Querido juez:
Podría haberme extendido bastante en el pasaje que se dispone usted a leer y que le enviaré dentro de nada, pues bien podía haberme dejado llevar. Hemos tenido un periodo de lluvias bien largo que nos ha mantenido encerrados en casa a Samantha y a mí, y hubiera preferido escribirle a usted que tener que hablar con ella. Si la dejas, Samantha es capaz de hablarte hasta que se te caigan las orejas, y no tiene a nadie con quien hablar salvo conmigo, y yo estoy harto de escucharla.
Además, esta es la primera vez que alguien me pide escribir algo que no sean medidas y me lo estoy pasando muy bien haciéndolo. Como le dije en Bandera, he leído libros. Aprendí una o dos cosas gracias a un hombre llamado Tom Wellford que mi padre me puso como profesor y que vivía río abajo cerca del doctor Ganahl y que solía dar clases a un puñado de chicos. Solía decir que yo era su mejor estudiante con diferencia. Lamenté que tuviera que marcharse cuando empezó la guerra.
La última vez que estuve en Comfort compré más papel y plumas. Gasté el dinero que había ahorrado en adquirirlos, pues me resistía a pedirle al señor Hildebrand que me diese otras cinco hojas gratis. Si usted ve adecuado reembolsarme el gasto en el futuro se lo agradecería, pues estoy escribiendo este informe a petición suya, si bien hay en él más de lo que necesita, en cuyo caso no me parecería ni justo ni esperable un reembolso completo y aceptaré que no me lo haga sin quejarme por ello. Lo que es justo es justo.
No me salieron baratos.
Espero que esté disfrutando de sus viajes y que guarde las debidas precauciones. Espero que los informes que he enviado hayan llegado sin novedad a sus manos. Le mandé otros tres aparte de este. Necesitaré más tinta, pues este tintero ya está casi vacío. Si pudiera conseguirme una pluma de metal me resultaría mucho más fácil escribir y, creo, también le resultaría a usted más fácil leer estos informes.
El señor Hildebrand me pidió que le enviase saludos de su parte, dado que ustedes ya se conocen. La señora Hildebrand me dio más strudel. Insistió en que lo tomase. Estaba recién salido del horno. Dijo que los martes es cuando los prepara y era martes. Me dio el trozo gratis.
Afectuosamente suyo,
BENJAMIN SHREVE
MI TESTIMONIO
Calculo que habrían pasado unos cuatro o cinco años del fallecimiento de Juda cuando los sesesh comenzaron a alzarse contra el Gobierno y a perseguir a los alemanes que diferían de ellos. Me sentía mal por tantos alemanes que recibían palizas y eran quemados y cosas así, por más que no siempre fueran los más amistosos de los seres. Pero mi padre decía: Tú no te metas. Ni él ni yo dijimos una sola palabra del asunto. Manteníamos la boca cerrada. Él permitía que lo acompañase al trabajo en el campamento de tejas, donde nos limitábamos a hacer nuestra tarea, que se bastaba sola para dejarnos tan exhaustos como para no preocuparnos de nada más. Así pasamos algún tiempo, pero cuando las cosas se pusieron tensas y los sesesh tomaron Camp Verde, estos se llevaron a los prisioneros yanquis al cañón que quedaba al otro lado del camino, y tenían que darles de comer. Eso nos privó de buena parte de nuestra caza. Teníamos que cabalgar hasta muy lejos para poder cazar.
Mi padre decía: Aléjate del cañón; es peligroso acercarse allí.
Los sesesh lo llamaban «Prison Canyon», pero nosotros lo llamábamos «el cañón», pues nunca lo habíamos llamado de otro modo que no fuera «cañón».
De todos modos, me arriesgué a acercarme y encontré algunos prisioneros allá abajo. Vi que se habían entretenido en hacer agujeros en las paredes, improvisar chabolas hechas de palos y piedras en ambos lados de la garganta y en levantar toda una ciudad que se veía bastante cuidada. A menudo escuché decir que los prisioneros pasaban hambre, pero mi padre decía: No se puede hacer nada al respecto. Olvídalo. No es asunto tuyo.
Pensé: ¿Y él qué sabe? No lo sabe todo. Así que me acerqué sigilosamente y lancé una mazorca de maíz para ver qué pasaba. Escuché voces y una armónica allá abajo. Cuando la mazorca cayó rodando hasta allí, la armónica se detuvo, pero las voces continuaron. Entendí que se preguntaban de dónde había salido aquella mazorca o quién podía haberla arrojado.
Enseguida escuché un ruido como de buscar cosas que se prolongó durante un buen rato, y entonces pasó volando un libro que aterrizó en un enorme cactus. Lo cogí del cactus y le eché un vistazo. Era un libro bastante grueso, y vi que se titulaba La ballena. En la cubierta había un dibujo de una ballena. Aunque nunca había visto ninguna, sabía que una se había comido a Jonás y me figuré que sería una buena oportunidad de aprender algo más. Así que me llevé el libro.
En cuanto llegué a casa se lo enseñé a mi padre y dijo: ¿En qué diantres estabas pensando para acercarte tanto a los piquetes?
No obstante el libro le gustó mucho. Él no era tan buen lector como yo, así que por las noches yo les leía pasajes de la historia a él y a Sam. Espero que no le importe que a lo largo del informe haya veces en que la llame «Sam», pues así es como suelo llamarla, y es trabajar de más eso de ponerse a escribir el nombre entero.
Teníamos una lamparita de latón que me servía para leer por las noches cuando el trabajo había tocado a su fin. Casi sin enterarme, me leí enterita la historia, y eso que es bien larga. Hablaba mucho de aparejos y arpones y demás. Nunca he visto un océano pero me imaginaba las cosas y capté lo esencial sin demasiados problemas. También entendí las razones por las que Ahab actuó como lo hizo en lo tocante a la ballena, pues veía el modo en que Samantha actuaba en lo que respectaba a la pantera.
También sabía cómo era una pata de palo, pues había un mexicano con una pata de palo trabajando en el campamento de tejas. Era un buen jinete. Podía cabalgar con la pata de palo metida en el estribo como si fuera una pierna de verdad.
Entretanto otro día regresé y lancé otra mazorca, y me hice con otro libro, y después con otro más. Les lancé jabón y velas y sal y pimienta y otras cosas que imaginé necesitaban. Hubo ocasiones en que lancé algo y no recibí nada. Pero la mayor parte de las veces algo caía. Como le dije en Bandera, he leído cuatro libros y esta es la manera en que me hice con ellos. Me han enseñado muchas cosas que no sabía acerca de lugares en los que nunca estuve y en los que sé a ciencia cierta que no estaré en la vida. Lugares que vaya usted a saber si en realidad existen.
Pero entonces mi padre cogió unas fiebres y falleció, y aquellos fueron los días más duros de mi vida. No me detendré en ellos, pues no quiero recordar lo terrible que fue aquella época. Además, ello no forma parte del asunto por el que usted me ha preguntado, aunque poco de todo esto forma parte de ello.
Todo cuanto puedo decir es que fue una época muy dura. Entre Samantha y yo cavamos una tumba y nosotros mismos lo enterramos. No pude cabalgar al campamento de tejas para buscar ayuda, pues Sam no quería que la dejase sola con nuestro padre cuando murió. Creíamos que tampoco sería buena idea que ella fuese conmigo a buscar ayuda, pues ¿qué íbamos a decir entonces si alguien decía: Es una esclava huida, cogedla? En anteriores ocasiones habíamos tenido a nuestro padre para responder por ella, pero eso ya había cambiado. Estábamos solos y uno respondía por el otro. Aquello nos preocupaba enormemente. Ella solo tenía once años por entonces, y yo trece, y se suponía que teníamos que salir adelante por nuestra cuenta.
Le hice el ataúd lo mejor que pude. Nos quedamos exhaustos de cavar la tumba. La tierra estaba casi congelada, pues era invierno. En todo aquel rato no paramos de llorar. Cavamos entre las tumbas de mi madre y de Juda, pisoteamos el suelo un poco, y pusimos encima unas piedras para protegerlas de los animales, tal y como habíamos hecho con la tumba de Juda. Así que allí estaban, tres montoncitos de piedra y un lugar que desgarraba el alma, pues ahora eran más los muertos que había allí que los dos que quedábamos vivos.
Cuando la gente se enteró de que mi padre había fallecido, me encontré con la posibilidad de irme a vivir con una familia de Fredericksburg que me dijo que podía quedarme con ella y trabajar para pagar mi cuarto y mi manutención. Pero ¿cómo iba a marcharme y abandonar a Samantha? Pocas posibilidades tenía ella de salir adelante siendo chica, medio negra y huérfana. Los únicos negros con los que nos cruzábamos por los caminos o en la vecindad eran esclavos, y no quería que la tomasen por uno de ellos. Había buena gente que salía adelante y una familia de mexicanos en Privilege Creek que nos conocían y que dijeron que ayudarían a Sam, pero cuando vinieron a casa Sam les dijo que no quería irse con ellos y que no quería separarse de mí. Había estallado un brote de difteria que había acabado con la vida de un montón de niños, y, pese a que Sam era mayor que la mayoría de los que habían muerto a causa de la enfermedad, temí que la contrajera si no recibía cuidados. No tenía Sam una pinta muy saludable.
Así que en el lugar solo quedábamos ella y yo. Teníamos cabras en el redil y gallinas y la puerca y unos cerditos que vivían en el lecho del arroyo. Teníamos un huerto, pero no era gran cosa, y Sam no se ocupaba de él como debía. Teníamos unas pocas hileras de maíz pero los gusanos se las habían comido casi todas. Tenía el rifle de mi padre y su yegua. La yegua, un poni de tiro, la había marcado a fuego su anterior propietario y luego los comanches la robaron y la dejaron tirada por el camino medio muerta y apenas reducida a su pellejo, pues la habían reventado a latigazos. Mi padre trató a la yegua como es debido y se ocupó de ella hasta que más o menos recuperó la salud, pero estaba bastante castigada. Si se me ocurría tan solo ponerle la mano encima de la grupa se volvía en redondo con la intención de arrancarme de un mordisco lo primero que pudiera llevarse a la boca. No obstante para cabalgar hasta Comfort o al campamento de tejas servía, de modo que me puse en marcha y seguí haciendo algunos trabajos en el campamento, pues los hombres que había allí me trataban bien.
Tenía también una pistola de percusión de doble cañón y ánima lisa, que conseguí a cambio de un trabajo. En la chapa ponía Gasquoine y Dyson, y Manchester en la nervadura. Las platinas y los martillos tenían dibujos grabados. Estaba muy lejos de parecerse a un revólver de seis balas pero podía hacer un buen agujero y era un arma muy bonita. Aun así, conseguir pólvora resultaba difícil a causa del bloqueo yanqui, y era cuestión de suerte que la que uno pudiera conseguir valiera de algo, pues en su mayor parte procedía del salitre que se sacaba de los excrementos de unos murciélagos que había en una cueva de New Braunfels. Nunca sabías a las claras si iba a disparar.
Fue en el verano siguiente al fallecimiento de mi padre cuando al salir a cazar vi a Clarence Hanlin robando a los ocho cadáveres del Julian. De allí regresé a casa y pensé bastante en aquello. Escuché que habían sido los sesesh de Camp Verde los que lo habían hecho. No le dije a Samantha ni una palabra al respecto, porque ya le daba ella bastantes vueltas a la cabeza, lo que en su caso tenía que ver mayormente con la pantera. Así que para qué inquietarla hablándole de ahorcados.
Apenas habían pasado unos meses desde que vi a Hanlin en el Julian, y ya Samantha tenía doce años, y yo catorce, y era otra vez invierno, y el viento se había convertido en vendaval, y la oscuridad era algo que ella y yo temíamos, cuando la pantera volvió a visitarnos.
Durante seis años, Sam había estado esperando de un modo que solo puede describirse como ansioso. En ocasiones daba la impresión de que lo único que hacía era esperar y vigilar por si aparecía la pantera. Había una especie de vacilación en ella cuando se aventuraba a salir, mirando a derecha e izquierda, y una especie de reacción súbita en su forma de girar en redondo, como si le hubiera parecido que algo se acercaba, y era una manera de probar sus propios miedos el salir afuera durante la noche.
Bajo tales circunstancias pensará usted que no fue una sorpresa para ninguno de los dos cuando por fin volvió la pantera. Muy al contrario, fue toda una impresión. En cierto modo, fue como la muerte. Una persona puede tener claro que la muerte la sorprenderá algún día, pero, cuando esta llega, el susto se lo lleva de todos modos.
Aquella noche hacía mucho viento. Samantha y yo estábamos solos en casa. El viento nos fastidiaba bastante. Los primeros días de noviembre habían sido desagradablemente fríos, y afuera la tierra estaba mojada a causa de un chaparrón pasajero que había caído durante la noche. Estábamos cerrados a cal y canto en casa y habíamos encendido el fuego, pero no era un fuego muy vivo, pues yo no quería que los comanches vieran el humo. El viento descendía por la chimenea y alborotaba las llamas, y el ruido que hacía nos ponía nerviosos. Sentíamos que algo malo iba a suceder. No sabíamos de qué manera vendría, si en la inquietante forma de los comanches o en la de otros atacantes, y tampoco sabíamos quién acudiría en nuestra ayuda si el mal venía a visitarnos. Los sesesh de Camp Verde no estaban a más de diez minutos de nuestra casa al paso de un buen caballo, pero no teníamos un buen caballo, y tampoco confiaba yo en los sesesh, pues había visto las barbaridades que habían llevado a cabo en el Julian. Había más de un sesesh de buen corazón, no quiero que me malinterprete. Pero estoy seguro de que tiene conocimiento de esa banda de matones llamada los Colgadores que ahorcaban a cualquiera que tuviera dieciséis años o más si no se unía a su causa. Eran tipos violentos e indisciplinados, y temía que llegaran de modo inesperado a mi puerta, y que dijeran que yo ya había crecido suficiente y me ordenaran irme con ellos.
Así pues, aquella noche Sam y yo teníamos bastantes cosas por las que inquietarnos. No éramos alemanes, pero tampoco éramos sesesh. Sam iba de un lado a otro asomando por las grietas del revestimiento para ver si se producían problemas.
No vas a ver nada más que oscuridad, le dije. Y de qué servirá de todos modos. Si viene algo malo, estamos acabados. No me queda pólvora ni para disparar un balín, y encima es mierda de murciélago.
No te queda nada porque siempre tienes que pegar diez tiros y para entonces ya has espantado lo que fuera, dijo. La derrochas, por eso.
Ella estaba de un humor de perros y tanto ella como yo estábamos asustados por culpa del viento. Ululaba en las esquinas y sacudía el pasador de la puerta.
Tras el fallecimiento de mi padre tomé la costumbre de dormir en su cama. Samantha tenía ahora la otra cama para ella sola. Pasado un rato, al ver que nada malo ocurría, nos fuimos a nuestras camas. Pero los aullidos del viento me hacían pensar que los comanches se acercaban, y se me había metido en la cabeza que estaban ahí fuera, en la oscuridad, a punto de irrumpir en la casa lanzando sus ululatos de esa manera que parecía sedienta de sangre. O que el viento ahogaría la chimenea y nos ahumaríamos hasta morir asfixiados.
Sam dijo: La pantera se acerca; la siento.
Dije: No ha pasado por aquí en un año, ¿por qué iba a hacerlo ahora? Si escuchamos algo, serán los comanches.
Dijo: Está ahí fuera. Lo sé. Lo presiento.
De repente empezamos a oír un olfateo y unos arañazos en la puerta y el pasador se agitó violentamente.
Samantha se incorporó en la cama. Es ella, dijo. Es la pantera. Está aquí.
No es ella, le dije. Es la puerca.
Pero no estaba tan seguro. La puerca había adquirido la costumbre de meterse en casa cuando le venía en gana si dejábamos la puerta abierta, pero no estaba entre sus hábitos pedir que la dejásemos entrar cuando la encontraba cerrada.
Los arañazos, los olfateos y empujones prosiguieron durante un rato que a mí se me antojó del todo anormal, y comencé a pensar que ni por asomo era la puerca lo que estaba al otro lado de la puerta. El fuego no era más que una triste cosa roja puesta sobre las ascuas, pero despedía suficiente luz como para permitirme ver lo inquieta que estaba Samantha. Se puso a pestañear y a entornar los ojos como tenía costumbre de hacer.
¿Puede romper el pasador?, me preguntó.
Es un buen pasador, dije. Claro que la puerca es enorme; quizá pueda echar la puerta abajo.
El corazón me palpitaba con tanta fuerza que hasta me dolía el pecho. Por hacer algo grité: ¿Quién está ahí? ¿Quién anda en la puerta?
Los arañazos se interrumpieron, como si aquello que los producía se hubiera detenido a escuchar mi pregunta. Sin embargo, se reanudaron otra vez. Pensé: Aunque caiga fuego del cielo voy a ver qué hay ahí. Me levanté y cargué mi pistola con la pólvora que me quedaba, aunque fuera mierda de murciélago, y me acerqué a cuatro patas a mirar por una rendija que había a baja altura en un lado de la puerta.
Lo que vi en el exterior fue el corpachón de la puerca. Sin duda era ella. Debió de verme observándola, pues apretó su nariz contra la mía metiéndola en el agujero y me sopló un poco de cieno antes de que tuviera tiempo de echarme hacia atrás.
Es ella, le dije a Sam.
Déjala entrar y dale maíz, ordenó Sam.
Cuando come maíz se caga, respondí.
Mientras mastique el maíz no oiremos ni el viento ni nada, dijo Sam. Tendremos un ratito de calma. Déjala entrar.
Pues bien, eso hice. Apenas entreabrí la puerta, la cerda se abrió paso con su corpachón hasta el interior, me gruñó y reclamó su maíz. Volví a pasar el pestillo, dejé mi pistola, avivé el fuego y eché unos puñados de grano por las planchas del suelo. La cerda fue de un lado a otro masticando y gruñendo el tiempo suficiente para que Sam pudiera distraer sus pensamientos y echarse a dormir, mientras yo las observaba a las dos tumbado a la luz de las llamas y me preguntaba qué iba a ser de mí. Ahí estaba yo, atrapado en una casa con una niña y una enorme cerda, sin nada más que una puerta chapucera y un buen pestillo entre mi persona y el ancho mundo, fuera lo que fuese lo que este encerraba de libertad y promesas. Pero en aquel momento era difícil decir si prefería estar fuera a dentro.
Y fue entonces cuando comenzaron los gritos.
Apenas soy capaz de describirlo excepto diciendo que al principio no tuve demasiado claro de dónde venía aquello, ni lo que era. Eran, por un lado, las cabras del redil, y por otro el bramido del viento. Pero también era la yegua. La escuché en el cobertizo con toda claridad. Y era otra cosa más, como una mujer gritando a saber qué. Casi pensé —y era algo completamente insensato—, casi pensé que Juda, a saber cómo, había regresado. Sea como sea, enseguida llegué a la conclusión de que lo que había escuchado eran los mismos sonidos que oí la noche en que Juda murió, y no era el sonido de Juda gritando como entonces. Eran los rugidos de la pantera.
Samantha y yo nos incorporamos en nuestras camas con tanta velocidad como alarma. Por unos instantes permanecimos como pegados a nuestras camas y miramos ansiosamente lo que podíamos ver del otro a la débil luz de las ascuas. Si el viento no hubiera sido tan feroz y constante, creo que podría haber escuchado los latidos de mi corazón. Parecía galopar en mi pecho. Creo que también hubiera podido escuchar los del de Samantha. Ella fue la primera en abrir la boca, pero solo dejó escapar un susurro.
Ha vuelto, dijo. Ha regresado. Te lo dije.
Antes de que me sintiera capaz de mover ni siquiera un dedo, Sam había abandonado la cama y agarrado la pistola que descansaba en la mesa.
No puedes salir, le dije, y abandoné la cama para discutir el asunto con ella. Eso no tiene suficiente pólvora. No es buena pólvora.
Sal ahí fuera conmigo, me dijo. Me da miedo ir sola.
No voy a salir, repliqué, e hice el amago de arrebatarle la pistola. Pero no me peleaba en serio con ella, pues se había doblado sobre la pistola y estaba tan decidida a no soltarla que temí que pudiera presionar accidentalmente el gatillo y pegarse un tiro en el vientre, o que la bala disparada la atravesase a ella y me diese a mí. Pensé: No tiene sentido seguir forcejeando así, y entonces la solté.
¡Coge un cuchillo y ven!, me gritó, ¡o serás un cobarde!
Juda cogió un hacha y ya vimos lo que le hizo la pantera, dije. No voy a enfrentarme a ella con un cuchillo.
Durante este tiempo, continuó el tumulto en el exterior. Había en particular una cabra que podía gritar como un hombre, y eso estaba haciendo sin parar, y más fuerte de lo que jamás pensé que a una cabra le era posible gritar. El viento no era nada comparado con aquel ruido. Las otras ocho cabras hacían repicar sus campanillas. Un par de ellas eran cabritas de no más de un año, y me figuré que la pantera había atrapado a una de las más pequeñas, pues se oían balidos muy agudos. La yegua piafaba y daba coces contra las paredes del cobertizo. Cacareaban las gallinas.
Sin darme tiempo a intercambiar con ella una palabra más, Sam se dirigió a la puerta.
Me ha pedido que sea sincero, juez. No era mi intención seguirla ahí fuera. Estaba descalzo y no tenía nada que me permitiera ver, y mucho menos con lo que disparar. Pero ¿qué elección tenía? Encendí la lámpara tan aprisa como pude. Salí a la oscuridad tras Sam y la seguí hasta el corral de las cabras.
Cuando llegué, ya había trepado la mitad de la valla, y chillaba como una condenada. Era una cerca de un metro ochenta de altura y Sam estaba apoyada en los listones transversales, gritando con la cabeza asomada por arriba. Subí junto a ella con la lámpara y vi a la pantera dentro del corral, entre las cabras, que estaban montando un verdadero jaleo y no hacían más que arremolinarse a toda velocidad. No era fácil distinguir qué era qué, pues la linterna no daba demasiada luz.
La pantera era más grande de lo que puedo describir, señor. Parecía tener tres veces mi tamaño, aunque sé que eso no es posible. Tenía una cabrita cogida por la garganta y la estaba arrastrando de la misma manera en que arrastró a Juda. La cabrita aún pataleaba… o eso me pareció a mí. Su hermano pequeño estaba ahí plantado, chillando al ver cómo se la llevaban.
Sam gritó a la pantera para que la soltase. Apuntó hacia ella con la pistola. ¡Suéltala!, aulló, ¡suéltala! Como si fuera a hacer caso.
Algunas cabras se apretujaban bajo un tejadillo que mi padre y yo habíamos clavado a un lateral del corral a modo de refugio. Otras se lanzaban contra la valla para escapar. Pensé que se iban a reventar la cabeza. Una consiguió salir al subirse a la espalda de otra y después sobre el refugio, desde donde saltó. El macho grande chillaba. Había un terrible alboroto en aquella oscuridad y soplaba un viento implacable contra nuestros rostros y levantaba una buena polvareda.
¡Quítasela!, me gritó Samantha, refiriéndose a la cabrita a la que la pantera estaba arrastrando. ¡Tráela aquí!
Le dije chillando que estaba loca, que dejara de comportarse así y que se bajase de la valla y regresara a casa o acabaría tan muerta como Juda. Una parte de mí intentaba imaginar cómo se las arreglaría la pantera para sacar a la cabrita del corral, pues una cosa es entrar a un corral saltando una cerca de un metro ochenta de altura, y otra muy distinta saltar de vuelta al otro lado con una cabrita en la boca. Otra parte de mí trataba de imaginar qué idea se le habría metido a Sam en la cabeza, pues no estaba haciendo lo que le dije.
Y entonces hizo algo verdaderamente insensato. Trepó el resto de la valla para pasar al otro lado y se dejó caer en el corral. Allí se plantó, descalza, vestida con su camisón, sujetando la pistola. La pantera estaba a poco más de cuatro metros de ella. El polvo se arremolinaba en derredor. La cabrita colgaba desmadejada de las fauces del animal, no sé decir si viva o muerta. Aquella era la menor de mis preocupaciones.
En aquel momento Sam tuvo el buen juicio de dejar de gritar. Las cabras también se calmaron un poco, supongo que al ver que Sam parecía haber acudido en su rescate. Me dio la impresión de que incluso el viento se había apaciguado un poco, pues podía dirigirme a Sam en voz baja, con cautela, y ella me oía.
Dije: Si te mueves, estás muerta.
Se hubiera dicho que acababa de reparar en ello, pues parecía paralizada de puro terror.
Pensé: Por Dios, Sam, ¿cómo voy a ayudarte? El interior de la valla carecía de listones transversales, solo estaban las estacas, sin más, de modo que no le resultaría fácil volver a escalar para salir de allí. Y, si yo trataba de tirar de ella para sacarla, Sam tendría que darle la espalda a la pantera y subir a pulso y lanzar los pies para buscar un punto de apoyo, y eso atraería a la pantera. Que podía soltar a la cabrita y derribar a Sam de un enorme salto. La destrozaría en segundos, ahí mismo, delante de mis ojos. Además, ¿cómo iba yo a sujetar la lámpara y a Sam, y cogerme a la valla al mismo tiempo? Pero ¿qué otra cosa podía hacer salvo intentarlo?
Sin darle la espalda vuelve aquí lentamente, luego date la vuelta y agárrate a mi mano, le dije.
No me hizo caso. Los ojos de la pantera estaban iluminados por la lámpara y se clavaban en ella de una manera realmente intensa, y era como si Sam hubiera perdido la fuerza de voluntad necesaria para alejarse de allí. La cabeza y la faz de la pantera estaban llenas de cicatrices y le faltaba parte de una oreja, como si en el pasado se la hubieran arrancado en una pelea. Debía de haber conocido unos años bastante duros, en los que habría tenido que hacerse valer ante un buen montón de animales tanto grandes como pequeños.
Sam apuntó a la pantera con la pistola y dio un paso adelante.
Dije: No.
Respondió: Puedo matarla.
Dije: Es pólvora hecha con mierda de murciélago.
Sam tenía el suficiente juicio para estar asustada, pero no lo bastante para hacerme caso. Me figuro que se le pasó por la cabeza que, si se acercaba demasiado, la mierda de murciélago serviría igualmente.
La pantera sacudió la cola y bajó las orejas, y dejó caer a la cabrita en el barro como si no fuera más que un trapo usado. Se agachó tanto que su vientre casi tocaba el suelo. Dejó los dientes al descubierto. Pude verle los colmillos, y soltó un terrible siseo.
Sam se acercó un paso más a ella.
El corazón me empezó a latir tan fuerte que casi me caigo de la valla. Pensé: Si das un paso más no voy a ayudarte.
Sam agarraba la pistola con ambas manos y temblaba con tanta fuerza que llegué a pensar que lo mismo podía dispararme a mí, que estaba tras ella, como a la pantera que tenía delante. Los gruñidos de la pantera se iban volviendo más fuertes, hasta convertirse en un feroz rugido. Yo recordaba muy bien aquel sonido.
Me bajé de la cerca y la rodeé a la carrera, en dirección a la puerta. Se trataba de una puerta de estacas, y no tenía la menor idea de qué haría la pantera cuando yo la abriese. Me quedé a un lado, con la esperanza de que la pantera se marchara corriendo y desapareciese sin reparar en mí. Pero cuando abrí la puerta, la pantera no salió. De modo que levanté la lámpara y di unos pasos hacia el interior. Veía a la pantera ante mí, pero no miraba en mi dirección, pues estaba observando a Sam. Retorcía la cola. La cabrita yacía muerta a sus pies. Las otras cabras se apretujaban en la oscuridad, al otro lado del corral. La pantera volvió entonces la cara hacia mí. A la luz de la lámpara, sus amarillentos ojos eran como dos agujeros por los que se viera el fuego que ardía dentro de su cráneo.
Yo tenía dos posibilidades, o entrar un poco más en el corral o salir de él, y ya se puede usted imaginar qué camino prefería tomar. Pero tenía a Samantha a mi cargo y yo era el único hombre del lugar. Y Samantha era mi hermana, aunque solo lo fuera a medias. No podía permitir que la pantera la cogiera y la arrastrara como había hecho con su madre. Yo no podría vivir con la conciencia tranquila.
Avancé de lado para llegar hasta Sam, mientras mantenía la vista puesta en la pantera y levantaba la lámpara sobre mi cabeza. Estaba tan aterrorizado que casi llegué a considerar que sería un alivio para mí tumbarme allí mismo y rendirme. Pensé si no sería mejor hacerlo, y permitir con ello que Samantha viviese. Luego pensé que no. Si yo tenía que morir, más valía que ella muriese conmigo, pues sin mí estaría condenada a sufrir un montón de penalidades a lo largo de su vida.
El viento volvía a soplar con fuerza. Removió la lámpara de un lado a otro y temí que fuera a apagarla. El recorrido por aquel pequeño corral fue largo, muy largo, no imagina usted cuánto. Recuerdo la sensación al pisar la mierda de cabra con los pies descalzos, el viento metiéndome polvo en los ojos, la débil luz de la lámpara, y la forma en que la pantera persistía en su ominoso gruñido.
Cuando conseguí acercarme a Samantha, vi que temblaba de pies a cabeza, pero aún apuntaba a la pantera con la pistola. Pensé que si llegaba a presionar el gatillo la bala caería como un chorro de pis. Pensé: Si pones tu vida a merced de un montón de mierda de murciélago, no esperes que derrame una lágrima por ti. Me daba miedo hablar, salvo cuando soplaba el viento. Dije: Ven conmigo.
Dijo: Puedo matarla.
Respondí: Si lo intentas y la pólvora no responde, cogerá al más enclenque de los dos.
Se lo pensó un momento. Tenía los ojos un poco entornados, a la manera en que acostumbraba a hacer cuando algo le daba miedo. Preguntó: ¿Podemos salir?
Me acerqué un paso más, la agarré de un brazo e hice que avanzase de lado hacia la puerta, tan lentamente como había avanzado yo. No apartábamos la mirada de la pantera. El animal retorcía la cola y siseaba y nos lanzaba gruñidos. Seguía mostrándonos los colmillos, por si acaso se nos había olvidado el aspecto que tenían. Estaba seguro de que la pantera hubiera saltado sobre nosotros de no ser porque estaba custodiando la cabrita muerta que yacía ante ella. Cuanto más nos acercábamos a la puerta, más difícil se volvía resistir el impulso de darnos media vuelta y echar a correr.
Casi habíamos salido del corral cuando las cabras comenzaron otra vez a balar. El macho grande debió de ver que nos marchábamos de allí. Se puso a balar, y el resto hizo agitar sus campanillas y unas saltaban sobre otras y se empujaban entre sí. Una cabra se volvió loca y consiguió subir a lo alto del refugio, y los tablones cedieron y se rompieron, y la cabra se cayó sobre las otras, que estaban justo debajo.
No me quedé allí a mirar. Salimos por la puerta y sin volverme cerré el seguro, y corrí con Sam hacia la casa. Parecía que teníamos alas. No creo ni que mis pies tocaran el suelo. Esperaba que en cualquier momento la pantera saltase la cerca, llegase por detrás hasta nosotros y nos derribara y acabase con nuestra vida. Mi única tranquilidad consistía en correr.
Cuando estuvimos dentro de la casa pensé que el corazón se me iba a parar. Dios Todopoderoso, le dije a Samantha, estás loca y eres idiota.
Dijo: ¡Podía haberla matado! ¿Por qué tuviste que venir a detenerme?
Allí la tenía, incapaz casi de recuperar el aliento y gritándome como si tuviera la razón. Me daban ganas de abofetearla, y estuve a punto de hacerlo.
No voy a hablar contigo, le dije. No te voy a decir ni palabra.
¡Me has fastidiado!, dijo. ¡Podía haberle pegado un tiro en la cara y acabar con ella para siempre! ¡Me has arrebatado la oportunidad de las manos!
Durante un rato siguió con la misma cantinela, pero decidí no escucharla. Hasta la cerda dejó de escucharla y se limitó a echarse por ahí. No quería marcharse y yo no dejé que lo hiciera. Todo mi empeño pasaba por escuchar lo que ocurría en el corral. Las cabras ya se habían callado.
Se ha ido, dije. Creo que ya se ha marchado.
Nunca se va a marchar, me respondió Samantha.
Se sentó en la cama y siguió de morros aun cuando estaba temblando, y yo me senté en la mía, y ninguno de los dos dijo nada. El viento seguía resonando con fuerza pero algunas otras cosas se habían calmado. Me levanté y avivé el fuego.
Métete en la cama, le dije a Sam.
Entonces, de repente, el ruido comenzó de nuevo: las cabras empezaron a balar, las gallinas a cacarear, y el caballo intentar huir del cobertizo.
Samantha fue a por la pistola pero yo la cogí primero. Me puse de espaldas a la puerta y dije: Te pegaré un tiro si te acercas.
Ella replicó: No lo harás.
Vaya que sí, le aseguré. Prefiero que mueras así a desmembrada por una pantera. Y yo tampoco voy a salir ahí otra vez.
Sam dijo: Dame la pistola y hazte a un lado y déjame salir por esa puerta.
Me negué. Volvió a sentarse en la cama, y yo me quedé delante la puerta, y ambos escuchábamos todos aquellos horribles ruidos.
Sam se tapó las orejas con las manos para no escuchar los balidos de las cabras. Dijo: Está matando a otra. Creo que las va a matar a todas.
Pues que lo haga, repliqué.
Hubiera cargado el rifle de haber tenido pólvora, pero no quedaba. Cuando las cosas volvieron a calmarse, Sam se acostó y se tapó con la manta hasta la cabeza.
Me quedé toda la noche apoyado contra la puerta por si se le ocurría intentar coger la pistola y salir.
Cuando llegó la mañana, sacamos a la cerda a empujones y fuimos a comprobar los daños. Las cabras estaban bastante asustadas y no menos ensangrentadas. La que había saltado la cerca trataba de entrar otra vez. La pantera se había llevado los dos cabritos más pequeños a la oscuridad. En el cobertizo, la yegua se encontraba bien, solo tenía algunos cortes y se la veía muy asustada. El gallinero estaba todo revuelto pero no faltaba ninguna gallina.
Las huellas eran, sin duda alguna, las de la pantera que había matado a Juda. A la garra de la pata derecha de atrás le faltaban los mismos dos dedos que Juda le había arrancado a hachazos.
Lo que aprendí aquel día, mientras miraba las enormes huellas que había dejado la pantera al llevarse los dos cabritos, era lo pequeños que éramos nosotros comparados con semejante felino, y que no había más que hablar, ni a muchos otros respectos tampoco. No éramos más que dos niños en medio de una guerra, en una casa que daba pena, amenazados por los comanches y por mil cosas más, desprovistos de todo por culpa del bloqueo yanqui y sin otra cosa que un pellizco de mierda de murciélago con lo que disparar.
Sin embargo, Sam, al contrario que yo, no se paraba a pensar demasiado en tales asuntos. Si algo había aprendido ella era que tenía que localizar a la pantera y acabar con ella.