Querido juez:
Ojalá hubiera visto la cara que puse cuando recibí su paquete. Me lo trajo el mismo individuo que le llevó al señor Hildebrand el último informe que escribí para usted. Su nombre es Gus Mapes. Ya le he hablado de él. El señor Hildebrand le dio el paquete para que me lo llevase al campamento, y cuando me lo dio dijo: Benjamin, el señor Hildebrand me pidió que te dijese lo mucho que lamentaba no estar aquí para ver la cara que pondrás al abrir esto, pues cree saber lo que hay dentro.
Juez, ¿sabe qué? Tantas eran mis esperanzas al oír aquello que, me temo, me hubiera venido abajo si el paquete hubiese contenido cualquier cosa que no fuera esta pluma. Pero, mire, lo abrí y encontré la pluma y también el portaplumas, que me viene muy bien. Algunos hombres del campamento no entendían por qué montaba tanto escándalo por una pluma. Aun así, creo que estaban contentos de verme feliz, pues de tanto trabajar he estado fatigadísimo y no habían visto una sonrisa como esa en mi cara en mucho tiempo.
Es la misma pluma cuyo anuncio me mostró el señor Hildebrand y acerca de la cual le escribí a usted. Ahora mis cartas serán mucho más fáciles de leer. Es el mejor regalo que nadie me ha hecho en la vida. No estoy exagerando lo más mínimo. También conservaré su amable nota durante mucho tiempo, o incluso por siempre si puedo dar con un lugar donde ponerla. No sabe cuánto me gustó. Voy a seguir su consejo y continuaré escribiendo durante años y años cuando haya terminado de escribirle a usted.
Podría hablar sin parar de la pluma, pero supongo que tendrá usted otras cosas que hacer aparte de leer sobre ello. Por ejemplo, tiene que tomar una decisión acerca de si Clarence Hanlin es culpable. Muy pronto tendrá en sus manos la prueba de que, en efecto, lo es.
Gracias de nuevo, señor, por el generoso regalo que me ha hecho. Lo conservaré hasta que me llegue la hora y venga a por mí la parca.
Afectuosamente suyo,
BENJAMIN SHREVE
MI TESTIMONIO
Cuando despertamos el cielo estaba nublado y el hedor seguía presente en el cañón. A mí no me quedaban muchas esperanzas, el predicador Dob casi las había perdido por completo, el señor Pacheco había escurrido un poco las suyas pero aún no las había puesto a secar, y respecto a las de Sam, lo mismo de siempre, no estaban tan muertas como para que las fuera a arruinar un mal olor, pues tenía la intención de matar a la pantera independientemente de las desgracias que eso pudiera acarrear.
Mientras el señor Pacheco avivaba el fuego, el predicador Dob se alejó hasta la orilla para cuidar de Zacarías, y luego volvió y preparó café en un pésimo estado anímico. Dijo: Lamento darles estas noticias a personas tan buenas, pero no veo que tenga el menor sentido continuar nuestra caza cuando ya hemos perdido el rastro y no hay manera de volver a encontrarlo. El propio Zacarías huele demasiado mal como para olfatear una pantera o cualquier otra cosa. Podría tirar un buen trozo de carne delante de ese perro y ni se enteraría de que está ahí. Ni siquiera sé muy bien cómo voy a llevarlo a casa, porque no quiero montarlo conmigo en la silla. Tampoco creo que mi caballo fuera a agradecerlo. Ya sufre bastante por su reumatismo como para obligarlo a que pasee a un perro que huele tan mal. Así que no será fácil encontrar la manera, pero sea como sea me inclino por regresar.
Sam no pareció prestar la menor atención a aquello. Sentada, se limitaba a quitarse las espinas de las chumberas que tenía por las manos y no dijo una sola palabra. Yo, por mi parte, no tenía la menor duda de cuáles eran sus pensamientos.
Dije: Sam, tienes que hacer caso al sentido común.
Comenzó a tararear una cancioncilla que conocía. Voy a decirle una cosa. No sabe lo irritante que era verla ahí sentada con el pelo encrespado sobre su cabeza como un montón de pasto forrajero y ocupada únicamente en sus dedos.
Dije: Esa no es una respuesta, y menos todavía educada.
Sam dijo: Si queréis ser unos caguetas y unos cobardes es cosa vuestra. Pero tengo cosas mejores que hacer que darme la vuelta.
Me daba vergüenza que una niña me hablase así delante de otras personas. Observé que no tenía caballo.
Sé andar, dijo.
Dije: Nadie va a dejar que sigas a la pantera a pie. No puedes caminar más aprisa que una pantera.
Ni me miró ni me respondió, sino que siguió canturreando su tonadilla.
El señor Pacheco se rio de que Sam tuviera tan malas pulgas, y dije: No tiene gracia.
Es «moee fwairtay», dijo.
Le pregunté qué quería decir con aquello.
Dijo que no le faltaba valor.
Lo que no le faltaba eran ganas de buscar problemas, y eso fue lo que dije.
Pero el señor Pacheco estaba de acuerdo con ella y tampoco quería regresar. Al pinto no le importaría llevar otro viajero no mucho más grande que una hoja de hierba, dijo, y Sam sería bien recibida si quería cabalgar con él. El señor Pacheco era de la opinión de que si el perro había llegado hasta nosotros era porque recordaba el camino que había seguido al ir tras la pantera y había regresado por la misma ruta, lo cual significaba que había rastreado a la pantera hasta el mismo cañón en el que nos encontrábamos. Podíamos recorrer el cañón en la dirección por la que el perro había llegado y buscar algún indicio.
Ya he puesto en bastantes apuros a mi perro, dijo el predicador Dob. Se lo ha pasado muy bien recordando sus días de juventud y olfateando una vez más el olor de la pantera. Pero se acabó la fiesta, para él, para mí y para mi caballo. A estas alturas la pantera tiene que estar ya muy lejos, y sin un perro pantera que valga lo más probable es que nos perdamos en vez de encontrarla, y este no es lugar donde uno quiera perderse. Hay demasiadas posibilidades de tener un encontronazo con los indios.
En mi opinión, ya nos habíamos perdido. Me costaba saber en qué dirección se iba hacia delante y en cuál hacia atrás, y no era tarea fácil guiarse por el sol con las nubes que había. Aunque aún hubiera tenido puestas las lentes, estas no iban a mostrarme el camino. Hasta donde alcanzaba a ver, nos hallábamos en el lecho de un cañón que en nada se distinguía de otro cualquiera, en mitad de ninguna parte. Suponía que el predicador Dob o el señor Pacheco podrían localizar el camino de vuelta y devolvernos a casa, aunque yo no fuera capaz de hacerlo, pero ninguno de nosotros íbamos a regresar sin Sam. Estábamos en un callejón sin salida.
Dejamos de discutir y comimos el pan de maíz que Ida nos había preparado y las nueces que había por el suelo, y el predicador Dob se dirigió a donde estaba Zacarías para traerlo y lavarlo de nuevo, pues no quería ir a ninguna parte con el perro oliendo todavía tan mal. Todos estábamos a la gresca, y nos las tuvimos bastante tiesas cuando el predicador Dob regresó con aquel apestoso perro. Sam y el señor Pacheco apoyaban insistentemente el plan de rastrear el cañón en busca de un camino, mientras que el predicador Dob y yo coincidíamos en señalar que de hacerlo nos adentraríamos cada vez más en tierras peligrosas cuando además ya ni siquiera teníamos posibilidades de alcanzar a la pantera, la cual, muy probablemente, se hallaría para entonces a cien kilómetros de allí. Por muy lejos que llegásemos, si no teníamos un perro que pudiera rastrear y acorralar a la pantera, el felino seguiría estando por delante de nosotros, pues es un animal capaz de caminar enormes distancias.
Arrimamos el hombro y también el señor Pacheco y yo nos encargamos de lavar otra vez a Zacarías, y el perro se enzarzó con nosotros más aún que la noche anterior, pero me sentía bastante humillado y lleno de rabia hacia Sam por haberle dejado claro a todo el mundo que no me quedaría otra que abandonarla allí o atarla de pies y manos y llevármela contra su voluntad, cuando a fin de cuentas no haría ni una cosa ni la otra. Igual podían atarme a mí, habida cuenta de la autoridad que tenía sobre ella.
Descalzos como estábamos, el predicador Dob y el señor Pacheco y yo nos ocupábamos de llenar la olla con aquella agua helada y cenagosa y se la pasábamos a Sam para que la aclarase con ayuda de la chumbera, y después se la echábamos al perro por encima.
Sam seguía en sus trece, y dijo: Tengo mi pistola de cuatro balas y no me verás volver.
El predicador Dob dijo: Pequeña, es mi pistola y solo te la he prestado.
Sam dijo: Me la prestó para disparar a la pantera. Hasta que lo haya hecho será mía, a menos que dé usted las cosas con la boca pequeña.
El predicador Dob dijo: A Dios le disgusta el orgulloso, pero es al humilde al que concede su gracia.
Sam dijo: Prefiero la piel que la gracia. Me importa un comino la gracia.
Le dije al predicador Dob: Lamento que no muestre respeto por sus mayores.
El predicador Dob sacó entonces a Zacarías del agua y lo ató a la ramita de un sicomoro que estaba a baja altura, a la orilla del arroyo, y dijo: Estamos en un dilema. Hemos consultado los deseos de todos y no hemos llegado a un acuerdo, y eso nos deja en un punto muerto. Solo hay uno entre nosotros que aún no ha sido llamado a hablar ni tampoco ha sido escuchado, y ese es el Señor. Bien haremos en dirigirnos a él.
El predicador Dob nos reunió entonces bajo el sicomoro, y nos quitamos los sombreros, e inclinamos la cabeza, todos salvo Sam que no inclinó la suya, y respondimos a las palabras del predicador, aunque ya me temía yo que Sam no iba a obedecer el veredicto del Señor si era distinto de lo que ella quería.
Lo que dijo el predicador Dob fue algo parecido a esto, aunque no aseguro que vaya a recordarlo palabra por palabra. Querido Dios, dijo, nos dirigimos a ti porque necesitamos tu guía. Tenemos que llegar a un acuerdo en una cosa y nos gustaría que tú nos pusieses en el camino que deseas para nosotros. El señor Lorenzo Pacheco y la señorita Samantha Shreve prefieren ir en busca de una pantera que Benjamin Shreve y yo estamos absolutamente seguros de que ya habrá desaparecido. Ambos quieren matar a la pantera por una cuestión de venganza, una cuestión de seguridad, una cuestión de dinero, y una cuestión de humanidad hacia aquellos a los que la pantera ha acosado devorando sus reses y atormentando a la gente por medio del miedo. Esa es la posición que ambos sostienen. Probablemente el animal no sea más que un gato enorme que dispone de unos cien kilómetros cuadrados de territorio que cree que son suyos. Por más que yo entienda que tiene sentido matarlo, mucho me temo, al igual que le sucede a Benjamin, que dicha tarea pueda hacer que tomemos un camino que solo concluirá entre salvajes tales como los comanches y los apaches, o que nos conducirá a algún imprevisible peligro. Es posible que, al seguir el rastro de la pantera, encontremos nuestra propia perdición. Soy ya anciano, como bien sabrás, y el señor Pacheco ha cruzado buena parte de las colinas de tribulación que está destinado a atravesar. La Biblia dice que todo hombre tiene escrita su hora, y si esta ha de ser la mía, y tú quieres llevarme contigo, entonces por mi parte estoy dispuesto a escuchar tu llamada. Me atrevo a decir que el señor Pacheco es del mismo parecer. Pero tenemos dos niños a nuestro cuidado, y aunque el chico está a punto de hacerse ya un hombre, y la niña es más dura de lo que le conviene a la larga, y testaruda, y está resuelta a hacer lo que se propone, y se comporta con mucha obstinación en su manera de hacerlo, no tengo el deseo de ponerlos en peligro. Por bien que pueda venirles la recompensa ofrecida por matar a la pantera, y por bien que le vendría a mi familia, y también al señor Pacheco, lo cierto es que una recompensa no va a servir para que podamos comprar un día más de vida, ni para que nos devuelvan nuestras cabelleras, si acaso nos encontramos con los indios o con cualquier otra fatalidad. Guíanos pues, querido Dios, y aléjanos del camino equivocado, sea este cual sea, mas condúcenos adonde tú quieras que vayamos. Amén.
Sam le lanzó una mirada y dijo: No lo has dicho bien.
El predicador Dob dijo: ¿Cómo hubieras preferido que lo dijera, pequeña?
Sam dijo: Lo correcto hubiera sido decir: Señor, haznos saber si debemos seguir o dar media vuelta. Amén. Eso es lo justo. Decir algo más no es justo.
El predicador Dob rezó entonces: Señor, muéstranos el camino.
Allí estábamos, con la ropa mojada por el agua que le habíamos echado al perro, la hoguera reducida a unas brasas no muy lejos de nosotros, tan débil que no servía para calentarnos, y el día tornándose más oscuro en lugar de más luminoso. Hacía viento, si mal no recuerdo. Un viento frío. Sentí la inminente llegada del invierno, y posiblemente también la de la lluvia, y un incierto espanto en mis huesos al pensar en las largas noches que me aguardaban atizando el fuego de nuestra destartalada casa, y vigilando la puerta, y escuchando el crujido de alguna ramita lejana, y preguntándome si la pantera no nos estaría observando, al acecho, desde lejos.
Y entonces, aunque todavía era muy débil, percibí que se operaba un cambio en lo que opinaba de aquello, y empecé a sentirme un poco más inclinado hacia la idea de montar los caballos y recorrer el cañón. Sabía lo que me encontraría cuando nuestro viaje a casa tocara a su fin. No encontraría nada más que la casa, y se trataba de un lugar en el que ya había estado, y que conocía bien, y nada me garantizaba que fuera a estar más seguro allí que en cualquier sitio adonde el cañón nos condujera. Si, en cambio, finalmente nos decidíamos por recorrer el cañón, y por casualidad nos cruzábamos en nuestro camino con la pantera, un tercio de dos mil dólares nos acercaría un poco más a hacer de nuestra casa un lugar más decente y nos proporcionaría una alimentación mejor.
Y, mientras así pensaba, vi que el predicador Dob tenía los ojos cerrados, y que los de Sam observaban atentamente el cañón, y que los de Zacarías, incluso el que tenía inútil, miraban fijamente a Sam, como ocurría siempre que tenía ocasión de hacerlo, y los del señor Pacheco se alzaban hacia las ramas que dejaban caer sobre nosotros su enorme hojarasca amarilla. Y entonces vi que el señor Pacheco echaba la cabeza un poco más atrás, como si estuviera mirando algo que despertase su interés, y vi que se le abría la boca de par en par y que entrecerraba con fuerza los párpados, y miré hacia donde él miraba. Y allí vi, colgado de una retorcida rama del sicomoro bajo el que nos hallábamos, inerme y ensangrentado, el cadáver de un puercoespín a medio comer que, desde luego, no había subido por sí solo a aquel árbol en el estado en que se encontraba.
El señor Pacheco clavó entonces la vista en el suelo, y se inclinó para observar más de cerca las hojas amarillas que se amontonaban allí. Se puso en cuclillas, y removió las hojas, y levantó la vista hacia nosotros, y dijo: «Deeos meeo».
Y los demás nos agachamos para ver aquello, y vimos lo que él había visto, y el silencio se hizo entre nosotros, pues en el barro que había a la misma orilla del arroyo descubrimos, llena de agua, la profunda huella que había dejado la garra de una pantera, mucho más grande que mi puño.
Sin cruzar una sola palabra procedimos a hacer lo que haría cualquier persona con un poco de sentido común. Nos pusimos a rastrear el suelo en busca de más huellas. Y ¿qué le parece?: fue Sam quien encontró una con solo dos dedos.
El señor Pacheco dijo: El Demonio de Dos Dedos ha estado aquí.
Contra su propia voluntad, el predicador Dob asintió. Dijo: El Señor ha hablado. Nos ha ordenado concluir nuestro viaje. Él me ha hecho recordar que a menudo los viajes que emprendo no son los que yo elijo. Nos encontramos en un cruce de caminos, y Él nos ha señalado un árbol de encrucijadas, igual que hizo para Sam Houston en la bifurcación del sendero que conducía a San Jacinto. Nos ha mostrado el camino por el que debemos marchar, y ese camino va hacia delante.
Encontramos entonces más huellas, y vimos que algunas retrocedían para luego seguir otra vez hacia delante, por aquí y por allá, y llegamos a la conclusión, y esa fue una idea que a todos nos sobrevino mientras examinábamos las huellas y pensábamos en el poco tiempo que aquel cadáver llevaba en el árbol, de que el perro había seguido a la pantera hasta el cañón, y luego la pantera había seguido al perro cuando este emprendió el camino de regreso, y la pantera nos había descubierto durante la noche, nos había visto fumar nuestros puros de pulque, y se cenó al puercoespín mientras dormíamos a veinte pasos escasos de aquel árbol.
No pudimos evitar preguntarnos, pues, si éramos nosotros los que seguíamos a la pantera o si, por alguna desconocida baza del destino, la pantera nos estaba siguiendo a nosotros. Incluso ahora me inquieta pensar en ello, y vaya si no estaba inquieto entonces. Había visto en dos ocasiones el tamaño de la pantera. Había golpeado sus cuartos traseros cuando subió al árbol persiguiendo a Sam la noche en que acabó con la vida de Juda. Había visto la luz de la lámpara reflejada en sus ojos en el corral de las cabras. Pero pensar en que aquellos ojos estaban fijos en mí mientras dormía y me observaban inadvertidamente en la oscuridad era mucho peor que un encuentro cara a cara con la criatura. Era algo que me helaba el alma.
Tuvieron lugar, sin embargo, cuatro cosas buenas en aquel momento. Una era que la pantera no había saltado sobre nosotros durante la noche. Otra era que no había saltado sobre Zacarías mientras este dormía un poco más arriba que nosotros, y que quizá no lo había hecho a causa de su mal olor. Una tercera era que ahora estábamos de acuerdo respecto a dónde debíamos dirigirnos, pues las huellas parecían ir y volver e ir otra vez en dirección al cañón. La cuarta era que el Señor nos había dado una señal de que hacíamos lo correcto al seguir adelante, de modo que ya no había motivos para discutir sobre aquel asunto. Ahora teníamos un mismo propósito.
Recogimos nuestras cosas, ensillamos los caballos y nos pusimos en marcha. Llevábamos a los caballos de las riendas, pues nos veíamos compelidos a continuar a pie para así poder examinar el suelo en busca de señales y huellas. Cuando Zacarías comprendió que andábamos siguiendo a la pantera volvió a comportarse como un cachorrillo, insensible a sus heridas, a sus patas ensangrentadas y a su repulsivo hedor. Ya no era necesario llevar aquel perro subido al caballo, y al predicador Dob le produjo una enorme satisfacción verle mostrar tanto entusiasmo. Las huellas que el perro había dejado la noche anterior se entremezclaban con las de la pantera y de tarde en tarde nos confundían, pues no era tarea fácil distinguir en suelo seco unas de otras. Pero el perro se guiaba por el olfato y no por la vista y conocía de sobra su propio olor, de modo que no prestó atención ni a aquellas huellas ni a las huellas de otras criaturas. Había muchas alimañas y coyotes y alguna que otra de un oso. A veces Zacarías aspiraba con fuerza sobre aquel secarral, e iba por aquí y por allí olfateando en círculos, y parecía que había localizado el rastro. Sin embargo, su hocico siempre le hacía regresar al barro, y allí lo perdía. En esa parte vimos unas huellas que se internaban en el agua y nos detuvimos en sus inmediaciones, rascándonos la cabeza.
Tenía preparada la pistola de Hanlin y un ojo puesto en las copas de los árboles y en esas regiones donde la vegetación se volvía más densa por si aparecían los indios o la pantera. Sam tenía el revólver preparado y no dejaba de decir que era a ella a la que le correspondía disparar primero.
Tras un rato de marcha, el predicador Dob encontró unos excrementos. Más allá vimos un montón de tierra y de ramitas reunidas a zarpazos, indicios sin duda de que un felino había marcado su territorio. Zacarías jadeaba y resollaba de puro contento con el hocico puesto en el montoncito, y siguió el rastro durante un trecho hasta que poco a poco se fue acercando otra vez a la orilla del agua, y allí lo perdió.
El predicador Dob dijo: Ese felino está jugando con nosotros.
Cuanto más nos alejábamos, más frío iba haciendo. Las nubes eran espesas y oscuras, y por la manera en que se desplazaban, y el modo en que se movían las ramas más altas de los árboles situados en lo alto del cañón, comprendimos que el viento estaba ganando velocidad. Nos alegraba que hiciera viento pese a lo frío que era, pues se llevaba algo de aquella peste a mofeta. Sin embargo, no nos gustaba ni un pelo lo que aquello presagiaba, y empezamos a impacientarnos. Sabíamos que si se ponía a llover perderíamos tanto las huellas como el rastro.
Al cabo de un rato encontramos unas plumas de pato y unas patas de pato tendidas al lado.
El predicador Dob dijo: A Dos Dedos no le gustan las patas de pato.
Aquello nos pareció muy gracioso al señor Pacheco y a mí y nos reímos al escucharlo. Pero Sam no se reía ni de eso ni de nada, pues estaba demasiado ocupada buscando indicios de la pantera.
Hacia el mediodía Zacarías se volvió repentinamente y se lanzó a todo correr hacia el lateral del cañón con el hocico pegado al suelo. El predicador Dob corrió tras él, azuzando su montura en dirección al lateral del cañón y gritando para que el perro lo esperase, pero no le sirvió de nada. Tanto el perro como él subieron hacia la corona. Los demás seguimos sus pasos. Era una pendiente rocosa, pero no empinada. Cuando alcanzamos la corona, nos encontramos en una meseta cubierta de hierba india que nos llegaba casi hasta el pecho. El viento nos azotaba allí con fuerza. El predicador Dob ya había llegado. La hierba era muy densa y mucho más alta que el perro, así que apenas veíamos otra cosa de él que el alboroto que causaba en ella mientras iba y venía buscando el rastro.
Desde allí pude ver mejor lo oscuro que se había puesto el cielo hacia el sur. Una tormenta se dirigía hacia México. El viento soplaba desde esa dirección, tumbando y ondulando la hierba al pasar. Eché en falta no estar mejor preparado para la lluvia, convencido como estaba de que cuando se uniese al viento que descendía del norte el agua no nos iba a faltar, y no iba a estar precisamente calentita. Cuando el día anterior nos marchamos de casa no era todavía invierno; solo hacía algo de fresco, pero ahora sí que hacía frío.
Zacarías siguió el rastro a lo largo del saliente del cañón en la misma dirección por la que habíamos marchado cuando estábamos abajo. Los caballos querían pastar, pero volvimos a montar a toda prisa para no perder de vista al perro.
No nos habíamos alejado demasiado cuando la pared del cañón adoptó una mayor inclinación a nuestros pies. La pantera debía conocer muy bien aquel cañón para haberlo abandonado cuando lo hizo. Zacarías perdió el rastro aquí y allá y corría de un lado a otro, abriendo un caminito en la hierba.
Nos detuvimos a otear la meseta, comentando lo oscuro que estaba el cielo mientras el perro seguía buscando el rastro, cuando de pronto nos vimos sorprendidos por una voz que nos gritó desde el otro lado del cañón diciendo: ¡Deténganse donde están!
Al oír aquello no supimos qué hacer, por dos motivos. El primero era que ya estábamos detenidos donde estábamos. El otro era que no habíamos visto ni oído acercarse a nadie, pues no teníamos el viento que venía de ese lado del cañón a favor y estábamos ocupados mirando en la dirección contraria.
Desconcertados, nos dimos la vuelta y vimos a tres jinetes que detenían sus monturas en mitad del camino y nos apuntaban con sus pistolas. No los distinguí muy bien, porque el cañón debía de tener, según mis cálculos, unos sesenta metros de ancho, palmo arriba o palmo abajo. Lo único que pude distinguir es que uno de ellos era un gordo con un rifle montado en un caballo gris de buen tamaño, otro un individuo delgado que montaba un caballo de color castaño y que nos apuntaba con lo que parecía un mosquete de ánima lisa, y el tercero un tipo de complexión normal, vestido con un uniforme sesesh y montado en un caballo pardo. Parecía llevar una pistola. Por ese lado el cielo estaba más luminoso, no oscuro como a nuestra espalda.
El predicador Dob trató de mostrar buen talante. Gritó: ¡¿Qué tal?!
El gordo empezó a tronar. Dijo: ¡Lorenzo Pacheco, pon las manos en alto, desmonta y aléjate del caballo! ¡Haz un movimiento en falso y te dispararemos! ¡Baja también a esa niña del caballo!
Parecía que la cosa iba en serio. El señor Pacheco le dijo a Sam que bajase de la grupa y se alejase del pinto.
Al principio Sam no obedeció. Yo le dije que lo hiciera. El predicador Dob dijo: Pequeña, baja de ese caballo, y entonces obedeció, aunque a regañadientes.
El señor Pacheco bajó después. Le dirigió al caballo unas cuantas palabras en español y se apartó y levantó las manos sobre su cabeza. El pinto se quedó donde estaba.
El gordo berreó: ¡Dobson Beck, el hombre que viaja con usted es un ladrón de caballos! ¡Lorenzo Pacheco, tú me robaste ese caballo! ¡La ley está de mi parte y vamos a recuperar ese caballo! ¡Si te resistes te dispararemos! ¡Si huyes iremos a por ti y te colgaremos!
El señor Pacheco gritó: ¡Te pagué el caballo!
¡Me pagaste con billetes falsos!, replicó el gordo. ¡Billetes confederados falsos!
El hombre del uniforme chilló: ¡Maldito seas, también a mí me pagaste con billetes falsos, Pacheco! ¡Tío Dob, te vamos a colgar como cómplice suyo si Pacheco no entrega el caballo y me paga lo que es mío, lo que me debe, en dólares americanos!
El predicador Dob gritó: ¡Eres tú, Clarence!
Parecía suponer un enorme esfuerzo gritarle al viento para hacerse oír de un lado a otro del cañón. Sin embargo, Hanlin siguió haciéndolo un buen rato para dirigirse al predicador Dob. ¡Los billetes que me dio Pacheco no valen ni el papel en el que están impresos!, dijo. ¡Me he encontrado con el señor Samuels aquí, en Camp Verde! ¡El señor Samuels preguntaba por un ladrón de caballos mexicano que iba montado en un pinto de buena planta y que le había comprado el caballo con billetes falsos! ¡No tuve la menor duda de quién podía ser! ¡Nos acompaña un miembro del Ejército que ha venido para asegurarse de que se haga justicia! ¡Si alguno de vosotros no acata las órdenes, entonces a alguno le volaremos la cabeza de un tiro! ¡Si Pacheco hace el menor intento de huir, dispararemos a su caballo!
El gordo le gritó entonces algo a Hanlin. No pudimos escuchar qué.
Hanlin entonces nos gritó: ¡Lo que queremos es el caballo! ¡No queremos dispararle al caballo, pero os dispararemos a cualquiera de vosotros si os interponéis en nuestro camino!
El gordo le gritó entonces algo más a Hanlin.
Hanlin puso la oreja a aquello y luego nos dijo: ¡No dispararemos a los niños pero sí dispararemos a Pacheco!
El predicador Dob le preguntó al señor Pacheco: ¿Les pagaste con billetes falsos?
El señor Pacheco dijo que, en efecto, lo hizo.
El predicador Dob le preguntó: ¿Por qué lo hiciste?
El señor Pacheco le dijo que no tenía otra clase de dinero con el que pagarles. Había comprado los billetes por diez céntimos el dólar en Matamoros, y estaban fabricados en La Habana. Dijo que los «ombrays» de Cortina le arrebataron el caballo. Dijo: ¿Dejarías que ese gordo montase tu más preciado caballo?
El predicador Dob dijo: Lo compró legítimamente, ¿no es cierto?
El señor Pacheco reconoció que los hombres[6] de Cortina no habrían regalado por las buenas un caballo semejante.
Los tres hombres del otro lado planeaban algo.
Hanlin gritó entonces: ¡El señor Samuels y yo daremos un rodeo hasta la salida del cañón para coger el caballo y mis cien dólares americanos y para recuperar la pistola que Pacheco me quitó y le dio al chico! ¡El señor Rarick aquí presente pertenece al Ejército! ¡Se quedará aquí y os tendrá a los cuatro en el punto de mira! ¡Tío Dob, no pierdas de vista a Pacheco! ¡Si intenta escapar, dispárale!
Por toda respuesta, el predicador Dob gritó: ¡No voy a dispararle, Clarence! ¡Soy un predicador y un hombre de Dios! ¡Y el señor Pacheco no tiene cien dólares! ¡Eres un idiota si alguna vez creíste que los tenía!
El hombre del caballo castaño, que representaba a la ley, dijo: ¡Un momento! ¡Ha dicho que es predicador! ¿Es usted, predicador Dob?
El predicador Dob dijo: ¡Sí, soy el predicador Dob!
El hombre dijo: ¡No tenía la menor idea! ¡Me dijeron que buscaban a un Dobson Beck que viajaba con un mexicano, pero no sabía que se trataba de usted! ¿No se acuerda de mí? ¡Usted me aconsejó en un asunto privado! ¡Fue en el condado de Bell! ¡Me llamo Tom Rarick!
El predicador Dob dijo: ¡Me acuerdo muy bien!
El hombre dijo: ¡Al final la mujer le devolvió la sartén al chamarilero!
El predicador Dob dijo: ¡Me alegra oírlo, Tom! ¡Entonces se ha puesto a bien con el Señor!
El gordo disparó un tiro sobre nuestras cabezas para mostrar que no estaba para bromas.
Sam pensó que nos estaba disparando y le descargó un tiro con el revólver, pero falló.
El señor Pacheco tenía los brazos levantados pero al ver aquel intercambio de disparos echó mano de su pistola, se agachó entre la hierba y apuntó a Hanlin. Hanlin saltó de su caballo pardo, se agachó entre la hierba que lo rodeaba y apuntó a su vez al señor Pacheco. Yo apunté a Hanlin con su propio Colt, al suponer que si Hanlin abría fuego contra el señor Pacheco yo tendría que hacer algo, aunque no sabía exactamente qué, pues me sentía reacio a disparar incluso a un hombre tan malvado como Clarence Hanlin si él no me disparaba a mí primero.
El predicador Dob gritó: ¡Alto, alto! ¡Deteneos! ¡No tiene sentido hacerse matar!
Me hubiera gustado haber tenido todavía puestas las lentes del predicador Dob para distinguir mejor las cosas. Acertaba a ver al gordo, que apuntaba con su rifle al señor Pacheco. Seguía sentado en su caballo y montado allí se le veía bastante gordo. El agente del orden, el señor Tom Rarick, apuntaba al cielo con su mosquete y no lo dirigía a nadie. Hanlin andaba por ahí, agachado entre la hierba. Supuse que la pistola se la habían prestado, dado que yo tenía la suya. Hanlin la llevaba en la mano izquierda, imagino que a causa de tener la derecha envuelta en vendas porque había perdido el dedo. Nos apuntaba alternativamente a Sam y al señor Pacheco y a mí. En aquel lado la hierba estaba tan alta como en el nuestro, así que no resultaba fácil ver lo que hacía con exactitud, pero sí pude distinguir a quién apuntaba.
Guardamos silencio para sopesar nuestras posibilidades.
Fue entonces cuando oímos ladrar al perro. El sonido no venía de muy lejos y comprendimos que Zacarías había puesto tierra de por medio y que una vez más había olfateado bien a las claras el rastro de la pantera. Sam no me miró, ni vaciló lo más mínimo. Antes de que se oyera un segundo ladrido había echado mano de las riendas del pinto y estaba subiendo a la silla. Al tercer ladrido había hecho girar al caballo para lanzarlo a la carrera en dirección al perro.
El señor Pacheco corrió tras ella a pie.
Hanlin le descargó un tiro.
El caballo del predicador Dob se convirtió de repente en un peso muerto y cayó en redondo con el predicador Dob aún sentado en la silla. El animal no pataleó ni hizo el menor ruido. Pasó de estar desayunando tan tranquilo su hierba india mientras unos y otros nos gritábamos de un extremo al otro del cañón a yacer en el suelo con el predicador Dob sentado sobre él, absolutamente perplejo por lo que había ocurrido.
Miré a mi alrededor, confundido. A mi lado vi al predicador Dob sentado sobre su postrado caballo. Detrás vi a Sam lanzando al pinto contra un cielo negro, y al señor Pacheco corriendo hacia ella entre la hierba. Vi el centelleo de un relámpago. Al otro lado del camino vi a Hanlin surgiendo entre el montón de hierba en el que había estado agachado, pues ya no le apuntaba ninguna pistola salvo la mía, que era suya, y supongo que imaginó que no iba a dispararle.
Gritó: ¡Tío Dob, lo siento! ¡He disparado a tu caballo! ¡No pretendía hacerlo! ¡Apunté a Pacheco, no a tu caballo! ¡He tenido que disparar con la mano izquierda porque a la derecha le falta un dedo! ¡Se ha muerto el caballo! ¡Lo siento!
Parecía sinceramente arrepentido.
El predicador Dob bajó de la silla y miró a su caballo y descubrió que había recibido el disparo en la cabeza. No había el menor indicio de vida en el caballo. Lo único que se le movía eran la cola y la crin, que el viento despeinaba ligeramente. La mitad del fusil estaba debajo del caballo y la culata parecía partida, separada limpiamente del resto.
El predicador Dob y yo teníamos que pensar algo y rápido. Había un caballo muerto provisto de una buena silla que sin duda el predicador Dob no iba a querer dejar en el saliente de un cañón al que probablemente tardaría tiempo en regresar, si es que lo hacía. Al otro lado del cañón había unos individuos bien armados cuyas intenciones hacia nosotros no eran nada halagüeñas. Sam, el pinto, el señor Pacheco y Zacarías atravesaban el campo a todo correr en pos de una pantera por la que bien podíamos ganar un tercio de dos mil dólares a cada uno, o tal vez no, dependiendo de si conseguíamos hacernos con la piel.
Mi mayor preocupación era Sam. Sam me causaba un sinfín de problemas y, pese a todo, no hacía más que preocuparme por ella. Creo que el predicador Dob sentía la responsabilidad de protegerla, no sé si porque le había cogido cariño o qué. También le preocupaba su perro. Además, un caballo muerto es un caballo muerto y no sirve de nada, por mucho que hubiera servido de algo alguna vez, y hubiera sido un buen caballo, y aún tuviera una silla.
Monté rápidamente la yegua. El predicador Dob cogió de debajo del caballo lo que quedaba de su fusil y corrió hacia mí cojeando ostensiblemente. Aquella caída le había lastimado. Le costó mucho subir a la grupa de la yegua, y, aun así, lo hizo en lo que podíamos llamar un santiamén.
A ninguno se nos ocurrió preguntarnos qué dirección tomar. El perro corría detrás de la pantera. Sam corría detrás del perro. El señor Pacheco corría detrás de Sam y del pinto, y todos seguíamos los ladridos tan rápido como podíamos. Me hubiera sentido mucho más tranquilo de no haber sabido que el gordo y Hanlin, y quizá el agente de la ley —aunque ya no podía estar seguro de su parecer—, saldrían a perseguirnos tan pronto rodeasen el extremo del cañón, por cerca o lejos que dicho lugar les quedase, y no necesitarían preguntarse qué dirección habíamos tomado, pues los ladridos eran un claro indicador.
Yo era aún un muchacho de catorce años, no muy corpulento, y el predicador Dob no era ni alto ni fuerte. Con todo, estoy seguro de que a mi yegua no le fue fácil llevarnos a ambos. Bendita sea, era una buena yegua, y hoy día sigue siendo una buena yegua, y supongo que nunca habrá olvidado el cariño que mi padre le mostró cuando la encontró, abandonada como estaba en medio del camino, y que le cosió sus cuartos traseros, y que la cuidó hasta devolverla a la vida después de que los indios hicieron uso de ella hasta casi reventarla. Aparte de tener la mala costumbre de pegarle un buen bocado a quien tenga la ocurrencia de ponerle una mano en la grupa, tiene la nobleza propia de todas las yeguas.
Nos llevó cortando el viento a buen paso.