Querido juez:

El señor Hildebrand me ha entregado una carta de usted. Es la primera que recibo. Él ya la había leído porque el lacre estaba suelto. No se le pasó por la cabeza que a usted le pudiera importar. Me pidió que le hiciese saber que si alguna vez precisaba de más testimonios contra Clarence Hanlin él podría proporcionarle gente a mansalva, pues es un hecho de sobra conocido que Hanlin iba a menudo con la banda de los que ahorcan, aunque no formara parte propiamente de la misma. El señor Hildebrand me dijo que hay una mujer en Kerrsville que conoce a la madre de Hanlin, del condado de Bastrop, y que dice que hasta ella renegaba de él cuando era pequeño, de lo mal bicho que era desde que nació. Ya entonces atormentaba todo tipo de criaturas, de modo que no es de extrañar que de adulto sea como es.

En fin, volviendo a su carta, juez. Gracias por decirle al señor Hildebrand que me restituyese lo que había gastado y que por favor me diese el papel y la tinta que necesitase y que por supuesto tuviese en cuenta que los costes le serían reembolsados en su totalidad, pues por lo que se ve esto tiene pinta de ir a más. Al señor Hildebrand le alegró saberlo. Es muy generoso y me dio una rebanada de pan gratis porque no había strudel, a causa, según me dijo, de que el strudel se termina los viernes y ya era sábado cuando estuve allí.

Me alegra saber que no está usted viajando solo como yo pensaba, sino con su amigo el señor Pittman. Me pareció todo un caballero en casa del señor Wronski. Debe de escribir muy deprisa, y eso es una hazaña de lo más impresionante, ya lo creo que sí. Por favor, salúdelo de mi parte y dígale que vigile que no se meta usted en líos. Casi me da miedo imaginarle leyendo mis informes, por temor a que los comanches se le acerquen sigilosamente por la espalda mientras lo hace. Tengan mucho cuidado los dos.

Agradezco que me diga que no tengo que escribir tan meticulosamente como lo estoy haciendo. Sin embargo, voy a seguir con ello, si no le importa. Sé que solo lo hace por consideración a mi tiempo, pero qué necesidad hay de eso. Trabajo todo el día pero no hago nada importante después de que oscurezca. Lo único que hago por la noche es sentarme en una casa medio a oscuras con Sam y vigilar por si vienen los comanches. No es una vida muy interesante. He leído dos veces La ballena, de principio a fin, como quizá le haya dicho antes, y no me apetece leerlo otra vez.

Pero hablando del diablo. Las páginas que le envío tratan bastante de Clarence Hanlin, pues aluden al encuentro que Sam y yo tuvimos con él el día siguiente por la mañana a aquel en que la pantera se llevase nuestros cabritos, cosa que sucedió no mucho después de haber visto a Hanlin robando en el Julian. Como ya le he dicho, le había visto alguna que otra vez por los caminos con otros sesesh, y le había visto saqueando los bolsillos de aquellos infelices ahorcados. Sin embargo, hasta la época que cuento en el texto que usted se dispone a leer, no había intercambiado una palabra con él ni había tenido motivos para hacerlo. Tampoco es que él hubiese reparado mucho en mí.

Me gustaría tener una estilográfica de punta metálica en lugar de pluma. Una estilográfica mejoraría muchísimo mi letra. El señor Hildebrand me mostró el anuncio de una que fabricaban en Nueva Jersey. Traía funda y todo. A mí no me haría falta la funda.

Afectuosamente suyo,

BENJAMIN SHREVE

MI TESTIMONIO

Como contaba anteriormente, dormí toda la noche apoyado contra la puerta para impedir que Sam saliese. Por la mañana echamos un vistazo por nuestras propiedades y vimos que faltaban los dos cabritos y que la pantera había asustado a todo bicho viviente y que en el lugar todavía flotaba el rastro de su intrusión. Sam y yo estábamos inquietos y teníamos un dilema, pues no sabíamos qué hacer. Sam era de la opinión de que debíamos seguir el rastro de la pantera, pero ¿cómo íbamos a hacer tal cosa? Le dije que se olvidase por completo de aquello, que la pantera no volvería en mucho tiempo. Había tardado un montón de años en regresar desde la última vez que apareció. Pero lo que Sam sentía no tenía nada que ver con la preocupación que nos producía nuestro ganado o por nosotros mismos o por cualquier otro asunto práctico, sino que tenía que ver con el deseo de venganza. La pantera le había destrozado la cara y asesinado a su madre, y ahora había escapado con dos cabritos, dejando al resto de las cabras como atontadas y a nosotros con la sensación de que nos habían robado algo.

Le dije que no teníamos los medios para seguir el rastro de la pantera, pero ella habló de fabricar una trampa para capturarla y de que eso era lo que teníamos que hacer. Siguió y siguió sin parar. Tenía grandes planes, todos ellos igual de estúpidos, relacionados con cavar agujeros y obtener estacas afilando palos y otras tonterías semejantes. Mi única esperanza era que no se le ocurriese la idea de salir a buscar los restos de los cabritos y montar guardia hasta que la pantera regresase a por su desayuno, dado que no teníamos ningún medio lo bastante seguro para despacharla en el caso de que nos topáramos con ella.

Para mi espanto, a Sam se le ocurrió esa misma idea, o una parecida. No tenía más de doce años, como he dicho, pero siempre está dándole vueltas a la cabeza, y te agota tanto que llega un momento en que empiezas a pensar que esa idea que se le ha ocurrido hasta tiene trazas de valer. Yo no le estaría escribiendo todo esto, señor, y ni siquiera le habría llegado a conocer, ni usted a mí, de no ser porque a Sam se le ocurrió un plan que pensé que podría funcionar, por no decir que parecía del todo razonable. Dijo que la pantera no podía haberse comido los dos cabritos en una misma noche, y que si encontrábamos lo que debía de quedar de uno de ellos podríamos escondernos en lo alto de un árbol hasta que la pantera regresase a devorarlo. Entonces sería fácil acertarle de un tiro.

¿Has olvidado que no tenemos buena pólvora?, le pregunté.

Si disparamos hacia abajo la bala saldrá, dijo ella.

¿Cómo va a matar una bala a una pantera solo con caer sobre ella?, dije. Y ¿qué te hace pensar que la pantera no va a vernos y a pensar que ahora tendrá tres comidas completas en lugar de una?

Sam ya había pensado un plan para aquello, consistente en llenar de rocas unos cubos de agua y subirlos al árbol, atar un cuchillo de cocina a la boca del rifle para obtener una lanza, y hacer un lazo con una soga. Le dije que no funcionaría. Ella dijo que ya se encargaría ella de que funcionase, y que si yo no la ayudaba lo haría sola, pues no era mi esclava, ni la de nadie, y tenía voluntad propia, y podía hacer lo que le viniese en gana.

Tendrá que perdonarme, juez, pero después de un buen rato discutiendo con ella hasta hartarme terminé por aceptar que aquel plan podía resultar viable. Solo tenía catorce años, y no era tan listo como me hubiera gustado ser. Además, Sam me llamó cobarde. Da miedo hacerle frente cuando se pone insolente. Tiene unas facciones muy raras, a causa de lo que le hizo la pantera. La boca la lleva estirada hacia un lado y parece reírse de ti por más que solo veas indignación en sus ojos. Y, por más que la mires y no dejes de ver que es una enclenque y medio negra y una niña y que da cosa mirarla, al final acabarás pensando que tiene más razón que tú, aunque nunca sabrás cómo lo ha conseguido.

Así que ahí estábamos, con un plan. Sin embargo, no me lancé a prestarme voluntario para ponerlo en marcha. Dije: Ve tú a buscar a los cabritos. No pienso ayudarte en eso. Y si el que encuentres no está debajo de un buen árbol, ya puedes olvidarte de meterme en el tinglado. No voy a esperar a una pantera subido a un arbolito de nada. Quiero un buen puesto.

De modo que Sam salió en busca de los cabritos y dio con uno hacia el mediodía y me sacó a la fuerza para que lo viese. No estaba muy lejos de la casa, aunque no era fácil verlo al encontrarse en una pendiente. El cabrito estaba todo tieso al pie de un roble blanco que a ojo debía de levantar unos veinticinco metros del suelo. Se hallaba medio cubierto con palos y hojas, no le habían comido nada pero tenía destrozada la garganta.

Había muchas cosas por el lugar que me rechinaban un poco. Por ejemplo, por qué la pantera había escogido justamente el árbol más alto para esconder debajo los restos. Y cómo es que los palos y las hojas parecían haber sido apilados sobre el cabrito, en lugar de echados allí a zarpazos.

Dije: Tú no te has encontrado el cabrito aquí. Te lo has encontrado en otra parte y lo has traído hasta aquí porque es un árbol muy alto y sabías que no pensaba apostarme en uno que fuera pequeño.

No he hecho tal cosa, respondió.

Empezamos a discutir.

Al final Sam dijo: Vale, pues sí, lo he hecho. Lo he traído aquí desde un poco más allá. ¿Qué cambia eso? La pantera podrá olfatearlo desde allí.

Se le había ocurrido algo más. Llevaríamos la mamá cabra hasta el lugar y la ataríamos bajo el árbol, dijo. La dejaríamos allí toda la noche mientras nosotros aguardábamos en el árbol. La cabra balaría porque no querría estar allí con su cría muerta, y el ruido atraería a la pantera y podríamos dispararle.

Y si no atraerá a lobos o coyotes, dije. ¿No habías pensado en eso?

Pues no, reconoció, pero tendré que arriesgarme.

Examiné el árbol. No era un mal árbol el que Sam había escogido. Las ramas estaban bastante altas y eso ya era algo bueno. Las hojas habían cambiado de color y empezaban a caer pero había muchas entre las que ocultarse. El tronco era muy ancho. Me asustó un poco pensar cómo íbamos a defendernos de la pantera si esta se ponía a trepar por el tronco y nosotros estábamos allí arriba con solamente unas piedras y un rifle descargado con un cuchillo atado al extremo y una cuerda y una bala en una pistola cargada con mierda de murciélago. Aun así, no me apetecía que me llamaran cobarde por segunda vez. Casi podía ver la palabra en los labios de Sam.

Subiremos al árbol antes de que oscurezca, dijo. Venga, ayúdame a traer piedras.

No es que sea decir mucho, puesto que Sam no es de las que doblan demasiado el espinazo, pero aquel día trabajó de lo lindo. No paró de recoger piedras de todos los tamaños. Llenamos los cubos que usábamos para traer agua y otros dos que usábamos para dar de comer a los animales. Fue toda una hazaña llevar los cuatro cubos al árbol. Tuve que usar la cuerda para poder subir, tras lo cual Sam y yo nos empleamos a fondo para izar los cubos mediante la cuerda. Tiramos la lazada sobre un par de ramas para colgar de ahí los cubos de agua, pero nos las vimos para mantenerlos en equilibrio y evitar que volcasen e hiciesen caer todas las piedras. Sam se encargó de dirigir el trabajo y eso lo complicó todo aún más.

Descubrimos que la mamá cabra no andaba muy bien cuando fuimos a sacarla del corral. Tenía las ubres llenas a reventar y echaba de menos a sus cabritos. Nos vimos obligados a ordeñarla para que así encontrase alivio. Al menos eso nos sirvió para obtener buena leche. Le dio igual separarse de las otras cabras, y no le hizo demasiada gracia ver a su pequeño medio enterrado bajo un montoncito de palos y hojas, ni que la atásemos a su lado. Creo que no comprendía muy bien el estado en que el animalito se encontraba y que no le hiciese el menor caso. Aguardamos a que al fin se diese cuenta de lo que ocurría y armara un alboroto que llegase hasta la pantera, pero, muy al contrario, se quedó ahí plantada sin abrir la boca durante un buen rato. Aquello no era para nada normal. La habíamos atado junto a su cría y ella se había alejado de esta todo cuanto la soga le permitía, que era hasta el otro lado del árbol. Se quejó un poquito y luego se quedó ahí pasmada y, como suele decirse, tiesa como un garrote.

Dije: No parece que sirva de mucho.

Sam dijo: Ya verás que sí. Empezará a balar cuando oscurezca. Me da que tienes miedo y no quieres que la pantera venga.

Sería tan idiota como tú si quisiera que viniese, le contesté.

Antes de que cayese la noche nos acomodamos en el árbol. Las ramas eran muy anchas y macizas, lo que permitía tomar buen asiento, aunque era tal tortura por la corteza que no paré de pensar en lo que hubiera dado por que no estuviésemos allí, sino en un árbol indio todo pelado. Me figuraba que las bellotas serían un inconveniente, pues les gustaban mucho a los osos. Pero ¿qué problema suponían los osos, comparados con la pantera a la que esperábamos atraer?

Desde donde me encontraba podía ver tres viejos y enormes mezquites, a unos veinte metros, que se alzaban junto a un sendero sobre una antigua tumba comanche. Se decía que aquella era la tumba de un jefe indio al que habían enterrado unos años antes de mi nacimiento. Más de una vez la había saqueado la gente que pasaba por el sendero, así que yo solo llegué a ver algunos abalorios y amuletos y huesos que nadie quería y que yo no hubiera tocado ni por un millón de dólares en metálico, por miedo a la venganza, ya fuera por parte de los vivos o del mismo muerto. Tratándose de comanches, me temo que ambas posibilidades son igual de malas. Desde lo alto del árbol no alcanzaba a ver los huesos que asomaban de la tierra, pero sabía que estaban allí. Los había visto muchas veces. Para mí que eran los huesos de las piernas. Era raro que en todos esos años ni los coyotes ni las alimañas hubieran querido saber nada de esos huesos. Quizá las historias que había oído eran ciertas y los huesos estaban malditos.

Apareció la luna, que no daba más que una pizca de luz. Cuando se plantó sobre nosotros solo la veíamos a retazos, entre las nubes que se deslizaban por encima de las ramas. No lograba ver las estrellas, pues las nubes y las hojas lo impedían. Me senté, con la espalda contra el tronco y las piernas cabalgando una rama que tenía el ancho aproximado de una silla de montar, con la pistola preparada y el oído atento a la llegada de la pantera. Por la noche hizo más frío de lo que hubiera imaginado. El árbol hizo caer sobre mí un buen montón de hojas a lo largo de la noche. Sam y yo habíamos acordado no abrir la boca, de modo que por una vez ella estaba callada. A veces la mamá cabra iba y venía atada a la soga y lanzaba un balido, pero más allá de eso estaba insólitamente silenciosa.

Creo que a Samantha le desquiciaba no poder hablar, cosa que para ella supuso una dura prueba. Estaba asustada, aunque no lo decía. Se había sentado en una rama en la otra punta del tronco respecto a mi posición, medio metro o así por encima de mí, donde no podía verla dado el lugar en que me encontraba. A mitad de la noche empezó a tirar bellotas desde su rama.

¿Qué haces?, le pregunté.

Quiero que la mamá cabra bale, me dijo. Sigue ahí abajo. No puedo oírla. Desde aquí no la veo.

¿Adónde te crees que puede haber ido?, le dije.

¿Por qué no hace ningún ruido?, me preguntó.

Harías tú algún ruido si fueras carnaza para una pantera, dije.

Aquello sirvió para que cerrase el pico durante un rato.

Por ahí se oía a los carroñeros, unos ruidosos grillos, a los coyotes intercambiando aullidos en las colinas, y a las lechuzas dar su opinión a gritos. Hubiera disfrutado más de la noche de haber podido estar seguro de que para mí no sería la última. Pensar en la pantera me aterraba.

Cuando el cielo comenzó a aclarar, y la mamá cabra a quejarse pidiendo que la ordeñaran, y las moscas empezaban ya a congregarse sobre el cadáver de la cabrita, dije: La pantera no va a venir. Es hora de irse.

Samantha contestó: No pienso irme justo ahora.

Me quedaré media hora, repuse, nada más. Estoy harto de estar aquí sentado sujetando la pistola para nada.

Pues déjame que la coja yo, dijo.

Acepté tan pésima idea. Le di la pistola y me acomodé de nuevo en mi rama para echar un sueñecito. Estaba a punto de quedarme dormido cuando Sam dijo: Alguien se acerca.

Aquello me despertó en un instante. Estábamos acostumbrados a que de vez en cuando apareciera gente por el camino, pero no tan a menudo como para que fuera algo habitual. Lo que vi nada más abrir los ojos fue a un tipo a caballo, y lo que primero vi fue al caballo. Era un caballo pinto, negro con manchas blancas, un mustang, a juzgar por su aspecto, pero más alto de lo normal, como de unos quince palmos de alto, y me llamó la atención lo extraordinario que era aquel animal. Tenía algo especial. Un aire de libertad. Tanto era así que daba la impresión de que no llevaba a nadie montado encima, sino que más bien había salido por su cuenta a dar un paseo matinal. No tenía freno; solo los arreos. Aquella suavidad con la que avanzaba por el camino, siendo además demasiado temprano como para que proyectase alguna sombra, constituía una visión que atraía poderosamente mi atención. Tuve que aguantar la respiración antes de poder apartar la mirada del caballo y dirigirla al jinete.

Cuando desvié los ojos del caballo y miré al hombre, vi que se trataba de un mexicano. Estaba muy bien vestido, con camisa de lino y pantalones bonitos, además de un buen par de botas que le llegaban hasta la rodilla. No parecía ningún jovencito. Las botas y el sombrero eran negros, y su cabello gris, casi blanco. Lo tenía un poco largo. Su atuendo en conjunto era blanco y negro, de manera que hacía juego con su caballo pinto como nunca antes había visto hacerlo a animal y hombre alguno, y tampoco después. El hombre viajaba ligero de equipaje, pues tan solo llevaba un par de alforjas y un bolsón.

Sam dijo: ¿Quién podrá ser?

Le dije que guardase silencio y que se acercara hasta donde yo pudiera verla. El hombre entonaba una canción cuya letra no alcancé a escuchar. Vimos que observó a la mamá cabra atada al árbol pero no le prestó especial atención. No nos vio, pues estábamos escondidos entre las ramas. Se acercó a la tumba del antiguo jefe indio, se detuvo, desmontó, se quedó un rato junto a la tumba y escarbó un poco con la bota. Pensé que quizá se le estaba pasando por la cabeza saquearla, además de lo que pudiera llevarse de allí. No había nada salvo viejos abalorios y huesos. Soltó las riendas y se quedó ahí plantado, junto a su caballo, y ambos miraron la tumba con lo que a mi entender era una postura desdeñosa. Pensé que era un buen truco ese de lograr que el caballo hiciera lo que el hombre hacía. Tanto la crin como la cola tenían una mezcla de blanco y negro, a semejanza del cabello gris del hombre. Al cabo de un minuto el hombre comenzó a hablar, dirigiéndose a la tumba en un tono bastante áspero, como si estuviera discutiendo con el jefe indio. Alcancé a oírlo muy bien, aunque no entendía lo que decía, pues hablaba en español. Así prosiguió durante un buen rato, y fue la discusión más larga que jamás pensé que individuo alguno pudiera tener con un puñado de huesos.

El sol no había tardado en ascender, y la luz rompía por entre el macizo de enormes mezquites que se alzaban sobre la tumba. Sam y yo teníamos que entornar los ojos para poder ver algo, puesto que mirábamos directamente hacia la luz.

Supongo que el mexicano se hubiera quedado todavía más rato con el viejo jefe indio de no ser porque el caballo pinto se puso de pronto a bufar y a patear el suelo, mirando en la dirección hacia la que ambos se habían encaminado antes de detenerse.

Y ¿qué le parece? Por ahí venía un sesesh, llevando de las riendas un camello viejo y decrépito y escoltando a una mujer que tenía las manos atadas a la espalda. Era raro ver pasar viajeros por aquel camino, como ya he dicho antes, y todavía lo es, de modo que puede imaginar mi sorpresa al ver en una sola mañana un grupo tan heterogéneo como aquel: un mexicano, un sesesh y una mujer cautiva, y junto a ellos un precioso pinto y un camello que no dejaba de protestar. Ya había visto antes algún otro camello del Ejército, pero no como aquel pobre viejo animal doblemente jorobado.

El mexicano se quedó donde estaba y esperó. El camello se desplazaba lentamente, aunque no transportaba ninguna carga. Hacía un montón de ruidos desagradables y supuse que o le dolía algo o era así de quisquilloso y no había forma de llevarse bien con él. El sesesh le tironeaba insistentemente de la cuerda. Se colocó detrás del camello y lo pinchó con un palo y le golpeó los costados con él y no hacía más que impacientarse, llamándolo cosas que no me parece bien repetir en un informe oficial como el que estoy haciendo. Pero ya le digo que las palabras que usaba eran muy groseras. Pinchó a la mujer con el mismo palo con el que había pinchado al camello. Ella pareció tomárselo mejor de lo que hubiera pensado que una mujer se tomaría semejante trato. Causaba lástima ver a aquel sesesh empujando e insultando a un camello hecho polvo y a una fornida cautiva. La mujer tenía el vestido desgarrado y un aspecto de lo más lamentable, por decirlo suavemente. Por mi parte prefería no pensar qué pretendía hacer aquel hombre con ella.

Cuando el sesesh llegó a la altura del mexicano le dijo: ¿Qué hace un moreno como tú con un caballo como ese?

El mexicano contestó: Lo que hago es estar aquí de pie junto a este caballo.

Su inglés era muy bueno.

Me apuesto lo que sea a que es robado, dijo el sesesh.

El mexicano se mostró de acuerdo y dijo que quizá se trataba del caballo más robado a este lado de Río Grande. Aun así, él no lo había robado, dijo. Había comprado el caballo en el condado de Gillespie.

El sesesh se quitó el sombrero para limpiarse el sudor de la cara y fue entonces cuando pude verlo bien. El ojo caído fue lo primero que lo delató. El pulso se me aceleró en cuanto lo vi. En aquel tiempo aún no sabía cómo se llamaba aquel tipo, como usted bien dijo, pero lo había visto robando de los bolsillos de los pobres ahorcados del Julian, y le puedo asegurar que sí reconocí su cara.

Escupió en el suelo. ¿Eres texano o mexicano?, le preguntó al mexicano.

Soy texano, dijo el mexicano.

Muy bien, pues a menos que hayas sido exonerado del Ejército te llevaré a Camp Verde y me encargaré de que te aliste el comandante, le informó el sesesh.

Hago zapatos y estoy exento, dijo el mexicano.

Y una mierda lo estás. A ver, déjame tus papeles.

El mexicano se dirigió hacia sus alforjas. Mientras se ocupaba de buscar los papeles, eché un vistazo a la mujer. Estaba de pie, un poco por detrás del sesesh, que se trataba de Clarence Hanlin, como luego supe que se llamaba. Algo le pasaba a la mujer. Por su postura parecía bastante fastidiada, y escupía como un hombre. Tenía un trapo atado a la cabeza.

Clarence Hanlin echó una mirada a nuestra mamá cabra con intención de llevársela. Tenía las ubres llenas y coceaba el suelo, nerviosa.

Con un gesto le indiqué a Sam que me diese la pistola. Es justo reconocer que intentó pasármela, pero me veía incapaz de alcanzarla si antes no hacía apoyo con el pie, y un ruido tal nos habría delatado. Así que abandonamos los esfuerzos y la pistola permaneció en sus manos, cosa que después acabé deseando que no hubiera ocurrido.

Al pinto del mexicano no le gustaba la compañía. Creo que odiaba descaradamente al camello. Tenía las orejas echadas hacia atrás y mostraba los dientes, pero no intentó escapar pese a que tenía las riendas sueltas.

Clarence Hanlin echó un vistazo a los papeles que el mexicano le dio. No creo que entendiera lo que decían, pues leerlos le llevó más tiempo del que le hubiera llevado a cualquiera que de veras supiera leer.

En medio de aquella pausa vi qué era lo que tantas molestias le producía al camello. Tenía una buena cantidad de heridas. Es bastante rara la manera en que los camellos doblan las rodillas, y este en particular lo hacía de una forma que a mi modo de ver sugería su intención de tumbarse. Una de sus jorobas estaba del revés. Llevaba un mocasín en una pezuña. Tenía pelo a trozos, como si lo hubieran rapado. Incluso desde donde estaba me llegaba su olor. Aquella era la primera vez que estaba tan cerca de un camello y me sorprendió lo mucho que apestaba.

Clarence Hanlin le devolvió los papeles al mexicano maldiciendo su estampa, cosa que no pareció molestar al mexicano, y luego le dijo que se pusiera en marcha. El mexicano montó su pinto y siguió su camino. No parecía tener prisa. Había un atajo en la maleza que descendía hacia el arroyo, y el mexicano lo tomó y se perdió de vista.

Clarence Hanlin comenzó entonces a golpear al camello en un intento de hacerle andar. Sin embargo, al camello se le había metido en la cabeza que ya había caminado suficiente para todo el día, y por el aspecto que tenía quizá para toda su vida. Gargajeó hasta dejarse la garganta, y le escupió la baba a Hanlin, y le soltó un berrido y protestó ruidosamente mientras la cautiva observaba la escena. El camello se negaba a seguir adelante, por más que Hanlin le estuviera dando una buena tunda. La irritación del camello fue en aumento, hasta que giró en redondo la cabeza y atrapó con la boca el brazo de Hanlin con tan férreo apretón que lo levantó en volandas y lo lanzó por los aires. Aquello enfadó todavía más a Hanlin, como puede usted suponer. Dio un grito que hubiera podido asustar a cualquier criatura situada en la vecindad. Maldijo y le pegó una patada en el pecho al camello. El camello soltó unos ruidos como si gruñese y eructase al mismo tiempo, similares a los de un viejo que se aclarase la garganta. La tenían bien montada, pero el camello no parecía ponerle demasiadas ganas a la pelea. Daba la impresión de estar hasta las narices de todo, incluyendo su propia vida. No parecía tener la menor intención de ganar aquella tremenda reyerta; más bien era como si se limitase a dejar patente el malestar que toda esa situación le producía: haber venido desde tan lejos, contra su propia voluntad, seguramente en el estrecho habitáculo de un barco, para recibir tan severo trato en una tierra extranjera.

Sam no es una blandengue, pero le tiene aversión a la maldad, y empezó a ponerse nerviosa al ver aquel trato tan cruel ante sus ojos. Temí que nos delatase. Me metí el puño en la boca para hacerle ver que debía mantener la suya cerrada, pero no me miró, pues no se ocupaba de otra cosa que de enrojecer hasta las orejas, al menos hasta donde una medio negra puede enrojecer.

Tras un rato largo de recibir palos y lanzar mordiscos y patadas y un buen montón de alaridos y de horribles gruñidos, el camello dobló las rodillas delanteras y se balanceó hacia delante, y se balanceó hacia atrás, y las patas traseras se combaron y allí se quedó sin más, con las patas recogidas bajo el cuerpo y la cabeza erguida, aunque no mucho. Se hubiera dicho que quería echarse sobre un costado y acabar con todo de una vez.

Sin embargo, daba la impresión de que para Clarence Hanlin aquello no había hecho más que empezar. Estaba furioso. Pensé que la prisionera diría algo, pero qué iba ella a decir. Tenía las manos atadas. Además, debió de ser entonces cuando reparé en que no se trataba de ninguna mujer, sino de un hombre ataviado con un vestido. En cualquier caso, no es que tuviera mucho tiempo para reflexionar sobre aquello, pues las cosas estaban sucediendo demasiado rápido. Hanlin se alejó unos cuantos pasos y entonces se volvió por sorpresa para que el animal no lo mordiese, y dio al camello un par de golpes y le ensartó un enorme puñal en la joroba que no tenía torcida. Lo ensartó con tanta fuerza que allí se quedó clavado el puñal. El camello dejó escapar un horrible berrido. Hanlin no podía acercarse lo suficiente como para recuperar su cuchillo sin recibir un mordisco, de modo que intentó arrancarlo de la joroba del camello con una rama que cogió del suelo. No dejó de soltar palabrotas en todo aquel rato.

Fue más o menos entonces cuando Sam se sintió incapaz de soportar aquel lamentable comportamiento y gritó: ¡Basta ya! Creo que quiso gritar con más fuerza pero debió de pensárselo mejor, pues el ruido que produjo fue bastante penoso.

Clarence Hanlin miró a su alrededor para ver de dónde había venido aquel sonido. Sus ojos se detuvieron en la mamá cabra. Imagino que pensó que había sido ella quien había lanzado el gritito. Supongo que lo siguiente que pensó fue que ya iba siendo hora de desayunar, pues cuando al fin logró sacarle el cuchillo de la joroba al camello mediante otro par de barridos se acercó a la mamá cabra con él.

Sam dejó escapar un grito con todas sus fuerzas. ¡No toques mi cabra o te pegaré un tiro!, dijo.

El hombre se detuvo al escucharla. ¿Quién anda ahí?, preguntó.

Sam gritó: ¡Hemos visto lo que has hecho! ¡Eres un maldito hijo de puta y si tocas a mi cabra te pegaré un tiro! ¡Estoy armada hasta los dientes con una pistola!

Entonces nos vio y caminó hacia la mamá cabra. Era evidente su propósito de llevársela. Comencé a arrojarle las piedras de nuestros cubos, que estaban llenos de ellas. Se hizo a un lado para esquivar las piedras y se puso el cuchillo en el cinto y sacó su pistola, y nos apuntó a Sam y a mí, primero a uno y luego al otro, y viceversa. La situación en la que nos encontrábamos era muy peligrosa. Pensé en saltar desde el árbol y salir corriendo, pero la rama en la que me encontraba era muy alta y mucho me temía que me rompería una pierna si lo hacía, y ¿adónde me habría llevado aquello? A estar en el suelo con una pierna rota y con el hombre de la pistola apuntándome a la cabeza, ahí mismo. Además, era incapaz de dejar a Sam en un árbol cuando lo único que tenía era una pistola cargada con mierda de murciélago, aunque me sentía con todo el derecho a dejarla allí si decidía hacerlo, pues ella era la causa de nuestros problemas de principio a fin. Ni siquiera habríamos estado en aquel árbol de no ser por ella.

Diré algo acerca de Clarence Hanlin. No le faltaba juicio. Yo me estaba esperando que disparase a ciegas, pero actuó con algo de prudencia y se acercó bastante despacio, porque a saber qué clase de muchachos podían tener el cuajo de plantarle cara a un adulto. Además, se veía obligado a esquivar las piedras que yo le lanzaba tan rápido como podía. Con todo, no lo tenía a tiro a causa de la cantidad de ramas que me obstaculizaban.

Creo que supe que Sam iba a apretar el gatillo antes incluso de que lo hiciera, pues era muy propio de ella. En cualquier caso, no imaginé que lo haría tan aprisa como lo hizo. Tanto yo como Clarence Hanlin nos vimos sorprendidos cuando detonó la pistola. De un minuto al otro, pasé de lanzarle piedras a abrir la boca del asombro que me produjo ver a Clarence Hanlin dando aquellos rabiosos gritos. La pistola se le escapó de las manos. Levantó una mano en el aire y le salió volando un dedo en una dirección distinta de la de la pistola. Donde antes había una mano apuntando con una pistola, ahora había tres cosas distintas: la mano, la pistola y el dedo, tirando cada uno por su lado.

¡Me has disparado, puta, me has disparado!, gritó.

Como si ella no se hubiera dado cuenta.

Sam me gritó: ¡Mira si podía haberla matado! ¡Podía haberle disparado en toda la cara!

Pensé que se refería a Clarence Hanlin pero entonces entendí que hablaba otra vez de la pantera y que intentaba decirme que podía haberla matado la noche anterior, de no haber dudado yo de la pólvora y de no haberle impedido disparar.

Pensé: Ahora sí que se acabó. Podemos darnos por muertos. Estamos atrapados en este árbol y ese hombre va a dispararnos tan pronto recoja su arma; de eso no me cabe la menor duda. De modo que actué de inmediato. Vi dónde había caído tras salir volando la pistola de Clarence Hanlin. Vi que él todavía no la buscaba. Agarré un cuchillo y bajé del árbol tan rápido como pude y cogí la pistola del suelo.

Al principio Hanlin apenas reparó en mí, al estar encorvado, tratando de comprender qué le había pasado a su dedo. Pues estaba ahí tirado, en el barro. Parecía no saber si recogerlo o gritarle a Sam por lo que había hecho. La sangre manaba hacia todas partes. Hanlin estaba cubierto de sangre de arriba abajo. No dejaba de chillar: Tú, puta. Se quedó ahí plantado sobre su dedo y chillaba: ¡Me has volado el dedo de un tiro!

Sam gritó: ¡Y como te acerques volveré a dispararte!

Hanlin ignoraba que Sam había gastado ya tanto la pólvora como la única bala que tenía, de modo que le dio cierto crédito a aquel farol.

Y entonces el hombre ataviado con el vestido llegó corriendo hasta mí. Me dijo: Suéltame las manos. Se puso de espaldas para que pudiera hacerlo. Me figuré que estaba de nuestro lado, así que hice lo que me dijo. Tan pronto obedecí, el tipo me arrebató el cuchillo de las manos y forcejeó conmigo para hacerse con la pistola. Se me ocurrió que lo que quería era usarla para poder escapar solo.

Y entonces también llegó Clarence Hanlin, todo ensangrentado, arrojándose sobre nosotros y lanzándonos contra el suelo. Me dio un buen golpe en la cabeza. No sé lo que le hizo al hombre del vestido, pero recuperó la pistola pese a que solo podía hacer uso de una mano, dado que en la otra le faltaba un dedo. Nos puso perdidos de sangre al hombre del vestido y a mí. Quién iba a pensar que de una mano pudiera chorrear tanta sangre. Yo no. Lo que sí sé es que Hanlin se hizo con la pistola. No parecía tener claro con qué mano sujetarla, pues la derecha carecía de los dedos habituales. No paraba de pasarse la pistola de una mano a otra. No parecía estar muy en sus cabales. Retrocedió y nos apuntó al hombre del vestido y a mí y nos dijo que nos levantásemos y pusiésemos las manos en alto. Así hicimos.

Con gran esfuerzo, Sam comenzó a moverse por el árbol para subir un poco más arriba, y al hacerlo golpeó el cubo donde teníamos las piedras y lo hizo caer de las ramas. La mamá cabra se puso como loca al recibir todos aquellos pedruscos encima. Empezó a balar toda desquiciada y estuvo a punto de romperse el cuello al tirar de la soga, después de toda una noche sin emitir ruido alguno cuando más hubiéramos necesitado que lo hiciera. Si se hubiera tomado la molestia de balar así por la noche posiblemente habríamos tenido la suerte de pelear con una pantera en vez de con Clarence Hanlin.

Sam gritó: ¡Te pegaré un tiro como le dispares a mi hermano!

Aquello sonó realmente amenazador, pues ¿cómo iba él a saber que Sam ya había gastado su única bala? Con todo, él no estaba de humor para preocuparse por amenaza alguna. Lo que intentaba era sujetar bien la pistola. Supuse que me dispararía en la cabeza. No es que me importase mucho lo que pretendiera hacer con el hombre del vestido. Usted me pidió sinceridad. De no ser por el hombre del vestido habrían cambiado las tornas, pues yo hubiera seguido en posesión de la pistola.

El hombre del vestido y yo nos quedamos inmóviles, con las manos sobre la cabeza, como criminales. El camello hacía un montón de ruidos guturales y no se levantó de donde estaba. La mamá cabra estaba enredada en la soga y no paraba de balar. Sam estaba oculta entre las ramas y daba la impresión, por completo errónea, de que su pistola era un revólver de seis balas y que tenía todavía carga para dar y tomar.

Creo que Hanlin estaba asustado. Era el único de los allí presentes que tenía las de ganar, dadas las circunstancias, pero se encontraba tan débil que le fallaban las piernas. Seguía chorreando sangre. No parecía saber cómo actuar con solo nueve dedos y continuaba berreando por el que había en el suelo.

Sam le gritó: ¡Cógelo si tanto lo echas de menos!

Él gritó: ¡Maldita puta, voy a matarte!

Ella dijo: No puedes verme pero te tengo a tiro. ¡Muévete un centímetro y estás muerto! Ya has visto lo que le he hecho a tu dedo.

Hanlin le chilló: ¡Estás ayudando y protegiendo a un yanqui desertor! ¡Crees que debajo de ese vestido hay una mujer, pero es un yanqui que escapó del cañón!

Ya me he dado cuenta de que no es ninguna mujer, dijo Sam.

¡Tres de ellos les robaron los vestidos a las cocineras!, dijo Hanlin. No hemos pillado a los otros. A este me lo tengo que llevar. ¡Estás ayudando al bando equivocado!

Aquello no engañó a Sam. ¡Creo que debería darte una de las pildoritas que tengo en la pistola!, exclamó.

Estaban en tablas, y así hubieran seguido de no haberse partido la rama en la que Sam se encontraba y haberla hecho caer a la que tenía debajo. Se agarró a ella pero al hacerlo tuvo que soltar mi pistola. Esta cayó y aterrizó bajo el árbol. Juro que en aquel momento se me paró el corazón. Pensé: Ahora sí que se ha acabado. Los tres somos ya cadáveres.

Clarence Hanlin debió de llegar a la misma conclusión. Tenía una sonrisa en la cara pese a lo grogui que parecía. Dijo: Vaya, vaya. No olvidaré la manera en que lo dijo, con tan repugnante satisfacción. Dio unos pasos y recogió la pistola y la miró un momento y dijo: Intentabas pegármela.

Sam no respondió.

Pensé en lanzarme a la carrera contra Hanlin. El yanqui del vestido tuvo la misma idea, creo, porque me echó una mirada. Pero no era algo factible. Hanlin nos dispararía antes siquiera de habernos acercado a él. No había nada que hacer salvo esperar a ver lo que él hacía. Pareció valorar sus opciones. Fue un momento horrible el que pasamos esperando a que decidiese si nos pegaba un tiro y a quién dispararía primero. Casi que tiemblo y todo al recordar aquel momento. Me imaginaba a Sam recibiendo un disparo y cayendo del árbol como una alimaña.

Dije: Hemos empezado con mal pie pero puedo explicarlo.

Hanlin dijo: Esa niña me ha volado el dedo de un tiro.

Dije: Siento que lo haya hecho; es que tiene muy mal carácter.

Hanlin se puso a escupir en el suelo.

No alcanzábamos a ver a Sam en el árbol, pero sí la escuchamos. Dijo: Lo siento.

Baja de ahí o te bajo yo de un tiro, gritó Hanlin, y con la rapidez del relámpago disparó a las ramas.

No tengo claro si pretendía alcanzar a Sam, ni lo que hubiera ocurrido después. Eso es lo de menos a causa de un suceso inesperado, que fue el regreso del mexicano. Apareció tras el macizo de mezquites, con la pistola preparada. Yo lo vi y vi que el yanqui vestido de mujer lo había visto también, aunque ninguno de los dos dijimos nada.

El mexicano se movía con rapidez. No iba acompañado de su pinto, sino que marchaba a pie. De una carrera apareció súbitamente tras Clarence Hanlin y dijo: Suelta la pistola, gringo, y levanta las manos sobre tu cabeza. Si te das la vuelta morirás.

Clarence Hanlin se quedó inmóvil. Tras pensarlo, soltó su pistola, y la mía también, y alzó las manos sobre la cabeza. La mano a la que le faltaba un dedo era horrible y daba cosa verla. El mexicano lo rodeó y recogió las pistolas del suelo. No puedo decirle palabra por palabra lo que dijo, dado que su inglés era perfecto y el mío no. Le preguntó al yanqui hacia dónde tenía pensado dirigirse.

El yanqui le dijo que esperaba llegar a México.

No llegarás allí vestido así, observó el mexicano.

Le dijo a Sam: Eh, «ameega», la del árbol, cierra los ojos.

Ella preguntó: ¿Por qué había de hacerlo?

Él dijo: Porque hay dos hombres a punto de desnudarse.

Ella respondió: Vale, entonces lo haré.

El mexicano le dijo a Clarence Hanlin que soltase el cuchillo y se quitase las botas y los pantalones y la chaqueta.

Hanlin gritó: ¡No le voy a dar mi ropa a un yanqui, si eso es lo que esperas!

Pero solo tiene el vestido, dijo el mexicano. Nunca llegará a México si lleva puesto un vestido. Le irá mejor si se pone tu ropa.

No puedo decirle qué más se dijeron, pues me encontraba algo inquieto y no podía prestar toda mi atención. Lo que sí recuerdo es que el mexicano se mostró muy educado. Clarence Hanlin, por el contrario, estaba fastidiado y enfadado. Claro que el mexicano tenía todas las pistolas, así que Hanlin hizo lo que le ordenó. Se quitó las botas. No le resultó sencillo hacerlo por culpa del problema con su dedo, o debería decir la ausencia de dedo. No dejó de proferir maldiciones por el dolor que aquello le causaba. Intercambiaron unas palabras. Hanlin se puso el vestido. Se ató la mano con el trapo que el yanqui llevaba en la cabeza. Por su aspecto parecía a punto de desmayarse. Le castañeteaban los dientes y sudaba a mares. Lo único que se quedó de sus pertenencias fue un rollo de tabaco que sacó como pudo de la chaqueta. Estaba empapado de sangre, y me daba verdaderas náuseas el mero hecho de saber que se lo quedaba.

El yanqui no parecía muy agradecido por tener un uniforme sesesh que le quedaba pequeño y que estaba lleno de sangre. Pero los pobres no pueden elegir. Una vez vestido con el uniforme, el mexicano le dijo que cogiese el cuchillo de Hanlin y se pusiese en marcha. El yanqui obedeció sin quejarse. Enfiló sus pasos hacia el atajo que descendía hasta el arroyo.

El mexicano le dijo: No tan rápido, «ombrey». Mi caballo está allí.

El yanqui le respondió que no iba a robarle el caballo a un hombre que le había salvado la vida.

A ninguno nos pareció que estuviera diciendo la verdad. El mexicano le hizo marchar en otra dirección. No es más que un pequeño rodeo en tu camino a México, le dijo. Una piedrecita en el camino.

Y así, el hombre se alejó. Lo hizo muy rápido.

El mexicano le dijo a Sam que podía abrir los ojos. Le dijo a Clarence Hanlin que no podía dejarlo en libertad, pues era bastante probable que regresara para vengarse de en los «neenyos», refiriéndose con ello a Sam y a mí.

Clarence Hanlin dijo: Maldito mexicano.

El mexicano sacudió la cabeza. Se quitó el sombrero y le sacudió el polvo. Dijo que costaba lo suyo asustarse de un hombre cuyo dedo yacía en el suelo a sus pies. Tendrás que quedarte con nosotros, dijo. Porque no nos queda más remedio. Si te dejamos marchar, volverás.

Hanlin dijo: Tengo que ocuparme de mi herida. No puedes dejarme aquí. Soy un soldado. Pensarán que he desertado. No puedo ausentarme mucho tiempo.

El mexicano dijo: Si te disparo, estarás ausente mucho más.

Sam seguía en el árbol. No quiero que ande cerca, dijo. Que se largue de aquí.

Dije: Volverá como volvió la pantera.

Hanlin dijo: No voy a ir a ninguna parte vestido así.

El mexicano le dijo que no imaginaba que un hombre pudiera ir por ahí sin ropa. Se acercó a echarle un vistazo al camello. El animal daba pena, tirado sobre su costado con las heridas llenas de moscas. Babeaba y profería ruidos, aunque con menos fuerza que antes. Me pregunté si iba a sobrevivir, pero aquella pregunta dejó de tener sentido, pues el mexicano le pegó un tiro.