MONOS

Pese a que aún no había transcurrido demasiado tiempo desde su entrada en la treintena, R. Hugh Morris se había ganado merecidamente la reputación de ser uno de los más hábiles y osados cirujanos de toda la profesión, y tanto en su consulta privada como en el voluntariado que ejercía en uno de los grandes hospitales de Londres, su récord de operaciones con éxito permanecía inigualado entre sus colegas. Creía que la vivisección era el modo más fructífero de progresar con el que contaba la cirugía, manteniendo, con razón o sin ella, que estaba justificado causar dolor a los animales, si bien ahorrándoles todo el sufrimiento posible, mientras existiera una esperanza razonable de adquirir conocimientos que en operaciones similares realizadas a seres humanos pudieran salvar vidas o mitigar dolores; la motivación era buena y el beneficio, de hecho, inmenso. Pero no sentía sino desprecio por aquellos que, por simple diversión, sacaban a sus jaurías para que persiguieran zorros hasta el desfallecimiento, o hacían competir a dos sabuesos para ver cuál sería el primero en darle el mordisco mortal a una aterrorizada liebre: eso, para él, no era sino una tortura gratuita completamente injustificable. Un año tras otro renunciaba a sus vacaciones, y la mayor parte de las veces ocupaba su tiempo libre, una vez acabada la jornada laboral, en estudiar.

Él y su amigo Jack Madden estaban cenando juntos una cálida noche de octubre en su casa con vistas a Regent’s Park. Las ventanas de la sala de estar de la planta baja estaban abiertas y ambos fumaban sentados en el ancho alféizar. Madden partía al día siguiente para Egipto, donde llevaba a cabo trabajos arqueológicos, y había intentado en vano convencer a Morris para que se le uniera durante un mes en el alto Nilo, donde pasaría el invierno ocupado en la excavación de un cementerio recientemente descubierto en la ribera opuesta a Luxor, cerca de Medinet Habu. Pero no hubo manera.

—Cuando la vista me falle y mis manos titubeen —dijo Morris—, será el momento de pensar en tomarse un respiro. ¿De qué me sirven ahora unas vacaciones? Estaría todo el tiempo deseando volver al trabajo. Disfruto más trabajando que holgazaneando. Es una cuestión de puro egoísmo.

—Bueno, pues por una vez no seas egoísta —dijo Madden—. Además, tu trabajo se beneficiaría de ello. No relajarse nunca no puede ser bueno para nadie. Seguramente volver a sentirse descansado merece algún sacrificio.

—Apenas ninguno si gozas de una constitución fuerte como la mía. Creo que una dedicación continuada es necesaria si se quieren obtener progresos. Uno puede cansarse pero ¿por qué no? Nunca me siento cansado cuando estoy realizando una operación peligrosa, y eso es lo importante. Y el tiempo pasa tan rápido… Dentro de veinte años ya habré dejado atrás mis mejores momentos, y será entonces cuando disfrute de mis vacaciones, y cuando mis vacaciones finalicen cruzaré los brazos y dormiré para siempre jamás. Gracias a Dios, no temo la existencia de una vida tras la muerte. La chispa de la vitalidad que nos ha animado arde lentamente y acaba por apagarse como una vela a merced del viento, y respecto a mi cuerpo ¿qué me importa lo que le pueda pasar cuando lo haya abandonado? Nada quedará de mí excepto la pequeña contribución que haya podido hacer al campo de la cirugía y que en un par de años quedará superada. Salvo por eso, habré desaparecido completamente.

Madden añadió un chorro de soda a su vaso.

—Bueno, si con eso zanjas el tema… —comenzó.

—Yo no lo he zanjado, ha sido la ciencia —dijo Morris—. El cuerpo se transmuta, los gusanos se ceban en él, se convierte en abono que ayuda a que crezca la hierba, y la hierba es después comida por algún otro animal. Pero en lo que respecta a la supervivencia del espíritu individual del hombre, muéstrame una sola evidencia científica que pueda probarla. Además, si sobreviviera, toda su maldad y su rencor sobrevivirían también a buen seguro. ¿Por qué debería la muerte de un cuerpo purgarlo de todo eso? Considerar tal posibilidad no representa sino una pesadilla, y curiosamente hay dementes como los espiritualistas que quieren persuadirnos de que la pesadilla es real con el objetivo de consolarnos. Pero más curiosos aún son esos antiguos egipcios tuyos, que pensaban que había algo sagrado en sus cuerpos aunque ya los hubieran abandonado. ¿No me contaste que cubrían sus ataúdes con maldiciones dirigidas a quien perturbara sus huesos?

—Constantemente —dijo Madden—. De hecho, esa es la norma general. Inquietantes maldiciones escritas con jeroglíficos sobre el ataúd o grabadas sobre el sarcófago.

—Lo que no te va a impedir este invierno abrir tantas tumbas como puedas encontrar y despojarlas de todo objeto de interés o valor.

Madden rió.

—Ciertamente no va a hacerlo —dijo—. Extraigo de las tumbas todos los objetos de arte y desenvuelvo las momias en busca de escarabajos y demás joyería. Pero me impongo como regla obligatoria volver a enterrar los cuerpos. No digo que crea en el poder de esas maldiciones, pero en todo caso la exhibición de una momia en un museo me parece algo indecente.

—¿Pero y si encontraras un cuerpo momificado que presentara malformaciones interesantes, no lo enviarías a algún Instituto Anatómico? —preguntó Morris.

—Aún no me he visto en la situación —dijo Madden—, pero estoy bastante seguro de que no lo haría.

—Entonces es que eres un Godo supersticioso y un Vándalo antieducacional —observó Morris— … Vaya, ¿qué es eso?

Se asomó a la ventana mientras hablaba. La luz de la habitación iluminaba con intensidad una cuadrícula del césped del jardín, a través de la cual se arrastraba la pequeña y crispada forma de un animal. Hugh Morris saltó de la ventana y regresó al instante portando cuidadosamente sobre sus manos extendidas un monito gris gravemente herido. Sus patas traseras se extendían inmóviles, como si estuviera parcialmente paralizado.

Morris lo recorrió con sus dedos suaves y expertos.

—Me pregunto qué le pasará a este pobre diablillo —dijo—. Parálisis de las extremidades inferiores: parece una lesión de columna.

El mono permanecía inmóvil, mirándole con ojos angustiados y conmovedores, mientras seguía palpándolo.

—Justo, lo que pensaba —dijo—. Fractura de una de las vértebras lumbares. ¡Menuda suerte la mía! Es una lesión poco habitual, pero a menudo me he preguntado… Y, quizá, también el mono haya tenido suerte, aunque eso ya no sea demasiado probable. Si fuera un hombre o uno de mis pacientes, no me atrevería a correr el riesgo. Pero, tal y como están las cosas…

Al día siguiente, Jack Madden inició su viaje hacia el sur, y para mediados de noviembre ya estaba trabajando en el cementerio recientemente descubierto. Él y otro inglés estaban a cargo de la excavación, aunque bajo el control del Departamento de Antigüedades del Gobierno Egipcio. Para estar más próximos a su trabajo y evitar tener que tomar diariamente el ferry de Luxor para cruzar el Nilo, alquilaron una espaciosa casa local en el cercano pueblo de Gurnah. Desde allí, un pequeño precipicio de arenisca se dirigía hacia el norte hasta llegar al templo y los bancales de Deir-El-Bahari; era en su frontal, aunque a un nivel inferior, donde reposaba el antiguo cementerio. Aún había que retirar grandes acumulaciones de arena antes de que la auténtica exploración de las tumbas pudiera dar comienzo, pero las trincheras abiertas al pie del gran desnivel ya habían revelado la existencia de una amplia zona merecedora de ser investigada.

Los sepulcros más importantes, según pudieron comprobar, estaban tallados directamente sobre la faz del pequeño precipicio, pero la mayoría de ellos habían sido saqueados antaño, ya que las losas que formaban la entrada aparecían partidas y las momias desenvueltas. En alguna que otra ocasión, sin embargo, Madden desenterraba una tumba que había escapado a los merodeadores, llegando a encontrar en una el sarcófago de un sacerdote de la decimonovena dinastía; sólo eso ya compensaba las semanas de trabajo infructuoso. Había allí cerca de un centenar de estatuillas ushaptiu recubiertas por el más fino barniz azul; había cuatro vasijas de alabastro en cuyo interior habían sido depositadas las vísceras del difunto, extraídas antes del embalsamamiento; había una mesa cuya superficie estaba taraceada por cuadrados de cristal de diferentes colores y cuyas patas habían sido talladas en mármol y ébano; había unas sandalias del sacerdote adornadas con exquisitas filigranas de plata; había un báculo, engalanado con incrustaciones de Cornelia y oro, y en cuyo extremo superior, formando el puño, aparecía la achaparrada figura de un gato tallada en amatista; y la momia, al retirársele las vendas, resultó estar adornada con un collar de placas de oro y cuentas de ónice. Todo fue enviado al museo Gizeh en El Cairo, y Madden volvió a enterrar la momia al pie del precipicio, bajo la tumba. Escribió a Hugh Morris relatándole el hallazgo y haciendo especial hincapié en el imperturbable esplendor de los cristalinos días de invierno, en los que desde la mañana hasta la noche el sol cruzaba un cielo completamente azul, y en el de las frescas noches, en las que las estrellas se alzaban y se ponían sobre un horizonte inmaculado. Si por alguna razón Hugh cambiase de opinión, había sitio de sobra para él en la casa de Gurnah, donde sería muy bien recibido.

Quince días más tarde Madden recibió un telegrama de su amigo. Le informaba de que no se había sentido bien y que partía de inmediato en viaje por mar hasta Port Said, desde donde se dirigiría directamente a Luxor. A su debido tiempo, anunció su llegada a El Cairo y Madden cruzó el río para recibirle: fue reconfortante encontrarle tan vital y activo como siempre, el vivo retrato de la salud. Aquella noche los dos estuvieron solos, ya que el colega de Madden había partido en un viaje de una semana Nilo arriba, y se sentaron, una vez finalizada la cena, en el patio cerrado de que disponía la casa. Hasta entonces Morris había evitado hablar de sí mismo o de su salud.

—Ahora debería contarte qué es lo que me ha pasado —dijo—, ya que sé que como inválido resulto un completo fraude y físicamente no me he encontrado mejor en mi vida. Todos mis órganos, excepto uno, han funcionado a la perfección, pero algo fue realmente mal con ése aunque sólo fuera en una ocasión. Sucedió así.

Hizo una pausa momentánea.

—Cuando te fuiste —dijo—, continué con mi rutina de siempre durante un mes o así, muy ocupado, muy sereno y, debería decir, con muchos éxitos. Entonces, una mañana, llegué al hospital para llevar a cabo una operación ordinaria pero importante. El paciente, un hombre, había sido llevado al quirófano y ya estaba anestesiado. Estaba a punto de hacer la primera incisión en el abdomen cuando vi que en su pecho se había sentado un monito gris. No me miraba a mí, sino al pliegue de piel que sostenía entre el índice y el pulgar. Por supuesto, sabía que allí no había ningún mono y que estaba sufriendo una alucinación, y supongo que coincidirás conmigo en que no había ningún problema con mis nervios cuando te diga que continué operando con la vista clara y la mano firme. Tenía que seguir: no había otra elección. No podía decir: «Por favor, llévense a ese mono», porque sabía que no había ninguno. Ni podía decir: «Esto va a tener que hacerlo algún otro porque estoy sufriendo una alucinación y veo un mono sentado sobre el pecho del paciente». Habría sido el fin de mi carrera como cirujano. Mientras estuve operando se sentó allí, absorto en mi trabajo y observando la herida la mayor parte del tiempo, pero de vez en cuando me miraba y chillaba con rabia. En una ocasión rozó una tenacilla con la que sostenía una vena dañada; ese fue el peor momento de todos. Al final se lo llevaron, aún balanceándose sobre el pecho del hombre… Creo que me tomaré una copa. Un poco más cargada, por favor… Gracias.

—Una experiencia abominable —dijo cuando hubo bebido—. Al salir del hospital me dirigí directamente a la consulta de mi viejo amigo Robert Angus, el alienista y especialista en enfermedades nerviosas, y le conté exactamente lo que me había pasado. Me hizo diversas pruebas: me examinó la vista, me probó los reflejos, me tomó la presión sanguínea… No había absolutamente nada anormal. Después me preguntó sobre mi salud en general y sobre diversos aspectos de mi vida, y entre todas estas preguntas había una que a buen seguro ya se te habrá ocurrido, es decir, si últimamente me había sucedido algo, por poco relacionado que pudiera parecer, que me pudiera llevar a visualizar un mono. Le conté que algunas semanas antes un mono con una vértebra lumbar rota se había arrastrado hasta mi jardín y que había intentado llevar a cabo con él una operación, fijar la vértebra rota con alambre, que llevaba tiempo contemplando como posible. ¿Recuerdas aquella noche, sin duda?

—Perfectamente —dijo Madden—. Partí para Egipto al día siguiente. Por cierto, ¿qué le paso al mono?

—Vivió dos días. Lo cual me satisfizo, porque no había esperado que sobreviviera más allá de la anestesia o del shock inicial. Pero volviendo a lo que te estaba contando. Cuando Angus hubo acabado de interrogarme, me dio un buen rapapolvo. Dijo que durante años había estado saturando continuamente mi cerebro sin darle la oportunidad de descansar o de cambiar de ocupación, y que si quería seguir siendo de alguna utilidad para el mundo debía abandonar inmediatamente mi trabajo, por lo menos durante un par de meses. Me dijo que aunque mi cerebro estaba agotado yo había seguido estimulándolo, que un hombre como yo no era mejor que un completo borracho, y que había tenido una primera muestra de delirium tremens como aviso. La única solución era abandonar el trabajo al igual que un borracho debe abandonar la bebida. Lo dejó claro: dijo que estaba al borde de un derrumbamiento nervioso, enteramente debido a mi propia estupidez, y que pese a disfrutar de una maravillosa constitución física, si el derrumbamiento sobrevenía, acabaría hecho una desgracia. Sobre todo, y esto me pareció un consejo tremendamente acertado, me dijo que no intentara evitar pensar en lo que me había ocurrido. Sí lo alejaba de mi mente, quizá se filtrara hasta mi subconsciente y entonces podrían presentarse bastantes más problemas. «Piensa en lo tonto que has sido, regodéate en ello», me dijo. «Enfréntate a la situación, analízala en profundidad, avergüénzate de ti mismo». Tampoco debía dejar de pensar en monos. De hecho, me recomendó que fuera directamente a visitar el zoológico, y que pasara una hora frente a su jaula.

—Curioso tratamiento —interrumpió Madden.

—Brillante, más bien. Mi cerebro, me explicó, se había rebelado contra la esclavitud a la que lo había sometido, y el mono había sido su manera de alzar una bandera roja. Por lo tanto debía demostrarle que tal visión no me había asustado. Debía contraatacar obligándome a mirar docenas de monos reales, de los que te pueden morder y agredir salvajemente, en oposición a ese monito falso e inexistente. Al mismo tiempo, debía tomarme en serio el aviso, reconocer la existencia del peligro y descansar. Me prometió que de esta manera los falsos monos no volverían a molestarme. Por cierto, ¿en Egipto hay monos?

—Por lo que yo sé, no —dijo Madden—, pero alguna vez tuvo que haber, porque hay imágenes de ellos en muchas de las tumbas y templos.

—Eso está bien, mantendremos fresca mi memoria y tranquilo mi cerebro. Bueno, esa es la historia. ¿Qué te parece?

—Terrorífica —dijo Madden—. Debes de tener unos nervios de acero para haber conseguido terminar la operación con aquel mono mirando.

—Una hora infernal. Aquella maldita cosa había salido arrastrándose de algún jugo cerebral trastornado y se mostró ante mis ojos como algo sustancial. No vino del exterior, no fueron mis ojos los que le dijeron a mi cerebro que había un mono sentado sobre el pecho de aquel hombre, sino mi cerebro el que engañó a los ojos. Me sentí como si alguien en quien confiara absolutamente me hubiera estafado. Posteriormente también me planteé si a algún nivel subconsciente mi mente podría estar rebelándose contra la idea de la vivisección. La razón me dice que está justificada, pues nos enseña que el dolor puede ser aliviado y la muerte pospuesta. ¿Pero, y si mi subconsciente obligó a mi cerebro a darme un buen susto reproduciendo frente a mis ojos la semblanza de un mono, precisamente cuando estaba poniendo en práctica lo que había aprendido haciendo sufrir y morir a varios animales?

Se levantó súbitamente.

—¿Qué tal si nos acostamos? —dijo—. Cuando tenía trabajo me bastaba con dormir cinco horas, pero ahora creo que podría agotar la cuerda del reloj cada noche.

Young Wilson, el colega de Madden en las excavaciones, regresó al día siguiente y los trabajos continuaron a buen ritmo. Uno de ellos acostumbraba a encontrarse ya en el lugar para iniciar la actividad poco después del amanecer, y o bien uno o bien los dos a la vez, la supervisaban continuamente, hasta el ocaso, con un intervalo de un par de horas al mediodía. Cuando el trabajo consistía en despejar la cara frontal del precipicio o en acarrear lejos de allí la tierra sedimentada, la presencia de uno de ellos era más que suficiente, ya que no había otra cosa que hacer salvo asegurarse de que los obreros cavaban industrialmente, y pasaban regularmente con sus cestas repletas de tierra y arena sobre los hombros hacia la franja de desechos, que se extendía alejándose del área de excavaciones en alargadas penínsulas de suelo pisoteado. Pero, a medida que avanzaban a lo largo de aquella cresta de arenisca, iban apareciendo de vez en cuando superficies cinceladas que reclamaban la presencia de ambos. Se creaba una gran expectación para ver si, una vez expuesta, la losa tallada que formaba la puerta de la tumba había logrado escapar a los antiguos saqueadores y permanecía intacta para la moderna exploración. Pero llevaban ya varios días en los que no lograban encontrar un sepulcro que no hubiera sido abierto con anterioridad. Las momias, en aquellos casos, habían sido desvendadas en busca de collares y escarabajos, y sus huesos aparecían desparramados. Madden siempre se apresuraba a reenterrarlos.

Al principio Hugh Morris acudió asiduamente a observar el progreso de las excavaciones, pero al ver que un día seguía al otro sin que se encontrara nada de interés, su presencia se hizo cada vez menos frecuente; no estaba de vacaciones para pasar los días viendo cómo trasladaban arena de un sitio a otro. Visitó el Valle de los Reyes, atravesó el río y contempló los templos de Karnak, pero su apetito por las antigüedades era limitado. Había días que cabalgaba por el desierto, y otros los pasaba reunido con amigos en uno de los hoteles de Luxor. Una noche llegó de allí extrañamente bienhumorado, ya que había estado jugando al tenis con una mujer a la que había operado de un tumor maligno seis meses antes, y ahora brincaba por la pista como si fuese una niña de dos años.

—Dios, cómo deseo volver a trabajar —exclamó—. Me pregunto si no debería haberme mantenido firme, y haber desafiado a mi cerebro a que intentara asustarme con sus fantasmas.

Pasaron otras dos semanas, y ya sólo quedaban dos días para su regreso a Inglaterra, donde esperaba reincorporarse al trabajo de manera inmediata: ya había comprado los billetes y reservado una litera. Mientras desayunaba aquella mañana con Wilson, llegó uno de los trabajadores de la excavación portando una nota garabateada apresuradamente por Madden, diciendo que acaba de toparse con una tumba que parecía estar intacta, ya que la losa que la cerraba no había sido rota. Para Wilson, la noticia fue como la visión de una vela para un marinero abandonado en una isla desierta, y cuando, un cuarto de hora más tarde, Morris le siguió, llegó justo a tiempo para ver cómo la losa era retirada con una palanca. En su interior no había ningún sarcófago, ya que las mismas paredes de roca realizaban su función, pero sí yacía, barnizado con un tinte tan brillante que podría haber sido pintado el día anterior, el ataúd de la momia, que reproducía toscamente los contornos de una figura humana. A su lado estaban las vasijas de alabastro que contenían las entrañas del difunto, y en cada rincón del sepulcro, talladas en la roca, formando cuatro pilares que ayudaban a sostener el techo, había cuatro estatuas de un enorme mono sentado en cuclillas. El ataúd fue izado y trasladado en unas andas de madera por varios trabajadores hasta el patio de la casa de los excavadores en Gurnah, donde se procedería a su apertura y al desvendamiento del cadáver.

Se pusieron a trabajar en ello en cuanto terminaron de cenar: el rostro pintado sobre la tapa era el de una chica o el de una mujer joven, y tras descifrar la inscripción jeroglífica, Madden nos leyó que en el interior yacía el cuerpo de A-pen-ara, hija del supervisor de ganado de Senmut.

—El resto sigue la fórmula habitual —dijo—. Sí, sí… Ah, esto te interesará, Hugh, ya que en una ocasión me preguntaste sobre ello. A-pen-ara maldice a todo aquel que profane sus huesos, y en caso de que lo hiciere, los guardianes de su sepulcro acudirán a él para asegurarse de que muera sin descendencia, conociendo el pánico y la agonía; los guardianes de su sepulcro, además, le arrancarán el pelo de la cabeza, le extraerán los ojos de sus cuencas y le arrebatarán el dedo pulgar de su mano derecha al igual que el hombre arrebata sus jóvenes granos a la vaina del maíz.

Morris se rió.

—¿Qué atentos, verdad? —dijo—. ¿Y quiénes son los guardianes del sepulcro de esta joven y dulce dama? ¿Aquellos cuatro grandes monos tallados en las esquinas?

—Sin duda. Pero no hará falta que se molesten, ya que mañana enterraré con toda decencia los huesos de la señorita A-pen-ara al mismo pie de su tumba, en la zanja. Estará más segura allí, ya que si volvemos a dejarla donde la encontramos pronto tendrían trozos de ella la mitad de los rapazuelos de Luxor. «¿Quiere una mano de momia, señora?… Caballero, el pie de una auténtica reina sólo por diez piastras»… Ahora, retiremos las vendas.

Para entonces ya había oscurecido, y Wilson trajo una lámpara de parafina, que ardía sin ondulaciones en el aire inmóvil. La tapa del ataúd fue retirada sin dificultades, y en su interior se hallaba el delgado y rígido cuerpo. El embalsamado no se había realizado con excesivo cuidado, ya que tanto la piel como la carne de la cabeza habían desaparecido, dejando únicamente los huesos de la calavera manchados de betún marrón. A su alrededor había una mata de pelo que, al entrar en contacto con el aire, se hundió como un soufflé pasado y se deshizo en polvo. Las ropas que envolvían el cuerpo resultaron igual de quebradizas, pero alrededor del cuello aguantaba aún un collar de curiosa y extraña artesanía: pequeñas figurillas de marfil que representaban monos acuclillados se alternaban con cuentas de plata. Pero, de nuevo, bastó un toque para romper el hilo que las unía a todas, y cada elemento tuvo que ser recogido singularmente. Encontraron un brazalete de escarabajos y Cornelias que seguía unido a una de las descarnadas muñecas, y después le dieron la vuelta al cuerpo para recoger los fragmentos del collar que hubieran quedado bajo la nuca. Los podridos ropajes de la momia se desgarraron completamente por la espalda, descubriendo los hombros y la espalda hasta la pelvis. Allí el embalsamamiento había sido mejor realizado, ya que los huesos aún se mantenían juntos, unidos por restos de músculo y cartílago.

De repente, Hugh Morris dio un bote.

—¡Dios mío, mirad ahí! —gritó—. Una de las vértebras lumbares, ahí, en la base de la columna. Está rota y vuelta a soldar con la ayuda de una banda de metal. ¡Al diablo con vuestras antiguallas! ¡Dejadme examinar algo que es mucho más moderno que cualquiera de nosotros!

Empujó a un lado a Jack Madden y contempló aquella maravilla de la cirugía.

—Acércame la lámpara —dijo, como si se dirigiese a una enfermera en una de sus operaciones—. Sí: esa vértebra se había roto exactamente por la mitad, y ha sido soldada. Por lo que yo sé, absolutamente nadie, excepto yo, había intentado jamás una operación como ésta, y yo sólo la he llevado a cabo en aquel monito paralizado que se arrastró hasta mi jardín. Y sin embargo, un cirujano egipcio consiguió hacérsela a una mujer hace más de tres mil años. ¡Y mirad, mirad! Sobrevivió, ya que la vértebra rota tiene esa fluorescencia cálcica que denota recuperación y que incluso ha cubierto la banda de metal. Algo así requiere un proceso lentísimo, y debió de llevarse a cabo mientras estuvo viva, ya que no se desarrolla en un cadáver. Esta mujer vivió bastante: probablemente se recuperó por completo. Y mi desgraciado monito no aguantó más de dos días de pura agonía.

Aquellos experimentados e hipersensibles dedos de cirujano eran capaces de percibir más matices aún que la misma vista, de modo que cerró los ojos mientras recorría con ellos la fractura de la vértebra y la banda de metal que la había mantenido unida.

—La banda no rodea el hueso por completo —dijo—, y no hay clavos sujetándola. Debe de tener una especie de resorte que, una vez colocada, la mantiene completamente tensa. Fue puesta de manera que actuara directamente sobre el hueso: el cirujano debió de raspar la vértebra hasta retirar toda la carne antes de acoplarla. Daría dos años de mi vida por haber podido ver, como si fuera un estudiante, el modo en que llevaba a cabo esta obra maestra de la destreza, y desde luego ha merecido la pena abandonar mi trabajo durante dos meses aunque sólo fuera para ver el resultado. Incluso la lesión es tan poco habitual, esta rotura de vértebra espinal… Probablemente la horca provoque algo parecido, ¡pero por supuesto eso sí que ya no tiene arreglo! ¡Dios mío, después de todo mis vacaciones no han resultado ser una pérdida de tiempo!

Madden decidió que no merecía la pena enviar el ataúd al museo de Gizeh, ya que era bastante ordinario, y una vez finalizado el examen levantaron el cuerpo para volver a introducirlo en su interior, dejándolo preparado para volver a enterrarlo al día siguiente. Hacía tiempo que había pasado la medianoche y la casa estaba sumida en la oscuridad.

Hugh Morris durmió en la planta baja, en una habitación que daba al patio en el que yacía el ataúd de la momia. Permaneció despierto durante un buen rato, maravillándose ante aquella asombrosa exhibición de cirugía llevada a cabo, según Madden, hacía treinta y cinco siglos. Tan ocupada había estado su mente descubriéndose ante ella que no fue hasta aquel momento que cayó en que la prueba de la operación iba a ser enterrada y perdida para la ciencia al día siguiente. Debía persuadir a Madden para que le permitiera retirar por lo menos tres vértebras, la tratada y las inmediatamente inferior y superior, para que pudiera llevárselas de vuelta a Inglaterra como prueba de lo que podía conseguirse: daría una conferencia sobre su hallazgo y lo presentaría en el Colegio Real de Cirujanos como ejemplo o incitación. Otros ojos capacitados, además de los suyos, debían ver el éxito que había conseguido aquel desconocido cirujano de la decimonovena dinastía… ¿Pero y si Madden se negaba? Continuamente había insistido en la conveniencia de enterrar escrupulosamente aquellos restos: para él se trataba de un principio a seguir, y sin duda había también en ello algo de superstición, un impulso difícil de combatir por lo completamente irracional. En definitiva, era imposible arriesgarse a la posibilidad de que se negara.

Se levantó de la cama, escuchó un momento a través de su puerta, y después salió al patio silenciosamente. La luna ya había salido, ya que el brillo de las estrellas había palidecido, y aunque sus rayos no caían directamente sobre el patio, la penumbra había sido dispersada por la luminosidad del cielo, de modo que no necesitó una linterna. Levantó la tapa del ataúd y retiró los trapos andrajosos con los que Madden había vuelto a cubrir el cuerpo. Había pensado que aquellas vértebras inferiores que estaba determinado a conseguir iban a separarse fácilmente, tan dañados estaban tanto los músculos como el cartílago; sin embargo se resistieron como si estuvieran agarradas por un cepo, y tuvo que emplear hasta el último gramo de fuerza que había en sus poderosas manos para partir la columna, lo que provocó que los dañados huesos se desgajaran ruidosamente, como un disparo. Pero no hubo indicios de que nadie en la casa lo hubiera oído, ya que no se oyeron pasos, ninguna luz se encendió. Provocó otra fractura y la reliquia fue suya. Antes de volver a colocar en su sitio aquellos ropajes hechos jirones, volvió a contemplar aquellos huesos manchados y descarnados. Las vacías cuencas se habían llenado de sombras, como si aún contuvieran unos ojos hundidos y negros que le estuvieran mirando fijamente; la boca sin labios parecía gruñir y hacer muecas. Incluso mientras miraba pareció sobrevenir sobre ella un cambio de aspecto, ya que durante un breve momento le pareció que en su lugar yacía un enorme mono marrón que le contemplaba. Pero aquella ilusión se desvaneció instantáneamente y, tras volver a colocar la tapa del ataúd, regresó a su habitación.

La momia fue reenterrada al día siguiente, y dos días más tarde Morris abandonó Luxor en el tren nocturno de El Cairo, para después tomar el barco que le llevaría desde Port Said hasta casa. Aún le quedaban algunas horas libres antes de que el barco partiera, por lo que tras haber facturado su equipaje, incluido un maletín de piel bien cerrado, almorzó en el café Tewfik, cercano al muelle. Frente a él había un jardín repleto de palmeras y de vallas alegremente sepultadas por buganvillas: una barandilla de madera no muy alta lo separaba de la calle, y Morris había pedido una mesa cercana a ésta. Mientras comía observó el policromático paisanaje del mundo oriental desfilando frente a él: había oficiales egipcios vestidos con anchos abrigos cruzados y tocados con feces rojos; fellahins descalzos y con los dedos de los pies increíblemente separados y vestidos con gabardina; mujeres con velo y de punta en blanco que lanzaban miradas furtivas a aquellos con los que se cruzaban; desharrapados que vagaban semidesnudos, uno de ellos tocado con un ramillete de hibiscos escarlatas detrás de la oreja; viajeros de la India con anchos sombreros para protegerse del sol y aire de distante superioridad británica; desaliñados hijos del Profeta con turbantes verdes; un majestuoso jeque de blanco inmaculado; maquilladas damas francesas, indudablemente profesionales, con sus parasoles bordados y sus provocativas miradas; un derviche de mirada salvaje, vestido con una falda de acordeón, que mascaba la nuez del betel dejando escapar parte del contenido de su boca por las comisuras de los labios. Un limpiabotas griego que llevaba una caja adornada por placas de metal golpeaba sobre ella con sus cepillos invitando a los clientes; una joven egipcia se sentaba en cuclillas sobre un canalón escuchando un gramófono; los vapores que recorrían el canal hacían sonar sus sirenas.

Entonces, paseando junto al borde de la acera, llegó un joven italiano con un organillo colgado: con una mano tocaba una popular pieza de Verdi y con la otra agarraba una pequeña taza de metal en la que recibía el tributo de los amantes de la música; un monito vestido con una chaquetilla amarilla, unido a su muñeca por un cordel, se sentaba sobre su instrumento. El músico se había situado frente a Morris. A éste le agradó la alegre y tintineante tonada, buscó en su bolsillo una piastra y le hizo señas con la mano para que se acercara. El muchacho sonrió y se aproximó a la barandilla.

Entonces, repentinamente, el melancólico mono saltó del organillo para arrojarse sobre la mesa en la que estaba sentado Morris. Aterrizó sobre ella, chillando con rabia entre una barahúnda de cristales rotos. Un jarrón volcó violentamente, un plato se hizo añicos contra el suelo, la taza de café de Morris descargó su negro contenido sobre el mantel. Inmediatamente, el italiano tiró hacia sí de la cuerda y la pequeña y frenética bestia salió disparada hacia atrás, cayendo de cabeza sobre el pavimento. Se armó un pequeño alboroto, el camarero que había atendido a Morris imprecó al joven con volubles insultos, un policía pateó al mono mientras yacía en el suelo y el organillo se tambaleó hasta acabar por caer y despedazarse contra el suelo. Después, todo volvió a calmarse, y el muchacho italiano recogió de la calzada el pequeño cadáver del mono. Lo extendió en sus brazos hacia Morris.

E morto —dijo.

—Merecido lo tenía —replicó Morris—. ¿Por qué ha saltado sobre mí de esa manera?

A medida que iban pasando los días y que el barco le acercaba cada vez más a Londres, aquel trágico incidente, del que él no había sido responsable, se convirtió en un motivo recurrente al que su mente regresaba una y otra vez durante aquellas interminables horas de ocio a bordo, en las que un hombre presta tan poca atención al libro que está leyendo como a lo que pasa a su alrededor. A veces, si la sombra de una gaviota recorría la cubierta en su dirección, su primer pensamiento, antes de que sus ojos pudieran contradecirle, era el de que aquella sombra era un mono arrojándose sobre él. Un día se encontraron con una fuerte tormenta procedente del oeste: un estallido de cristales se produjo junto a su codo, debido a que un repentino bandazo del barco había desequilibrado al camarero, y Morris se levantó bruscamente de su mesa pensando que el mono había vuelto a saltar sobre ella. Una noche hubo un espectáculo cinematográfico en el gran salón, durante el cual un naturalista exhibió las grabaciones que había tomado de la vida salvaje en las junglas de la India: cuando en la pantalla aparecieron las imágenes de un grupo de monos balanceándose entre los árboles, Morris agarró involuntariamente los brazos de su silla dominado por un pánico atroz que le atenazó durante una fracción de segundo hasta que se dijo a sí mismo que sólo estaba viendo una película en el salón de un vapor que pasaba frente a las costas de Portugal. Una noche en su camarote, estando medio adormecido, vio un animal agachado junto a su maletín de cuero. Su respiración se detuvo bruscamente antes de darse cuenta de que sólo se trataba de un amistoso gato que le miró con ojos brillantes y arqueando el lomo…

Aquellos sustos fantásticos e irracionales eran inquietantes. Todavía no se había repetido la alucinación del monito, pero desde luego aquello para cuya cura había pasado dos meses en Egipto seguía profundamente enterrado en su mente. Debería volver a consultar a Robert Angus en cuanto llegara a casa y pedirle consejo. Probablemente aquel incidente de Port Said había reavivado el problema y además le había añadido una nueva dimensión: ahora estaba asustado de monos reales, brotaba terror de la oscuridad de su alma. Pero en cuanto a que aquello tuviera relación con su tesoro hurtado… una superstición tan infantil y absurda como aquella sólo merecía ser ridiculizada. A menudo abría su maletín de cuero y se sentaba a contemplar aquel milagro de la cirugía que podía volver a convertir en prácticas habilidades largamente olvidadas.

Pero se sentía contento de volver a Inglaterra. Durante los tres últimos días de viaje ninguna amenaza había surgido de entre las sombras, de modo que probablemente se había estado preocupando en vano. Aquella cálida tarde de marzo se había posado una ligera niebla sobre Regent’s Park y caía una fina llovizna. Estableció una cita con el especialista para la mañana siguiente y telefoneó al hospital para informar de que había regresado y que quería reincorporarse al trabajo de inmediato. Cenó de muy buen humor, charlando con su criado, y, cuando surgió el tema en la conversación, le mostró sus preciados huesos, contándole que había tomado la reliquia de una momia que había visto desvendada y que pretendía ofrecer una conferencia al respecto. Cuando se fue a la cama se llevó consigo el maletín de piel. La cama resultaba comodísima en comparación con la litera del barco, y a través de la ventana abierta le llegaba el suave siseo de la lluvia cayendo sobre los arbustos.

Su criado dormía en una habitación situada directamente sobre la suya. Un poco antes de que amaneciera se despertó sobresaltado a causa de unos horribles chillidos que llegaban de algún lugar muy cercano. Entonces oyó unos gritos inteligibles que pertenecían a una voz a la que conocía bien:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Ah… h…! —y volvió a chillar.

El criado se apresuró descendiendo las escaleras y encendió la luz de la habitación de Morris al entrar. Los gritos habían cesado: ya sólo se oía un suave gemido que llegaba desde la cama. Sobre ella se inclinaba un enorme simio enfrascado en alguna labor. Entonces, tomando el cuerpo que allí yacía por el cuello y la cadera, el simio lo dobló hacia atrás hasta que crujió como un palo seco. Después, abrió violentamente el maletín de piel que estaba sobre la mesilla de noche, agarró algo que brilló entre sus húmedos dedos y se abalanzó por la ventana desapareciendo en la noche.

Un doctor llegó media hora después, pero era demasiado tarde. Puñados de pelo con trozos de piel unidos a ellos habían sido arrancados de la cabeza del hombre asesinado, ambos ojos habían sido extraídos de sus cuencas, el pulgar derecho había sido arrancado de cuajo, y la espalda se había roto a la altura de las vértebras inferiores.

Desde entonces, no ha salido a la luz ninguna revelación que pudiera explicar racionalmente la tragedia. Ningún simio había escapado del vecino jardín zoológico, ni, según se pudo comprobar, de ningún otro sitio. Aquel monstruoso visitante nocturno no volvió a ser visto. Y el desenlace resultó aún más misterioso, ya que Madden, al regresar a Inglaterra tras la finalización de la temporada en Egipto, le preguntó al criado de Morris qué era exactamente aquello que su señor le dijo haber tomado de una momia desvendada, y recibió de él la suficiente información como para hacerse una idea clara de lo que se trataba. Al siguiente otoño continuó sus excavaciones en el cementerio de Gurnah, volvió desenterrar el ataúd de A-pen-ara y lo abrió. Sin embargo, la columna vertebral estaba entera y en su sitio: una de las vértebras tenía el aro plateado que Morris había saludado como un logro único en la historia de la cirugía.