Querido juez:
Para hablarle de Clarence Hanlin tengo que contarle lo de la pantera. No puede hablarse del uno sin hablar de la otra. De modo que este nuevo informe que me dispongo a enviarle va al meollo de la cuestión aunque usted no lo crea. Aún tengo que llegar a lo que tengo que decir acerca de Clarence Hanlin, pero haré otro informe después de este. Me lleva tiempo escribirlos, porque trabajo en el campamento de las tejas que queda ahí abajo cuando no está diluviando. Estos informes los tengo que escribir principalmente por la noche o muy temprano. Además, hago muebles siempre que tengo un rato.
Además, la pluma no es fácil de manejar.
Aquí están los hechos de lo que la pantera le hizo a Juda una mañana azul y fría antes de que saliese el sol.
Afectuosamente suyo,
BENJAMIN SHREVE
MI TESTIMONIO
Tenía yo ocho años cuando sucedió. La noche anterior mi padre vino a casa acompañado de un hombre que había conocido en el campamento de las tejas, siguiendo hacia abajo la corriente del río. Aquel hombre iba a quedarse a pasar la noche con nosotros, pues aún no tenía casa propia y fuera hacía muchísimo frío. Se llamaba Luke. Llevaba consigo una piel de búfalo para dormir encima. A Juda no le gustó nada que la piel estuviese en una condición tan lamentable. Le gustaba que las cosas estuvieran extremadamente ordenadas y limpias. Uno no podía ni traer de la calle una brizna de hierba sin que ella tuviera algo que decir al respecto. En lo tocante a aquello no andaba bien de la cabeza.
El hombre tenía una manera rara de sacudir la cabeza y tenía caspa en el pelo. Juda le cantó las cuarenta a mi padre por traerlo a casa, pues ella no lo quería allí. Sin embargo, al final le permitió entrar con la piel de búfalo, comer pan de maíz y dormir en el suelo. No le dio nada de carne.
Ni había matado al animal ni lo había despellejado, dijo, y no se lo iba a comer.
Le daré un poco de la mía, dijo mi padre.
Pero ella dijo: No, no vas a darle nada.
Juda no nos perdía de vista mientras comíamos. Tenía el ojo puesto en mi padre para asegurarse de que no le daba carne. Era un comportamiento de lo más antipático, pues por entonces no nos faltaba de nada.
En aquella época Samantha y yo dormíamos en la misma cama, mientras que Juda y mi padre dormían en la otra. El hombre extendió la piel ante el fuego y comenzó a roncar. Me costaba conciliar el sueño, pues podía sentir lo cabreada que estaba Juda por tener a ese hombre allí, y lo mucho que mi padre lo lamentaba, también lo poco que al forastero le importaba todo aquello. No creo que le importase la carne; solo buscaba el calor del fuego, y de eso había a montones.
Poco antes de que saliese el sol vi a Juda levantarse de la cama. Llevaba puesto su vestido, en vez del camisón, por culpa de tener a aquel forastero en casa. Removió el carbón y logró que saliese una llama. Después se arrodilló junto al hombre y se puso a examinarle la cabeza. No la tocó; solo se limitó a acercarse mucho. Yo sabía lo que estaba haciendo. Tenía aversión a los piojos y siempre estaba al acecho para cazarlos. Como el pelo del hombre olía mal y supuse que a Juda le despertaba sospechas.
En un instante se incorporó y le propinó al hombre una patada en el costado. Lárgate, le dijo. Vamos, vete.
El hombre se levantó de un salto y dejó escapar un chillido.
Mi padre se despertó con el ruido. El hombre lo miraba, a mi entender porque no creía que mi padre fuera a permitir que una negra se comportase así.
¿Qué has hecho?, le preguntó mi padre a Juda.
Quiero que se largue, dijo. Quiero que se largue pero ya.
Como si aquello fuera algo en lo que mi padre no hubiera reparado.
Sácalo tú de aquí, dijo Juda. Dijo que las sacudidas que sufría no eran naturales, sino a consecuencia del picor.
Mi padre intentó que Juda cerrase el pico pero ella no callaba.
El hombre dijo: No me voy a ninguna parte. No sé cómo llegar al camino.
Está por allá, le dijo Juda. Ya lo encontrarás. Solo un necio es incapaz de encontrar un camino.
Mi padre dijo: No es un necio. Afuera está oscuro.
Discutieron a causa de aquello.
Tras un buen rato así, mi padre levantó la voz y dijo: Maldita sea, me voy con él. Aunque no haya luz, habrá que irse. Aunque caiga fuego del cielo, habrá que irse.
Mi padre no acostumbraba a maldecir de aquella manera.
Mi padre y el forastero salieron al cobertizo, ensillaron los caballos y se marcharon.
Aquello ni de lejos dejó satisfecha a Juda. Se le había metido en la cabeza que ahora todos tendríamos piojos por haber tenido a aquel individuo entre nosotros y porque los piojos se esconden muy bien. Para ella era una idea insoportable, pues odiaba aquellos bichos, y en general cualquier bicho que no tuviera su aprobación. Se puso a barrer el suelo toda enrabietada, sacó su peine de púas, echó queroseno en un cuenco y se lo pasó por todo el pelo.
Me dijo que me quitase la camisa y me sentase a la mesa. Ya sabía cómo iba aquello, pues lo habíamos hecho otras veces. No le veía sentido a pelearme con ella. Hubiera preferido marcharme al galope con mi padre y el forastero, pero al contrario que ellos yo no tenía caballo. Juda echó a borbotones el queroseno sobre mi pelo y me peinó con saña. Me figuré que tendría que salir y meter la cabeza en el arroyo, y no era una idea muy agradable teniendo en cuenta el frío que hacía fuera. Me limité a decir: Que no tengo bichos. Juda continuó restregando mi cabeza y echándome queroseno por todo el pelo. El cráneo me ardía muchísimo.
Vi que Samantha ya estaba despierta y que vigilaba atentamente lo que hacíamos. Así que para fingir que no nos había visto, no se incorporó ni abrió del todo los ojos. Supe que nos lo iba a poner difícil. Odiaba que le pasasen un peine por el pelo, que era complicado de domar, pues era pelo de negro y tenía para dar y tomar.
Sin previo aviso, saltó como un rayo de la cama y corrió a la oscuridad. De un momento a otro pasó de estar en la cama a cruzar la puerta, dejándola abierta. Era una noche fría y el cielo estaba oscuro, salvo por una palada de luna que permitía ver algo. Por la puerta vi a Samantha correr a toda prisa hacia el arroyo. No sé dónde imaginaba que llegaría, pero se me ocurría cierta idea al respecto. Una vieja y enorme puerca deambulaba por el lecho del arroyo con sus cerdos, todos ellos con las orejas marcadas, y Samantha adoraba a aquella puerca. El animal le había cogido manía a Juda, que acostumbraba a sacarla a palos de la casa en aquellas ocasiones en que osaba entrar allí, pero Samantha siempre la había tratado bien y las dos se tenían cariño. Cabía la posibilidad de que se dirigiera al arroyo para esconderse con la puerca. Siempre me ha parecido inadecuado preguntarle si era eso lo que pretendió, pues creo que la pregunta le molestaría mucho, teniendo en cuenta lo que ocurrió por haberse marchado de la manera en que lo hizo.
Corría vestida con su camisón blanco y haciendo aletear los brazos sobre los costados. En aquel entonces tenía seis años, y, al ser tan enclenque para la edad que tenía, corría todo lo aprisa que podía hacia el arroyo y los árboles. De buena gana me hubiera reído al verla de no ser porque Juda me habría molido a palos por hacerlo. Corre, dije para mí. Escóndete donde Juda no pueda encontrarte.
Y entonces vi una criatura agazapada que se desplazaba tan rápido que ni pude adivinar lo que era. Avanzaba directamente hacia Samantha, desde un apartado lugar a la derecha donde teníamos ocho cabras en un corral. Apareció en mi campo de visión en un destello de color amarillo pardo, con una larga cola, cruzando el yermo de nuestras tierras, justo bajo la palada de luna. No me dio tiempo a pensar qué podía ser hasta que la vi sobre Samantha. Era más grande incluso de lo que con palabras puede expresarse. La cubrió de arriba abajo. En un momento la silueta de Samantha estaba allí, en la oscuridad, y al siguiente había desaparecido sin dejar rastro. Lo único que alcancé a ver fue la forma alargada de la bestia, que parecía haberse tragado a Samantha. No hacía el menor ruido, como tampoco Samantha lo hacía. En medio de aquella quietud me vino a la cabeza el tipo de animal que era aquel, aunque no es que estuviera pensando precisamente en cómo llamarlo.
Me puse en pie a toda prisa y enseguida salí por la puerta. No recuerdo qué pensaba hacer, pero la pregunta acerca de qué hacer me sobrevino al acercarme allí. Me gustaría decirle que salté sobre el felino y que impedí que atacara a Samantha, pero no fui yo quien lo hizo, sino Juda. Corrió más rápido que yo y me adelantó.
Lo que sucedió después fue espantoso. Juda se arrojó cuan larga era sobre el felino, como si fuera una alfombra que le hubieran echado encima al animal. Era bastante corpulenta, pero el felino era más grande aún. El animal aulló y rugió. Juda se le pegó encima y le ensartó una hachuela que había cogido al salir por la puerta. Era un hacha para matar gallinas. Juda gritó como no imaginaba yo que pudiera hacerlo, mientras hundía la hachuela en la pantera. Pero no era tarea fácil seguir agarrada a ella. Juda le rodeó la garganta con los brazos y trató de separarla de Samantha a la fuerza. Pensé que si no la mataba a hachazos iba a tener que estrangular a aquella bestia. Producía un ruido feroz, y la lucha que se libró entre ambas provocó tal frenesí de torsiones y giros que yo ya ni distinguía a Juda del animal. No tenía claro que Samantha siguiera allí, pues estaba tendida en el suelo y yo no la veía. Tras un rato devanándose en aquella terrible pugna, Juda consiguió que el felino se diera la vuelta y quedara bocarriba y Samantha se levantó y corrió hasta un árbol cercano.
Tengo entendido que cuando un felino pone los ojos en una presa ya no piensa en otra cosa; solo quiere matar aquello que desea con todas sus fuerzas. En este caso se trataba de Samantha. Juda se agarró al cuello del animal y poco menos que montó sobre su espalda, pero el felino continuó persiguiendo a Samantha. El árbol al que Samantha se subió era una vieja pacana. La pantera trepó hasta la mitad de la misma en su afán por cazar a Samantha, mientras Juda lanzaba tajos y tiraba de los cuartos traseros de la bestia y daba hachazos a sus garras. Juda gritaba como una posesa. Corrí a la casa para coger el rifle de mi padre. No es que pueda realmente decir que tuviera la intención de hacerme con el rifle, pues es más probable que tuviera miedo y buscara refugiarme. Pero en cuanto llegué a casa me acordé del rifle. Era una vieja escopeta con llave de percusión y culata pequeña, y me llevó un minuto cargarla y salir otra vez por la puerta.
Cuando salí vi que la pantera había dejado de encaramarse al árbol y que estaba en el suelo encima de Juda. Juda estaba tendida sobre su espalda, y la pantera le tenía hundidos los dientes en el cuello. Sus colmillos apretaban con ganas. Era horrible ver aquello, pues era como ver la muerte cerniéndose sobre ella. Casi no tenía fuerzas para sujetar la hachuela, pero seguía intentando acertarle a la pantera con ella. Aunque un hacha de matar gallinas no servía de nada contra una bestia como aquella, que la tenía inmovilizada en el suelo.
Disparé, pero no alcancé a la pantera. Ni siquiera hizo ademán de volverse para buscar el origen del sonido. Juda hizo unos ruidos aterradores y entonces dejó de moverse. La pantera se alejó de ella y clavó las garras en el tronco del árbol y se abalanzó otra vez hacia Samantha. Esta me chilló: ¡Dispárale, dispárale! Pero no pude hacerlo porque ya había gastado la bala. De modo que avancé y le asesté un porrazo al felino con la culata del rifle, y con un ruido sordo lo alcancé de lleno en la espalda cuando trataba de subir al árbol. Lo azucé con el cañón. La pantera lanzó un silbido y rugió y trató de darme un zarpazo, pero siguió intentando alcanzar a Samantha. Tenía el pelaje erizado. Vi a Juda a mis pies, con el vestido hecho jirones, la piel desgarrada, el cuello todo destrozado, un ojo colgándole de la órbita. Tuve que andar con cuidado por miedo a pisarle el cuerpo. Juda le había causado bastante daño al felino. Le faltaban dos dedos de la pata trasera derecha, cortados limpiamente. Embestí con el rifle, y Samantha le pinchó con un palo hasta que por fin la pantera se bajó del árbol, momento en que pensé que todavía podíamos ganar la batalla.
La pantera, sin embargo, no huyó. Una vez en el suelo se volvió y clavó directamente en mí el brillo de sus ojos amarillos. Su olor se mezclaba con el del queroseno que empapaba mi pelo. La cara entera de la pantera se estiró en un gruñido y le vi los colmillos. Sus bigotes eran muy largos y estaban tiesos, y tenía las orejas pegadas a la cabeza. Su cabeza parecía el doble que la mía, si es que no era más grande aún.
Pensé que todo había acabado para mí, pero prestó nuevamente atención a Juda. La olisqueó y ensartó los colmillos en su cuello y procedió a llevársela a rastras. Siendo Juda lo corpulenta que era, le costó lo suyo arrastrarla. Me aterraba que se pudiera dar la vuelta y abalanzarse sobre mí, así que preferí dejar que se la llevase. Samantha seguía gritándome para que disparase a la fiera. Lo único que tenía puesto eran mis calzones, pues me había quitado la camisa dentro de casa para que Juda pudiera quitarme los piojos. Allí plantado, medio desnudo, armado con un rifle descargado, me faltaba valor para empezar a dar porrazos al felino solo por hacerme con el cuerpo de Juda. Me figuré que, como Juda había muerto y yo aún no, debía pensar en mí mismo. No es que me entretuviera en reflexionar sobre el asunto, sino que se trataba más bien de lo que pensaba en mi fuero interno.
Samantha, en cambio, no lo veía como yo. Se puso a chillarnos tanto a la pantera como a mí. Agarró unas nueces del árbol y se las tiró al felino, que seguía pugnando por llevarse a Juda a rastras. Arrancó unas ramitas y se las lanzó entre más chillidos. Tenía toda la cabeza cubierta de sangre de haber sido mordida por la pantera la primera vez que saltó sobre ella. La sangre le resbalaba por la cara y le caía en manchurrones sobre el camisón. Aún estaba por llegar la luz de la mañana, pero vi el resplandor de toda aquella sangre en ese azulear que precede al alba.
Samantha le gritó a la pantera: ¡Suelta a mi mamá!
Las nueces asustaban al felino y le molestaban mientras tiraba de Juda. Era muy corpulenta, como he dicho. La iba arrastrando a tirones.
Le rogué a Samantha que dejase de provocar a la fiera, pues pensaba que se volvería en redondo y vendría a por mí.
¡Eres un cobarde si no le disparas!, me gritó.
No puedo dispararle, le dije. ¡He usado la bala! ¡Ya he disparado y he fallado! ¿Qué quieres que haga?
¡Persíguela! ¡Dale un porrazo!, gritaba.
No quería seguir provocando al animal. Cállate, le ordené. ¡Vendrá a por nosotros!
Pero qué iba a decirle a mi padre si me quedaba ahí plantado observando cómo la pantera arrastraba a Juda hacia la espesura. No podía ser tan cobarde.
De espaldas, retrocedí hacia la casa con un ojo puesto en Samantha, que, subida al árbol, miraba cómo la pantera se llevaba a Juda. Estaba descalzo, así que era cuestión de ir caminando pasito a pasito a lo largo de todo el terreno. Cada uno de los tres, la pantera, Samantha y yo, clavaba los ojos en los otros.
Samantha me gritó: ¿Adónde vas? ¡No me dejes tirada aquí arriba!
Voy a volver a cargar el arma, le dije.
Entré de espaldas en la casa. Se hacía difícil quedarse allí en vez de atrancar la puerta, cosa que hubiera preferido hacer. Metí otra bala en el rifle, salí y me dispuse a disparar el mejor tiro posible a la pantera teniendo en cuenta la escasa luz que había. Tirando de Juda, el animal casi había alcanzado la línea de matorrales que descendía cuesta abajo hasta el arroyo. Era espantosa la forma en que la agarraba. Para ella era un montón de cena, en la que no quedaba nada de Juda. No pude evitar pensar en las cosas que conocía de ella. Las manías tan particulares que tenía. Y ahora sus piernas se arrastraban por el barro. Samantha la llamaba una y otra vez pero no consiguió que se levantase.
Cuando vi que tenía a tiro a la pantera, disparé y fallé, o quizá la rocé. Se perdió en la maleza, pero no pensé que se hubiera marchado. Cargué otra bala.
Baja de ahí, le dije a Samantha. Dispararé si viene a por ti.
¡Fallarás!, me gritó. ¡Ya has fallado dos veces!
¡No, le daré!, le grité.
Eres un mentiroso, me dijo.
¿Te crees que una pantera no puede escalar?, le pregunté.
¡No voy a dejar este árbol!, siguió aullando. ¡Disparas de pena!
No era fácil escuchar aquello, pues había más verdad en eso de lo que me hubiera gustado admitir. Así que ahí estábamos los tres. Por momentos veía los terribles ojos de la pantera observándonos desde la maleza, junto al cuerpo de Juda. Veía el amarillo pardo de su pelaje cuando se movía de un lado a otro. Estoy seguro de que quería salir sigilosamente y arrastrar a Juda lejos de nuestro alcance, pero no iba a hacerlo, pues yo le había demostrado que lucharíamos.
La mañana comenzaba a asomar. La luz emergía por detrás de la pacana a cuyas desnudas ramas Samantha se aferraba con toda la fuerza de sus esqueléticos brazos. Estábamos en un horrible callejón sin salida. No sé durante cuánto tiempo se prolongó aquello. Ya había plena luz cuando la vieja puerca vino del arroyo para poner fin a la situación de un modo que yo no había esperado. El animal llegó con su paso desgalichado, descubrió por el olor el cuerpo de Juda y se puso a olfatearlo. Lamento decirlo, pero creo que pretendía comérselo. Procedió a arrastrarlo de un modo bastante brusco. Supuse que la pantera saltaría sobre ella, pero no apareció. Hacía ya un buen rato que no la veía. Supongo que para entonces se habría marchado a curarse las heridas, pues las tenía a raudales. O a lo mejor solo estaba escondida, aguardando otra oportunidad para hacernos frente. Hubo un momento en que pensé que Juda había resucitado, pues algunas partes de su cuerpo se movían como por voluntad propia. Como si aquella miserable hubiera colmado ya su paciencia y comenzara a recuperarse. Pero el movimiento era a consecuencia de los empujones y los mordiscos que la vieja puerca le propinaba.
Me imagino que Samantha, allá en lo alto del árbol, tenía que estar medio loca de miedo. Pero, salvo por sus gimoteos, para entonces se había quedado en silencio.
Agárrate bien a las ramas, le grité. No pienses en otra cosa que en agarrarte.
No hacía más que desear que mi padre se diese prisa en volver a casa. Con todo, sabía que era difícil que eso sucediese. No llegaría a casa hasta que oscureciera, puesto que pasaría todo el día en el campamento. De modo que teníamos todo el día por delante. No creí que fuera más noble permitir que la vieja puerca se comiese a Juda que el que lo hiciera la pantera, de modo que al final me atreví a acercarme a espantar a la puerca. Creo que Samantha tenía miedo de lo que me pudiera pasar por hacerlo. No dijo nada, al menos que yo oyese. Era como si se hubiera convertido en una estatua gimoteante en lo alto del árbol. Me figuraba que en cualquier momento el felino se me iba a echar encima saltando por los aires desde los matorrales, si aún seguía allí, pero la presencia de la vieja puerca me daba arrestos. Suponía que daría la cara por mí.
Largo, le dije a la puerca, y le di un porrazo con el arma para apartarla de Juda. No le gustó, pero aun así se hizo a un lado.
Juda estaba tendida bocarriba en el suelo y daba miedo solo mirarla, casi despedazada como estaba. Las garras le habían destrozado el rostro y tenía la garganta hecha papilla. El ojo que había visto colgándole de una de las cuencas ya no estaba allí. No sé si es que se le cayó o si el felino se lo comió. Tampoco podía buscarlo, pues debía andarme con cuidado por si aparecía la pantera.
Traté de coger a Juda en brazos, pero pesaba demasiado. Le di la vuelta y la cogí por debajo de los brazos y tiré de ella, pero la cabeza cayó con un golpe seco, dejando ver toda la garganta abierta, y me vi obligado a soltarla porque tuve que vomitar. Después volví a decidir que llevaría a Juda a casa. Le dije a Samantha que bajase del árbol despacio, cogiese el arma y disparase a la pantera si la veía saltar hacia mí desde los matorrales, pero que pensaba que ya se había ido. Me imaginaba que no se sentiría demasiado bien después de la paliza que Juda y yo le habíamos dado, y también porque le faltaban los dos dedos que Juda le había rebanado.
Por una vez Samantha hizo lo que le ordené. Bajó del árbol, con alguna dificultad a causa de las heridas que tenía. Estaba toda ensangrentada. El felino había intentado aplastarle el cráneo con las mandíbulas. Eso había hecho que a Samantha le manase una enorme cantidad de sangre. Tenía casi toda la carne de la cara arrancada. Me preocupaba que no acertase a ver al felino si este aparecía, pues buena parte de la sangre la tenía en los ojos. Además, el arma pesaba demasiado para ella, pues era una enclenque y, por otra parte, se encontraba débil por haber permanecido tanto tiempo en el árbol y con aquel frío. Se la veía asustada y miraba por todas partes en busca del felino, pero estaba a lo que tenía que estar.
Procedí a tirar de Juda por los tobillos mientras Samantha seguía mis pasos a mi lado, caminando de espaldas, al igual que yo, para mantener la mira hacia los matorrales. La puerca marchaba con nosotros, pero ella lo hacía de frente. No nos entretuvimos. Juda estaba descalza pero tenía unos pies enormes, de modo que no había peligro de que se me soltasen. Su vestido hecho jirones se le quedaba atrás y se le enredaba al cuello. Era horrible ver cómo rebotaba su cabeza por el suelo, pero qué podía hacer yo. Mantenía la mirada fija en los matorrales.
Dispara si lo ves, le dije a Samantha unas cuantas veces.
¿Qué crees que voy a hacer?, replicó. Apenas podía comprender lo que decía, pues la sangre era tan espesa que para entonces casi le había cerrado la boca.
Metimos a Juda en la casa, y aquello supuso un enorme alivio. La puerca intentó entrar también, pero la espanté a manotazos. El rostro de Samantha tenía un aspecto horrible. Un trozo de carne se le había soltado y le colgaba de una mejilla. Tenía sangre por toda la cabeza. Intenté que me dejase echar un vistazo a las heridas, pero no me permitió tocarlas. No se quedaba quieta ni para que al menos le pudiera echar harina en ellas y detener así la hemorragia, como en una ocasión le había visto hacer a Juda cuando mi padre se cortó mientras desollaba un ciervo. Solo teníamos una bolsa de harina. Intenté vaciársela sobre la cabeza pero Samantha me repelió a golpes y gritaba que había bichos en ella. No vi ningún bicho, pero reconozco que era harina pasada, pues Juda había estado almacenándola tanto tiempo como yo recordaba haberla visto por casa. Le eché un puñado encima a Samantha con la esperanza de que se le quedase pegada. Ella corrió de un lado a otro para huir de mí pero no tenía ningún sitio donde ir. Parecía casi blanca. Entonces se envolvió la cabeza con un trapo y casi lo único que le veía eran los ojos.
Nos quedamos todo el día allí. Nos daba miedo salir de casa. Le dije a Samantha que podía acercarme a Camp Verde y volver con ayuda. Pero ella no quería quedarse allí sola. Me alegró saberlo, pues tampoco yo estaba seguro de tener el valor de salir fuera. De hecho, lo dudaba profundamente. Estaba impaciente por que mi padre llegase a casa y a la vez temía la hora en que lo hiciese. Intentamos limpiar a Juda para que aquel espantoso aspecto que tenía no le supusiera una impresión tan tremenda a mi padre. Pero solo teníamos una jarra de agua, y yo no quería abandonar la casa y bajar al arroyo a por más. Así que no obtuvimos tan buen resultado en nuestros intentos de dejar presentable a Juda. El ojo era lo peor de todo, pues había desaparecido. Arranqué de uno de sus vestidos algunos jirones y le hice una venda para los ojos, y luego, del mismo modo, le envolví el cuello y las manos y las piernas y los brazos y otras partes que habían sufrido desgarros. Hecho lo cual, poco de ella quedó a la vista.
Teníamos la puerta cerrada y el pasador echado y la ventana con los postigos cerrados. El olor de la sangre mezclada con el queroseno me estaba poniendo enfermo. Me mantenía lejos del fuego por temor a que se me prendiese la cabeza. Arrastré la cama y la coloqué contra la puerta por si la pantera tenía la intención de cruzarla para conseguir su cena. No sabía dónde poner a Juda. No parecía apropiado dejarla ahí tirada, pero tampoco me parecía correcto tenderla en su cama, por la manía que siempre había tenido ella de que la cama estuviese limpia y bien hecha. Obviamente ya no podía decir mucho al respecto. Pero aun así no me parecía adecuado. Y no la quería meter en nuestra cama. Tampoco aquello me parecía apropiado. La colocamos detrás del baúl del rincón, con la esperanza de que eso nos diera suficiente margen para explicarle a mi padre lo que había ocurrido antes de que él la viera.
Teníamos frío y nos estábamos quedando sin madera. Me comí lo que había sobrado de la noche anterior, pero a Samantha le fue imposible, a causa de su cara. Entraba frío y Samantha comenzó a temblar. Le castañeteaban los dientes. Era horrible mirarla, pues estaba casi toda cubierta de harina, y el trapo que le rodeaba la cabeza y la cara se había empapado con la sangre que seguía manando: no había un solo trocito del trapo que no estuviera manchado. Su cabeza parecía muy pequeña, pues estaba acostumbrado a ver su cabello todo tieso hacia fuera y ahora lo tenía aplastado debajo del trapo. Tenía desgarros en el cuello pero no eran tan profundos como los de la cara. Supongo que tuvo suerte, pues podía haber muerto. Samantha seguía mirando por las rendijas para ver si el felino andaba por ahí. Iba de una rendija a otra y luego volvía a empezar. Le dije que parase, pero no me hizo caso. Le dije que se sentase, pero tampoco me hizo caso. Se pasó el día yendo de rendija en rendija. Sus pies dejaban huellas sobre la harina que había por toda la casa. No me permitía que le mirase debajo del trapo, o que le vendase con uno limpio, o estar siquiera cerca de ella.
Aquí concluye lo que hizo la pantera.