Querido juez:
Espero que recibiese mi último informe. Me lo pasé muy bien en Comfort el día en que fui a enviarlo. Cuando llegué, el señor Hildebrand no estaba en su oficina ni en la tienda, así que esperé paseando por la ciudad y vi a algunos conocidos. No sé si conoce a la señora Ottenhoff. Me topé con ella en la calle y me pidió que le hiciese una silla que fuera bonita. Se hace mayor y ya va siendo hora de que descanse un poco. Es alemana y no habla mucho inglés, pero al final pudimos entendernos. Le dije que no sé hacer cojines pero que soy un buen carpintero. Me preguntó a qué dedica Samantha su tiempo y por qué no hace ella los cojines, pues eso nos proporcionaría algún dinero para vivir. Le dije que tomaría el tiento de transmitirle la idea a Samantha. De todos modos, y entre nosotros, no servirá de nada. Sam no va a coser ni a hacer nada más de lo que deba hacer. No es de mucha ayuda. Solo espera crecer lo suficiente para marcharse a otra parte e ir adonde le venga en gana, puesto que nadie puede confundirla ya con una esclava, porque ya no existe tal cosa. No sé de qué manera se va a ganar la vida, con lo poco que le gusta a ella el trabajo. Y tampoco se me ocurre que alguien vaya a casarse con ella. No es agradable mirarla ni estar a su lado. No viste otra cosa que mi ropa, que le viene grande, y una cuerda a guisa de cinturón, y no se pone ni gorritos ni sombreros, y prefiere ir descalza. Cuando hace frío se pone mis botas viejas o se apropia de las que ahora calzo si no estoy atento. Estoy acostumbrado a ella y aun así día tras día encuentra la manera de irritarme.
El señor Hildebrand y yo charlamos un buen rato. Es un librepensador y no adopta idea alguna que no pueda ser demostrada. No cree en un dios todopoderoso a causa de las escasas pruebas que hay de su existencia. Entre otras cosas, el señor Hildebrand me dijo que soy un joven muy afortunado por tener amistad con una persona de su talla, refiriéndose a usted, pues es sabido que es un juez honesto y una buena persona. Dijo que en el gobierno de Austin hay un buen montón de idiotas. Esas fueron sus palabras exactas. Me dijo que podía contarle que lo había dicho. Pese a que es sabido que es usted unionista, dijo que nadie en su sano juicio, independientemente de sus creencias, debería presentarse contra usted en las próximas elecciones, pues es usted muy querido y quien lo hiciera solo conseguiría perder el tiempo, y hoy día nadie tiene tanto tiempo como para echarlo a perder, pues todos tenemos trabajo que hacer. Me gustó mucho oírle decir tantas buenas cosas sobre usted.
Le dije que lamentaba no haber recibido otra carta suya. Él, sin embargo, me dijo que era comprensible, pues está usted a mucha distancia. Me mostró un mapa de los condados que está usted visitando y de la ruta sobre la que hace tiempo le puso usted al corriente. También coincidimos en que podría encontrarse toda clase de problemas con indios y ladrones, por no mencionar los peligros habituales. Espero, señor, que esté usted bien.
A propósito de los indios, le diré que tengo buenas noticias que darle. Probablemente recuerde, pues aquello fue muy nombrado, lo que le ocurrió a la familia Gilmore el año pasado, cuando la señora Gilmore y su hija salieron en su calesa para visitar a unos amigos y recoger el correo y las atacaron los indios. Si no ha oído hablar de ello, lamento decirle que no acabaron bien. El fiel caballo volvió a casa arrastrando la calesa con la madre y la niña dentro, aunque estaban muertas. La madre tenía el cuello rajado de oreja a oreja, y a la niña le habían arrancado la cabellera. La familia supuso que los indios se la habían quedado, pero tras mirar mejor en la calesa la vieron bajo el asiento. Debió de resultar horrible ver aquello. Con todo, recientemente ha habido buenas noticias, y es que el señor Gilmore por fin se ha vengado un poco. Encontró huellas de indios y las siguió y se topó con tres indios que tomaban un descanso lejos de sus monturas, y los despachó. Poco importaba que los indios a los que mató pudieran no ser los mismos que asesinaron a su esposa y su hija; para él lo mismo daba. Su intención es reunir a más hombres y salir a la caza de indios, pues ese es su principal propósito en esta vida que lleva ahora. Probablemente no debería estar contándole esto, pues usted es juez y el Tío Sam ha prohibido a la gente que se levante en armas, a causa de los problemas que tuvieron lugar cuando la gente hizo eso mismo antes. Así que dejemos el tema.
En este informe verá que sigo desde donde lo dejé. Me ha resultado bastante enjundioso escribir y retomar lo escrito durante cinco días, pues me ponía a ello antes del amanecer y también después de que oscureciera, encajado en una mesita, y escribía con una pluma que casi se ha consumido. Sam no ha parado de darme la tabarra para que le leyese lo que estaba escribiendo. A ella no se le da bien leer. No me he parado a enseñarle. ¿Qué ha hecho ella por mí? Si le leyera mi informe no le gustarían algunas de las cosas que he escrito sobre ella. Las negaría todas y nos pelearíamos y luego saldría diciendo que me ha ganado. Es muy desagradable lidiar con ella. Pero bueno, esto nada tiene que ver con el tema en cuestión.
Espero que disfrute de sus viajes y que administre justicia a mucha gente. Mañana le enviaré este informe y posteriormente escribiré más. Podría hacerlo más rápido con una estilográfica. Pero solo tengo plumas.
Afectuosamente suyo,
BENJAMIN SHREVE
MI TESTIMONIO
A Clarence Hanlin daba pena mirarlo, allí, bajo el enorme roble, y ya vestido con aquella ropa de mujer a la que le faltaban los botones por el desgaste que había sufrido después de que dos hombres se lo hubieran puesto. Ni se creería toda la sangre que salió de su dedo. Era como los panes y los peces. No paraba de intentar restañarla con un trapo. Probó a poner la mano en alto y apretar el dedo. Pero aquello solo sirvió para que la sangre le chorrease por todo el brazo. Me asombraba que aún le quedase algo. Al apretarse no dejaba de aullar, pues le dolía muchísimo. Salvo por los calcetines, estaba descalzo. Tenía el rollo de tabaco todo empapado en un bolsillo del vestido, pero ¿quién iba a querer aquello? No intentó ni recoger su dedo suelto del barro, aunque yo pensé que lo haría, pues bien que lo miraba. Dijo «maldita sea» un montón de veces.
El mexicano le dijo a Sam que bajase del árbol, y ella obedeció. Cuando Clarence Hanlin vio su rostro, gritó: Maldición, si es una maldita bruja. Mirad su cara.
El mexicano echó un buen vistazo a su rostro. Tenía una expresión muy seria. Dijo: No es una bruja; la ha dejado marcada un felino.
Sam no le hizo ni caso a Hanlin, pues tenía su orgullo. Deshizo el nudo de la mamá cabra y se la llevó hacia la casa, como si nada hubiera pasado. Creo que la mamá cabra estaba feliz de alejarse de aquel lugar, pues las moscas iban tras sus tetillas y la cría apestaba al estar muerta.
Le pregunté al mexicano: ¿Qué quiere usted que haga?
Dijo: ¿Quién es la chica?
Reconocí que era mi hermanastra.
Me preguntó si se dirigía a nuestra casa.
Le dije que sí, que estaba algo más allá y que marchaba en esa dirección.
Dijo que Clarence Hanlin y yo la siguiéramos. Eso hicimos. El mexicano nos siguió con las pistolas. Cuando llegamos a la casa, Sam había llevado la mamá cabra al redil y no se volvió a mirarnos. Creo que se sentía mal por todo el jaleo que había montado Hanlin a causa del aspecto de Sam, aunque evitaba que nos diésemos cuenta. Era consciente de que su rostro no era el más agraciado, pero una cosa es saber algo así y vivir con ello, y otra muy distinta que a causa de ello se burle de ti gente como Clarence Hanlin.
El mexicano nos dijo a Hanlin y a mí que entrásemos en la casa, y él entró después de nosotros. Todo el tiempo apuntaba a Hanlin con la pistola. Se quitó el sombrero al entrar. Hanlin no tenía sombrero, pues se lo había llevado el prisionero.
Ya no recordaba lo poco presentable que estaba la casa y solo me di cuenta de ello al ponerme en el lugar de Hanlin y el mexicano. Además olía fatal. Teníamos los cacharros abollados y sucios. No puedo ni imaginar lo que hubiera dicho Juda de los bichos y demás. Había excrementos de rata por todas partes. Había excrementos de cerdo por el suelo y excrementos de gallina sobre la cama. Había una plaga de escorpiones y pensé que Hanlin podía pisar alguno, descalzo como iba salvo por los calcetines. Pero bueno, qué me importaba eso a mí.
Le dije al mexicano: Lamento las condiciones en las que nos han encontrado. No hemos limpiado en un tiempo.
Preguntó dónde estaba nuestra gente.
Le dije que habían fallecido.
Clarence Hanlin dijo: Maldición, esto es una pocilga.
El mexicano le dijo que se sentase. Hanlin obedeció mientras sostenía su mano herida envuelta en el trapo. Dijo: Creo que me voy a caer redondo.
La verdad es que parecía medio ido. Estaba pálido y se le entrechocaban los dientes, aunque la temperatura ya había subido bastante y el aire no traía demasiado frío.
El mexicano me pidió que cogiese un cubo de agua.
Le dije que no había más cubos, pues todos los teníamos en el árbol y la mayoría de ellos llenos de piedras.
Me preguntó qué pensábamos hacer con unas piedras en un árbol.
Le dije que eran para lanzárselas a una pantera a la que estábamos incitando a venir.
Me pidió que llenásemos el cántaro.
Fui al arroyo y así lo hice. Cuando regresé, el mexicano me dio mi pistola, en cuyo interior no había nada de plomo. Me dio la pistola de Clarence Hanlin, que estaba cargada. Era un Colt del cuarenta y cuatro con capacidad para seis balas. Me dijo cómo usarlo. Como solo tenía catorce años y mis manos no estaban totalmente formadas, me costaba llegar al percutor. Me dio instrucciones para que apuntase a la cabeza de Hanlin y le disparase si hacía algún movimiento que no debiera.
Le pregunté si de veras tenía que dispararle, y el mexicano dijo que sí. Dije: ¿Y qué pasa si fallo o no lo mato?
Dijo: Amartillas la pistola otra vez. Y otra vez a apretar el gatillo.
Dije: Bien, de acuerdo.
El mexicano se quitó la camisa como para no mancharla, e intentó impedir que de la mano de Hanlin siguiese manando sangre. El comportamiento de Hanlin era incomprensible. El mexicano tuvo que gritarle para que hiciese más fuerza al apretar la mano con el trapo. Sin embargo, Hanlin replicaba a aquello con más gritos. Su mano tenía muy mal aspecto. El dedo ausente había dejado allí un pequeño muñón. El mexicano me pidió que le llevase algo con lo que atárselo, así que le di un trozo de mi sedal y el mexicano lo ató al muñón y vertió agua sobre la mano para lavarla. El dedo ausente era el que está junto al más pequeño. Al dedo medio, justo al lado, también le faltaba un trozo de carne. Hanlin lanzaba blasfemias sin parar, pero hizo lo que el mexicano le dijo.
Mientras se ocupaba de aquello, el mexicano me preguntó mi nombre.
Dije: Benjamin Shreve. ¿Y el suyo?
Dijo: Lorenzo Pacheco. ¿Cómo se llama tu hermana?
Samantha Shreve, respondí. Le hará más caso si la llama Sam.
Pidió linimento o pomada e hilas o vendas.
Le expliqué que lo más parecido que teníamos a lo que pedía era manteca de cerdo y que no tenía vendas. Le dije que podía cortarle una tira a un vestido, como había hecho ya en otras ocasiones para tratarme alguna herida. Me refería al viejo vestido de Juda.
Sam llegó del redil justo cuando acabábamos de cortar el vestido y le dio un ataque al ver aquello.
El mexicano le dijo que lo lamentaba. De hecho, parecía verdad.
Sam traía leche de cabra y nos dio un poco, pero no le dio nada a Hanlin.
Hanlin le dijo: Vete al infierno, perra. Dijo que se sentía enfermo y que de todas maneras no se la hubiera tomado.
Sam dijo: No te hubiera dado nada aunque me lo hubieras rogado. Has sido muy desagradable conmigo.
Él volvió a maldecir su aspecto.
Le pregunté a Sam: ¿Quieres que le dispare? No lo decía en serio.
Ella creyó que sí lo decía en serio y opinó que no sería mala idea. Aquello preocupó a Hanlin bastante. Dijo: No me dispares.
El mexicano le envolvió la mano.
Pensé que era mejor no decir nada de lo que vi hacer a Hanlin en el Julian, pero luego me lo pensé mejor. Dije: Vi lo que hizo en el Julian.
Aquello cortó en seco sus blasfemias. Los ojos le daban vueltas de puro dolor, pero aun así se paró a mirarme. Después de haber visto lo que vi en el Julian había confiado en no volver a toparme con aquel hombre, pero ahí lo tenía, sentado en mi propia casa. Su mirada me habría dejado paralizado de espanto de no ser por el hecho de que era yo quien tenía su pistola apuntándole a la cabeza.
Dijo: Nunca he estado en el Julian.
Contesté: Yo le vi allí, robando de los bolsillos de los ahorcados.
Dijo: No conozco a ningún ahorcado.
Repuse: Había unos cuantos, y estaban colgados y tenían la soga al cuello mientras usted rebuscaba en sus bolsillos.
Embustero, dijo. Eso es mentira.
Le insté: Diga que lo hizo o le pego un tiro.
Dijo: Está bien, está bien, lo hice. Pero bien que recibieron su merecido. Habían tratado de eludir la leva. Viajaban sin tener un permiso.
Me figuré que el mexicano no sabía de qué estábamos hablando y que debía saberlo. Le conté lo que vi aquel día: le conté que salí a cazar, que disparé una vez, que fallé, que escuché el clamor de los coyotes, y que me di de bruces con una escena como nunca en mi vida había visto, en la cual aquel hombre que tenía delante, aquel mismo desgraciado, saqueaba los bolsillos de los difuntos que colgaban o yacían desparramados por el suelo.
El mexicano escuchó atentamente todo aquello. Yo ignoraba de qué le iba a servir aquella información. Cuando terminó de curarle la mano a Hanlin, se lavó y se puso otra vez la camisa y reflexionó sobre lo que acababa de contarle yo. Le preguntó a Sam qué quería que hiciese con aquel diabólico «ombrey».
Sam estaba ocupada encendiendo el fuego. Haga lo que quiera, dijo. No me importa lo más mínimo. Preferiría no volver a verlo nunca, eso es todo. Y preferiría que él nunca volviese a poner los ojos en mí.
El mexicano le prestó toda su atención mientras Sam avivaba el fuego. Le preguntó si podía ofrecerle un café. Ella le dijo que me lo preguntase a mí, pues yo era el que casi siempre se encargaba de la cocina. Me preguntó si podía ofrecerle un café. Le dije que no teníamos café a causa del bloqueo yanqui. Dije que nos habíamos acostumbrado a usar bellotas machacadas. Él dijo que aquello también le valía.
Sam puso agua a hervir. No solía hacer mucho por nadie que no fuera ella misma pero creo que no quería que Hanlin la mirase, de modo que trataba de mantenerse ocupada.
Observé mejor al mexicano. Tenía pústulas de pólvora negra grabadas a fuego en un lado de la cara que parecían haber estado allí desde hacía un montón de años. Ya le he informado a usted de que todas sus prendas eran negras salvo la camisa, que era blanca. Había colgado su sombrero en el palo que había junto a la puerta donde mi padre solía colgar el suyo. Era un sombrero de fieltro y ala ancha con una copa alta. Era negro. Sus botas también eran negras. Eran unas buenas botas, posiblemente las mejores que había visto nunca. No llevaba espuelas. Su pistolera era negra, y tenía unos helechos grabados en el cuero. No carecía de orgullo el mexicano. No tenía aspecto de zapatero, como le había dicho que era a Clarence Hanlin ante la tumba india. Le preguntó a Sam si sería tan amable de traerle su caballo pinto, que había dejado junto al atajo que daba al arroyo.
Ella dijo que sí y se marchó, a mi parecer contenta de poder hacerlo. Yo le devolví al mexicano la pistola de Hanlin, pues no quería que quedase al alcance de Hanlin mientras preparaba el café. Cuando terminé de prepararlo, Hanlin, el mexicano y yo nos sentamos para beberlo. Habríamos disfrutado de un momento de paz de no ser porque Hanlin se lamentaba constantemente por su dedo y maldecía el café, pues estaba hecho de bellotas. Estaba encorvado sobre un cuenco lleno hasta los bordes de agua ensangrentada que me ponía malo con solo mirarla. Parecía incapaz de superar su pérdida. Y encima aquel no era el último de sus problemas, pues reparó en los piojos que se aglomeraban en el vestido que llevaba puesto. Comenzó a gritarles a los piojos y a maldecir al prisionero que había llevado aquel vestido antes que él, diciendo cosas como: ¡Ese maldito fugitivo ha sido mi ruina!
El mexicano le dijo que se estuviese quieto o le dispararía.
Hanlin le preguntó si podía quitarse el vestido.
El mexicano le dijo: Como quieras.
Hanlin dijo: No tengo nada que ponerme.
El mexicano no respondió a aquello.
Hanlin se fijó entonces en los pantalones de mi padre que colgaban de un gancho y dijo: ¿Y esos pantalones?
Dije: Eran de mi padre. No se los voy a dar.
Se puso hecho una furia y me gritó lo de que no tenía nada que ponerse.
Ese es problema suyo, no mío, le dije.
Los pantalones le hubieran ido bien, pues era un hombre de talla normal, al igual que mi padre. Tampoco era feo, para ser sincero. Sin embargo, tenía ese ojo caído y como un aire de maldad. Tenía el pelo de color claro, y bien cuidado, pero pegado al cráneo a causa de que no dejaba de sudar. Llevaba una pequeña barbita y un bigote bien recortado. Tenía los ojos azules. De no haber visto lo que le vi hacer, hubiera pensado que era buena gente. Aun así, seguía sin querer darle los pantalones de mi padre.
Sam regresó y le dijo al mexicano que le había traído su caballo y que estaba en la parte delantera de la casa. El mexicano me devolvió la pistola de Hanlin para que vigilase al tipo y salió a echar un vistazo al caballo. Regresó y se sirvió más café. No parecía saber muy bien qué hacer con Hanlin.
Hanlin dijo que se sentía enfermo y que no quería comer, pero que tendría que hacerlo o se desmayaría. Dijo: ¿Qué tienes para comer?
Dije: Nada que quiera compartir con usted.
Replicó: Tengo que comer. Es culpa tuya que me haya quedado sin galletas. Estaban en mi chaqueta.
Es culpa suya que se haya quedado sin chaqueta, le respondí. Si no hubiera ido detrás de dos críos subidos a un árbol que no le hacían ningún daño, usted aún tendría su chaqueta y sus galletas, también sus botas y todo lo demás, incluido su dedo. Ahora lo ha perdido todo por culpa de su maldad. Si quiere saber mi opinión, no está muy bien de la cabeza.
Dijo: Tendría que matarte.
El mexicano se rio al oír aquello, pues era yo quien tenía la pistola de Hanlin, así que a ver cómo pensaba hacerlo.
Le pregunté al mexicano si tenía hambre. Contestó que no le vendría mal comer. Le dije que teníamos harina de maíz.
Me preguntó si tenía gorgojos. No le importaba que tuviera gorgojos.
Le dije que no tenía.
Freí un poco y comimos. No le dimos nada a Hanlin.
El mexicano mostraba mucho interés en Sam. Es una chica difícil de entender, y él intentaba entenderla. Desconocía qué motivos tendría, aunque no pensaba que fuera algo malo, pues nos trataba bastante bien. Al comer lo hacía en cuclillas como los indios, con lo cual quiero decir que solo las suelas de sus botas tocaban el suelo. Mostraba buenos modales al comer y no se manchaba de comida la cara. Se había puesto cerca de la puerta a causa de la peste que había en la casa. Dije: Usted no es ningún zapatero, como ha dicho.
Reconoció que no.
Dije: ¿A qué se dedica entonces?
No respondió, pero sí le preguntó a Sam por sus heridas. La llamó «neenya», y ella le corrigió, pues no era ese su nombre. Él le explicó que significaba «pequeña». Dijo: «Neenya», háblame del puma.
Sam dijo: Querrá decir de la pantera.
Él dijo: Sí.
Sam no supo cómo responder a aquella pregunta. No estaba acostumbrada a que le hiciesen esa pregunta y tampoco ninguna otra. Se sentó en la cama y pensó en ello. Me daba cuenta de que Sam quería contárselo. Solo me tenía a mí para hablar, y ya me sabía esa historia.
Tras reflexionar un poco se abrió a él. Dijo: Mi papá trajo a casa a un hombre que tenía piojos en el pelo.
Entonces procedió a contárselo. Adoptó una actitud seria y emocionada al mismo tiempo. Creo que olvidó el mal aspecto que tenía su rostro, pese a que esa era la parte principal de la historia. Estaba sentada en la cama entre excrementos de ratas y gallinas y contó lo sucedido con absoluta frialdad, como si aquello no hubiera destrozado su vida y su rostro ni acabado con su madre. Relató los detalles a la perfección. Habló del frío que hacía aquella noche, de la cacería de piojos, de la carrera que se dio y de cómo la pantera surgió como un relámpago en la oscuridad.
Apareció por un lado, dijo. No hizo ni un ruido. La olí antes de verla. Se me echó encima tan rápido que me caí de bruces sobre el suelo y comenzó a morderme la cabeza. Traté de darme la vuelta pero se me llenó la boca con su pelo. La sentía gruñendo contra mí. Su aliento me quemaba y tenía sus babas por toda la cabeza. Quería gritar pero tenía toda mi cabeza en su boca. Sentí cómo me hundía los dientes, justo aquí donde puede ver algunas calvas a causa de que me arrancó el pelo. Mi mamá salió de casa y saltó sobre la pantera. Dijo: Corre, corre, corre. Eso es todo lo que le oí decir. La golpeó con un hacha pero no dejaba de moverse, así que no le pudo asestar un buen golpe. Corrí y me subí a un árbol.
El mexicano ocupó una silla y escuchó atentamente la historia. Sam la contó entera.
Hanlin dijo: Así que le costaste la vida a tu madre.
El mexicano dijo que si volvía a decir algo semejante los buitres devorarían su lengua antes de que pasase una hora. Eso le hizo callar por un rato. El mexicano dijo: La madre de la «neenya» se sacrificó porque su hija es un verdadero tesoro.
No sé qué pensaría Sam de aquello. Meditó sobre ello un instante y después se puso a relatar el momento en que le eché harina por encima, y la llegada de nuestro padre a casa, cuando se encontró a Juda despedazada en el suelo, y muerta, y con un ojo menos. Señaló el rincón donde Juda estuvo tendida. Sam habló de cómo nuestro padre la llevó a Camp Verde y cómo el médico le cosió la cara. Se me quedó una cara bien fea, dijo.
El mexicano quiso saber qué heridas le había causado el hacha a la pantera.
Sam dijo: Recibió cortes por todas partes.
Yo dije: Perdió dos dedos de un hachazo.
El mexicano me clavó entonces los ojos de un modo realmente intenso. Eran unos ojos muy negros. Dijo: «Deeos meeo», ¿qué dedos fueron?
Dije: Los de la pata trasera derecha. ¿Por qué lo pregunta?
Él me preguntó si estaba seguro de que se trataba de los dedos de la pata trasera derecha.
Le dije que yo mismo vi a Juda arrancárselos, y que si quería ver unas huellas de pata derecha con solo dos dedos no tenía más que salir hasta el corral donde se encontraban las cabras y que allí las vería.
El mexicano salió, y cuando regresó se mostró más inquieto aún que antes. Alzó los brazos y paseó por la habitación y dijo que la pantera de la que hablábamos era muy famosa. Dijo: Por toda la frontera la gente sabe de la existencia de esta pantera. La llaman el Demonio de Dos Dedos[2].
Dije: ¿Qué significa eso?
Él dijo: El Demonio de Dos Dedos.
Rancheros y otras gentes del sur, gringos, tejanos, pero también mexicanos del otro lado de la frontera en los alrededores de Piedras Negras, llevaban mucho tiempo tratando de localizar y matar a la pantera, dijo, pues se trataba de un ser antinatural. Ni los ciervos ni las alimañas eran comida adecuada para la pantera, ya que prefería a los animales de granja. Solo sentía atracción por criaturas tocadas por el hombre, fue la manera en que el mexicano lo dijo.
Como antes he comentado, el mexicano hablaba un inglés mejor que el mío, y no sería razonable intentar repetir sus palabras. Pero puedo decirle que las pronunciaba de un modo que hubiera llamado la atención de cualquiera. Mostraba tal determinación en lo que decía que me llevaba a concederle todo el crédito. Dijo que el Demonio de Dos Dedos era conocido por unos como el Demonio y por otros como Dos Dedos. Dijo que no sabía de ninguna otra persona a la que el demonio hubiera matado, aunque había muchas cabras y terneros e incluso caballos que habían encontrado en aquellas fauces su final. Se sabía que el Demonio robaba potros recién nacidos de los propios establos, y arrebataba cerditos de las mismas tetillas de sus madres, uno tras otro. Dijo que quien lograra matar aquella «grandeesema» pantera y presentara la piel con dos dedos de la pata trasera derecha se ganaría el respeto y la gratitud de las gentes que habitaban todos los pueblos hasta la frontera y más allá de ella. Esa persona sería famosa por haber matado a Dos Dedos. La gente le dedicaría canciones. Se sabía que algunos rancheros habían seguido las huellas de la pantera por chaparrales que los caballos no podían cruzar por ser demasiado espesos y entre matojos de mezquites capaces de desgarrarle a uno en pedazos, solo para verla desaparecer sin dejar otra cosa que unas huellas a cuya pata trasera derecha le faltaban dos dedos. Había quien juraba que Dos Dedos no era una pantera de carne y hueso, sino un terrible espíritu llamado doowindy que había adoptado su aspecto.
Sam se puso como loca cuando le oyó decir eso del doowindy. Saltó de la cama y gritó: No es un doowindy. Es una pantera de verdad, y estas marcas en mi cara lo demuestran. Es mi derecho y mi obligación matarla y eso es lo que voy a hacer, ¡no usted ni esos otros! Quiero devolvérsela, y usted lo único que quiere es que le escriban canciones. Yo me he enfrentado dos veces a la pantera, y lo máximo que usted ha hecho es oír hablar de ella. Lo único que necesito es una pistola cargada. Ya ha visto que soy buena tiradora. He planeado que esta noche me sentaré en el árbol y aguardaré hasta que aparezca.
Clarence Hanlin dijo: No pienso quedarme aquí esta noche, ni ninguna otra noche, mientras tú estás sentada en un árbol. Tengo que buscar ayuda. Tengo que comer. Ni siquiera habéis compartido vuestros panecitos de maíz conmigo.
El mexicano dijo: No servirá de nada apostarse en el árbol. Dijo que la pantera muy probablemente no regresaría a por la cría, pues era de sobra conocido que mataba por el puro placer de hacerlo y que dejaba que sus presas se pudriesen en el suelo.
Sam dijo que, si la pantera no regresaba, ella misma seguiría su rastro hasta encontrarla. De una manera u otra voy a matarla, dijo. Estoy en mi derecho. Ya ha visto usted mi cara. Ha visto el vestido de mi mamá sin mi mamá dentro. Las canciones me importan un comino. Tuve esa pantera encima. Quiero ver su piel ahí mismo, en el suelo, para que pueda pisotearla día y noche. ¡Seré yo quien esté encima! ¡Y yo misma me encargaré de ello, no usted!
Diría que su fiera opinión inquietó al mexicano, pero no era la clase de persona que deja ver inquietud alguna. Así que diría que lo pilló por sorpresa. Le dijo a Sam que no podría encontrar una pantera sin un perro pantera.
Dijo Sam: ¿Dónde puedo conseguir uno?
Él dijo: No es que haya muchos.
Ella dijo: ¿Qué son?
El mexicano le dijo que estaban entrenados para seguir el olor de las panteras y perseguirlas hasta un árbol y aullar desde el pie del árbol hasta que el cazador acudía a dispararles. Sin embargo, solo sabía de una manada de perros que hubiera alcanzado alguna vez a Dos Dedos. Se trataba de cuatro perros entrenados, y, para cuando los cazadores llegaron hasta allí, Dos Dedos ya había matado a los cuatro, pues la pantera no se había subido al árbol como era de esperar, sino que se había ocultado para surgir por sorpresa y acabar con todos ellos, una astuta obra de arte por parte de la pantera, pues no recibió heridas suficientes como para dejar siquiera un rastro de sangre.
Dije: De ninguna manera pudo matar a los cuatro.
El mexicano dijo: Y aun así lo hizo.
Sam dijo: ¿Dónde puedo conseguir un perro pantera? Tengo que hacerme con uno.
Hanlin comentó: Sé que hay uno a unas tres horas a pie de aquí.
El mexicano dijo que no le creía, pues eran raros de ver.
Sam dijo: ¿Dónde está?
Te lo diré por un precio, dijo Hanlin.
El dedo que le faltaba le producía muchísimo dolor, y eso le hacía temblar. Dijo: Págame, te diré dónde está el perro y tú me soltarás para que pueda ir a Camp Verde a que me traten la herida.
Y ¿qué tal si nos dices dónde está el perro a cambio de que no te peguemos un tiro?, replicó Sam.
¿Quién me va a pegar un tiro?, dijo. No creo que ninguno de vosotros quiera sacarme ahí fuera y dispararme. Si lo hacéis, os quedáis sin perro.
Sam se retractó rápidamente al escuchar aquello. Entonces te daremos el dinero, le dijo. Te pagaremos si nos llevas hasta el perro.
Le recordé que no teníamos dinero.
¡Pero ¿por qué vas y lo sueltas delante de él?!, me chilló.
Creo que no le costaría imaginarlo, le dije.
Hanlin dijo: Apuesto a que nuestro zapatero aquí presente, que no es ningún zapatero, tiene dinero. Cualquier moreno con un caballo como ese tiene que estar forrado. ¿Qué me dices, mexicano?
El mexicano contestó: Diría que no es muy inteligente llamar moreno a alguien que te está apuntando con una pistola.
Hanlin dijo: Necesitaré cien dólares. Dámelos y te diré dónde está el perro. La persona que lo tiene te dejará usarlo a cambio de una pequeña suma. Qué son cien dólares y una pequeña suma si eso sirve para que te dediquen una canción.
Creo que Hanlin dijo esto en broma, pues tenía una sonrisita en la cara. Yo lo entendí así, porque ¿quién tiene cien dólares?
Sin embargo, el mexicano ni sonreía ni tenía el ceño fruncido ni expresión alguna en la cara. Por mi parte, ya entonces debería haber sabido lo que sabría después: que él jugaba a un juego muy distinto del que jugábamos nosotros. Con todo, no dejó escapar nada al respecto. Dijo: Me importan un comino las canciones.
Hanlin vio que podía llegar a un acuerdo. Si no hay dinero, no hay perro, dijo. Quiero ver el dinero con mis propios ojos, y quiero que este chico me dé su palabra de que podré seguir mi camino cuando os diga dónde se encuentra el perro.
Sam dijo: Muy bien, te doy mi palabra.
Hanlin dijo: No quiero tu palabra. No confío en ti. No confío en el mexicano. Confío en este chico.
No supe cómo reaccionar a eso.
El mexicano ofreció pagarle cincuenta dólares. Eso nos cerró la boca a todos. La mandíbula casi se me descolgó hasta el suelo al pensar en cincuenta dólares. Dijo que Hanlin tendría que llevarlo hasta el perro si quería recibir el dinero.
Sam dijo: Nadie va a ir donde ese perro sin mí.
El mexicano la observó durante un larguísimo minuto y comprobó que no podía impedírselo. Vendrás si tu hermano viene, le dijo.
Le diré algo, señor. No me gustaba un pelo. Discutí aquello con Sam, pero ella se salió con la suya.
El mexicano preguntó quién tenía el perro.
Hanlin debió de pensar que las cosas se le estaban poniendo de cara, pues se puso bastante farruco. No voy a decirte quién lo tiene, ni dónde está, hasta que no vea el dinero y hagamos el trato, dijo. Y no voy a hacerlo por cincuenta dólares. O cien dólares o nada. He perdido un dedo por culpa de la niña esta. Para mí ese dedo valía más de cien dólares, de modo que aun así saldré perdiendo. Y si no planeáis pegarme un tiro, y me da que no, tendréis que soltarme antes o después, y será mejor que al hacerlo estemos de buenas. Si tengo cien dólares podría inclinarme a estar de buenas. Si tengo cincuenta, no.
Me figuré que aquello era un farol, pues ¿cómo iba a imaginarse Hanlin que el mexicano le pagaría cien dólares? ¿Quién llevaba tanto dinero encima?
Sin embargo, el mexicano pareció pensárselo.
Sam se impacientaba y le dijo que le pagase los cien.
Dije: ¿Por qué iba a hacer tal cosa? Si no gana nada con ello. ¿Quieres que suelte cien dólares que probablemente ni tenga para que tú puedas conseguir un perro y cazar una pantera cuya piel te quieres quedar?
El mexicano dijo: Pagaré los cien.
Eso captó inevitablemente nuestra atención.
Dijo: Pero, si pago esa suma y mato a la pantera, tendré que quedarme con la piel.
Sam dijo: ¡No va a hacer ni una cosa ni otra, pero pague los cien! Voy a salir a recoger algo de maíz para el camino, y cuando regrese quiero que todo esté resuelto. Quiero que nos pongamos en marcha.
Parecía que entre los tres había el acuerdo de no hacerle ni caso. Sam salió, y Hanlin comenzó a quejarse de que el dolor que sentía era mayor de lo que pensábamos, y que estaba a punto de morir por su causa, y no tenía intención de acompañarnos, pues la persona que tenía aquel perro en propiedad vivía a unos quince kilómetros y para él era un viaje demasiado largo dadas las condiciones en las que se encontraba.
El mexicano no quería ni oír hablar de eso. No le iba a dar a Hanlin el dinero a menos que nos llevase hasta la persona que tenía el perro y pudiese llegar a un acuerdo con esa persona para hacer uso de su perro.
Se armó una buena entre ambos a causa de esos asuntos. Hanlin se levantó de la silla para lanzarle un puñetazo al mexicano, que se quedó tan pancho, como suele decirse, y le propinó un porrazo en la cabeza con la pistola que lo devolvió a su asiento. Hanlin comenzó a sangrar por la cabeza aparte de por la mano.
Sam regresó a casa con seis mazorcas de maíz que parecían de lo más roñosas. Le dio una a Hanlin para ganárselo y salirse con la suya. Hanlin se la comió cruda ayudándose de la mano que tenía todos los dedos. Le pidió a Sam que cortase un trozo del rollo de tabaco que llevaba en un bolsillo del vestido. Estaba empapado de sangre, como ya he dicho, y me daba náuseas solo mirarlo. Sam cortó un trozo y se lo dio. Casi vomité el pan de maíz que me había comido.
Le dije: No escupa en el suelo. Aun así, lo hizo, para fastidiarme.
El mexicano salió y fue a su caballo a coger el dinero. Regresó con cien dólares. Nada más verlos casi se me pusieron los ojos como ascuas. Eran billetes confederados, entre ellos uno de cincuenta. Había uno que yo nunca había visto y el mexicano me dejó echarle un vistazo. Aparecía una dama con un vestido que le cubría un solo hombro y dejaba ver buena parte de su pecho. No era muy guapa de cara pero por lo demás no estaba mal. También aparecían algunos marineros. Los demás billetes eran de cinco. El mexicano no permitió que Hanlin los tocase al estar todo ensangrentado.
Hanlin dijo: No me fío. Hay demasiados billetes falsificados por ahí. Quiero la suma en especie o en billetes de los Estados Unidos de América.
Al mexicano aquello le pareció muy gracioso. Dijo que no podía figurarse cómo un hombre podía tener tanta fe en un país como para acudir a luchar por él y, sin embargo, no tanta como para confiar en sus billetes.
Hanlin dijo: Hay tantos yanquis pasando billetes falsos que muchos han terminado en nuestras manos. Exigió echarles un vistazo. Dijo que no aceptaría acuerdo alguno hasta que los viera. El mexicano le puso cada billete delante de los ojos. Cuando acabaron con aquello, Hanlin dijo: De acuerdo.
Salió de nuevo a relucir el tema del vestido. Hanlin dijo: Ya puedes ir apretando el gatillo ahora mismo si crees que vas a hacerme salir de aquí con estas pintas. Está cubierto de sangre y lleno de piojos y es un vestido. Quiero los pantalones de tu padre y una camisa, o te quedarás sin el perro.
Dije: No te los voy a dar. No eres digno de llevar esos pantalones.
Sam dijo: Nuestro padre querría que alguien siguiese y abatiese a la pantera que mató a mi mamá. Entregaría sus pantalones de buen grado si fuera para eso. Sabes muy bien que es verdad.
Por una vez estaba de acuerdo con ella, pues no le faltaba razón. Así que le di a Hanlin los pantalones y mi otra camisa. Sam salió mientras él se cambiaba. La camisa le quedaba pequeña y no se la pudo abotonar.
Después discutimos las medidas que debíamos tomar para nuestro viaje. El mexicano tenía su caballo pinto y nosotros la vieja yegua. Hanlin no tenía montura y dijo que no podía caminar, de lo mareado que estaba. El mexicano dijo que no iba a dejarle a Hanlin su pinto, pero que sí nos lo dejaría a Sam y a mí. Dijo que él y yo haríamos turnos para montarlo mientras el otro iba a pie. Sam afirmó que también ella haría turnos para ir a pie. Decidimos que Hanlin montaría la yegua y que le haríamos turnarse para ir a pie como los demás si el viaje se hacía demasiado largo.
Dimos de comer a las cabras, soltamos a las gallinas en el prado para que picasen, echamos unas mazorcas por si los cerdos volvían del arroyo, montamos los caballos y emprendimos la marcha. Para entonces ya era más o menos mediodía.