LA SEÑORA AMWORTH

Maxley, el pueblo en el que, los pasados verano y otoño, ocurrieron estos extraños sucesos, se extiende revestido de brezos y pinos en una zona elevada de Sussex. No se podría encontrar en toda Inglaterra una localidad más saludable y fragante. Si el viento sopla desde el sur, llega cargado con las especias del mar; los altos montes que se levantan hacia el este lo protegen de las inclemencias de marzo; y las brisas que le alcanzan desde el oeste y el norte viajan sobre kilómetros de aromáticos pinos y brezos. El pueblo en sí es prácticamente insignificante en cuanto a población, pero rebosa comodidades y belleza. Justo a medio camino de la calle única, con su ancha carretera y sus espaciosas franjas de césped a, cada lado, hay una pequeña iglesia normanda y un antiguo cementerio; en desuso desde hace mucho tiempo. Apenas una docena de pequeñas y serenas casas de estilo georgiano, con sus rojos ladrillos y sus enormes ventanas, cada una de ellas con un pequeño jardín en la parte frontal y uno más amplio en la trasera; una veintena de tiendas y varias decenas de cottages[2] con el tejado de paja, pertenecientes a jornaleros de fincas cercanas, forman el ramillete completo de pacíficas viviendas. La paz habitual, en todo caso, se rompe lamentablemente los sábados y los domingos, ya que nos encontramos en una de las carreteras principales entre Londres y Brighton, y durante el fin de semana nuestra tranquila calle se convierte en pista de carreras para veloces automóviles y motocicletas.

Un cartel a las afueras del pueblo que les ruega que vayan despacio sólo parece encorajinarles para que aceleren la velocidad, ya que la carretera es amplia y recta, y en realidad no hay razón para que no lo hagan. Por lo tanto, a modo de protesta, las damas de Maxley se cubren la nariz y la boca con sus pañuelos cada vez que ven acercarse un coche, aunque como la calle está asfaltada, lo cierto es que no necesitan tomar esas precauciones contra el polvo. Para cuando la noche del domingo está ya avanzada, la horda de motoristas ha terminado de pasar y nos preparamos de nuevo para disfrutar de cinco días de alegre y calmado aislamiento. Las huelgas del ferrocarril, que tanto agitan el país, apenas nos molestan, ya que la mayoría de los habitantes de Maxley nunca lo abandonan.

Yo soy el afortunado propietario de una de esas casitas de estilo georgiano, y me considero no menos afortunado por tener un vecino tan interesante y estimulante como Francis Urcombe, quien, como los más auténticos oriundos de Maxley, no ha dormido fuera de su casa, que se encuentra situada justo enfrente de la mía en la calle del pueblo, desde hace casi dos años, fecha en la que, aun encontrándose en la mediana edad, abandonó su Cátedra de Fisiología en la Universidad de Cambridge para dedicarse por su cuenta al estudio de esos fenómenos ocultos y curiosos que parecen concernir por igual tanto al aspecto físico como al psíquico de la naturaleza humana. De hecho, su retiro no fue ajeno a esta pasión por las extrañas e inexploradas zonas que yacen en los confines y los bordes de la ciencia, cuya existencia es tan tozudamente negada por las mentes más materialistas, ya que abogó porque los estudiantes fuesen obligados a pasar algún tipo de examen sobre el mesmerismo, y porque se realizaran tests de conocimientos sobre materias como apariciones en el momento de la muerte, casas encantadas, vampirismo, escritura automática y posesiones.

—Por supuesto, no me hicieron ni caso —explicaba él mismo—, ya que no hay nada de lo que aquellos pozos de sabiduría estén más asustados que del auténtico conocimiento, y la ruta hacia el conocimiento pasa indefectiblemente por el estudio de fenómenos como ésos. Las funciones de lo humano son, en general, conocidas. Se trata en todo caso de un país que ha sido explorado y cartografiado. Pero aparte de ésta, existen otras enormes extensiones de terreno sin descubrir, que ciertamente existen, y los verdaderos pioneros del conocimiento son aquellos que, al coste de ser ridiculizados por crédulos y supersticiosos, quieren penetrar en esos lugares brumosos y probablemente peligrosos. Pensé que podría ser de más utilidad adentrándome en la niebla sin brújula ni saco de dormir que sentándome en una jaula como un canario, gorgoreando lo que ya sabemos todos. Además, la enseñanza es algo negativo para alguien que sólo sabe aprender: para ser maestro basta con ser un asno engreído.

De modo que Francis Urcombe resultaba un vecino encantador para alguien que, como yo, tuviese una curiosidad inquieta y acuciante sobre lo que él llamaba los «lugares brumosos y peligrosos». Por otra parte, la pasada primavera tuvimos una nueva y sinceramente bienvenida adición a nuestra agradable y pequeña comunidad, en la persona de la señora Amworth, viuda de un funcionario destinado en la India. Su esposo había ejercido como juez en las provincias noroccidentales, y tras su fallecimiento en Peshawar ella regresó a Inglaterra. Tras un año en Londres, se descubrió hambrienta por sustituir las nieblas y suciedades de la ciudad por el aire despejado y el sol del campo. Tenía además un especial motivo para instalarse en Maxley, ya que sus ancestros habían sido durante cientos de años nativos del lugar, y en el viejo cementerio, actualmente en desuso, se encontraban varias lápidas grabadas con su nombre de soltera: Chaston. Grande y energética, su vigorosa y genial personalidad rápidamente condujo a Maxley hacia un grado más elevado de sociabilidad del que nunca había disfrutado. La mayoría de nosotros éramos solteros, solteronas o gente mayor no demasiado inclinados a ejercer los gastos y los esfuerzos que conlleva la hospitalidad y, hasta su llegada, una invitación a tomar el te, con una posterior partida de bridge antes de regresar a casa para una cena solitaria, eran el clímax de nuestras festividades. Pero la señora Amworth nos mostró un modo más gregario de actuar, y predicó con el ejemplo ofreciendo una serie de almuerzos multitudinarios y pequeñas cenas, que empezamos a seguir. Incluso en noches en las que semejante hospitalidad no se veía materializada, un hombre solitario como yo mismo encontraba reconfortante saber que una llamada telefónica a la casa de la señora Amworth, apenas a un centenar de metros de la mía, y una pregunta sobre si sería posible acercarme después de cenar para disfrutar de unas partidas de piquet antes de irnos a acostar, provocaría probablemente una respuesta positiva. Allí estaría esperándome, con una impaciencia cercana a la camaradería, para ofrecerme un vaso de oporto, una taza de café, un cigarrillo y una partida de piquet. También tocaba el piano, de una manera libre y exuberante, y tenía una voz encantadora con la que seguía su propio acompañamiento; y a medida que los días se alargaban y la luz se iba rezagando hasta anochecer cada vez más tarde, jugábamos nuestras partidas en su jardín, un refugio para babosas y caracoles que había conseguido transformar, en el curso de los meses, en un deslumbrante y lujurioso conjunto de flores. Siempre estaba alegre y jovial; se interesaba por cualquier cosa, y destacaba principalmente en la música, la jardinería y en todo tipo de juegos. Todo el mundo (con tan sólo una excepción) la apreciaba, todo el mundo sentía como si ella trajese consigo el tónico de un día soleado. Aquella única excepción era Francis Urcombe; y aun así, también él reconoció que aunque no fuese de su agrado estaba ampliamente interesado en ella. Esto siempre me pareció extraño, ya que tan agradable y jovial como era, no podía ver en ella nada que pudiera provocar conjeturas o despertar suposiciones, tan sana y poco misteriosa era su figura. Pero evidentemente no podía haber duda de la autenticidad del interés de Urcombe por ella; uno podía verle observándola y escrutándola. Respecto a su edad, ella misma reveló voluntariamente la información de que contaba cuarenta y cinco años; pero su energía, su actividad, su piel que no revelaba los estragos del tiempo, su pelo negro como el carbón… hacían difícil creer que no estuviera adoptando el poco usado recurso de añadir diez años a su edad en vez de restárselo.

También a menudo, a medida que nuestra amistad platónica iba madurando, la señora Amworth me llamaba para que la invitara a visitarme. Si yo estaba ocupado escribiendo, debía darle, tras un inevitable tira y afloja, una franca negativa, que producía a modo de respuesta una risa jovial y sus deseos por una exitosa noche de trabajo. A veces, antes de que me llamase con su propuesta, Urcombe ya se había acercado desde su casa para disfrutar de un cigarrillo y de un rato de charla, y él, oyendo de quién se trataba la posible visitante, siempre me urgía a rogarle que viniera. Ella y yo jugaríamos nuestras partidas de piquet, me decía, y él observaría, si no nos molestaba, con el objetivo de aprender las reglas del juego. Aunque sinceramente dudo que prestase demasiado interés, ya que nada podía estar más claro, salvo que, bajo aquel ático que formaban su frente y aquellas espesas cejas, su atención se hallaba fija, no en las cartas, sino en uno de los jugadores. Pero parecía disfrutar de las horas que pasábamos así, y a menudo, hasta una noche de julio en particular, la miraba con el aspecto de un hombre que se enfrenta a un grave problema. Ella, entusiasmada y centrada en nuestro juego, no parecía percibir su escrutinio. Entonces llegó aquella noche en la que, a la luz de los hechos que luego acontecieron, empezó a descorrerse el velo que escondía aquel horror secreto ante mis ojos. No lo percibía entonces, pero me di cuenta más tarde de que cuando la señora Amworth me llamaba para proponerme una visita, preguntaba no sólo si me encontraba libre, sino también si el señor Urcombe estaba conmigo. De ser así, decía, no quería echar a perder la charla de dos viejos solterones, y me deseaba unas buenas noches sonriente.

Urcombe, en aquella ocasión, llevaba conmigo una media hora cuando llegó la señora Amworth, y había estado hablándome de las creencias medievales referentes al vampirismo, uno de esos temas fronterizos que no habían sido lo suficientemente estudiados antes de ser condenados por la profesión médica al vertedero de las supersticiones refutadas. Allí estaba, sentado, ceñudo e impaciente, recreando con aquella extraordinaria claridad que le había convertido en un profesor tan admirable durante sus días en Cambridge, la historia de aquellas misteriosas apariciones. En todas ellas se repetían los mismos rasgos generales: uno de aquellos espíritus macabros tomaba posesión de un hombre o una mujer, en cuyo cuerpo habitaba, confiriéndole poderes sobrenaturales, como el vuelo del murciélago, y saciándose mediante festines sangrientos y nocturnos. Cuando su anfitrión moría, continuaba residiendo en el cadáver, el cual no llegaba a corromperse. De día descansaba, y por la noche abandonaba la tumba para realizar sus horrendas rondas. Ningún país europeo de la Edad Media parecía habérseles escapado; e incluso se habían encontrado paralelismos con el mito tanto en Roma y Grecia como en la tradición judía.

—Es una enorme imprudencia calificar de pamplinas todas esas evidencias existentes —dijo—. Cientos de testigos completamente independientes en diferentes momentos de la historia han testificado la existencia de estos fenómenos, y no hay una explicación conocida por mí que cubra todos los hechos. Y si te sientes inclinado a decir: «Vaya, entonces, si estamos hablando de hechos reales, ¿cómo es que no encontramos vampiros en la actualidad?», te puedo dar dos respuestas. Una es que en la Edad Media hubo enfermedades reconocidas, como la peste negra, que ciertamente existieron entonces y que se han extinguido en la actualidad, aunque no por eso negamos su existencia. Así, al igual que la peste negra visitó Inglaterra y diezmó a la población de Norfolk, de la misma manera hubo en este distrito un brote de vampirismo, y Maxley fue el epicentro del mismo. Mi segunda respuesta es aún más convincente, y es que te diré que en modo alguno se ha extinguido el vampirismo. Con toda seguridad hubo un brote hace uno o dos años en la India.

En aquel preciso momento oí cómo sonaba mi aldaba con el alegre y perentorio tono en el cual acostumbraba a anunciar su llegada la señora Amworth, de manera que fui a abrirle la puerta.

—Entre de inmediato —dije— y evite que mi sangre se me hiele en las venas. El señor Urcombe estaba tratando de asustarme.

De inmediato, su presencia vital y voluminosa pareció inundar la habitación.

—¡Ah, magnífico! —dijo ella—. Me encanta que la sangre se me hiele en las venas. Continúe con su cuento de fantasmas, señor Urcombe. Adoro los cuentos de fantasmas.

Vi que, tal y como era su costumbre, él la estaba observando atentamente.

—No se trata exactamente de un cuento de fantasmas —dijo—. Sólo le estaba explicando a nuestro anfitrión que el vampirismo aún no ha desaparecido del todo. Le comentaba que hace apenas un par de años hubo un brote en la India.

Hubo una más que perceptible pausa, y vi que, si Urcombe la estaba observando, ella por su parte también mantenía la mirada fija en él, a la vez que fruncía el ceño. Después su risa alegre invadió aquel silencio tan tenso.

—¡Oh, qué lástima! —dijo—. Así no me va usted a asustar en lo más mínimo. ¿Dónde ha oído semejante historia, señor Urcombe? He vivido en la India durante años y jamás oí un rumor semejante. Algún cuentista de los bazares debió de inventarlo, son famosos por ello.

Pude ver que Urcombe estaba a punto de añadir algo, pero se contuvo.

—¡Ah! Probablemente así fuera —dijo.

Pero algo había alterado aquella noche nuestra habitualmente tranquila sociabilidad, algo que además había empañado el habitual buen humor de la señora Amworth. Apenas disfrutó del piquet y, tras un par de partidas, se marchó. Urcombe también había permanecido en silencio, de hecho apenas volvió a hablar hasta que ella se hubo marchado.

—Ése ha sido un comentario desgraciado —dijo—, ya que el brote de… de una misteriosa enfermedad, llamémoslo así, sucedió en Peshawar, la ciudad en la que se encontraban ella y su marido. Y…

—¿Y bien? —pregunté.

—Él fue una de las víctimas —dijo—. Evidentemente, no había pensado en eso mientras estaba hablando.

El verano fue inusualmente caluroso y seco, y Maxley sufrió mucho la sequía y también una plaga de grandes y negros mosquitos nocturnos, cuya picadura resultaba especialmente virulenta e irritante. Se acercaban flotando, posándose sobre la piel con tanto cuidado que no se notaba nada hasta que el agudo pinchazo anunciaba que uno acababa de ser picado. No picaban ni en las manos ni en la cara, sino que elegían siempre el cuello y la garganta como lugar de alimentación, y la mayoría de nosotros, al extenderse el veneno, padecimos un brote temporal de bocio. Entonces, más o menos a mediados de agosto, apareció el primero de aquellos misteriosos casos que nuestro doctor local atribuyó a la larga ola de calor unida a la picadura de estos venenosos insectos. El paciente fue un chico de dieciséis o diecisiete años, el hijo del jardinero de la señora Amworth, y los síntomas eran una palidez anémica y una postración lánguida, acompañada de gran somnolencia y un apetito anormal. También tenía dos pequeños pinchazos en el cuello, donde, según las conjeturas del doctor Ross, debía de haberle mordido el mosquito. Pero lo más extraño era que no tenía hinchazón ni inflamación de ninguna clase alrededor de las picaduras. Para entonces, el calor ya había comenzado a disminuir, pero el aire fresco no repercutió en ninguna mejoría, y el muchacho, a pesar de la cantidad de buena comida que engulló con voracidad, quedó reducido a poco más que huesos y pellejo.

Fue más o menos entonces cuando me encontré una tarde con el doctor Ross por la calle, y en respuesta a mi interés por su paciente me dijo que temía que el muchacho se estuviera muriendo. El caso, confesó, le tenía completamente desorientado: todo lo que podía sugerir era una desconocida y perniciosa variedad de anemia. Se preguntaba si el señor Urcombe querría visitar al muchacho, en caso de que pudiera arrojar alguna luz sobre el caso, y dado que Urcombe iba a cenar aquella noche conmigo invité al doctor Ross a que se nos uniese. No podía, dijo, pero aseguró que se acercaría algo más tarde. Cuando llegó, Urcombe consintió de inmediato en poner su habilidad a su servicio, y al punto partieron juntos. Viéndome de este modo privado de compañía, telefoneé a la señora Amworth para saber si podría imponerle mi presencia durante una hora. Su respuesta fue afirmativa y de buen grado, y entre el piquet y la música la hora se alargó hasta convertirse en dos. Me habló del chico que yacía tan desesperada y misteriosamente enfermo, y me contó que le había visitado a menudo, llevándole alimentos delicados y nutritivos. Pero aquel día (y sus ojos se humedecieron mientras hablaba) se temía que había ido a visitarle por última vez. Como conocía la antipatía que había entre ella y Urcombe, no le conté que había sido requerido y consultado; y cuando regresé a casa ella me acompañó hasta la puerta, por el placer de disfrutar del aire nocturno y para tomar prestada una revista que contenía un artículo sobre jardinería que deseaba leer.

—Ah, este delicioso aire nocturno —dijo olfateando lujuriosamente el frescor—. El aire de la noche y los jardines son los mejores tónicos que existen. No hay nada más estimulante que el contacto con la generosa madre tierra. Nunca se siente uno tan fresco como cuando ha estado escarbando en el suelo… las manos negras, las uñas negras, las botas recubiertas de lodo… —dejó escapar su jovial y enorme risa.

—Soy una golosa del aire y la tierra —continuó—. Realmente espero con ansia la muerte, ya que entonces podré ser enterrada y estaré rodeada por todas partes de la amable y generosa tierra. Nada de ataúdes de plomo para mí, ya he dado instrucciones explícitas al respecto. Claro que, ¿qué haré sin aire? Bueno, supongo que no se puede tener todo. ¿La revista? Mil gracias, se la devolveré lealmente. Buenas noches: mantenga sus ventanas abiertas y no padecerá de anemia.

—Siempre duermo con las ventanas abiertas —dije yo.

Me fui directamente a mi dormitorio, una de cuyas ventanas da directamente a la calle, y mientras me desnudaba creí oír voces hablando no muy lejos de allí. Pero sin prestar particular atención, apagué las luces y me hundí directamente en las profundidades de un horrible sueño, sugerido y distorsionado, sin duda, por mis últimas palabras con la señora Amworth. Soñé que me despertaba y que las dos ventanas de mi dormitorio estaban cerradas. Medio ahogándome, soñé que saltaba de la cama y cruzaba la habitación para abrirlas. La persiana de la primera estaba bajada, y al levantarla vi, con el indescriptible horror de una incipiente pesadilla, el rostro de la señora Amworth flotando en la oscuridad junto al alféizar, asintiendo y sonriéndome. Volví a bajar la persiana para mantener aquel horror en el exterior y corrí hacia la otra ventana, situada en el extremo opuesto de la habitación, para encontrarme de nuevo con el rostro de la señora Amworth. Entonces el pánico me desbordó; allí estaba yo, asfixiándome por la falta de aire en la habitación y, abriera la ventana que abriera, el rostro de la señora Amworth penetraría en el interior, como aquellos silenciosos mosquitos negros que te mordían antes de que pudieras darte cuenta. La pesadilla progresó hasta el punto de hacerme despertar entre gritos, para encontrar mi habitación perfectamente tranquila, con las ventanas completamente abiertas, ambas persianas levantadas y una luna en cuarto creciente cuya luz tranquila y oblonga se reflejaba en el suelo. Pero incluso tras haberme despertado, el horror persistió, y no dejé de moverme y de revolverme en el lecho. Debía de haber dormido bastante antes de que la pesadilla me asaltara, ya que casi era de día y pronto se empezaron a elevar por el este los soñolientos párpados de la mañana.

Acababa de bajar las escaleras al día siguiente (ya que, tras el amanecer volví a dormirme profundamente) cuando Urcombe me telefoneó para saber si podía verme de inmediato. Entró, sombrío y preocupado, y pude darme cuenta de que estaba chupeteando una pipa que ni siquiera había cargado.

—Necesito tu ayuda —dijo—, de modo que antes deberé contarte qué es lo que sucedió anoche. Acudí con el doctorzuelo a ver a su paciente, y le encontré apenas vivo. Inmediatamente diagnostiqué, para mí mismo, lo que significa esta anemia, completamente inexplicable de cualquier otra manera. El muchacho ha sido presa de un vampiro.

Dejó su pipa sobre la mesa de desayunar, junto a la que me acababa de sentar, y se cruzó de brazos, mirándome fijamente desde debajo de sus prominentes cejas.

—En cuanto a lo de anoche —continuó—, insistí en que debía ser trasladado del cottage de su padre a mi propia casa. Y mientras le llevábamos en una camilla ¿con quién nos encontramos sino con la señora Amworth, que expresó su sorpresa porque le estuviéramos trasladando? ¿Y por qué crees tú que dijo eso?

Con un amago de horror, mientras recordaba mi sueño de la noche anterior, acudió a mi mente una idea tan absurda e impensable que instantáneamente la rechacé.

—No tengo ni la más remota idea —dije.

—Entonces escucha, mientras te cuento lo que sucedió más tarde. Encendí todas las luces de la habitación en la que se encontraba el muchacho y me quedé allí vigilándole. Una ventana estaba ligeramente abierta, ya que había olvidado cerrarla, y alrededor de la medianoche oí algo que desde el exterior intentaba aparentemente abrirla del todo. Me imaginé quién sería (y sí, estábamos a más de seis metros sobre el suelo) y ojeé a través del borde de la persiana. Me encontré con el rostro de la señora Amworth, y con su mano apoyada en el marco de la ventana. Me acerqué silenciosamente a ella y después la golpeé violentamente; creó que le pillé un dedo.

—¡Pero eso es imposible! —grité—. ¿Cómo iba a ir flotando por el aire de esa manera? ¿Y para qué habría ido? No me vengas con semejantes…

Una vez más, con más fuerza, el recuerdo de mi pesadilla me inmovilizó.

—Te estoy diciendo lo que vi —dijo él—. Y te aseguro que durante toda la noche, hasta que casi se hizo de día, siguió revoloteando por el exterior como si fuera un terrible murciélago que intentara entrar. Ahora, analiza todo lo que te he contado.

Empezó a contar con los dedos.

—Uno —dijo—: hubo un brote de una enfermedad similar a la que este muchacho está padeciendo en Peshawar, y su marido falleció a consecuencia de ella. Dos: la señora Amworth protestó ante mi decisión de trasladar al chico a mi casa. Tres: ella, o el demonio que habita en su cuerpo, una criatura sin duda poderosa y mortal, intentó entrar en la misma. Y a todo eso añádele lo siguiente: en el medievo hubo una epidemia de vampirismo aquí, en Maxley. El vampiro, o así lo recogieron las crónicas, resultó ser una tal Elizabeth Chaston… Veo que recuerdas el nombre de soltera de la señora Amworth. Y por último, el chico está bastante mejor esta mañana. Con toda seguridad no estaría vivo ahora si hubiera sido visitado una vez más. ¿Qué piensas ahora de todo esto?

Hubo un largo silencio durante el cual descubrí que aquel horror asumía visos de verosimilitud.

—Tengo algo que añadir —dije— que podría o no podría tener algo que ver con esto. ¿Dices que… el espectro se retiró poco antes del amanecer?

—Sí.

Le conté mi sueño, y sonrió sombríamente.

—Sí, hiciste bien en despertarte —dijo—. El aviso partió de tu subconsciente, que nunca está completamente dormido, y te gritó que te hallabas en peligro mortal. Ya son dos razones, por tanto, por las que debes ayudarme: una, para salvar a los demás; la otra, para salvarte a ti mismo.

—¿Qué quieres que haga? —pregunté.

—Lo primero, que me ayudes a vigilar al muchacho, y que te asegures de que ella no se le acerca. Por otra parte, quiero que me ayudes a perseguir a esa cosa, a descubrirla y a destruirla. No es humana: es un demonio encarnado. Qué pasos tendremos que seguir para conseguirlo, aún no lo sé.

Eran ya las once de la mañana, y de inmediato nos encaminamos hacia su casa para que yo pudiera iniciar una vigilia de doce horas mientras él dormía para poder relevarme aquella noche, de modo que durante las siguientes veinticuatro horas uno de los dos, o Urcombe o yo mismo, estuvo en la habitación con el chico, el cual se fortalecía a ojos vista hora tras hora. El día siguiente fue sábado, y la mañana se presentaba hermosa y cristalina. Cuando fui a su casa para reasumir mis tareas, ya había comenzado el trasiego de motores en dirección a Brighton. Al mismo tiempo vi a Urcombe que salía de casa con un semblante alegre que presagiaba buenas noticias sobre su paciente, y a la señora Amworth, que con un gesto de saludo dirigido hacia mí, caminaba por la ancha franja de césped que bordeaba la carretera con una cesta en la mano. Allí nos encontramos los tres. Pude darme cuenta (y vi que también Urcombe lo hizo) de que uno de los dedos de la mano izquierda de la señora Amworth estaba vendado.

—Buenos días a ambos —dijo ella—. He oído que su paciente está mejorando, señor Urcombe. He venido para traerle un plato de jalea y para sentarme una hora junto a él. Los dos somos grandes amigos. Estoy encantada con su recuperación.

Urcombe se mantuvo en silencio, como si estuviera reflexionando, y después la señaló con un dedo acusador.

—¡Se lo prohíbo! —dijo—. Ni se le acercará ni volverá a verlo. Y conoce usted la razón tan bien como yo.

Nunca había visto originarse en un rostro un cambio tan horrible como aquel que empalideció la cara de la señora Amworth hasta otorgarle el color de una niebla grisácea. Alzó la mano como para protegerse del dedo que la señalaba dibujando sobre el aire el símbolo de la cruz, y retrocedió trastabillando hacia la carretera. Se oyó un estruendoso bocinazo, el chirriar de unos frenos, un grito de aviso (demasiado tarde) procedente de un coche que pasaba, y un largo alarido interrumpido de cuajo. Su cuerpo rebotó contra el asfalto tras haber sido aplastado por la primera rueda antes de caer bajo la segunda. Se quedó allí, estremeciéndose y agitándose, hasta que quedó completamente inmóvil.

Fue enterrada tres días más tarde en el cementerio a las afueras de Maxley, de acuerdo a los deseos que ella misma había dejado escritos y que yo ya conocía, y el impacto que su súbita y horrorosa muerte había causado en nuestra pequeña comunidad empezó a disminuir gradualmente. Sólo para dos personas, Urcombe y yo mismo, quedó aquel disgusto mitigado por el conocimiento del alivio que su muerte había traído consigo; pero, naturalmente, guardamos nuestro consuelo para nosotros mismos y no dejamos entrever ni la más mínima pizca del horror mucho más intenso que de aquella manera se había abortado.

Pero, curiosamente, Urcombe seguía sin estar completamente satisfecho, o al menos eso me parecía, y nunca me respondía a las preguntas que al respecto le hice. Después, a medida que los días de un septiembre sereno y apacible fueron seguidos por los de octubre, y éstos empezaron a caer como las hojas de los árboles amarillentos, su preocupación cesó. Pero antes de que llegara noviembre la aparente tranquilidad se convirtió en huracán.

Había estado cenando una noche en el extremo más alejado del pueblo, y a eso de las once emprendí el regreso a mi casa, caminando. La luna tenía una inusual brillantez, apareciendo todo tan nítido como en un grabado. Acababa de pasar frente a la casa en la que había vivido la señora Amworth, junto a la que ahora había un cartel anunciando su alquiler, cuando oí descorrerse el cerrojo de la puerta principal, y entonces, con un repentino escalofrío que llegó a lo más hondo de mi alma, la vi. Su perfil, perfectamente iluminado por la luna, estaba dirigido hacia mí, y no había error posible en la identificación. Pareció no verme (de hecho, la sombra de los tejos que bordeaban su jardín me rodeaba de oscuridad), de modo que cruzó resueltamente la carretera y entró en la casa de enfrente por la puerta principal. Allí la perdí de vista completamente.

Mi respiración iba regresando a base de pequeños jadeos, ya que me había echado a correr (seguí corriendo, de hecho, lanzando hacia atrás miradas temerosas) los cien metros que separaban mi casa de la de Urcombe. Un minuto más tarde ya estaba dentro.

—¿Qué vienes a contarme? —preguntó—. A que lo adivino.

—No creo que puedas —dije yo.

—No, realmente no tengo que adivinarlo. Lo sé. Ha vuelto y la has visto. Cuéntame cómo ha sido.

Le narré mi historia.

—Ésa es la casa del alcalde Pearsall —dijo—. Vayamos de inmediato.

—¿Pero qué podemos hacer? —pregunté.

—No tengo ni idea. Eso es lo que tenemos que averiguar.

Un minuto más tarde nos encontrábamos frente a la casa. Cuando había pasado antes por allí estaba completamente a oscuras; ahora se veían luces encendidas a través de algunas ventanas del piso superior. Mientras estábamos allí se abrió la puerta y el alcalde Pearsall salió por ella. Nos vio y se detuvo.

—Voy a buscar al doctor Ross —dijo presurosamente—. Mi mujer ha enfermado de repente. Hacía una hora que se había ido a la cama cuando he subido a acostarme y la he encontrado pálida como un fantasma y completamente exhausta. Ustedes me perdonarán pero…

—Un momento, alcalde —dijo Urcombe—. ¿Tenía alguna marca en el cuello?

—¿Cómo lo ha sabido? —respondió él—. Uno de esos malditos mosquitos ha debido de morderla. Dos veces, además. Aún salía sangre de las heridas.

—¿Se ha quedado alguien con ella?

—Sí, he despertado a su doncella.

Se marchó y Urcombe se dirigió a mí.

—Ya sé lo que tenemos que hacer —dijo—. Ve a cambiarte de ropa. Nos encontraremos en tu casa.

—¿De qué se trata? —pregunté.

—Te lo diré en el camino. Nos vamos al cementerio.

Cuando se reunió conmigo, Urcombe acarreaba un pico, una pala y un destornillador, y se había enrollado alrededor de los hombros un gran ovillo de cuerda. Mientras caminábamos me explicó a grandes rasgos la atroz tarea que nos esperaba.

—Lo que voy a contarte —dijo—, te parecerá excesivamente fantástico como para ser creíble, pero antes de que amanezca vamos a ver cosas que superan la realidad. Por una afortunadísima coincidencia, has visto al espectro, el cuerpo astral, o llámalo como quieras, de la señora Amworth mientras se dirigía a realizar su siniestra tarea; por lo tanto, y sin lugar a dudas, hemos de deducir que el vampiro que habitaba en su interior mientras estuvo viva ha sido capaz de animarla estando muerta. No es que sea algo excepcional, lo llevo esperando desde hace semanas. Si tengo razón, encontraremos su cuerpo intacto y sin el más mínimo signo de corrupción.

—Pero si lleva muerta casi dos meses —dije yo.

—Aunque llevara muerta dos años, seguiría igual si el vampiro sigue poseyéndola. De modo que recuerda: nada de lo que veas esta noche va a serle hecho a la verdadera señora Amworth, que de haber seguido el curso natural de las cosas ahora estaría alimentando a la hierba que crece sobre su cuerpo, sino a un espíritu de inenarrable maldad.

—¿Pero qué es lo que vamos a hacerle?

—Te lo diré. Sabemos que en estos momentos el vampiro, revestido con su apariencia mortal, ha salido a cenar. Pero debe regresar antes del amanecer, y entonces se introducirá en la forma material que yace en su tumba. Debemos esperar a que así suceda, y entonces, con tu ayuda, desenterraré el cuerpo. Si he acertado, la podrás contemplar tal y como fue en vida, con todo el vigor que su espantosa dieta le habrá proporcionado latiendo en sus venas. Y entonces, cuando llegue el amanecer y el vampiro no pueda abandonar la guarida de su cuerpo, le atravesaré el corazón con esto —y señaló el pico—, y tanto ella, que sólo regresa a la vida gracias a la animación que el demonio le otorga, como su infernal compañero morirán de verdad. Después deberemos enterrarla otra vez, ya completamente liberada.

Habíamos llegado al cementerio, y gracias a la claridad de la luna no hubo dificultad en identificar la tumba. Yacía a unos veinte metros de la pequeña capilla en cuyo porche, oscurecido por las sombras, ambos nos santiguamos. Desde allí teníamos una vista clara y despejada de la tumba, y ahora debíamos esperar a que su infernal habitante regresara. La noche era cálida y apenas corría viento, pero creo que incluso aunque se hubiera desatado un helado vendaval no lo habría notado, tan intensa era mi preocupación por lo que la noche y el amanecer depararían. Había una campana en la torrecilla de la capilla que marcaba los cuartos de hora, y me sorprendió descubrir lo rápido que se sucedían los repiques.

Hacía rato que la luna se había puesto, aunque un crepúsculo de estrellas brillaba en el cielo despejado, cuando desde la torre sonaron las cinco de la mañana. Pasaron un par de minutos más, y entonces sentí la mano de Urcombe golpeándome suavemente. Al mirar en la dirección que señalaba su índice, pude ver la silueta de una mujer, alta y robusta, que se acercaba desde la derecha. Sin hacer ruido, con un movimiento que se asemejaba más al planear o al flotar que al andar, se desplazó a través del cementerio hacia la tumba que suponía el objeto de nuestra vigilancia. La rodeó un par de veces, como para asegurarse de que aquella era su lápida, y por un instante permaneció directamente frente a nosotros. En la penumbra a la que mis ojos ya se habían acostumbrado, pude ver su cara fácilmente, y reconocer sus rasgos.

La señora Amworth se pasó una mano sobre los labios, como si se los limpiase, y rompió a reír de una manera que me erizó todos los pelos de la cabeza. Entonces saltó sobre la tumba, manteniendo las manos elevadas sobre su cabeza, y centímetro a centímetro se hundió en la tierra. La mano de Urcombe había permanecido todo el tiempo agarrándome del brazo, como para indicarme que no me moviera, pero en ese momento la retiró.

—Vamos —dijo.

Armados con el pico, la pala y la cuerda nos aproximamos a la tumba. La tierra era ligera y arenosa, y poco después de que sonaran las seis ya habíamos conseguido llegar hasta el ataúd. Con el pico, Urcombe ablandó la tierra que lo rodeaba; después anudó la cuerda alrededor de los agarraderos mediante los cuales se hacía descender el ataúd, e intentamos sacarlo del agujero. Fue una tarea laboriosa, y la luz que anunciaba el día empezaba a asomar por el este antes de que hubiéramos logrado depositarlo junto a la tumba. Con la ayuda del destornillador, Urcombe retiró la tapa del ataúd y pudimos ver el rostro de la señora Amworth. Los ojos, que habían sido cerrados tras su muerte, se encontraban abiertos, las mejillas presentaban un saludable rubor, y los labios rojos e hinchados parecían sonreír.

—Un golpe y todo habrá acabado —dijo—. No hace falta que mires. Al mismo tiempo que hablaba volvió a tomar el pico y, colocando la punta sobre el pecho izquierdo, midió la distancia. Y aunque sabía lo que iba a pasar a continuación no pude retirar la mirada…

Agarró el pico con ambas manos, lo elevó para tomar impulso y después, con todas sus fuerzas, lo hundió en el pecho de ella. Pese al tiempo que llevaba muerta, un manantial de sangre se elevó a una altura bastante considerable antes de caer con un fuerte chapoteo sobre la mortaja. Simultáneamente, surgió de aquellos labios enrojecidos un horroroso chillido que se elevó como una estruendosa sirena antes de volver a morir. En aquel momento, tan instantáneos como un relámpago, aparecieron en su cara los rasgos de la putrefacción: el rostro adquirió un color ceniciento, las infladas mejillas se deshincharon, la mandíbula se descolgó.

—Gracias a Dios que ya ha acabado todo —dijo Urcombe, y sin un momento de pausa volvió a poner la tapa del ataúd.

El día estaba cada vez más cercano, por lo que trabajamos como posesos para bajar el ataúd y lo volvimos a recubrir de tierra.

Los pájaros se afanaban con sus primeros gorjeos del día mientras regresábamos hacia Maxley.