EL TERROR NOCTURNO
La transferencia de emociones es un fenómeno tan común, observado tan a menudo, que la humanidad en general hace tiempo que ha dejado de ser consciente de su existencia, pasando de ser algo merecedor de nuestro asombro y consideración a tenerse como algo tan natural y habitual como la transferencia de cosas que actúan según las ya demostradas leyes de la materia. Nadie, por ejemplo, se sorprende si, cuando una habitación está demasiado caldeada, al abrir una ventana el aire fresco del exterior es transferido al interior de la habitación, de la misma manera que nadie se sorprende cuando en la misma habitación, que imaginaremos abarrotada de gente aburrida y triste, entra alguien alegre y natural, produciendo en la cargada atmósfera mental un cambio análogo al provocado por la apertura de la ventana. Cómo se lleva a cabo exactamente esta infección, no lo sabemos; considerando esas maravillas sin cable (que actúan según leyes materiales), que empiezan a perder su capacidad de maravillar ahora que somos capaces de recibir nuestro periódico cada mañana aunque nos encontremos en mitad del Atlántico, quizá no sería arriesgado conjeturar que, de alguna manera sutil y oculta, la transferencia de emociones es también una realidad material. Ciertamente (para utilizar otro ejemplo) la visión de cosas decididamente materiales, como la escritura sobre una página, produce emociones en nuestras mentes de una manera aparentemente directa, como cuando nuestro placer o nuestro pesar vienen provocados por un libro. Del mismo modo es posible que una mente actúe sobre otra mente de un modo tan material como ése.
En ocasiones, en todo caso, nos cruzamos con fenómenos que, aunque podrían ser fácilmente tan materiales como cualquiera de esas cosas, son más extraños, y por lo tanto más sorprendentes. Algunos los llaman fantasmas, otros juegos de manos, y otros tonterías. Parece más simple agrupar dichos fenómenos bajo el título de emociones transferidas, ya que se podrían aplicar a cualquiera de los sentidos. Algunos fantasmas son vistos, algunos oídos, y otros sentidos, y aunque no conozco el caso de ningún fantasma que haya sido saboreado, en las siguientes páginas parecerá que estos fenómenos ocultos pueden apelar en todo caso a los sentidos que perciben el calor, el frío o el olor. Y es que, para tomar la analogía del telégrafo sin cables, todos nosotros somos probablemente «receptores» hasta cierto punto, y cogemos de tanto en cuando un mensaje o parte de un mensaje que las eternas ondas de la emoción están gritando de manera incesante hacia todos aquellos que tienen oídos para oír, y materializándose ante aquellos que tienen ojos para ver. Al no estar, por regla general, perfectamente sintonizados, no captamos sino trozos o fragmentos de dichos mensajes. Podrían ser un par de palabras coherentes, o un par de palabras que parecen no tener sentido. La siguiente historia, en todo caso, es para mí interesante, porque demuestra cómo diferentes fragmentos de lo que sin duda era un mensaje fueron recibidos y registrados por varias personas de manera simultánea. Han pasado diez años desde los hechos aquí registrados, pero fueron escritos en el momento.
Jack Lorimer y yo éramos amigos desde hacía mucho tiempo antes de que se casara, y su boda con una prima mía no derivó, como suele ser habitual, en una reducción de nuestra intimidad. Algunos meses más tarde, se averiguó que su esposa estaba afectada de tisis, de modo que, sin pérdida de tiempo, fue enviada a Davos acompañada de su hermana para que la cuidase. Evidentemente, la enfermedad había sido detectada cuando aún se hallaba en su etapa inicial, y había suficientes motivos para esperar que, con los cuidados adecuados y un régimen estricto, pudiera ser curada por los hielos dadores de vida de aquel maravilloso valle.
Las dos se habían marchado en el mes de noviembre del que estoy hablando, y Jack y yo nos unimos a ellas durante todo un mes durante las Navidades, y pudimos apreciar que semana tras semana ella iba mejorando de manera rápida y constante. Teníamos que estar de regreso en la ciudad a finales de enero, pero acordamos que sería mejor que Ida se quedara acompañando a su hermana una o dos semanas más. Ambas, recuerdo, bajaron hasta la estación para despedirnos, y no creo que pueda olvidar las últimas palabras que allí se entrecruzaron:
—Oh, no estés tan decaído, Jack —había dicho su mujer—; me volverás a ver dentro de poco.
Entonces la escandalosa y pequeña locomotora chilló como chilla un cachorro cuando le pisan una pata, y ascendimos resoplando hacia el paso.
Cuando regresamos, Londres presentaba su habitual disposición desesperanzada de cada febrero, repleta de niebla y heladas que parecían producir un frío mucho más mordiente que las penetrantes temperaturas de aquellas soleadas altitudes de las que acabábamos de llegar. Ambos, creo, nos sentíamos bastante solos, e incluso antes de que hubiéramos acabado el viaje habíamos acordado que por el momento era ridículo mantener dos casas en funcionamiento cuando con una sola nos bastaría, lo que resultaría además más alegre para los dos. De modo que, como ambos vivíamos en casas casi idénticas en la misma calle de Chelsea, decidimos lanzar una moneda y vivir en la casa que ésta indicara (cara, la mía; cruz, la suya), compartir gastos, intentar alquilar la otra casa y, en el caso de tener éxito, compartir también los beneficios. Una pieza francesa de cinco francos del Segundo Imperio nos dijo: «cara».
Habían transcurrido diez días desde nuestro regreso, y cada día recibíamos las noticias más favorables desde Davos, cuando, primero sobre él, después sobre mí, descendió, como una tormenta tropical, un sentimiento de terror indefinible. Probablemente, este sentimiento de aprensión (pues no hay otro en el mundo tan virulentamente infeccioso) me alcanzó a través de él: por otra parte, los dos ataques de vagos presentimientos podrían haber surgido de la misma fuente, pero lo cierto es que a mí no me atacó hasta que Jack habló al respecto, de modo que la posibilidad quizá se incline más porque fuera él quien me lo transmitiera. Hizo su primer comentario, recuerdo, una noche en la que nos habíamos reunido para charlar antes de acostarnos, tras haber regresado de nuestras respectivas casas, en las que habíamos cenado.
—Me he sentido tremendamente deprimido durante todo el día —dijo, y justo después de haber recibido este espléndido informe sobre Daisy. No puedo entender dónde está el problema.
Se sirvió un poco de whisky con soda mientras hablaba.
—Oh, pobre hígado —dije—. Yo que tú no me bebería eso. Sería mejor que me lo cedieras.
—Nunca en toda mi vida he estado mejor —dijo él.
Mientras hablábamos yo estaba repasando la correspondencia, y me topé con una carta del agente inmobiliario que leí con temblorosa impaciencia.
—¡Hurra! —exclamé—. Oferta de cinco guas (por qué no escribirá en cristiano)… cinco guineas a la semana, hasta Pascua, por el número 31. ¡Vamos a nadar en guineas!
—Oh, pero no puedo quedarme aquí hasta Pascua —dijo él.
—No veo por qué no. Tampoco lo ve Daisy, por cierto. Hablé con ella esta mañana y me ha dicho que te persuadiera para que te quedases. Eso si te apetece, por supuesto. Realmente estarás más animado. Pero perdona, ¿qué me estabas diciendo?
Las fantásticas noticias sobre las guineas semanales no le habían alegrado lo más mínimo.
—Muchísimas gracias. Claro que me quedaré.
Recorrió la habitación una o dos veces.
—No, no soy yo el que está mal —dijo al fin—. Es… Eso, sea lo que sea Eso. El terror nocturno.
—Del cual se te ha ordenado no tener miedo —remarqué.
—Ya lo sé; mandar es fácil. Estoy asustado. Algo se acerca.
—Cinco guineas semanales se acercan —dije—. No me quedaré aquí para que me infectes con tus temores. Lo único que importa es Davos, y va todo lo bien que podría ir. ¿Cómo decía el último informe? «Increíblemente mejor». Acuéstate con eso en mente.
La infección (si es que fue infección) no me afectó en aquel momento, ya que recuerdo haberme ido a dormir sintiéndome bastante alegre, pero me desperté en una casa oscura y silenciosa, y Eso, el terror nocturno, había llegado hasta mí mientras dormía. El miedo y la duda, irracional y paralizante, me habían atenazado. ¿De qué se trataba? Al igual que podemos predecir la llegada de una tormenta con un barómetro, al sentir tal hundimiento del espíritu, diferente a cualquier cosa que hubiera sentido anteriormente, estuve seguro de que aquello era el presagio de algún desastre.
Jack lo vio en el mismo instante en el que nos encontramos para desayunar a la mañana siguiente, a la luz pálida y marrón de un día nublado, no lo suficientemente oscuro como para necesitar velas, pero sombrío más allá de toda explicación.
—De modo que también ha llegado hasta ti —dijo.
Yo no tenía ni siquiera la fuerza de voluntad necesaria para decirle que tan sólo me sentía ligeramente indispuesto. Además, nunca en toda mi vida me había sentido mejor.
Todo aquel día, y durante todo el día siguiente, el miedo cubrió mi mente como si de una capa negra se tratara; no sabía qué era lo que temía, pero desde luego se trataba de algo extremadamente intenso, algo que me resultaba muy próximo. Se acercaba más a cada momento, extendiéndose como un manto de nubes sobre el cielo; pero al tercer día, cansado de encogerme bajo él, supongo que cierto coraje regresó a mí: o bien aquello era resultado de nuestra imaginación, algún truco provocado por nuestros alterados nervios o algo así, en cuyo caso ambos estábamos «preocupándonos en vano», o bien de entre las inconmensurables ondas emotivas que golpean las mentes de los hombres, algo en el interior de ambos había intuido una corriente, una presión. En cualquiera de los dos casos era mucho mejor intentar, aunque fuera en vano, enfrentarse a ello. Durante aquellos dos días no había trabajado ni jugado; tan sólo me había encogido y temblado, de modo que decidí planear un día ocupado para mí, y una noche de diversión para los dos.
—Cenaremos pronto —dije—, e iremos a ver El hombre de Blankleys. Ya se lo he comentado a Philip, que va a venir, y he telefoneado para pedir las entradas. La cena será a las siete.
Philip, debería aclarar, es un viejo amigo nuestro, vecino de nuestra calle, doctor de profesión y muy respetado, por cierto.
Jack dejó el periódico.
—Sí, espero que tengas razón —dijo—. No sirve de nada no hacer nada. No ayuda en lo más mínimo. ¿Has dormido bien?
—Sí, estupendamente —respondí con excesiva rapidez, ya que tenía los nervios de punta precisamente por no haber pegado ojo en toda la noche.
—Ojalá yo hubiera podido —dijo él.
Así no íbamos a ninguna parte.
—¡Tenemos que animarnos! —dije—. Aquí estamos, dos hombres jóvenes y robustos y con tantas causas para estar satisfechos de la vida como puedas mencionar, abandonándonos a una conducta propia de gusanos. Nuestros temores podrían deberse a algo imaginario o a algo real, pero es el hecho de asustarse lo que resulta realmente despreciable. No hay nada en el mundo a lo que temer excepto al temor. Y tú lo sabes tan bien como yo. Ahora, leamos nuestros periódicos con interés. ¿A quién apoyas tú, al señor Druce, al Duque de Portland o al Times Book Club?
Aquel día, por lo tanto, en mi caso fue muy intenso; y pasaron suficientes acontecimientos frente a aquel fondo negro, de cuyas presencias fui consciente todo el tiempo, como para permitirme mantener los ojos alejados de él. Al final, estuve retenido en la oficina hasta tan tarde que tuve que volver a Chelsea en coche, en vez de hacerlo dando un paseo, como habría sido mi propósito.
Fue entonces cuando el mensaje, que durante aquellos tres días había estado gorjeando en nuestros receptores (nuestras mentes), haciéndoles estremecerse y crisparse, llegó.
Cuando llegué, encontré a Jack vestido, ya que apenas faltaban un minuto o dos para las siete, sentado en la sala de estar. El día había sido cálido y bochornoso, pero mientras pensaba en dirigirme a mi habitación me pareció como si de repente se hubiera vuelto tremendamente frío, no con la humedad de las heladas inglesas, sino con la cristalina y penetrante alegría de los días que habíamos pasado en Suiza. La leña estaba preparada en la chimenea, pero no había sido prendida, por lo que me arrodillé en la alfombrilla para encenderla.
—Vaya, pero si esto está helado —dije—. ¡Hay que ver lo burros que son los criados! Nunca se les ocurre que te pueda apetecer encontrar un buen fuego en invierno, y desde luego jamás en verano.
—Oh, por el amor de Dios, no enciendas la chimenea —dijo él—. Es la noche más calurosa y bochornosa que recuerdo.
Le miré asombrado. Mis manos estaban temblando a causa del frío. Él lo vio.
—¡Vaya, pero si estás temblando! —dijo—. ¿Te has resfriado? Porque eso de que la habitación está fría… mira el termómetro.
Había uno sobre el escritorio.
—Veinticinco —dijo.
No había discusión posible, y tampoco me apetecía, ya que en ese momento, repentinamente, nos dimos cuenta de que Eso «estaba llegando» de un modo tenue y distante. Lo sentí como una curiosa vibración interna.
—Caliente o frío, he de ir a vestirme —dije.
Aún temblando, pero sintiendo como si estuviera respirando algún aire rarificado pero estimulante, me fui a mi habitación. Mi ropa ya estaba preparada pero, por descuido, no me habían llevado agua caliente, por lo que avisé al mayordomo con el timbre. Subió casi al instante, pero parecía asustado, o así se lo pareció al menos a mis ya de por sí alterados sentidos.
—¿Qué pasa? —dije.
—Nada, señor —respondió, aunque apenas era capaz de articular las palabras—. Pensé que me había llamado.
—Sí. Agua caliente. ¿Pero qué es lo que te pasa?
Se balanceó alternativamente sobre uno y otro pie.
—Creí haber visto a una dama en la escalera —dijo—, subiendo muy cerca detrás de mí. Y la campana de la puerta de entrada no ha sonado, o al menos yo no la he oído.
—¿Dónde crees haberla visto? —pregunté.
—En la escalera. Y después frente a la puerta de la sala de estar, señor —dijo—. Se quedó allí como si no supiera si entrar o no.
—Alguien… alguien del servicio —dije.
Pero de nuevo, aquella sensación se abría paso.
—No, señor, no era nadie del servicio.
—¿Quién era, entonces?
—No pude verla con claridad, señor, estaba difusa. Pero creí que se trataba de la señora Lorimer.
—Oh, ve a buscarme algo de agua caliente —dije.
Pero él titubeó; evidentemente estaba muy asustado.
En ese momento sonó el timbre de la puerta principal. Eran las siete, y Philip acababa de llegar con brutal puntualidad, mientras que yo no estaba ni medio vestido todavía.
—Ése es el doctor Enderly —dije—. Quizá si ya ha llegado hasta las escaleras seas capaz de pasar frente al lugar en el que viste a la dama.
Entonces, repentinamente, un grito se extendió por la casa, tan terrible, tan horroroso en su agonía y supremo terror, que simplemente me quedé inmóvil y me eché a temblar, incapaz de moverme. Después, mediante un esfuerzo tan violento que sentí como si algo se me hubiera roto, recobré el movimiento y corrí escaleras abajo, con el mayordomo pisándome los talones, hasta encontrarme con Philip, que llegaba corriendo de la planta baja. Él también había oído el grito.
—¿Qué ha pasado? —dijo—. ¿Qué ha sido eso?
Juntos entramos en la sala de estar. Jack yacía frente a la chimenea, con la silla en la que había estado sentado unos minutos antes volcada. Philip se dirigió a él directamente y se inclinó sobre su pecho, desgarrando la blanca camisa.
—Abrid todas las ventanas —dijo—, este lugar apesta.
Abrimos las ventanas dejando que entrara, o eso me pareció a mí, una cálida corriente de aire que se arrojó sobre el frío penetrante. Finalmente Philip se levantó.
—Está muerto —dijo—. Dejad abiertas las ventanas. Este sitio rezuma cloroformo.
Paulatinamente, sentí cómo la habitación iba caldeándose, a la vez que para Philip la droga iba desapareciendo del ambiente, aunque ni mi criado ni yo hubiéramos olido nada en absoluto.
Un par de horas más tarde llegó un telegrama de Davos para mí. En él se me pedía que le transmitiera a Jack la noticia del fallecimiento de Daisy, y había sido enviado por su hermana. Ella suponía que él partiría de inmediato; no podía saber que hacía ya dos horas que se había marchado.
Partí hacia Davos al día siguiente, y me enteré de lo que había sucedido. Daisy había estado sufriendo durante tres días de un pequeño absceso que debía ser operado, y aunque la operación apenas revestía importancia, se había puesto tan nerviosa que el doctor le había aplicado cloroformo. Se había recuperado bien del anestésico, pero una hora más tarde sufrió un súbito síncope y falleció aquella misma noche, un par de minutos antes de las ocho, horario centroeuropeo, lo que corresponde a las siete en el horario británico. Ella había insistido en que no se le dijera a Jack nada de aquella pequeña operación hasta que hubiese terminado, ya que el problema apenas tenía relación con su estado general de salud y no deseaba causarle una preocupación inútil.
Y así acaba la historia. A mi criado le llegó la visión de una mujer junto a la puerta de la sala de estar —en la que se encontraba Jack— dudando sobre si entrar o no, justo en el momento en el que el alma de Daisy se cernía entre los dos mundos; a mí me llegó (y no creo que sea demasiado fantasioso suponer esto) el frío penetrante y estimulante de Davos; a Philip le llegaron los aromas del cloroformo. Y hasta Jack, supongo, debió de llegar su esposa. De modo que se unió a ella.