LA CAMA JUNTO A LA VENTANA
Mi amigo Lionel Bailey entiende las obras del señor Einstein, y las lee con la atención ensimismada y emocionada que la gente corriente dedica a las novelas de detectives. Dice que resultan tan excitantes que es incapaz de dejarlas; siempre le hacen llegar tarde a la cena. Podría ser debido a esta inusual configuración mental que habla sobre el tiempo y el espacio de una manera que a menudo resulta desconcertante, ya que sobre estas cosas piensa de un modo muy diferente a nuestras nociones aceptadas sobre ellas. Aquella noche, sentados junto a mi chimenea oyendo una típica tormenta primaveral de marzo que aullaba en el exterior y arrojaba espesas cortinas de agua contra mi ventana, me había resultado particularmente difícil seguirle. Pero aunque piensa en términos que el hombre corriente encuentra ininteligibles, siempre está dispuesto (aunque con esfuerzos) a abandonar las austeras alturas en las que ronda de manera tan natural para explicarse. Y sus explicaciones son a menudo tan lúcidas que el hombre corriente (me aludo a mí mismo) puede hacerse una idea general de lo que quiere decir. Justo entonces acababa de realizar un comentario extremadamente críptico sobre las dimensiones reales del tiempo, y la evidente incorrección de nuestra concepción sobre el mismo; pero interpretando correctamente el gemido con el que lo recibí, acudió generosamente al rescate.
—Verás, el tiempo, tal y como lo entendemos —dijo—, es una convención sin sentido. Hablamos del futuro y del pasado como si se tratase de polos opuestos, cuando en realidad son lo mismo. Aquello que teníamos por el futuro hace un minuto o hace un siglo, ha pasado ahora a ser el pasado; el futuro siempre está en proceso de convertirse en pasado. Ambos son lo mismo, tal y como acabo de decir, sólo que vistos desde diferentes perspectivas.
—Pero no son lo mismo —dije, de manera bastante poco prudente—. El futuro puede convertirse en pasado, pero el pasado nunca se convierte en futuro.
Lionel suspiró.
—Una afirmación de lo más desafortunada —dijo—. Vaya, si es que todo el futuro está construido a base de pasado; depende de él completamente; el futuro no consiste en otra cosa que no sea el pasado.
Creí entender lo que quería decir. No había razón para negarlo, de modo que intenté otra cosa.
—Sin duda se trata de un asunto resbaladizo y complejo —dije—. El futuro pasa a ser pasado, y el pasado futuro. Pero afortunadamente hay un referente seguro en toda esta confusión, y ese es el presente. El presente es algo sólido; no hay ningún tipo de duda respecto al presente ¿no?
Lionel se revolvió ligeramente en su silla. Un movimiento de indulgencia, paciente…
—Señor, Señor —dijo—. Has escogido como referente firme y sólido al más inestable y cambiable de todos. ¿Qué es el presente? Para cuando hayas acabado de decir «esto es el presente», ya se habrá deslizado hacia el pasado. El pasado tiene una suerte de existencia real, y sabemos que el futuro florecerá a partir de él. Pero apenas se puede defender la existencia del presente, ya que en el preciso momento en el que dices que está ahí, ha cambiado. Es, de lejos, el aspecto más elusivo del fantasma que llamamos Tiempo. Es la puerta, y eso es lo máximo que de él se puede decir, a través de la cual el futuro pasa a ser el pasado. Y de algún modo, aunque apenas existe, desde él podemos ver tanto el pasado como el futuro.
Sentí que podía atreverme a contradecir este último punto.
—Gracias a Dios, eso no es posible —dije—. Resultaría terrorífico poder ver el futuro. Ya es suficientemente malo a veces tener que recordar el pasado.
Él negó con la cabeza.
—Pero sí podemos ver el futuro —dijo—. El futuro evoluciona a partir del pasado, y si pudiéramos saberlo todo sobre el pasado deberíamos conocer también todo sobre el futuro. Todo lo que sucede es tan sólo un nuevo eslabón en una cadena de consecuencias inalterables. Lo poco que sabemos del sistema solar, por ejemplo, nos asegura que el sol volverá a aparecer por la mañana.
—Oh, te refieres a eso —dije yo—. Deducciones materiales y matemáticas.
—No, me refiero a todo tipo de cosas. Por ejemplo, estoy seguro de que en alguna ocasión habrás tenido la certeza que todos experimentamos una y otra vez de que alguien va a decir algo en particular. Pasan un par de segundos y entonces dice exactamente lo que estábamos esperando que dijera. Eso no tiene nada de matemático ni de material. Es un pequeño ejemplo de algo importantísimo llamado clarividencia.
—Ya sé a qué te refieres —dije—. Pero podría tratarse de un truco del cerebro. No se trata de una experiencia normal.
—Todo es normal —dijo Lionel—. Todo depende de alguna regla. Sólo llamamos anormales a aquellas cosas cuyas reglas desconocemos. Y además están los medium: los medium ven constantemente el futuro, y hasta cierto punto todos somos medium: todos hemos tenido pequeñas revelaciones.
Hizo una pausa momentánea.
—Y en realidad existe una explicación muy simple —dijo—. Verás, todos existimos en la Eternidad, y sólo durante ese tramo que representa nuestra vida existimos a la vez en el Tiempo. Pero la Eternidad está al margen del Tiempo: el Tiempo es como una especie de niebla que nos envuelve. De vez en cuando, la niebla se aclara, y entonces… ¿Cómo expresar algo tan simple?… Entonces podemos contemplar el Tiempo desde arriba, como si se tratara de una pequeña isla bajo nosotros, perfectamente visible, tanto el futuro, como el presente, como el pasado. Tan sólo podemos echar un vistazo antes de que la niebla vuelva a espesarse y nos envuelva. Pero en esas ocasiones podemos ver el futuro tan claramente como vemos el pasado, y podemos ver también no sólo a aquellos que han trascendido la niebla de los fenómenos materiales, aquellos a los que llamamos fantasmas, sino también el futuro o el pasado de aquellos que aún permanecen en su interior. Todos aparecen ante nosotros tal y como son en la Eternidad, donde no hay ni pasado ni futuro.
Noté que mi capacidad de retener lo que me estaba diciendo empezaba a debilitarse.
—Creo que será suficiente por esta noche —comenté con ligereza—. El futuro es el pasado y el pasado es el futuro, el presente no existe y los fantasmas podrían surgir de lo que ha ocurrido o de lo que aún está por ocurrir. Me gustaría ver un fantasma del futuro… Y, como te acabas de tomar un whisky con soda en el pasado inmediato, estoy seguro de que te apetecerá tomarte otro en un futuro cercano, ya que ambas cosas son lo mismo. Dime cuándo.
Al día siguiente partí hacia el campo, con la idea de recluirme, a modo de compensación por el par de meses que había pasado perezosamente en Londres, en un pequeño pueblo de la costa de Norfolk, donde no conocía a nadie y en el que, me había informado, no había absolutamente nada que hacer; eso me obligaría a concentrarme en el trabajo aunque sólo fuera para pasar el día de algún modo. Había allí una casa, propiedad de un hombre y su esposa, en la que se aceptaban huéspedes, y en la que planeé recluirme hasta liquidar aquel infernal atraso que arrastraba. El señor Hopkins había sido mayordomo y su esposa cocinera, y (o eso me había comentado un amigo que había podido juzgar sus atenciones) conseguían que sus hospedados se sintiesen realmente cómodos. El señor Hopkins me había escrito para informarme de que en aquel momento había una pareja alojada en la casa, por lo que lamentaba no poder ofrecerme una sala de estar para mí solo. Pero podría proporcionarme una enorme habitación doble, en la que habría suficiente espacio tanto para mi mesa de trabajo como para mis libros. Era suficiente.
Hopkins había enviado un coche a recogerme a la estación de tren más cercana, a once kilómetros de Faringham, y un poco antes de la puesta del sol, un día ventoso y despejado de marzo, llegué al pueblo. Aunque nunca había estado allí, sentí una extraña sensación de remota familiaridad, y supuse que en alguna ocasión debería haber visto, y posteriormente olvidado, alguna aldea parecida. Tan sólo tenía una calle bordeada por casas de pescadores, hechas a base de piedras redondeadas y en cuyas paredes había redes colgadas a secar, y un par de tiendas diversas. La recorrimos en su completa longitud hasta llegar, al final, a una casa de tres pisos, en cuya puerta nos detuvimos. Un espacioso jardín la separaba de la carretera, y una hilera de espigados perales bordeaba el sendero que conducía a la entrada principal; más allá, el terreno se despejaba y se alargaba hacia el horizonte, entrecruzado por grandes diques y zanjas, a través de las cuales pude ver, a dos kilómetros de distancia, una franja blanca de guijarros que anunciaba la presencia del mar. Mi llegada fue anunciada por el claxon del coche, y Hopkins, un hombre delgado, austero y moreno, salió para recoger mi equipaje. Su mujer estaba esperando en el interior, y me condujo hasta mi habitación. Ciertamente era perfecta: tenía dos ventanas desde las que se veían las marismas del este, y junto a una de ellas había sido colocado un enorme escritorio. Un fuego chisporroteaba en la chimenea y había dos camas situadas en lugares opuestos de la habitación, una cerca de la segunda ventana y la otra junto a la chimenea, enfrente de la cual había un enorme sillón. Este sillón tenía una alfombrilla, bajo el escritorio había una papelera, y sobre ella uno de esos anticuados pero útiles artefactos que muestran el día del mes y de la semana en el que se encuentra uno, con clavijas para ajustado. Todo estaba pensado para resultar cómodo; todo parecía inmaculadamente limpio y cuidado, y me sentí como en casa al instante.
—Pero qué habitación más acogedora, señora Hopkins —dije—, es precisamente lo que estaba buscando.
Ella se apartó de la puerta mientras yo hablaba para dejar a su esposo pasar con las maletas. Le arrojó una mirada fugaz y hostil, y me descubrí pensando: «cómo le odia». Pero la impresión fue momentánea, y habiendo escogido dormir en la cama de al lado de la chimenea, bajé las escaleras junto a ella para tomar una taza de té mientras su marido deshacía mi equipaje.
Cuando volví a subir, su labor ya estaba terminada, y todos mis efectos habían sido dispuestos, las ropas guardadas en los cajones del armario y los libros y papeles ordenadamente colocados sobre la mesa. No había pegas posibles; había tomado posesión de aquella agradable habitación como si siempre hubiera vivido y trabajado en ella. Entonces me fijé en que la fecha que marcaba aquel pequeño artefacto ajustable que había sobre la mesa: era un detalle que se le había pasado por alto a la vigilancia de mis caseros, ya que marcaba martes 8 de mayo en vez de la fecha real, jueves 22 de marzo. Me satisfizo bastante comprobar que, después de todo, los Hopkins no eran completamente perfectos, y tras hacer retroceder las ruedecillas hasta que marcaran la fecha correcta, me sumergí en el trabajo inmediatamente, ya que no necesitaba acostumbrarme a nada antes de sentirme como en casa.
Una cena sencilla y excelente fue servida tres horas más tarde, y descubrí que uno de mis compañeros de hospedaje era una dama anciana y sepulcral dotada de una voz gentil pero que apenas hablaba, y como mucho para comentar el tiempo. Tenía junto a ella, sobre la mesa, una baraja de cartas y una botella de medicina. Tomó una dosis de la última tras haber comido, y de inmediato se retiró a la sala de estar común, donde aquella noche y todas las que le siguieron jugó interminables y tristes solitarios. El otro era un joven colorado que me confió que estaba llevando a cabo un estudio sobre las pulgas que infectaban a los caracoles de agua dulce, en cuya busca todos los días dragaba los diques. Había sido tan afortunado como para descubrir una nueva especie que sin duda sería llamada Pulex Dodsoniana en su honor. Hopkins nos atendió con atención ligera y silenciosa, y su mujer trajo algunos de los admirables frutos de su cocina. En cierto momento la loza entrechocó sobre la bandeja que ella portaba, lo que produjo una mirada por parte de su esposo que sorprendí casualmente. No era el mero disgusto el que la inspiraba, sino más bien una especie de odio mortal y callado. La cena terminó, y me acerqué durante un par de minutos a la sala de estar, donde la dama sepulcral se concentraba en sus solitarios y el señor Dodson en su microscopio, de modo que muy pronto regresé al piso superior para reanudar mi trabajo.
La habitación estaba agradablemente cálida, mis cosas estaban preparadas para la noche, y durante un par de horas me ensimismé hasta perder la noción del tiempo. Entonces se abrió la puerta de la habitación, silenciosamente, sin que nadie hubiera avisado ni tocado previamente, y allí estaba la señora Hopkins. Dejó escapar un pequeño gritito de consternación al verme.
—Le ruego que me disculpe, señor —dijo—. Me había olvidado completamente; qué estúpida. Ésta es la habitación de mi marido, y cuando no se usa suelo ocuparla yo. Me había olvidado completamente.
Me desperté a la mañana siguiente tras una noche repleta de sueños turbadores y tontos, para descubrir el sol desparramándose por las ventanas mientras el señor Hopkins levantaba las persianas. Había soñado que el señor Dodson entraba para mostrarme una colección de las pulgas con forma de diamante que predaban sobre las cartas de la señora de los solitarios, aunque eso probablemente no sucedería hasta el martes 8 de mayo, ya que, como él mismo había indicado, en aquel momento no podía haber allí ninguna, ya que el presente no existía. Y entonces, Hopkins, que había estado inclinándose sobre la cama que había junto a la ventana, se disculpó por haber entrado en mi habitación, y me explicó que allí podía odiar a su mujer con más intensidad: esperaba no haberme molestado. Después se oyó el estallido de una explosión, que se fundió en mis oídos con el ruido de la persiana al ser elevada, y allí estaba el señor Hopkins… Salí de inmediato de la cama y me vestí, pero de alguna manera aquel farragoso sueño fraguado a base de experiencias reales me siguió rondando. No podía evitar sentir que tenía alguna relevancia; si tan sólo pudiera encontrar la clave… No desapareció ni se evaporó, como suele ser habitual en los sueños, al despertarme; pareció más bien retirarse a alguna cueva o recoveco oculto de mi cerebro, para esperar allí emboscado a que se le volviera a llamar. Entonces me fijé en el calendario que había sobre la mesa, y vi sorprendido que aún registraba martes 8 de mayo, aunque habría jurado que la noche anterior le había puesto la fecha correcta. Y junto a la sorpresa apareció un ligero y más bien incómodo recelo, e involuntariamente me pregunté: ¿A qué martes? ¿A qué 8 de mayo se refería? ¿Era un día de hace años o uno de años por venir? Sabía que tal pregunta era un ultraje al sentido común; probablemente había imaginado que había alterado los cilindros hasta reflejar la fecha real, pero no había llegado a hacerlo. Pero ahora sentía como si aquella fecha se refiriese a un hecho que ya hubiera sucedido, o a uno que aún tenía que suceder. ¿Registraba el pasado o… era quizá como una señal del ferrocarril inesperadamente alterada, durante la noche, en una estación secundaria? La vía parecía despejada, pero, de repente, de entre la oscuridad, llegaría el estruendo y el pitido de un tren que se aproximaba… Esta vez, en todo caso, no habría errores, y me aseguré de que había vuelto a colocar la fecha correcta.
Al principio los días transcurrieron con lentitud, tal y como suele pasar cuando uno se va adaptando a un nuevo entorno, y después empezaron a pasar con una rapidez cada vez más acelerada a medida que me iba acomodando a una rutina de productividad. Trabajaba toda la mañana, me obligaba a salir sin demasiadas ganas durante un par de horas por la tarde, y volvía a enfrascarme en el trabajo tras el té y hasta medianoche. Mi labor prosperaba, me encontraba a gusto, y la casa era realmente cómoda, pero durante todo el tiempo que estuve allí experimenté un misterioso instinto que me impelía a abandonar el lugar, o, dado que me resistía, a terminar lo antes posible mi trabajo para poder marcharme. El fuerte y estimulante aire de la costa a menudo me producía soñolencia cuando entraba, y abandonaba mi escritorio para sentarme en el gran sillón y dormitar un rato. Pero siempre tras estas breves y restauradoras siestas me despertaba sobresaltado, sintiendo que Hopkins había entrado silenciosamente en la habitación mientras yo dormía, y acosado por un pánico inexplicable, me giraba esperando verle allí. Y sin embargo, no era a su forma corpórea, si puedo expresarlo así, a la que temía encontrarme, sino a alguna especie de fantasma psíquico que estuviera llevando a cabo siniestras tareas. Eran sus pensamientos los que se concentraban allí (¿se trataba de eso?), algo surgido de su interior que odiaba y rumiaba. Aquello no me concernía; yo parecía ser nada más que un espectador esperando a que se levantara el telón para asistir a la representación de un siniestro drama. Entonces, a medida que este confuso y espantoso momento de despertar pasaba, del mismo modo se desvanecía el horror; no desapareciendo exactamente, sino más bien ocultándose y preparándose para emerger de nuevo.
Y sin embargo, durante todo aquel tiempo, la rutina de aquella ordenadísima casa continuó fluidamente. Hopkins se mantenía ocupado con sus labores, encargándose de la mayor parte del mantenimiento de la casa, y atendiendo la mesa; su esposa seguía poniendo en práctica sus admirables habilidades en la cocina. A veces la puerta de su habitación estaba abierta, y al subir al segundo piso tras haber cenado, podía verles mientras pasaba, cenando amistosamente. De hecho, empecé a preguntarme si aquellos destellos de desagrado por una parte, y aquellas miradas de odio por la otra, no habrían sido producto enteramente de mi imaginación, ya que era lógico suponer que hubiera algún hecho que les traicionara: un tono de voz excesivo y furioso, una respuesta seca y repentina. Y sin embargo nunca hubo nada de eso; de manera silenciosa y eficiente los dos seguían con su trabajo, y a veces, avanzada la noche, podía oírlos caminar por el ático en el que dormían. Sonaban un par de pasos amortiguados, y después se imponía el silencio hasta por la mañana temprano, cuando yo, medio dormido, oía cómo se reanudaban los discretos movimientos, y pasos ligeros pasaban frente a mi puerta en su camino de descenso hacia el piso de abajo.
Aquella habitación, en la que llevaba ya trabajando tan prósperamente durante tres semanas, estaba convirtiéndose a mis ojos en un lugar encantado y terrible. Nunca en mi vida había visto nada fuera de lo ordinario, y nunca había oído ni un solo sonido que revelara otra presencia excepto la mía y la de las batientes llamas de la chimenea, y me decía a mí mismo que en realidad era yo, o más correctamente mi fantasioso sentido de lo invisible y lo inaudible, quien me estaba turbando y causando la fantasmal invasión. Y sin embargo la habitación debía de tener algo que ver, ya que ni en la planta baja ni en el exterior, a merced de los ventosos días de abril, ni siquiera en la misma puerta de la habitación, observaba ni rastro de aquella obsesión cada vez más marcada. Allí había pasado algo que había dejado su huella inmaterial, y que era imperceptible a los órganos de la vista y el oído, y cuyo efecto no sólo se estaba haciendo notar en mi mente, sino que se estaba filtrando hasta la mismísima fuente de la vida. Y sin embargo, la explicación de que un fantasma estaba surgiendo del pasado no era completamente satisfactoria, ya que fuera el encantamiento que fuera, cada vez estaba más próximo, y aunque sus contornos aún no eran visibles, estaban formándose con gran precisión bajo el velo que los cubría. Estaba estableciendo un contacto conmigo, como si se tratara de un habitante de un mundo remoto que intentara llegar hasta mí a través del tiempo y el espacio y ya empezara a rozarme con las puntas de los dedos, y utilizara para ello pequeños sucesos físicos en la habitación, abarcándome con su influencia. Por ejemplo, una noche en la que me estaba peinando antes de bajar a cenar, una cara pálida y sin rostro asomó por detrás de mi hombro, y entonces, con un temblor contenido, vi que tan sólo se trataba del espejo ovalado que colgaba del techo. En otra ocasión, tumbado en la cama, poco antes de apagar la luz, un soplido de viento entró a través de la ventana abierta, hinchando las cortinas, y antes de que pudiera averiguar la causa, había un hombre en pijama de rayas inclinándose sobre la cama que había junto a la ventana. A veces, un resuello proveniente de los carbones de la chimenea sonaba en mis oídos como una boqueada estrangulada de alguien. Algo estaba utilizando aquellos sonidos y visiones triviales para su propio fin, amasando mi cerebro para prepararlo y hacerlo receptivo a la revelación que se estaba preparando. Trabajaba de una manera muy inteligente, ya que a la mañana siguiente de que las cortinas se convirtieran en el hombre del pijama de rayas inclinado sobre la otra cama, Hopkins, cuando llamó para despertarme, se disculpó por su atuendo. Se había quedado dormido y, para no retrasar más mi jornada, había bajado con un abrigo sobre su pijama de rayas. Otra noche, la brisa elevó el cobertor de cretona que yacía sobre la cama junto a la ventana, inflándolo hasta crear la forma de un cuerpo tumbado. Se movió y dio media vuelta antes de volver a desinflarse, y justo en ese momento las ascuas jadearon de asfixia.
Pero para entonces ya había terminado mi trabajo; me había propuesto no ceder al temor que me pudieran provocar aquellas extrañas y turbadoras fantasías hasta que no lo hubiera hecho, y aquella noche, ya muy tarde, garabateé una línea bajo las últimas palabras de la última página, y añadí la fecha. Me hundí en la silla, bostezando y cansado, pero contento porque ya era libre para regresar a Londres al día siguiente. Durante la última semana había pasado a ser el único huésped de la casa, y reflexioné que era natural que, aislado en mí mismo y mi trabajo durante todo el día, sin ver a nadie, hubiera creado fantasmas para que me hiciesen compañía. Perezosamente, mi mirada se desvió hacia el calendario, y vi que una vez más señalaba martes 8 de mayo… Inmediatamente, me di cuenta de que mis ojos me habían engañado; habían visualizado algo que estaba en mi cerebro, ya que un segundo vistazo me confirmó que el día indicado era de hecho martes, pero 24 de abril.
—Ciertamente ya va siendo hora de que me marche de aquí —me dije.
El fuego se había apagado y la habitación estaba bastante fría. Sintiéndome adormecido y a la vez muy contento de haber terminado mi tarea, me desnudé rápidamente, sin molestarme en abrir la ventana que había junto a la otra cama. Pero las cortinas estaban descorridas y la persiana alzada, y la última cosa que vi antes de dormirme fue un estrecho rayo de luna reflejado en el suelo.
Me desperté, o por lo menos creí haberlo hecho. El rayo de luna se había ensanchado hasta abarcar oblicuamente un buen tramo de la habitación, el cual aparecía completamente iluminado. La cama, situada algo más allá, permanecía entre las sombras, pero resultaba perfectamente visible, y vi que había alguien durmiendo en ella. Y también había alguien al pie de la cama, alguien que vestía un pijama de rayas. Atravesó en dos pasos el parche de luz lunar y después, extendiendo velozmente los brazos hacia el frente, se inclinó sobre la cama. La figura que yacía en ella se movió: se dispararon las rodillas y un brazo asomó por debajo de la colcha. La cama crujió y tembló en respuesta a la lucha que sobre ella se acababa de desatar, pero el hombre se mantuvo con fuerza sobre lo que fuera que estaba agarrando. Saltó sobre la cama, obligando a las rodillas a volver a extenderse, y sobre su hombro reconocí a la mujer que allí yacía. Durante un momento consiguió liberar su cuello del cepo que la tenía agarrada, y pude oír un agónico jadeo que reclamaba aire. Entonces, las manos del hombre volvieron a encontrar su agarradero: una vez más la cama se agitó, como lo hacen las hojas de los árboles ante un vendaval, y después todo quedó en calma.
El hombre se levantó; permaneció un momento completamente iluminado por la luna, retirándose el sudor de la cara, y pude verle con toda claridad. Entonces me di cuenta de que estaba sentado en la cama, contemplando la familiar habitación. Estaba completamente iluminada por la luz de la luna que se reflejaba en el suelo, pero vacía y silenciosa. Allí estaba la otra cama, con su cobertor de cretona impecablemente alisado.
El desenlace probablemente les resulte familiar a la mayoría como El Asesinato de Farignham. La mañana del 8 de mayo, según las declaraciones de Hopkins a la policía, bajó como siempre del ático en el que había dormido hasta las siete y media, y descubrió que la puerta principal de su casa había sido forzada, y que estaba abierta. Su esposa aún no había bajado, por lo que subió a la habitación del primer piso en la que habitualmente dormían juntos cuando no estaba siendo usada por algún huésped, y la encontró en su cama, estrangulada. Sin perder un instante llamó a la policía y al doctor, aunque estaba seguro de que había muerto, y mientras les esperaba observó que un cajón de su mesa, en el que solía guardar el dinero, también había sido descerrajado. Ella había acudido al banco el día anterior para cobrar un cheque de cincuenta libras, con las que pensaba pagar las facturas del mes, y los billetes habían desaparecido. Él la había visto guardarlos en el cajón al regresar del banco. Al preguntársele por qué había dormido en el ático, dejando a su mujer sola en el primer piso, respondió que su habitación había sido ocupada recientemente y que volvería a serlo en un par de días, por lo que había juzgado que no merecía la pena trasladarse, aunque su mujer sí lo había hecho.
Sin embargo había dos puntos débiles en su historia. El primero era que la mujer había sido estrangulada mientras yacía en la cama, completamente cubierta con las sábanas y la manta hasta la barbilla. Pero si el supuesto ladrón la hubiera estrangulado al verse descubierto debido a que ella se hubiera despertado y quisiera dar la alarma, parecía increíble que hubiera permanecido tumbada y con la ropa de cama cubriéndola hasta la barbilla. Por otra parte, aunque efectivamente el cajón en el que ella había guardado el dinero había sido forzado, en ningún momento había estado cerrado con llave. El ladrón sólo hubiera tenido que tirar de la manilla y se habría abierto. Hopkins fue detenido y la casa registrada, encontrándose el fajo de billetes en el forro de un viejo y enorme abrigo suyo que había en el ático. Antes de serle administrada la pena capital, confesó su crimen y relató cómo lo había cometido. Había bajado de su dormitorio, entrando en el de su mujer y estrangulándola. Posteriormente había forzado la puerta principal desde el exterior e, innecesariamente, el cajón en el que ella había guardado el dinero… Al leerlo, pensé en la teoría de Lionel Bailey, y en mi propia experiencia en la habitación en cuyo interior se había cometido el asesinato.