6

 

El lunes 11 de agosto de 2008 mi corazón sufrió un sobresalto cuando me encontraba en el banco haciendo una consignación para pagar las últimas cuotas de nuestro apartamento; de pronto le vi entrar y acercarse al cajero del interior. Era la oportunidad en el millón. En fila, esperaba ser atendido después de una mujer de ancha espalda situada delante de mí. Miré a mi espalda y a la mujer que me seguía le pedí el favor que me guardar el puesto, «tranquilo» me dijo, y yo, motivado, me lancé al acecho de Kave Johnson. Caminé hasta el cajero automático y, como él era el único que lo estaba usando al momento me quedé justo a su espalda, al sentir mi presencia me miró inexpresivo por encima del hombro, luego sus ojos buscaron al guardia uniformado, como haciéndole una advertencia. Aquél, de pie a tres pasos de nosotros, habiendo entendido la señal, se acercó a mí.

—Disculpe, señor,  —me dijo— tengo que pedirle que por favor se aparte mientras el joven hace su transacción.

Yo me hice el enfurruñado.

—No entiendo —le dije— ¿Cuál es el problema?, ¿es que no tengo derecho a usar el cajero o qué?

—No es eso, señor…

—Entonces, ¿qué es lo que pasa? —Dije en voz baja pero con enfado— ¿acaso tengo aspecto de ladrón de bancos?

—Es por el señor, nada más… por su tranquilidad.

Miré a Kave que, inamovible, permanecía con la cara frente a la pantalla como si le importara un comino que la discusión entre el guardia y yo versara sobre él.

—¿Sí? Pues sé decirle que, en ese caso, la cabina está muy mal instalada. Tiene que ser cerrada, ¿entiende? ¡Ya no me moleste!

—Señor, por favor, le repito…

—¡Cómase una mierda! —Alcé la voz y sacudí mis manos para librarme de las suyas que se posaban sobre mi brazo— Soy cliente antiguo de este maldito banco, ¿cómo es que no puedo hacer una fila para sacar mi propio dinero?

—Escúcheme, no se lo estoy impidiendo…

—¡Basta! —Interrumpió la voz del joven, dura y redoblante, se volvió de su letargo para darle fin a la situación— Está bien, guardia, deje que el señor haga su transacción, yo haré lo que debo en horas no adecuadas.

¿«Horas no adecuadas»?, me pregunté. ¿Qué quería decir eso? Kave, tras agradecer al guardia de seguridad, abandonó el banco. Lancé una mirada agresiva sobre el vigilante y le di la espalda para quedar de frente al aparato electrónico, no obstante, al recordar que no tenía dinero guardado y que era inútil perder tiempo en ello, sin rodeos me volví para regresar a la fila —imaginando la mirada del guardia sobre mi extraño comportamiento, ahora sí que le resultaba sospechoso—, tenía que pagar una cuota. Al llegar, descubrí que la mujer a quien le había encargado mi posición avanzada, ya no estaba, y que, sumado a ello, la misma fila había incrementado su número de personas por ser atendidas. Tuve que empezar desde atrás. Sería el treceavo de una larga fila en que el promedio de atención era de diez minutos por individuo

 

Tratar de conectarme con Kave Johnson era inútil. El sujeto era menos estúpido de lo que me había imaginado. Empero, a mi favor tenía que, por mucho que había estado presentándose en los juzgados, o por muy amigo que era de Álvaro Vásquez, yo, deduje por su mirada fría y demasiado inocente, —la mirada de un joven engreído pero doliente—, continuaba siendo para él un completo desconocido. Algo me había dejado aquél pesado encuentro.

 

—Usted no actuó de mala fe, fue tal vez un poco displicente —le dije tomando un poco de agua del destilador.

—Quizá sí quizá no.

—Sea como sea, su hermano la actitud de su hermano, sus palabras, lo hacían a usted responsable del hecho. Por eso le tocaba la parte difícil…

 

«Por supuesto que era mi responsabilidad, eso no cubría un céntimo del dolor que pudiera causar la noticia, pero al menos debía cumplir con esta parte. Tenía que decírselo a Alex, y en ese caso, aunque no era mi estilo, ofrecerle mi hombro, ir con ella a Medicina Legal, acompañarla en el sepelio y consolarla siempre que fuera necesario. Lo mismo aplicaba para con la niña. 

«Permanecí unos quince minutos a solas, contemplando con morbo la botella de vodka. La tomé y bebí de ella, de manera brusca me sequé la boca con el dorso de la mano libre, luego, en un repentino ataque de ira, como si apenas empezara a entender el significado de lo sucedido, estrellé la botella contra la pared. El cuadro contra el que golpeó, que pintaba una carretilla de madera en una calle de la edad media, se ladeó y luego se deslizó hasta caer al suelo. Me lamenté una vez más, pasándome las manos por la cabeza. Culpaba a mi ego ¿A quién más podría culpar? Tenía que mantener la compostura. Fui al lavabo de la sala de estar, me eché agua en la cara y mojé un poco mis cabellos, me vi al espejo en el que vi el reflejo de un extraño asesino, alguien a quien, a pesar de haber convivido con él durante veintisiete años, aun no conocía. ¡Definitivamente estaba maldito! Me sequé y subí las escaleras, desde allí enfrenté la mirada de Jack que estaba parado en la entrada a la cocina, serio, frívolo y sombrío, ocultando todo el odio que en ese instante sentía contra mí. Continué y recorrí el pasillo hasta llegar ante la puerta de la habitación de Alex. Me quedé allí esperando algo que ni siquiera yo supe qué. No había forma de no hacerlo. Di dos golpecitos sobre la puerta.

«—Está abierto, —dijo la voz de Sonia.

«En la habitación estaban las tres mujeres. La niña dormía profundamente. Aunque Alex parecía estar más calmada y sus mejillas rojizas habían secado, aun tenía la aflicción en sus ojos llorosos. Permanecía sentaba en la cama junto a la pelirroja. Se puso de pie al verme entrar. Sonia la siguió. Alex me miró y yo sentí una aguda punzada en el pecho, probablemente la suya era más dolorosa. ¡Qué decir probablemente! En realidad lo fue.

«—La policía encontró a un chico con las características de Robert, —hice una pausa para tragar un bolo de saliva, una pausa que mantuvo a la chica en expectativa—. Está muerto.

«Ella, con ese instinto de lamento, algo de lo que nunca sería testigo, llevó las palmas de su mano ante sus ojos estallando en un llanto incontenible, desconsolado y amargo. La herida se abrió profunda e irremediable, nada podía cerrarla, nadie podía curarla.

«La pelirroja, igual de conmovida, la estrechó en sus brazos, mirando la cara de desahuciado que yo cargaba ¿Me perdonaría algún día? ¿O tendría más bien que acostumbrarme a ser el causante de tragedias familiares como estas?   

 

« Maximiliano, tan nuevo para mí como la familia Stanley o incluso la misma Sonia, condujo el auto hasta Medicina Legal, donde nos esperaba el inspector Edwin López. Había sido un día largo y extraño, más que eso, malo, ¡muy malo!, pero aunque mucho deseara que se acabara, al levantarme el día siguiente, la pena podría ser mayor.

«Yo ayudé a Alex a caminar. Su llanto no cesaba, dentro de mí albergaba una mínima esperanza de que aquel pequeño no fuera Robert Stanley.

«—Por aquí, síganme —dijo el inspector Edwin

«Caminamos hasta llegar al anfiteatro.

«—Doctor Conde, Ella es la señorita Stanley —anotó el inspector— es la hermana del presunto desaparecido, Robert Stanley.

«—¡Aquí! —Indicó el doctor acercándose a una de las mesas. Nos juntamos allí. Tomó el botón de la cremallera— Esto puede ser muy duro.

«Nos miró un instante y luego abrió la bolsa.

«Alex miró el cadáver por tres segundos y luego…»

 

Durante el tiempo de mi investigación he tenido cuidado de no obsesionarme, ni como investigador ni como escritor, puesto que de hacerlo, tal como me lo ha advertido Verónica, la sensibilidad que de allí nace puede comprometer el bienestar de mi sistema nervioso. Podría enfermar. Preciso, el 23 de agosto de 2009, antes del trágico, estaba enojado con ella por que se había excedido, había besado a Kave Johnson la noche anterior. Como buena esposa me había ofrecido su ayuda en el caso, y yo, que en primera instancia me negué a aceptarla, acabé maquinando un plan que la metía a ella en el juego.

Para reponer nuestra amistad recurrió al viejo truco de la argumentación teológica de la ley del karma, causa y efecto, a lo que, perdóneme Dios, nunca creí mucho, pese a que siempre quise parecer acorde con ella. Yo soy de los que piensan que algunas cosas dependen de uno, éstas parten de la voluntad, pero que la mayoría de los eventos que nos condicionan surgen de circunstancias externas al individuo. Pero en nuestro caso, Verónica tenía toda la razón. Me dijo con lágrimas en los ojos, esa tarde, día en que durante cinco horas o más había pasado por su lado y no le dirigí la palabra, ni tomé de sus bebidas ni comí de sus comidas, dijo: «Ponte a analizar que todo lo que nos pasa, bueno o malo, ha sido porque nos lo hemos buscado. Todo, Tim; y en este caso, si yo tengo culpa, tú la tienes más».

Esa noche salí sin hablarle, tal vez por eso no me esperó ni me llamó cuando salió de casa de los Fernández. Y otra vez, para que no quedara margen de duda, ella tuvo la razón.

 

Hace muchos años Ricardo Gonzales fue mi cliente, contra él se presentó un caso de acceso carnal abusivo con menor de catorce años, delito que, excluyendo atenuantes y agravantes, se sanciona con una pena de hasta ocho años. Este sólido hombre de negocios, por demás popular, tenía una fuerte influencia en casi todos los campos de la vida pereirana, en especial política. Conseguí, en el juicio contra él impugnado, por culpa de una atrocidad de fiscal, —especialista en mala praxis, quizá demasiado joven para un caso tan portentoso—, en primer lugar que la medida de aseguramiento fuera de detención domiciliaria, y, en la audiencia de juicio oral glorifiqué su nombre como un honorable sujeto, digno de hacer parte de una comunidad cafetera como la nuestra. La sentencia, como lo pronosticamos, fue favorable. Pudimos mantener en alto la presunción de inocencia y, mediante cosa juzgada, fue absuelto también por el Tribunal en segunda instancia, lo que le dio mayor prestigio y nombre. De si era o no culpable, sólo diré que estaba muy agradecido, y en vista a ello, me dijo que contara con él para lo que fuera. Hasta ahora no había usado ese comodín, en efecto lo había conservado para un favor de gran talle.

 

«—Por aquí, síganme —dijo el inspector.

«Avanzamos hasta llegar al anfiteatro.

«—Doctor Conde, Ella es la señorita Stanley, —anotó el inspector— es la hermana del presunto desaparecido, Robert Stanley.

«—¡Aquí! —Indicó el doctor acercándose a una de las mesas. Nos reunimos justo allí. Tomó el botón de la cremallera— Esto puede ser muy duro.

«Abrió la bolsa. La chica miró el cadáver por tres segundos y entonces…»

 

Ahora bien, antes de continuar, es menester que cuente los hechos que llevan a justificar mi proceder. A comienzos de diciembre de 2008 conseguí una cita con el periodista cuyo artículo referido al capital de los herederos Johnson captó mi atención, su nombre era José Pablo Arango, un tipo bastante antisocial y antipolítico, tan desaliñado como retorcida estaba su cabeza. Hay que decir que si en Pereira había una cabeza sin precio era preciso la suya. —Al menos eso parecía—. Una joven recepcionista del periódico me advirtió acerca de él, sin embargo, un guiño y un elogio bastaron para que ella, con su amable sonrisa, me lo pusiera en contacto.

Era miércoles 17, estábamos a una semana de celebrar la navidad, las luces, los villancicos y los atavíos dorados, verdes, blancos y rojos, ya adornaban las calles, centros comerciales y las plazas íconos, el Parque del Lago, el Parque la Libertad, la Plaza Bolívar, con todas esas efigies monumentales que se figuraban como pinos navideños, estrellas y luceros celestes, reyes magos, ángeles y hasta pastores y sus ovejas. Todo en tamaño colosal. La Circunvalar estaba más agitada que de costumbre, resulta lógico que así fuera; aquí el espíritu navideño produce profundo regocijo. También los almacenes comerciales, con sus productos y sus vendedores, mantenían el espíritu y lo transmitían al pueblo. Aunque debo anotar que, por lo mismo, hay cierto excentricismo en el consumo.

El edificio Diario del Otún no era la excepción, está por demás decir que se contaba entre los más relucientes, quizás el más y mejor adornado de todos, permitía en sus pasillos y su plaza central, la zona del café, que uno se regodeara en sentir la voracidad de los colores, las guirnaldas y los crismas. Seré franco, siempre me he preguntado, ¿qué demonios tiene que ver todo eso con Jesucristo? Por ningún lado he hallado la respuesta.

Cuando hablamos por teléfono la noche anterior, me dijo que se presentaría con un abrigo de algodón rayado de verde; que tenía el pelo largo recogido en una cola de caballo, una barba abundante que le servía de máscara y lentes de gruesa montura; su color de piel era oscuro mestizo, y no medía más de ciento setenta y cinco. Con todo eso uno podría suponer que el tipo sólo quería ocultarse de la multitud, empero accedió a verme en un lugar público. Yo ya me imaginaba de antemano una especie de alienígena.

No fue así, por fortuna. Era un poco alterno sí, pero era un hombre, nada más nada menos, y no tan aterrador como me lo había pintado la recepcionista de La Tarde. Usaba zapatos Brahma y cargaba una curiosa y atractiva mochila de cuero café. Cuando llegué a la plaza, en el nivel bajo del centro comercial, lo vi y reconocí de inmediato; tomaba un café y leía la prensa sentado en una mesa para cuatro, pero permanecía a solas, y a su alrededor no había más que una silla, al frente, la cual supuse guardaba para mí. En procura que, como había multiplicidad de gente en las calles, otro no la tomara, había puesto sobre el asiento la mochila de cuero.

—¿Señor Arango? —Pregunté a mi llegada junto a él. 

Sacó la cabeza del periódico y me miró con cara de Jilguero.

—Llega tarde, señor París. —Dijo y clavó una vez más la cabeza en su lectura— No me lo esperaba tan adulto.

—No soy tan viejo, son sólo canas. —Apunté tomando asiento, no sin antes entregarle su mochila—. Mi esposa me dijo lo mismo cuando nos conocimos. Nos conocimos en una llamada equivocada. —Reí un poco— ¿curioso, no?, conocer a la gente interesante por teléfono cuando todo el tiempo uno está interactuando con las personas. —Mantuvo su silencio, leía El Diario— ¿Conociendo a la competencia?

—Honestamente son mejores que nosotros —dijo sin levantar la cara— en redacción y en estilo, pero son muy tacaños, ¡mire usted ese papel!, es una baratija, ¡qué falta de color! Este periódico no tiene alma.

—Jum, —me recogí de hombros— pensé que lo importante era el contenido.

Hice señas a una chica para ordenar un café expreso.

—No si lo que se busca es vender. —Cerró las hojas de bruces, levantó la cabeza y apuntó—: Decir la verdad no vendería un peso. En el mundo de la información hay que exagerar, imaginar, fingir sentimientos, hay que inventar y mezclar; sólo así el periódico funciona como una empresa y se podrá adaptar a la competencia, al rápido movimiento del mercado, es el siglo veintiuno, de lo contrario caería en quiebra, como Cuba, como Rusia o como Venezuela; sus sistemas políticos son justos pero insuficientes. ¡A la mierda con lo que es verdadero, equitativo o justo!, todos somos víctimas del capitalismo.

—Usted tiene un buen trabajo, no veo porqué se queja.

—¿Le parece que me estoy quejando?

Volví a recogerme de hombros.

—Parece.

—En todo caso, véalo así: Buen Trabajo versus Estúpido Ideal. Tal vez tenga razón. A lo que vinimos ¿Qué es lo que tiene que pueda interesarme de los Johnson?

—…Y a cambio de qué —Dije.

Arango sonrió malicioso, manteniendo bajos los párpados.

—Tengo un video muy interesante que esclarecería muchas preguntas. Y le aseguro que va más allá de toda duda, le garantizo que hay… no puedo decir más de esta humilde familia.

El tipo torció una mueca de decepción y agito rápido la cabeza. Luego metió la mano en su mochila y comenzó a escarbar en su interior.

—¿Qué le hace creer que a mí me interesa todo ese cuento de qué es verdad y qué es mentira respecto a esa gente? —Extrajo una grabadora y al encenderla la puso sobre la mesa.

—¡Apáguela! —Le dije, casi ordené—. ¿Por qué es tan complicado tratar con periodistas?

—Usted quiere hablar yo quiero grabar.

—Replicó.

—Apáguela, Arango. —Dije y aguardé hasta que éste hizo caso—. Usted tiene un ideal y yo también. No coinciden pero son de justicia, yo acusaré a alguien y usted publicará, me contaron que usted es el director del recientemente fundado periódico amarillista, ¿acaso me equivoco? Tendría usted una gran noticia. Lo ideal es, como dice el juego: ayudarnos.

José Arango dejó escapar una burlesca carcajada. Pese a ser un moderno intelectual, carecía de modales. Pero lo necesitaba por eso no lo dejé riendo a solas. Más bien eché mi cuerpo hacia atrás, me recosté al respaldo de la silla cruzado de brazos.

—¿Desea algo, señor? —Preguntó la camarera mirándome como a un anciano. Llevaba delantal y gorros navideños. Su mirada no era prueba suficiente para acusarla por sus pensamientos.

—Un expreso con tres de azúcar. Gracias.

—Con gusto.

Aguardé dos minutos hasta que el reportero dejó de reír; cuando lo hizo ya el café había llegado.

—Usted es muy gracioso, señor París, nunca antes conocí a alguien tan divertido de buenas a primeras. Ha de ser, sin duda, muy buen comediante.

—No soy comediante —repliqué en serio— soy abogado especialista en derecho penal.

Su tonta risa de intelectual misántropo se resquebrajó de inmediato.

—Mintió —acusó apuntándome malgeniado con un regordete dedo índice— usted dijo que era investigador privado.

—Sí, así es, también soy abogado, además de eso filósofo.

—Tampoco es muy agradable tratar con abogados, sepa usted —Balbuceó.