nota de Selectividad. Si no la alcanzaban, debían repetir la Selectividad, o renunciar a la carrera elegida.
La Selectividad, por lo tanto, era una prueba temida, decisiva, larga, con exámenes que evaluaban los conocimientos de los alumnos y también su madurez para el análisis y los comentarios. Muchos institutos, especialmente los privados, basaban su reputación en el porcentaje de aprobados de la Selectividad; de no superar todas las asignaturas del COU, no se les permitía presentarse.
Existía un problema mayor, que se intuía ya: frente al concepto de carrera prestigiosa, anclado con firmeza en la mente de los padres y en la de muchos hijos, aparecía otra expresión: la carrera con salidas. La saturación, año tras año, de las universidades, había acabado con la garantía de obtener un trabajo tras la licenciatura. Mientras los mileuristas menores se examinaban de la Selectividad, sus hermanos mayores descubrían que ni el título, ni el inglés, ni la informática, servían para gran cosa en un mundo plagado de licenciados con inglés e informática. O continuaban formándose, o se resignaban a un trabajo para el que estaban sobrecualificados.
Pero, como diría Michael Ende, un mito para los mileuristas, ésa es otra historia. Y, no les quepa duda, les será contada en otra ocasión.
Mientras los adultos asistían a las consecuencias de la reconversión, los adolescentes españoles se definían como tales: encontraban productos destinados especialmente a ellos, revistas, moda, programas, incluso bebidas y chucherías. Ese espacio sin definir que se extendía entre la infancia y la edad de trabajo atraía ahora la atención de empresas y publicistas: y las televisiones, que habían aumentado en número, se dirigían directamente a ellos con tentadora obstinación.
Siempre habían existido programas de música destinados a jóvenes; y, por supuesto, dibujos animados, y espacios para niños (Un globo, dos globos, tres globos; La cometa blanca; La bola de cristal...). Pero ahora, por primera vez, aparecían en la televisión series en las que los protagonistas no eran pandillas de niños, sino adolescentes de instituto.
La película Grease había abierto el camino. Otros protagonistas adolescentes, como el de Regreso al futuro, La chica de rosa, llevaron a que Sensación de vivir (Aaron Spelling, 1990) indicara durante diez años cómo debían vestirse, hablar y disfrutar los adolescentes. La diferencia entre la realidad española y la ficción americana resultaba tan evidente (y en cierta medida, dadas las circunstancias, tan insultante) que cuesta creer que se aprobara su emisión. Los jóvenes actores de Sensación de vivir eran guapos, delgados, y se enfrentaban a problemas insustanciales con una actitud tan poco coherente que no se entiende cómo los estudiantes de un entorno como un instituto de Alcorcón, o del País Vasco, sin ir más lejos, en plena recesión económica, podían identificarse con ellos.
Las series americanas daban por hecho que los adolescentes conducían desde los dieciséis años, pero no tenían acceso al alcohol hasta pasados los dieciocho. Vivían en casas adosadas, cambiaban de aula para cada clase, seguían un sistema educativo más parecido a la LOGSE que a la EGB, contaban con taquillas personales y cumplían con una agenda de citas que marcaba su popularidad y que cristalizaba en el baile de fin de curso.
Y sin embargo, el proceso de identificación se producía. Los adolescentes querían que se hablara de ellos y para ellos, incluso aunque se les contara mentiras. Brenda, Brandon, y el pseudo James Dean Dylan fueron adaptados en Al salir de clase, la versión, casi calcada, española; a lo largo de sus mil capítulos diarios, se (de)formó a un impresionante número de actores jóvenes que han logrado cierta fama, y el imperio Spelling continuó con Salvados por la campana: o el subproducto California Dreams. Muchas otras, aún siendo series familiares (El príncipe de Bel-Air, Cosas de casa, Padres forzosos), prestaban gran atención al personaje adolescente, y a su entorno escolar. Aparecieron luego Blossom, Sabrina, Buffy la cazavampiros. Todas ellas reflejaban situaciones ideales con adolescentes irreales, cuyos conflictos se solventaban sin ayuda o con la de un comprensivo adulto. Series de evasión, chillonas, con un look claramente de los noventa, estampados imposibles, hombreras y flequillos planchados.
Sólo una serie de la época se salvaba, y no precisamente por su realismo: Parker Lewis nunca pierde (1990) se amparaba en una estética de cómic, imposible, y en la burla deliberada, irónica e inteligente de cada uno de los arquetipos de instituto: el empollón, el rocker, el soplón de la profe, las animadoras...
Por lo tanto, todo lo que rodeaba a los mileuristas daba por hecho que estaban donde debían estar: en el instituto. Las otras posibilidades, o no se contemplaban, o no se presentaban como deseables. Se daba por hecho también dónde estarían durante los años siguientes: les esperaba la universidad.
... universidades anquilosadas
La universidad de finales de los años ochenta y principios de los noventa no se parecía en nada a la que una minoría de Baby Boomers había pisado en los sesenta. Para comenzar, se dio un salto cuantitativo: uno de cada veinte Baby Boomers recibió educación universitaria. Uno de cada cuatro jóvenes de la generación posterior ha pasado por la universidad.
Se había experimentado un avance tecnológico extraordinario, que amenazaba con superar todas las expectativas: la demanda de las industrias y los nuevos campos de trabajo exigía la creación de nuevas titulaciones, se perseguía que la universidad contara con una base homogénea y con unos programas que estabilizaran y unificaran la enseñanza. Se pedía que la universidad fuera práctica, efectiva, y que satisficiera las necesidades de empresas e industrias. Y se necesitaba que se fundaran más.
Así se hizo: en 1976 existían 26 universidades en el territorio español; en 2000, 64 (48 públicas, 16 privadas). Las competencias de las universidades se derivaron a las comunidades autónomas, que se aseguraron de crear al menos una en su territorio, en ocasiones a partir de centros adscritos a universidades mayores. El número de titulaciones pasó de 42 (1976) a 157 (1996), y de treinta licenciaturas a setenta en el mismo plazo. Unos 82.000 profesores universitarios se ocupaban de ello.
Este crecimiento desmesurado no fue uniforme: las universidades nuevas, tras un despliegue lento, porque en el ánimo pesaba más la idea del prestigio de la titulación por una universidad determinada que la comodidad, superaron esa barrera y experimentaron un rápido crecimiento. El incremento de alumnos de las universidades antiguas se vio constante pero moderado, salvo que incorporaran una asignatura estrella y atractiva.
Las universidades, muy especialmente las públicas, se enfrentaban al problema de una tendencia que las unificaba, a cambios vertiginosos y a una gestión centralizada, que podía amenazar su deseo de mantener una independencia formativa. Por otro lado, una visión demasiado práctica contradecía el espíritu de investigación y formación en el que se basaba la universidad, desde Bolonia en adelante. La postura utilitarista se enfrentaba a la postura formadora. En Europa, al contrario que en EE.UU., se recelaban de la intromisión de poderes públicos o privados en el área universitaria.
Las universidades tradicionales cargaban con errores históricos muy difíciles de resolver: la burocracia jerárquica, que organizaba cátedras, departamentos y facultades a través de vínculos no siempre claros o bien coordinados. Un aislamiento histórico de la sociedad, que Ortega y Gasset había denunciado en 1930. La endogamia académica, tanto moral como biológica, que dificultaba una renovación de ideas y sistemas. Una tendencia generalizada a prestar importancia al conocimiento y a la documentación en perjuicio de la investigación y las nuevas corrientes. La falta de valentía a la hora de defender tesis novedosas, o incluso de formularlas, en los doctorados. A ésos se les unían los nuevos problemas: el aumento de profesorado hizo que la inestabilidad profesional les afectara. Frente a los antiguos catedráticos proliferaban los contratados o asociados, que o bien no eran profesores experimentados, o bien mantenían un vínculo transitorio (voluntariamente o no) con la universidades. Para colmo, los catedráticos rondaban una edad media de 55 años. Un profesorado estable, pero envejecido, y unos docentes jóvenes, pero en precario, debían ofrecer soluciones a la nueva población universitaria. La tan soñada universidad no parecía en la realidad tan idílica como la habían pintado, y carecía del aura de cambio, actividad política y bastión de libertades que la leyenda sesentayochista transmitía. Como ocurre con toda ficción soñada, la decepción para muchos fue enorme: algunos abandonaron los estudios, o cambiaron de carrera. Otros se resignaron a pagar un peaje para conseguir su licenciatura, aún a costa de su conciencia, que les gritaba que no recibían la formación adecuada.
A diferencia de lo que ocurría en el resto de Europa, muchos mileuristas no abandonaron sus hogares mientras estudiaban en la universidad: la apertura de centros cercanos les permitía ahorrarse un piso o una residencia, y la mayoría de los padres, protectores, no veían con buenos ojos que los jóvenes trabajaran mientras estudiaban: O estudia, o trabaja, las dos cosas bien no se pueden hacer; en la mente de muchos resonaban los casos de jóvenes estudiantes universitarios a los que les ofrecieron un trabajo años atrás, en los momentos más duros de la reconversión, y que habían aceptado, con la intención de ayudar en sus casas con el sueldo. Intentaban encontrar un trabajo como fuera, porque pensaban que luego podrían ascender allí mismo si tenían una titulación superior. La prioridad se situaba en conseguir un puesto cuando estaban eliminando a todos; continuarían estudiando más adelante, pensaban. Pocos de ellos retomaron los estudios.
De manera que aunque una gran parte de los mileuristas buscaba un trabajo para sus gastos (desde servir copas los fines de semana a pasar apuntes al ordenador, clases particulares, o incluso como temporeros durante el verano), sólo una minoría gozaba de independencia económica durante los años universitarios. Sin serlo, muchos de ellos reproducían, con el consentimiento de sus familias, el modelo del estudiante burgués centrado en sus estudios.
La vida universitaria incluía fiestas de facultades, que se financiaban así el viaje de paso de ecuador de carrera; conciertos, recitales, cineforums y organizaciones de perfil muy variados. Para los jóvenes que provenían de pequeños centros urbanos o del ámbito rural, el entorno universitario significaba una saturación de estímulos, de información y el acceso a bibliotecas hasta entonces no soñadas. Para los que no tuvieron que desplazarse, los que vivían en grandes ciudades, el deslumbramiento fue menor; la universidad competía con la propia ciudad y los centros culturales en ofertas de ocio, formación e ideología, y era el foro ideal para ponerse en contacto.
Incluso para quienes veían la universidad como un centro de estudio más, o quienes la criticaban por su falta de conexión con la realidad, o como una fábrica expendedora de títulos, resultaba importante haber pasado por ella, y sobre todo, finalizar, a toda costa, los estudios, cualquier estudio. Los anuncios de trabajo ni siquiera especificaban, en ocasiones, qué licenciatura precisaban: les bastaba la etiqueta de calidad de la universidad.
Durante aquel periodo de tiempo, la universidad sirvió como un elemento unificador de la juventud; personas de todas las procedencias sociales compartían aula y aspiraban al mismo trabajo. Y todos eran conscientes de que no habría espacio para todos ellos. Las cartas se descubrían: enchufismo, nepotismo, competencia ilegítima o altas calificaciones; era muy posible que hubiera que recurrir a todas ellas.
Viejas carreras, nuevas carreras
En el imaginario teórico de los Baby Boomers, en el reino taifa de la universidad legendaria, existían muy pocas carreras: Derecho, Medicina, Economía, Empresariales, Ingeniería, Arquitectura, Periodismo. Quizás después, rezagadas, venían Filosofía y Letras, Bellas Artes, Magisterio, casi siempre asociadas a lo que sería recomendable que las niñas estudiaran. El mito del hijo o el nieto abogado se encontraba tan arraigado, y tan entremezclado con las múltiples salidas de Derecho, que en 1990 uno de cada cuatro universitarios de ciclo cursaba esa carrera.
(Yo, por cierto, fui una de ellos. En 1992, en la Universidad de Deusto, campus de Bilbao, mi grupo de Derecho Jurídico se componía de 300 alumnos en el turno de mañana; otros tantos en el de tarde, e idéntico número en los dos turnos de Derecho Económico: 1.200 jóvenes únicamente aquel año, en aquella universidad).
Algo muy similar ocurría con Empresariales, la segunda carrera más demandada. Sin embargo, el número de deserciones en esas carreras era inmenso. Muchos de los alumnos no conocían el funcionamiento de la universidad, ni podían contar con el apoyo de padres o parientes mayores porque se habían convertido en los primeros de la familia en acceder a los estudios superiores. Tras uno o dos años de desorientación, decepcionados por la diferencia entre las expectativas y la realidad, reconsideraban sus posibilidades: eso motivó que hubiera un aumento de matrículas en las carreras de ciclo corto (tres años) y en las de carácter más práctico.
De pronto, los sorprendidos padres se encontraban con que sus hijos estudiaban Relaciones Laborales, Ingeniería Informática, Fisioterapia, Nutrición o Ciencia y Tecnología de los alimentos. Las nuevas carreras, más especializadas y con un profesorado por lo general joven, gozaban de clases menos masificadas y de tecnología específica, frente a la formación general de las tradicionales.
La feminización de las aulas
No sólo los hijos de los pobres habían llegado a la universidad: las hijas, nacidas y criadas en democracia, y durante la que las Naciones Unidas denominó «la década de las mujeres», (1975-85) se sentaban en los pupitres contiguos.
La mayor parte de ellas se habían educado en colegios mixtos, en las que existía una teórica igualdad de sexos (tan complicada, la real), y aspiraban a las mismas metas que sus hermanos y compañeros. La universidad les aguardaba, por descontado, pero ¿qué universidad?
En 1940 sólo el 13 % de los estudiantes universitarios eran mujeres; en 1960, eran el 30 %, la mayor parte de ellas repartidas entre Filosofía y Letras, Farmacia y Derecho. En 1970 la Ley General de Educación se anticipaba a la Constitución de 1978 y terminaba por la segregación de sexos en las escuelas, y dictaminaba una educación única, aunque teniendo en cuenta «las características especiales de la mujer... y su futuro papel en la familia y la sociedad».
Ese papel se encontraba en la casa, y como madre. Sin embargo, algo estaba cambiado, porque en el curso 1990-1991, propiedad ya de los mileuristas, las mujeres habían superado en número a los varones: un 51 % del total, más de medio millón de mujeres: las carreras preferidas continuaban siendo las de Letras, más Derecho. Apenas un 8 % del total estudiaba Arquitectura o Ingenierías.
Es decir, que las carreras en principio más prestigiosas, las que habían permitido tradicionalmente un ascenso social, salvo Derecho, eran las que registraban una menor presencia femenina. Por otro lado, las carreras femeninas se habían desprestigiado, precisamente por esa feminización, y por la creencia de que reportaban una menor dificultad.
Pocas chicas en Ingenierías. No era de extrañar: incluso los padres liberales desaconsejaban los estudios de Ciencias a sus hijas: se daba por hecho que encontrarían más dificultades, menos solidaridad, y un machismo mayor. Ese machismo era un hecho; pero de que se asumiera, daba fe de lo elástica que era la mentalidad universitaria en cuanto a discriminación por género.
Tampoco podían buscar ejemplos o referentes en el profesorado: ni siquiera en las carreras mayoritariamente femeninas las profesoras, decanas o rectoras superaban el porcentaje del 30 %. La presión para combinar vida privada y laboral, el agotamiento por la constante lucha de derechos, explicaría en parte esa carencia. El llamado techo de cristal ahondaría en ella.
Hasta que en 1995 las Naciones Unidas habló de la igualdad de género en Beijing, los objetivos respecto a la mujer no pasaban por una formación en tecnología. Se hablaba del hambre, de las soluciones a la pobreza, del papel de la mujer en la educación, la crianza de los hijos o las soluciones a la fertilidad. Sin embargo, por primera vez se hablaba de la ausencia de mujeres en las áreas técnicas o científicas y de esa carencia como un error al que debería encontrársele solución.
En el año 2001 las mujeres suponían un 55 % largo del total de los universitarios. En todas las carreras, de Humanidades a Medicina, esa mayoría se mantenía, y la desigualdad aumentaba, excepto en Ingeniería y Tecnología, en la que sólo 3 de cada 10 estudiantes eran mujeres. Esos índices se repetían entre los licenciados. Es decir, o conseguían mejores resultados que los hombres, o eran más resistentes al abandono.
Sin embargo, su presencia en el entramado de enseñanza y en la élite de poder universitario continuaba siendo simbólica. Un poco más adelante, tampoco se las encuentra en puestos de responsabilidad, o al mando de empresas. La paridad no se ha conseguido y, desde luego, eso no pasa desapercibido a las estudiantes.
Y en este futuro en el que está clara la importancia que la universidad da a las demandas de las empresas, se adivina que éstas continúan asumiendo que las mujeres resultan menos rentables; que su papel, antes o después, pasa por la maternidad, y que el reparto de tareas o de paternidad, es un mero mito. Así, contratan a menos mujeres. Por ello, las mujeres que se plantean dedicar varios años a sus estudios se plantean con sumo cuidado qué carreras pueden garantizarles un trabajo mejor. Exactamente igual que hacen los hombres. Quizás esta explicación sea tan plausible, o más, que la presunta falta de afición de las mujeres por las ciencias.
No puede exigirse que todas las mujeres sirvan de punta de lanza. Sería interesante comprobar las cifras en unos años, cuando, con suerte, la situación empresarial y la incorporación de la mujer a sectores distintos haya mejorado.
El reciclaje
Para la generación que hacía malabarismos entre la EGB y la LOGSE, las reformas no habían finalizado: el Gobierno socialista había legislado también los estudios universitarios a través de la Ley General de Educación, en la Ley de Reforma Universitaria (LRU), en 1983.
La LRU se basaba en un sistema de créditos que, por un lado, intentaba regular el precio de las carreras, aplicando una cantidad por crédito, y por otra, fijaban el número de horas docentes, y su rango. Se suponía que en la convergencia con otros estudios europeos, los créditos facilitarían la convalidación.
La implantación de la LRU fue desigual y progresiva: muchos mileuristas se encontraron nuevamente en la situación de que si perdían un año, tendrían que estudiar nuevas asignaturas por un sistema educativo distinto. La LRU implantaba asignaturas cuatrimestrales que enviaban al estudiante de febrero a septiembre, o de junio a septiembre, en ocasiones sin posibilidad de recuperación. En un decepcionante número de casos, los profesores no reestructuraban la nueva asignatura, sino que se limitaban a condensarla o a resumir los contenidos. Los créditos incluían asignaturas de libre elección que pertenecían a otras carreras; los horarios o el números clausus en otras asignaturas determinaban que los alumnos no podían elegir realmente, sino tan sólo aceptar lo menos malo.
La LRU no convenció a nadie, pero sólo los profesores universitarios, preocupados por las diferencias de contratación o de sueldo protestaron. Los mileuristas, con una pasividad o un estoicismo conseguido ya a base de muchas reformas, aceptaron resignados el cambio.
En diciembre de 2001 se aprobó otra Ley que suplantaría a la LRU: la Ley Orgánica de Universidades, instigada por el Gobierno popular. Con menos de veinte años de vida, la LRU, que intentaba adaptar la universidad a los cambios de una sociedad industrial en plena crisis, que nacía de una voluntad de transformación social, quedaba (o la dejaban) obsoleta. Quizás la sociedad, en verdad, había cambiado mucho. Quizás, una vez más, la generación mileurista experimentaba las vacilaciones de unos mayores que no acababan de atinar con una solución.
Los defensores de la LOU la creen más acorde con una sociedad tecnológica, en la que prima no el conocimiento, sino la comunicación. En la LOU el factor europeo se vuelve esencial, un estudiante o un trabajador puede moverse o formarse en cualquier país, y de ahí la importancia de un término nuevo: la movilidad. La aspiración se llama Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), que homologará las carreras en 40 países. La universidad se hace, definitivamente, utilitarista, aunque insiste en retomar la idea de calidad de enseñanza.
La LOU permite a las universidades que decidan sobre la admisión de alumnos, crea el Consejo de Coordinación Universitaria, que incluye a las universidades privadas, regula el sistema de profesorado, y presume de adaptarse, casi al milímetro a las necesidades reales.
Pero, ¿cuáles son las necesidades reales? Los mileuristas más jóvenes, que nacieron en 1980-82, han finalizado ya sus estudios universitarios, o los completan con segundas carreras o posgrados. Con veinticinco años, acaban de descubrir que el sistema universitario que los tomó como cobayas ha sido desechado por anticuado. Con veinticinco años, y en plena incorporación al mercado de trabajo, su método de aprendizaje resulta obsoleto. De nuevo, la pregunta. ¿Ante quién se puede protestar?
Los que vienen detrás
Cabe preguntarse si la competencia más directa de los mileuristas, es decir, los adolescentes actuales, estarán, y después de estas modificaciones, mejor preparados. Sin embargo, un estudio de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), fechado a finales de 2005, estipula que un 26 % de los bachilleres españoles no finaliza la enseñanza obligatoria,4 y que entre los universitarios novatos, el 40 % y el 50 % abandona la carrera. En Ingenierías, el promedio llega al 90 % durante el primer año.
La dificultad legendaria de los estudios de Ingeniería podría justificar parte de esos resultados; pero ni siquiera en los años 80, cuando se instaba a las jovencitas a matricularse en Ingeniería para conquistar a un muchacho de último año, y después cambiar a una carrera más sencilla (eras de machismo, cuando la presencia de mujeres en carreras técnicas era simbólica), el abandono era tan grande.
Además, el Plan Nacional de Evaluación de la Calidad Universitaria (PNECU) afirmó que el rendimiento del 39 % de las titulaciones españolas era «malo», si se tenía en cuenta el porcentaje de suspensos.
Los profesores universitarios se sienten impotentes ante el desconocimiento de matemáticas primarias, de ortografía o de las normas de redacción de los jóvenes. Los problemas no resueltos en Primaria se heredan en Secundaria, y de ahí se trasladan a la universidad. Daría la sensación de que sólo unos pocos alumnos brillantes han logrado aprovechar las posibilidades de aprendizaje de las nuevas tecnologías, una Europa cercana, el aumento de publicaciones, Internet...
Descontados esos alumnos excepcionales, los profesores se quejan de que la cultura audiovisual ha arruinado la capacidad crítica de los jóvenes al mismo tiempo que su gramática, y que no distinguen entre jerga y lenguaje académico. La idea de obtener status social mayor a través del estudio ha sido desplazada por el valor económico del trabajo. El aprendizaje no se tolera, a no ser que contenga un componente lúdico.
Estos jóvenes, con unas características muy distintas a los mileuristas, que ni siquiera han compartido con ellos sistema educativo, trabajarán en pocos años bajo su cargo. Si el tiempo no lo remedia (y seguramente lo hará; el tiempo remedia casi todo), la generación del EGB habrá sido la única con un mínimo interés en la formación teórica, y que haya combinado técnicas memorísticas con ejercicios de comprensión práctica. El futuro, por lo tanto, no parece ser mejor, ni que temple un poco las heladas perspectivas.
Los que no fueron a la universidad
De los jóvenes que componían el grupo generacional de los mileuristas, muchos de ellos no pasaron por la universidad: en algunos casos, la criba del bachillerato los dejó por el camino, en otros eligieron una profesión o una formación práctica. Sin embargo, para muchos jóvenes no existía la posibilidad de formarse en el sector que deseaban en la universidad.
La nueva LOU contempla las enseñanzas artísticas, y las regula, otorgándoles un rango superior al que tenían. Danza, teatro, música, diseño, olvidarán su desamparo.
La música y la danza continuarán con los tres grados (elemental, medio y superior) con el que ya contaban; esos estudios no son óbice para que el alumno olvide su enseñanza obligatoria; sin título de bachiller, no podrán acceder al grado superior, aunque se intentará que ambas se coordinen lo mejor posible. Y, como logro largamente acariciado, el título de grado superior equivaldrá a una licenciatura universitaria.
Respecto al arte dramático, se reduce a un ciclo de superior, con condiciones muy similares a las de los músicos y los bailarines.
Artes plásticas, diseño y conservación se organizan en ciclos medio y superior, se permite la convalidación de asignaturas ya vistas en el bachillerato, también se permite el acceso a mayores de 20 años con otras exigencias, e incluyen periodos de formación sobre el terreno. Los conservadores, diseñadores, y artistas plásticos se equipararán a diplomados.
Los idiomas, una carencia endémica en nuestro país, tendrán en las Escuelas Oficiales su espacio de enseñanza, encaminadas al estudio de la lengua y que incluyen también la formación de adultos, y la enseñanza a distancia.
Fue precisamente la enseñanza de adultos otro tema pendiente; las autoridades educativas contemplaron su necesidad de formación, y no sólo le dieron prioridad, sino que potenciaron su integración laboral. Aparte de la obtención del graduado escolar a quienes no pudieron conseguirlo en su día, se creó la posibilidad de que continuaran con la enseñanza secundaria, y el acceso directo a la universidad para mayores de 25 años. En los últimos años se crearon las llamadas universidades populares, que a través de cursos, conferencias y talleres continuaban con esa iniciativa.
También para la población reclusa llegó la oportunidad de formarse: a través de la enseñanza a distancia, todos los niveles educativos se vieron cubiertos, incluidos los títulos universitarios.
Grandes logros, que, sin embargo, no recogen la necesidad de una titulación similar en creación literaria. Mientras que un niño pianista puede justificar con un futuro título las horas que emplea sobre el teclado, un lector que devore libros, escriba, y aspire con fervor, incluso tras la elección de una de las escasas carreras de Humanidades que sobrevivan, no tiene nada en su mano que gratifique ese esfuerzo. Hablamos de generaciones prácticas, en un mundo despiadado. Es demasiado exigir, creo yo, que se les pida, precisamente a los escritores, que sean los únicos que no tengan un reconocimiento académico.