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«El 6 de noviembre llegué a casa a las siete de la noche. Encontré al guardaespaldas, contratado para cuidar a las Stanley, inconsciente, tendido bocabajo en el jardín y con un golpe en la cabeza. Lo primero que se me ocurrió fue que estaba muerto. Pero al tomarle el puso supe que no era así. No obstante, me alivió esto, comencé a preocuparme por el hecho de que algo malo pudiera haber ocurrido al interior de la casa. Entré despacio y con mesura, y una vez dentro, en la cocina, para mayor sorpresa, hallé a Maximiliano tendido en el piso, amarrado y amordazado. Le quité los trapos y las ataduras y me contó el hecho. Dijo que mientras él se encontraba en la cocina en sus quehaceres y Alex instruía con algún libro a su pequeña hermana, en el comedor del patio de atrás, dos sujetos encapuchados habían entrado con violencia a la casa, armados, uno con una escopeta y el otro con una pistola, se habían llevado a las chicas. Uno de los sujetos, tal vez el más belicoso, lo amordazó bajo la amenaza de que si intentaba algo extraño mataba delante suyo a una de ellas, el otro las arrastró fuera de la casa. De inmediato llamé al detective López para denunciar el secuestro. No era posible que la tragedia, como si no bastara, se repitiera una y otra vez. También intenté a toda costa comunicarme con Jack que no me contestaba.

«El oficial López me dijo que pondría sobre aviso a las patrullas, me  dijo que el detective Castillo estaba tras la pista del asesino de Robert, balbuceó y maldijo, luego colgó. No obstante, pensaba yo que había que preocuparse por los vivos, las dos chicas; imaginaba, mientras por toda la casa daba tumbos de ira e impotencia, que a ellas les harían lo mismo que al niño. Comencé a creer que esto tenía que ver con ellas y nada con nosotros.

«Salí a buscarlas como un demente, ¿qué más podía hacer?».

 

—Es un juego de roles —dijo Pablo Arango enseñándome un manojo de fotografías sobre la mesa de estudio, en el sótano de su casa en el Poblado II—. Y lamento decírselo pero su teoría, aunque ya me lo sospechaba, es bastante defectuosa.

La mesa era iluminada por una bombilla amarillenta que colgaba de un cable en el centro del recinto. Eso fue la noche del 23 de agosto. Las diversas fotografías mostraban a un hombre desprovisto de sus ropas, que pudiera considerarse hombre lobo si la leyenda no fuera leyenda, si aquél fuera real, éste huía bajo el telón de la noche, despavorido, enardecido y poseído por un mal que, en efecto, era bastante siquiátrico. El sujeto era velludo en exceso, tenía cara de endemoniado, pero no por eso era un lobo, y por supuesto, a altas horas de la noche, desnudo y moviéndose a toda velocidad, dando saltos y tumbos, cualquier supersticioso, alguien que ya hubiese escuchado del mito de su existencia en la ciudad, habría corrido la bola de que el hombre lobo estaba en Pereira. Su pantomima figura estaba recalcada por la deformación que de él hacía la luz de una lámpara de poste, la cual acariciaba con suavidad los bellos de su espalda y dejaba en lo oscuro gran parte de sus piernas humanas, creándole el efecto de bestia. Por su propia locura humana, como aquellos que se dicen estar poseídos, en el rostro se reflejaba el apetito voraz de quien va por su presa. Días más tarde, cuando recordé esta fotografía, pensé que, en consecuencia, esta horrible tipo fue quien atacó a mi esposa.

—Tal vez —dije.

—¿Tal vez? —Respondió escéptico— usted está equivocado, París. Es cierto que detrás de este juego de lunáticos hay algunas fraternidades enmascaradas de buena fe, pero no son todas, le aseguro que su número es bastante reducido, me atrevería a decir que dos son demasiadas.

—Yo entré en la de Adonaí.

Arango sonrió mordaz.

—Tenga mucho cuidado, París, puede que parezca un juego inofensivo pero esta gente es muy, pero muy peligrosa.

—Pensé que eran una manada de idiotas.

—Son idiotas. ¿Qué otro tipo de persona haría un juego donde matar y morir hacen parte del mismo? Los idiotas, amigo mío.

—Según eso, ¿cuales el juego?

—Vea usted, ¿ha jugado Painball alguna vez?

—Un par de veces.

—Sirve. ¿A qué se juega en Painball?

—A la guerra, a eliminar al equipo contrario.

—¿Lo ve?, a diferencia de aquel deporte, aquí cada bando debe estar reclutando soldados para su ejército, ¿para qué?, para no perder la guerra —caminó hacia un escaparate recostado a la pared y abrió un cajón del cual extrajo varios folletos. Todos eran propagandas de fraternidades, me entregó uno a uno—. Estos son basados en el Zen Avesta, estos en el Zoroastrismo, estos se enfocan en Brahma, pero vea usted estos llamados Sabbat, son vampiros, hacen parte del juego, y los de Adonaí, al que usted dice que asiste, son de los vigilantes, o mejor dicho Cazadores de Hombres lobos. Lo que no sabemos es quienes son los cazadores de los murciélagos.

—Tal vez los mismos vigilantes.

—Tal vez, vea, hasta donde tengo entendido, de una misma fraternidad surgen herederos del diablo, demonios, ángeles o iluminados, cada uno hace parte del juego. Para ellos es un juego, pero no son conscientes del alcance que tiene esta locura. Muerte, tortura, violencia, llanto y sufrimiento.

—¿Tendría esto algo que ver con la muerte de Helen Johnson?

—Yo pienso que mucho, ¿sabe porqué? —No esperó respuesta— porque, aunque todo esto es un montaje y una farsa, los supuestos hombres lobos, cuando van al acecho como nuestro amigo, bajo el efecto de la luna, actúan como su papel les pide que lo hagan, salen a cazar, a devorar a cualquier víctima que encuentren a su merced. Pero aténgase, eso no es todo, hasta irrisorio resulta: si a usted siendo uno de los cazadores, tal como dice la leyenda, llegara a tocarle un hombre lobo, pasaría a convertirse en uno de ellos, igual de salvaje, como en el painball, usted una vez recibe una pintada, así su idea sea de ocultarla para continuar en el juego, algo lo empuja a abandonarlo, sólo debe dejarse llevar por las reglas del juego.

—¿Lo mismo pasa con los vampiros?

—Me atrevería a decir que sí.

Me quedé pensativo un momento.

—¿Qué pasa, París?

—Tal vez sea cierto eso que dicen, que Kave Johnson quería liberar a su madre de la maldición. —El tipo me vio con ojos austeros, no esperaba tal comentario— Yo solo digo, no lo sé. Debió creerse demasiado su propio juego. Pero tenga en cuenta que de ser así, y por lo que he oído lo es, también Helen Johnson estaba jugando a vigilantes y bandidos. No es a fin de cuentas tan inocente.

Bajó los párpados.

—¡Dios mío, no había pensado en eso!

—¿Qué tal si ponemos aviso a la policía?

Volvió a lanzarme esa mirada de repruebo.

—No se apresure, París. Piense un poco, usted es abogado, piense; véalo de esta forma: todos nos movemos en un mundo de infiltrados; policías en un mundo de delincuentes, delincuentes dentro de la policía, Jim en Jam, Jam en Jim, vigilantes entre bandidos, y viceversa, yo podría ser su enemigo, aunque entre dos las probabilidades de este absurdo es muy remota. Pero creo que usted me entiende lo que quiero decir.

—Sí, le entiendo. Y temo decir que tiene mucha razón.

 

Durante los primeros días al abuso sobre Verónica, cuando me sumía en meditaciones, repasando su teoría de causa y efecto, me decidí abandonar la investigación acerca de los Johnson. Aun cuando ya tenía muchos adelantos. Pero, una vez ver esas marcas de mordida en el hombro de mi esposa, tuve sed de justicia.

Así que el domingo 13, después del almuerzo, llamé a Victoria su hermana, para que viniera desde la ciudad de Manizales a pasarse unos días con nosotros. Como no entendía la razón de mi interés de tener su presencia en la casa, le dije que tendría mucho trabajo y que Verónica se había estado sintiendo mal, por tanto, no quería dejarla sola. Argumenté, como buen legista, que ver a un pariente le haría muchísimo bien. Por suerte, las cicatrices visibles de sus heridas ya se habían borrado.

El lunes por la mañana, aunque feliz de ver a su hermana, Vero se sorprendió. En privado, encerrados en el baño, me preguntó porqué, y sin consultárselo, había hecho venir a su hermana. Dijo que tenía planes para los dos a solas, y que, por lo tanto, no contaba con la presencia de otra persona en casa. Se había repuesto bastante rápido.

—Tendrás que moderar tu apetito —le dije en burla—. Volveré al caso Johnson, Vero. Y si no te dije lo de tu hermana es porque me hubieras convencido de que no lo hiciera. ¿Ves? —Hice una pausa y acaricié su hombro por encima del lino de su vestido— Vi la mordida que tienes en el hombro, puedo encontrar al que te hizo esto, sabes la clase de hombre que soy, y que no estaré tranquilo hasta dar con el culpable.

—¡Tim! —Protestó, puse mis dedos sobre sus labios escarlatas.

—No insistas, Verónica. Cuando haya encontrado al culpable y le haga pagar, tu hermana volverá a Manizales y los dos podremos tener todas las noches a solas.

Se quedó silenciosa, hizo un gesto de desacuerdo, pero no se esforzó por contradecirme, me abrazó y en un susurro me preguntó al oído.

—¿Qué cosa harás?

—Voy a matarlo.

—No digas bobadas, Timoteo París. —Chilló.

 

—La policía dice que usted alcanzó a ver algo ese día, ¿qué tanto fue? Necesito saberlo.

Don Francisco, un hombre pequeño y bastante adulto, vivía a diez cuadras de su lugar de trabajo, cerca a la clínica a donde había sido atendida Verónica. El día que fui a verle tenía trabajo en jornada nocturna, me recibió de buen grado dándome a tomar de la especialidad de la casa, un buen café. Le llamé una hora antes de ir a verle, él me pidió que pasara antes de las cinco ya que a las seis se iría a su lugar de labores. Nos sentamos a la mesa del comedor instalado en la sala de su vieja casona, lugar con suelo y techo de madera que chirreaban cada vez que uno se movía.

—No era la primera vez que veía a ese loco, —dijo con sensatez, así es la mente humana: ahora que el ente había cometido acto sexual violento, para cualquiera que lo hubiera visto, ya dejaba de ser animal y pasaba a ser humano— corre tan rápido que parece una sombra, un fantasma. Ya hacía días que rondaba el sector pero no se dejaba ver, hasta ahora nadie, que yo sepa, le  ha visto la cara. Usted sabe que los domingos el centro queda muy solo, y a veces es hasta extraño ver un alma por ahí andando en avanzadas horas de la noche, uno ve carros sí, pero personas muy poco. Eran como las once pasadas cuando escuché algo, como un quejido, no le presté mucha atención, pero luego lo escuché otra vez, ah, pensé, esto ya está como raro, me dio por ir a caminar por la treinta y tres, ¡cuando veo a ese loco!, alumbré con la linterna porque estaba un poquito oscuro, y claro, el muy miserable era que estaba encima de esa pobre muchacha. Lo que se me ocurrió fue hacer un tiro al aire con mi escopeta para que ese endemoniado se largara, y así fue, echó a correr calle arriba. Ahí mismo me apuré a ver a la señorita; pobrecita estaba toda golpeada, medio se movía, al ratico se desmayó, tenía el teléfono en la mano intentando marcar un número. Yo de una vez llamé a la policía. ¿Qué más podía hacer, dígame usted? Pobre mujer, segurito que le quedará un trauma.

En ningún momento le dije que se trataba de mi esposa, sólo que yo era su defensor en caso que la cuestión fuera llevada a juicio.

—¿Vio usted algo más esa noche, don Francisco?

El tipo se quedó pensativo, se levantó de la silla y entró a un pasillo separado de la sala por una cortina de las de antaño. Desde adentro decía algo que no logré entenderle, tardo cerca de un minuto, al regresar me entregó una tirilla de eslabones de oro, no eran más largas que mi dedo meñique.

—Creo que era de un collar —dijo—, supongo que es de la muchacha, la encontré en el suelo después que se la llevara la ambulancia. La guardé porque, como uno nunca sabe…

La chequeé con detenimiento, cierto, yo también estaba de acuerdo en que era parte de una cadena de cuello, pero no tanto de mi Verónica si no de su agresor.

—¿Puedo llevármela? Me serviría de mucho, sabe.

—No, pues; usted se la entrega a la dueña, no hay problema, yo confío en su mercé.

Le agradecí con una sonrisa. Minutos después lo llevé a su lugar de trabajo, límite con el lugar de los hechos, el cual el viejo me mostró y luego se despidió. El edificio donde Vero y yo vivimos estaba a penas a una cuadra, sentí un profundo ardor al imaginar lo sucedido aquella noche. Ronroneé a pie el lugar unos minutos y de ahí me fui a ver con Marco Fernández en Salvatore, necesitaba que me prestara su arma.