LA GATA
Mucha gente recordará sin duda aquella exposición que se exhibió no hace muchas temporadas en la Royal Academy, durante el que llegó a ser conocido como «El año de Alingham», cuando Dick Alingham pasó, de un solo salto, de estar entre la multitud que luchaba por hacerse notar, a ocupar el más alto pináculo de la fama contemporánea. Allí expuso tres retratos, cada uno de ellos una obra maestra, que anularon completamente cualquier otro cuadro que pudiera haber a su alrededor. Claro que, dado que aquel año, estuvieran o no a su alrededor, la gente no se interesó por otras pinturas que no fueran aquellas tres, la anécdota no resulta tan destacable. Su aparición resultó un fenómeno tan repentino como un meteoro, surgiendo de la nada y deslizándose luminoso e imponente a lo largo del firmamento estrellado, y tan inexplicable como el nacimiento de un arroyo en mitad de una colina árida y rocosa. Quizá su hada madrina, podría conjeturar alguien, se había acordado del largamente olvidado ahijado y había agitado su varita mágica otorgándole tan trascendente regalo. Pero, como dicen los irlandeses, cogió la varita con la mano izquierda, ya que su regalo tenía también un reverso. O quizá sea Jim Merwick quien tenga razón, y la teoría que propone en su monografía Sobre ciertas lesiones desconocidas de los centros nerviosos diga la última palabra en todo este asunto.
El mismo Dick Alingham estaba, como era natural, encantado tanto con su hada madrina como con su lesión desconocida (cualquiera que fuese la responsable), y le confesó con franqueza a su amigo Merwick (la monografía fue escrita después de su muerte), que aún estaba luchando por abrirse paso entre la masa de jóvenes practicantes médicos, que todo aquello resultaba tan inexplicable para él como para todos los demás.
—Todo lo que sé al respecto —dijo— es que el pasado otoño pasé dos meses con una depresión tan horrorosa que pensé una y otra vez que debía de estar perdiendo la cabeza. Durante horas, cada día, me sentaba aquí, esperando a que algo en mi interior se rompiera definitivamente; algo que, en lo que a mí respecta, acabara definitivamente con todo. Sí, había una causa; ya la conoces.
Calló un momento para derramar en su vaso una ración bastante liberal de whisky, rellenó la otra mitad con sifón y encendió un cigarrillo. No hacía falta, efectivamente, demorarse en la causa, ya que Merwick recordaba perfectamente cómo la chica con la que Dick estaba prometido le había abandonado de un día para otro al cruzarse en su camino un candidato más aceptable. Este último, de hecho, había resultado un perfecto partido, con su buena planta, su título y su millón en el banco, y Lady Madingley (ex futura señora Alingham) estaba perfectamente satisfecha de haber actuado como lo había hecho. Era una de esas chicas rubias, ágiles y sedosas que, afortunadamente para la paz mental de los hombres, resultan escasas, y cuya característica principal es que le recuerda a uno a una especie de gata humanizada, celestial y bestial al mismo tiempo.
—No hace falta que te explique la causa —continuó Dick—, pero, como suelo decir, durante aquellos dos meses pensé sinceramente que el único final posible para todo aquello era la locura. Entonces, una noche, mientras estaba aquí solo sentado (siempre me sentaba solo) algo hizo «clic» en mi cerebro. Sé que me pregunté, sin importarme en absoluto, si aquello representaba la llegada de la locura que había estado esperando, o si se trataba (lo que me hubiera parecido más preferible) de alguna ruptura fatal. E incluso mientras me preguntaba todo aquello, me dí cuenta de que ya no era infeliz ni estaba deprimido.
Se interrumpió durante tanto tiempo en una sonrisa rememoradora que Merwick le indicó que tenía un oyente.
—¿Y bien? —dijo.
—De hecho, muy bien. No he vuelto a ser infeliz desde entonces. Algún doctor divino, supongo, eliminó completamente de mi cerebro aquella mancha que tanto me dolía. ¡Cielos, cómo dolía! ¿Quieres un trago, por cierto?
—No, gracias —dijo Merwick—. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con tu pintura?
—Vaya, pues todo, ya que apenas había asimilado el hecho de que volvía a ser feliz cuando me di cuenta de que todo lucía diferente. Los colores de todo lo que veía eran el doble de vívidos de lo que hasta entonces habían sido, las formas y los contornos también se habían intensificado. Vi que hasta entonces había percibido el mundo visible de un modo borroso y desenfocado, a media luz. Pero ahora se habían encendido las luces y el resultado era un nuevo cielo y una nueva tierra. Y, en una nueva revelación, supe que podía pintar las cosas tal y como las veía. Cosa que —concluyó— he hecho.
Había algo tirando a sublime en todo aquello, y Merwick se rió.
—Me gustaría que algo hiciera «clic» también en mi cerebro, si es que despierta las percepciones de esa manera —dijo—, pero también es posible que esas alteraciones cerebrales no produzcan únicamente ese efecto.
—Es posible. Además, según tengo entendido, esas alteraciones no se dan a menos que hayas atravesado un período tan horroroso como el que atravesé yo. Y te diré con toda sinceridad que no volvería a pasar por algo así ni aunque me aseguraran que iba a adquirir la percepción de un Tiziano.
—¿Cómo te sentiste en el momento de ese «clic»? —preguntó Merwick.
Dick se lo pensó un momento.
—¿Como cuando te llega un paquete, atado con un cordel, y no consigues encontrar un cuchillo —dijo—, por lo que decides quemar el cordel manteniéndolo tirante? Bueno, fue como eso: completamente indoloro, tan sólo noté cómo se iba aflojando la presión, aflojando, aflojando hasta partirse, suavemente, sin esfuerzo. Me temo que no sea una descripción muy lúcida, pero así es exactamente como ocurrió. Ya ves, había estado ardiendo durante dos meses.
Se giró y revolvió entre las cartas y papeles que abarrotaban su escritorio, hasta que encontró un sobre sellado. Se rió para sí mismo cuando lo cogió.
—Encomiéndame a Lady Madingley —dijo—, por una descarada insolencia en comparación con la cual el latón es más blando que la arcilla. Me escribió ayer, preguntándome si acabaría el retrato de ella que había empezado el año pasado, y permitiéndome poner el precio.
—Entonces supongo que te habrás escabullido a toda velocidad —remarcó Merwick—. Supongo que ni la contestarías.
—Oh, sí, sí le respondí. ¿Por qué no? Le dije que el precio serían dos mil libras, y que estaba dispuesto a continuar inmediatamente. Ha aceptado y esta misma tarde me ha enviado un cheque con las mil primeras.
Merwick le contempló completamente asombrado.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó.
—Espero que no, aunque uno nunca puede estar del todo seguro sobre cuestiones como ésa. Incluso doctores como tú no sabéis exactamente en qué consiste la locura.
Merwick se levantó.
—¿Será posible que no veas el terrible riesgo que corres? —preguntó—. Verla de nuevo, estar con ella de esa manera, teniendo que contemplarla (la vi esta tarde, por cierto, apenas parece humana), ¿no podría revivir con facilidad todo aquello que sentiste con anterioridad? Es demasiado peligroso. Excesivamente peligroso.
Dick negó con la cabeza.
—No existe el más mínimo riesgo —dijo—. Todo mi yo se muestra completa y absolutamente indiferente hacia ella. Ni siquiera la odio. Si la odiara podría existir la posibilidad de volver a amarla. Tal y como están las cosas, pensar en ella no produce en mí ningún tipo de emoción. Y realmente una calma tan fabulosa merece ser recompensada. Respeto cosas tan admirables como ésa.
Se terminó su whisky mientras hablaba, e inmediatamente se sirvió otro vaso.
—Ése es el cuarto —dijo su amigo.
—¿Ah, sí? Nunca los cuento. Eso demuestra un sórdido interés por los detalles más intrascendentes. Curiosamente, el alcohol ya no me afecta en lo más mínimo.
—¿Por qué beber, entonces?
—Porque si lo dejo, esa fascinante viveza del colorido y esa claridad de los contornos de las que te hablaba, disminuyen.
—No puede hacerte ningún bien —dijo el doctor. Dick se rió.
—Mi querido amigo, mírame detenidamente —dijo—, y luego, si puedes afirmar con convicción que demuestro estar propasándome con los estimulantes, los abandonaré al punto.
Ciertamente hubiera sido difícil encontrar un solo aspecto en el que Dick no pareciera el vivo retrato de la salud. Se interrumpió y permaneció inmóvil un momento, con el vaso en una mano y la botella de whisky en la otra, negra en contraste con el frontal de su camisa, y no se percibía ni un solo movimiento o temblor. Su cara, completamente teñida por el moreno del sol, no estaba ni hinchada ni demacrada, sino que la carne se presentaba firme y la piel maravillosamente limpia. Igual de límpidos aparecían sus ojos, con unos párpados ni hinchados ni arrugados; parecía, de hecho, un modelo de condición física, en forma y a punto, como si se estuviera entrenando para algún evento atlético. También su figura se presentaba ágil y activa, sus movimientos eran rápidos y precisos, e incluso Merwick, con su ojo de médico entrenado para detectar cualquier síntoma, por muy ligero que fuese, que traicionara una condición de bebedor, tuvo que confesar que no había ninguno presente. Su apariencia lo contradecía con autoridad, y también su comportamiento. Se dirigía a su interlocutor de frente, sin miradas de reojo; no demostraba síntomas, por pequeños que fueran, de cualquier tipo de afección nerviosa. Pero, aun así, Dick era, evidentemente, un personaje nada normal. La historia que acababa de contar no lo era; aquellas semanas de depresión, seguidas por una alteración cerebral que había eliminado, como un trapo húmedo elimina una mancha, todo recuerdo de su amor y de la cruel amargura resultante, tampoco. También resultaba anormal su inesperado salto al éxito artístico tras un pasado de trabajos más que mediocres. ¿Por qué no debería existir una anormalidad semejante también en este aspecto?
—Sí, confieso que no demuestras signos de haber tomado excesivos estimulantes —dijo Merwick—. Pero si yo te atendiera profesionalmente (ah, no estoy tratando de venderme) te obligaría a dejar todo tipo de estimulantes y a guardar cama durante un mes.
—¿Pero en el nombre del cielo, por qué? —preguntó Dick.
—Porque, teóricamente, es lo mejor que podrías hacer. Has tenido un shock, cuya gravedad te la indica las semanas de depresión que has atravesado. Bueno, el sentido común dice: «Tómatelo con calma después de sufrir un shock; recupérate». Tú, sin embargo, vas a toda velocidad. Admitiré que parece sentarte bien; también has pasado de la noche a la mañana a convertirte en alguien capaz de conseguir logros que… oh, déjalo, es absurdo.
—¿El qué es absurdo?
—Tú eres absurdo. Profesionalmente, te detesto, porque pareces ser la excepción a una teoría de la que estoy convencido que ha de ser correcta. Por lo tanto, tengo que encontrar una explicación para tu caso, y de momento no puedo.
—¿Cuál es esa teoría? —preguntó Dick.
—Bueno, en primer lugar el tratamiento de shock. Y en segundo, que para realizar un buen trabajo, uno debería comer y beber poco, y dormir mucho. ¿Cuánto sueles dormir, por cierto?
Dick lo pensó.
—Oh, me suelo ir a la cama a eso de las tres —dijo—. Supongo que dormiré unas cuatro horas.
—Y vives a base de whisky, comes como un ganso de Estrasburgo, y estás en forma como para participar mañana en una carrera. Apártate de mí, o por lo menos ya me marcho yo. Pero ten en cuenta que quizá acabes por derrumbarte. Eso me satisfaría. Pero incluso aunque eso no suceda, seguirás siendo un caso bastante interesante.
De hecho, Merwick lo consideró más que interesante, y en cuanto llegó a su casa aquella noche buscó en sus estanterías cierto volumen polvoriento en el cual aparecía un capítulo titulado Shock. El libro era un tratado sobre enfermedades desconocidas y condiciones anormales del sistema nervioso. Lo había leído a menudo antes, ya que en su profesión era un investigador especialmente interesado en lo raro y lo curioso. Y el siguiente parágrafo, que ya le había llamado la atención con anterioridad, le interesó muchísimo más aquella noche.
«El sistema nervioso puede actuar de maneras que, incluso para el estudiante más avanzado, pueden resultar completamente inesperadas. Se conocen casos bien documentados de paralíticos que han saltado de la cama al grito de “Fuego”. También se conocen casos en los que un gran shock, de los que producen una depresión tan profunda que casi la podríamos calificar de letargo, se ha visto seguido a continuación de un índice de actividad anormal y de un uso de habilidades previamente desconocidas, o por lo menos existentes a un nivel mucho más ordinario. Un estado tan hipersensible exige grandes cantidades de estimulantes en forma de comida y bebida. Parece evidente que el paciente que sufra estas curiosas consecuencias de un shock, acabará por sufrir, antes o después, un completo derrumbe. Es imposible, en todo caso, conjeturar qué forma tomará. El sistema digestivo, por ejemplo, podría atrofiarse repentinamente, el delirium tremens podría sobrevenir sin aviso, o el paciente podría, sencillamente, perder la cabeza…»
Pero las semanas pasaron, los soles de julio hicieron a Londres danzar en un torbellino de calor, y sin embargo Alingham continuó igual de ocupado, de brillante y de genial. Merwick, a escondidas, le vigilaba de cerca, y para aquel entonces estaba completamente desconcertado. Le hizo a Dick mantener su palabra de que si detectaba la menor señal de un abuso de estimulantes, los abandonaría todos al instante, pero no pudo comprobar absolutamente ninguno. Lady Madingley, mientras tanto, había posado para él en varias ocasiones, y de nuevo en este sentido había estado Merwick completamente equivocado en su punto de vista expresado a Dick sobre los riesgos que éste corría. Y es que, por extraño que pareciese, los dos se habían convertido en grandes amigos. Y aun así, Dick había vuelto a acertar; toda emoción por su parte respecto a ella había muerto, lo que estaba pintando bien hubiera podido ser una naturaleza muerta, y no el retrato de la mujer a la que había adorado salvajemente.
Una mañana a mediados de julio, ella había estado posando para él en su estudio, y al contrario que lo habitual, él había permanecido en silencio, mordiendo los extremos de sus pinceles, frunciendo el ceño en dirección al lienzo, y frunciendo el ceño también en dirección a ella. De repente exclamó con un deje de impaciencia.
—Es tan parecido a ti… —dijo—, pero a la vez no lo es. ¡Hay muchísima diferencia! No puedo evitar que parezca como si estuvieras escuchando un himno, uno de esos en cuatro sostenidos, ya sabes, escrito por un organista probablemente después de haberse comido unos pastelillos. ¡Y eso no es algo característico de ti!
Ella se rió.
—Debes de ser muy hábil para poder reproducir todo eso ahí —dijo ella.
—Lo soy.
—¿Y dónde lo ves?
Dick suspiró.
—Oh, en tus ojos, por supuesto —dijo—. Lo revelas todo a través de tus ojos, ¿sabes? Es algo completamente característico de tu persona. Eres como una regresión. ¿No recuerdas que hace ya algún tiempo le atribuimos esa característica al mundo animal, en el que de igual manera todo se comunica a través de la mirada?
—Oh, y yo que pensaba que los perros ladran y que los gatos arañan.
—Eso son medidas prácticas, pero aparte de eso tú y los animales usáis únicamente los ojos, mientras que la gente usa sus bocas, sus frentes y otras cosas. Un perro agradecido, un perro expectante, un perro hambriento, un perro celoso, un perro decepcionado… uno puede percibir todas esas sensaciones a través de sus ojos. Sus bocas son relativamente inmóviles, y en el caso de los gatos esto resulta aún más evidente.
—Tú me decías a menudo que pertenecía al género felino —dijo Lady Madingley con completa compostura.
—¡Por Júpiter, sí! —dijo él—. Quizá mirándole los ojos a un gato pueda ver qué es lo que me falta aquí. Muchas gracias por la idea.
Dejó su paleta y se acercó a una mesa en la que reposaban varias botellas, hielo y sifón.
—¿No quieres beber algo en esta mañana sahariana? —preguntó.
—No, gracias. ¿Cuándo realizaremos la última sesión? Me dijiste que te bastaba con una más.
Dick se sirvió.
—Bueno, he de ir con esto al campo —dijo— para pintar el fondo del que te hablé. Con suerte, me llevará tres días de duro trabajo. Sin ella, tardaré una semana o más. Oh, se me hace la boca agua pensando en ese fondo. ¿Digamos, entonces, una semana a partir de mañana?
Lady Madingley lo apuntó en una diminuta agenda engarzada con oro y joyas.
—¿Y he de prepararme a ver sustituidos mis ojos por los de un gato la próxima vez que lo vea? —preguntó pasando frente al lienzo.
Dick se rió.
—Oh, apenas notarás la diferencia —dijo—. Es curioso que siempre haya detestado tanto a los gatos, de hecho llegan a hacerme sentir débil, y que sin embargo tú me recordases siempre a uno.
—Deberías preguntarle a tu amigo el señor Merwick sobre estos misterios metafísicos —dijo ella.
En aquel momento, el fondo del cuadro tan sólo estaba indicado por un par de vagas y brillantes pinceladas de verde y púrpura situadas cerca de la cabeza, y al artista bien podía hacérsele la boca agua pensando en los días que le quedaban por delante para dedicarlos a la pintura. Y es que detrás de la figura, en el gran lienzo alargado, iba a pintar una valla verde, sobre la cual, cubriendo las maderas casi por completo, se extendería una gran clemátide púrpura en toda su ostentosa gloria de hojas barnizadas y flores estrelladas. En la parte superior sólo pintaría una franja de un claro cielo veraniego, y a sus pies tan sólo una tira de hierba verdigrisácea. El resto del fondo sería, osadamente, aquella combinación de verde y púrpura. Con el propósito de llevar a cabo el trabajo, iba a trasladarse a una pequeña granja que tenía cerca de Godalming, en cuyo jardín había construido una especie de estudio al aire libre: una curiosa mezcla entre habitación y refugio, con el flanco que daba al norte completamente descubierto y limitado por aquella valla verde que se había convertido en una inmensa constelación de estrellas purpúreas. Él sabía bien cómo iba a brillar sobre el lienzo la pálida belleza de su retratada al verse enmarcada de aquella manera; cómo destacaría sobre el fondo, con su enorme sombrero gris y su deslumbrante vestido también gris, y su pelo rubio, y su piel blanca como el marfil, y sus pálidos ojos, ora azules, ora grises, ora verdes. Esto era, de hecho, algo que le creaba una tremenda expectación, pues probablemente no haya para los hombres otro éxtasis tan poco adulterado como la creación. No era por tanto para maravillarse que el humor de Dick, mientras se dirigía hacia Godalming, fuese tan optimista y efervescente. Porque iba, por decirlo de alguna manera, a culminar su creación: cada estrella púrpura de clemátide, cada hoja verde o fragmento del maderamen de la valla que pintara, haría que lo que él había pintado cobrara vida y esplendor, al igual que las progresivas capas de crepúsculo que caen sobre el cielo al anochecer hacen que las estrellas brillen en él como joyas. Su objetivo estaba asegurado: había colgado su constelación (la figura de Lady Madingley) en el cielo, y ahora tenía que rodearla de una noche púrpura y verde para que pudiese brillar.
Su jardín no era sino una parcela delimitada por paredes de ladrillo viejo, cuyo espacio disponible había sabido aprovechar con cierta originalidad. Nunca había sido aquella cuadrícula de hierba, que apenas merecía el calificativo de césped, excesivamente espaciosa. Ahora, el estudio al aire libre, siete por nueve metros, había ocupado la mayor parte del mismo. A un lado tenía una pared de madera sólida, y dos vallas mirando hacia el sur y el este, que varias plantas trepadoras estaban empezando a revestir, cubiertas en la parte interior por colgantes sirios y orientales. Aquí, durante los veranos, pasaba la mayor parte de los días, pintando u holgazaneando, y viviendo una existencia al aire libre. El suelo, que en una ocasión había sido de hierba, la cual se había marchitado al quedar cubierta por un techo, estaba tapado por alfombras persas; también había un escritorio y una mesa de comedor, una estantería repleta de amigos cercanos y media docena de sillas de mimbre. Una esquina había sido cedida a los asuntos del jardín, y allí reposaban una cortadora de césped, una manguera para regar, tijeras de podar y una pala. Y es que, como muchas personas nerviosas, Dick descubrió que en la jardinería, ese incesante proceso de planear y diseñar a la medida de las plantas, haciéndolas espléndidas en color, altura y crecimiento, había un maravillosos remanso de paz, un refugio para el cerebro que había sido sacudido por el mar de las emociones. Las plantas, además, se mostraban totalmente receptivas a la amabilidad; el tiempo dedicado a ellas nunca era tiempo perdido, y regresar ahora, tras un mes de ausencia en Londres, era asegurarse una sorpresa y un placer en cada centímetro de jardín. Allí estaba la clemátide púrpura para recompensarle con regia generosidad los cuidados dedicados. Cada flor demostraría su gratitud de una forma práctica sirviendo de modelo para el fondo de su cuadro.
La tarde fue muy cálida; no cálida con ese bochorno que presagia tormenta, sino con el calor limpio y despejado del verano, y Dick cenó a solas en su refugio, sirviéndose de las llamaradas del crepúsculo a modo de lámpara. Éstas se desvanecieron lentamente en un cielo de azul aterciopelado, pero él se demoró con el café, mirando hacia el norte a través del jardín, hacia la hilera de árboles que le impedían ver la casa que había detrás. Eran acacias, la más femenina y grácil de todas las cosas que crecen, exhibiendo su follaje veraniego pero conservando aún algunas hojas frescas. Bajo ellas corría un pequeño bancal de césped y, más cercanos, los lechos del amado jardín; las matas de guisantes proporcionaban una inimitable fragancia, y los lechos de rosas aparecían repletos de los matices rojizos que mostraban las Baroness Rothschild y La France y de los cobrizos propios de las Beauté inconstante y las Richardson. Más cerca aún, se encontraba la valla verde, espumeante de púrpura.
Seguía allí sentado, apenas mirando con atención, pero inconscientemente empapándose de aquel gran festival de color, cuando su ojo se vio arrastrado por una forma oscura y sigilosa que surgió de entre las rosas dirigiéndole súbitamente dos orbes luminosos y brillantes. Dick se levantó bruscamente sin causar la más mínima perturbación en el animal, el cual avanzó hacia él ronroneando, arqueando el lomo y estirando el rabo, como si esperara una caricia. A medida que se acercaba, Dick notó que le asaltaba aquella debilidad temblorosa que a menudo le afectaba al encontrarse en presencia de algún felino, por lo que empezó a palmear con las manos y a pisar con fuerza el suelo. El gato se volvió rápidamente, se abalanzó por encima de la pared del jardín convertido en una sombra oscura y desapareció. Su presencia le había arruinado el dulce hechizo del anochecer, de modo que entró en la casa.
La siguiente mañana fue auténticamente veraniega: soplaba un débil viento del norte y un sol digno de iluminar las islas griegas inundaba el cielo. Un sueño largo (según sus parámetros) y reparador había eliminado de la mente de Dick el desagradable incidente con el gato, de modo que procedió a colocar el lienzo frente a la valla y la clemátide púrpura con una poderosa sensación de éxtasis inminente. También el jardín, que hasta el momento sólo había contemplado a la mágica luz de la puesta del sol, resultaba gloriosamente gratificante y brillaba con colorido. Y aunque la vida (era la primera vez en meses que pensaba en esto) no le había sido demasiado propicia, encarnándose su desgracia en la forma de Lady Madingley, se dijo a sí mismo que un hombre debería ser de muy pobre carácter si, manteniendo una pasión por las plantas y por el arte, fuera incapaz de imaginarse una vida repleta de alegría. De modo que, una vez hubo terminado su desayuno y con su modelo preparada y resplandeciente de belleza, abocetó con rapidez las flores y el follaje y empezó a pintar.
Púrpura y verde, verde y púrpura: ¿hubo alguna vez un festín semejante para la vista? Como si de un gourmet se tratase, y con la misma avaricia, se hallaba completamente absorto en él. Además, tenía razón: tan pronto como puso el primer brochazo de color supo que tenía razón. Eran aquellos divinos y violentos colores los que conseguirían que la figura surgiera del cuadro; era aquella pálida franja de cielo la que atraería la mirada sobre ella, era aquella tira de césped verde y gris bajo sus pies la que impediría, o eso parecería, que se saliese del lienzo. Y con rápidos y ansiosos movimientos del pincel, sin prisa pero sin pausa, se sumergió en su trabajo.
Al rato se detuvo poseído por el sentimiento de hallarse sin aliento, sintiéndose como si de repente hubiera sido llamado a regresar desde una larguísima y lejana distancia. Debía de llevar trabajando unas tres horas, ya que su criado estaba sirviendo la mesa para el almuerzo, pero le parecía que la mañana había transcurrido en un instante. El progreso que había conseguido era extraordinario, lo que le llevó a contemplar su cuadro durante largo tiempo. Después, sus ojos resbalaron de la brillantez del lienzo a la brillantez del jardín. Allí, justo en frente de un lecho de guisantes, apenas a dos metros de él, había una enorme gata gris, observándole.
La presencia de un felino era algo que habitualmente producía en Dick una sensación de mortal debilidad. Sin embargo, en aquel momento, mientras miraba a la gata y la gata le miraba a él, no fue consciente de ella, y atribuyó su ausencia al hecho de que se encontraba al aire libre y no en la cargada atmósfera de una habitación cerrada. Sin embargo, la noche anterior, la gata le había hecho sentirse débil. Pero él apenas pensó en eso, ya que lo que ocupaba su mente era que acababa de ver en la amistosa y curiosa mirada del animal la misma expresión que tanto le había desconcertado al retratar a Lady Madingley. De modo que, lentamente, y sin realizar movimientos bruscos que pudieran asustar a la gata, alcanzó con la mano la paleta que acababa de dejar y, en una esquina del lienzo que aún no estaba pintada, abocetó en media docena de trazos rápidos e intuitivos lo que quería. Incluso a la luz diurna bajo la que estaba el animal, sus ojos parecían iluminarse desde el interior al igual que lo hacían desde el exterior: era exactamente así como lo hacían los de Lady Madingley. Tendría que poner el color muy diluido sobre el blanco…
Durante más o menos cinco minutos pintó con brochazos impacientes, colocando el color muy difuso sobre un fondo blanco, y después miró durante un buen rato el boceto del ojo para ver si había conseguido lo que quería. Entonces volvió a mirar a la gata, que tan encantadoramente había posado para él. Pero allí no había ninguna gata. Aquello, en todo caso, y dado que los detestaba y que aquella en particular ya había servido a su propósito, no era motivo de lamentaciones, de modo que sencillamente se asombró por lo súbito de su desaparición. Pero el legado que había dejado sobre el lienzo no podía desvanecerse, pues era suyo: su posesión, su logro. Realmente aquel iba a ser un retrato que superaría claramente todo lo que había realizado anteriormente. Una mujer, real, viva, mostrando su alma a través de los ojos, permanecería allí, rodeada para siempre de un estallido estival.
Disfrutó de una extraordinaria claridad de visión a lo largo de todo el día, y también de una botella de whisky que estaba vacía hacia la puesta de sol. Pero aquel atardecer fue consciente por primera vez de dos sentimientos, uno físico, otro mental, completamente ajenos a él: el primero era la impresión de que había bebido todo lo que era posible antes de empezar a perjudicarse; el segundo era una especie de eco en su mente de aquellas torturas que había padecido durante el otoño, cuando había sido abandonado, como un guante viejo, por la joven a la que había entregado su alma.
El atardecer, además, contradijo la brillantez del día y, a eso de las seis, espesas nubes habían empezado a oscurecer el cielo, a la vez que el cristalino calor veraniego había dado paso a un calor no menos intenso pero repleto de amenazas de tormenta. Un par de gruesas y cálidas gotas de lluvia también contribuyeron a advertirle, por lo que Dick puso el caballete a cubierto y dio órdenes de que cenaría en el interior de la casa. Como solía ser habitual cuando estaba trabajando en algo, rehuía la influencia distractora de cualquier tipo de compañía, de modo que cenó a solas. Una vez cenado, se retiró al salón dispuesto a disfrutar de una noche solitaria. El criado le trajo una bandeja y se retiró, de modo que nadie le volvería a molestar hasta que se fuera a acostar. En el exterior la tormenta se acercaba cada vez más, la reverberación del trueno, aunque aún no era cercana, mantenía un crecimiento continuo: en cualquier momento podía aparecer y estallar en un torbellino de ruido y fuego.
Dick leyó un libro durante un rato, pero sus pensamientos divagaban. El patetismo de sus problemas durante el otoño, los cuales pensaba haber superado para siempre, reaparecieron de manera súbita y extraña, acentuados. También notaba la cabeza embotada, quizá por la tormenta, pero más probablemente debido a lo que había bebido. De modo que, pretendiendo irse a la cama para dormir su inquietud, cerró el libro y se dirigió a la ventana con la intención de cerrarla también. Pero a mitad de camino se detuvo: sobre el sofá situado bajo ésta se sentaba una enorme gata gris de ojos amarillos y llameantes. Entre sus fauces se debatía un joven zorzal, todavía vivo.
Entonces el horror se despertó en su interior: se sintió invadido por aquel sentimiento de desmayo y mareo, y odió, a la vez que se sintió aterrorizado por él, a aquel espantoso felino que se regocijaba en la tortura de su presa: un regocijo tal que prefería posponer el momento de su alimentación antes que reducir el presente. Pero, por encima de todo, la semejanza entre los ojos de aquella gata y los del retrato se le reveló de repente como algo infernal. Durante un momento todo esto le inmovilizó, como si sufriera de parálisis. Al siguiente no pudo seguir soportando los escalofríos y le arrojó a la gata el vaso que llevaba entre las manos, fallando. Durante un segundo el animal se detuvo contemplándole con una intensa y atroz hostilidad; después salió de un salto por la ventana abierta. Dick la cerró con un golpe tan violento que se asustó a sí mismo, y después registró el sofá y el suelo en busca del pájaro, pensando que el gato lo habría soltado. En una o dos ocasiones incluso le pareció oírlo aleteando débilmente, pero debió de tratarse de una ilusión, ya que no pudo encontrarlo.
Todo aquello le había puesto francamente nervioso, de modo que antes de irse a la cama intentó calmarse con un último trago. Afuera habían cesado los truenos, pero la lluvia había comenzado a golpear sibilante sobre la hierba. Entonces otro sonido vino a entremezclarse con el anterior, el del maullido de un gato; no esos chillidos y lloros, arrastrados y mantenidos, que les son habituales a los felinos, sino la llamada lastimera del animal que quiere ser admitido en su propia casa. La persiana estaba echada, pero tras un rato no pudo resistirse más y echó un vistazo. Allí, sobre el alféizar de la ventana, se sentaba la enorme gata gris. Aunque estaba lloviendo a cántaros, su piel parecía mantenerse seca, ya que permanecía esponjosa y sin apelmazarse al cuerpo. Cuando le vio le bufó, arañando con ira el cristal antes de desaparecer.
Lady Madingley… Cielos… ¡Cómo la había amado! Y, pese a lo infernalmente mal que le había tratado, ¡cómo volvía a desearla apasionadamente! Entonces, ¿iban a comenzar de nuevo sus problemas? ¿Había vuelto aquella pesadilla a amanecer? Era culpa de la gata: eran los ojos de la gata quienes lo habían provocado. Sin embargo, en aquel momento, su deseo se veía adormecido por la pesadez de su cerebro, que resultaba tan inexplicable como el resurgir de su deseo. Durante meses había estado bebiendo mucho más de lo que había bebido a lo largo de aquel día, y la tarde le había recibido con la cabeza completamente despejada, aguda, en pleno control de sus facultades, gozando de la libertad que había conseguido y de la tranquilidad de su visión creativa. Aquella noche, sin embargo, tropezaba y se tambaleaba alrededor de la habitación.
La luz neutra del amanecer le despertó, y Dick se levantó de inmediato, sintiéndose aún bastante soñoliento, pero como si respondiera a una silenciosa e imperativa llamada. La tormenta ya había pasado, y una joya de estrella de la mañana colgaba de un cielo despejado. Su habitación le parecía extrañamente ajena, incluso sus sensaciones le parecían ajenas. Había una imprecisión sobre las cosas, una barrera entre él y el mundo. Tan sólo un deseo le dominaba: terminar el retrato. Todo lo demás, o así lo sentía, podía quedar al azar o a cualesquiera que fuesen las leyes que regulaban el mundo: aquellas leyes que permitían que un determinado zorzal fuese atrapado por una determinada gata y que escogían una cabeza de turco entre mil, permitiendo que el resto quedaran libres.
Dos horas más tarde, su criado fue a llamarle y descubrió que ya no estaba en la habitación. Dado lo avanzado de la mañana, fue a llevarle el desayuno a su estudio. El retrato estaba allí, había vuelto a ser colocado en posición frente a las clemátides, pero aparecía cubierto de extraños arañazos, como si las garras de un animal furioso, o quizá las uñas de un hombre, se hubieran ensañado con él. Dick Alingham también estaba allí, completamente inmóvil frente al lienzo desfigurado. También había sido atacado por garras o uñas, su garganta estaba horriblemente destrozada. Sus manos, por otra parte, aparecían cubiertas de pintura. Las uñas de sus dedos también estaban empapadas con ella.