La vez que Handsome Brown se marchó

Handsome se pasó la mañana entrando y saliendo de casa, fregando el suelo y astillando leña y barriendo todo el patio con el escobón de juncos, pero no le echamos de menos hasta justo antes de comer, cuando mi viejo salió al porche trasero para decirle que recogiera dos huevos del ponedero y fuera al almacén de Charlie Thigpen y los cambiara por un paquete de tabaco. Pa le llamó cuatro o cinco veces pero Handsome no contestó a ninguna de las llamadas. Pa pensó que estaría escondido en el cobertizo, como acostumbraba a hacer para no tener que ir a los recados, pero, tras mirar en todos los escondites de Handsome, Pa dijo que ya no había dónde buscarlo. De inmediato, Ma empezó a culpar a mi viejo de la desaparición de Handsome. Dijo que Handsome nunca se hubiera ido si Pa lo hubiera tratado de forma medio decente y no hubiera estado siempre estafando a Handsome en lo que rectamente le pertenecía, solo porque era un chico huérfano de color y tenía miedo de reclamar sus derechos. Mi viejo, Handsome y yo jugábamos a menudo a las canicas y Pa siempre le hacía trampas a Handsome y rompía las reglas y se llevaba sus canicas aunque no las apostáramos.

—Cualquier cosa puede sucederle a ese pobre chico de color en medio del mundo cruel —dijo Ma—. Si no se hubiera visto obligado a ello, él nunca habría abandonado el cálido hogar que me he esforzado en proporcionarle aquí.

—Handsome no tiene ningún derecho a escaparse de ese modo —dijo mi viejo—. No tendría que importar cuánto le hayan provocado y, además, debería ir contra la ley que un morenito coja y se vaya sin permiso. Podría ser que me debiera dinero.

—¿Qué le has hecho esta mañana a Handsome para que haya decidido irse? —preguntó Ma.

—Nada —dijo Pa—. La verdad es que no se me ocurre nada fuera de lo habitual.

—Algo le has hecho —dijo Ma cada vez más enfadada y avanzando hacia mi viejo—. ¡Venga, dime qué es, Morris Stroup!

—Bueno, Martha —dijo Pa—, hay un montón de cosas que pueden haber molestado a Handsome y hacer que se fuera. Como digo yo, puede ser cualquier cosa.

—¡Pues siéntate ahí y piénsalo bien, Morris Stroup! —dijo ella—. Handsome Brown nunca se habría ido de esta forma si tú no le hubieras hecho nada.

—Bueno, puede ser que tomara prestado su banjo —dijo él lentamente—. Le pedí que me lo dejara un rato pero no quiso, así que fui al altillo del cobertizo y lo tomé.

—¿Dónde está ahora el banjo de Handsome? —preguntó Ma.

—Eso es algo que sinceramente no puedo decir, Martha —contestó, sosteniéndose primero sobre un pie y luego sobre el otro—. Yo iba caminando anoche por el centro con el banjo bajo el brazo y un extraño tipo de color al que no había visto en mi vida me preguntó cuánto quería por él. Le dije que un dólar, porque ni de lejos imaginaba que tendría un dólar, pero resultó que llevaba uno en el bolsillo, así que, honestamente, no podía echarme atrás en el trato, puesto que había entrado en el juego y puesto un precio.

—Ve a buscar al morenito al que le vendiste el banjo de Handsome y que te lo devuelva —dijo Ma.

—No puedo hacer eso —dijo Pa de inmediato.

—¿Por qué no puedes? —preguntó ella.

—¿Cómo diablos voy a saber a qué morenito se lo he vendido? —respondió—. La calle estaba muy oscura y casi ni podía verle la cara. No le reconocería ni entre un millón de tipos de color.

A esas alturas, Ma estaba tan furiosa que a duras penas podía resistirse a aferrar la escoba y atizarle a mi viejo con ella. Creo que no quería que yo anduviera por allí y escuchara lo que le decía a mi viejo, porque se volvió y me llamó.

—William —dijo—, ve al centro ahora mismo y empieza a preguntar si alguien ha visto a Handsome Brown. No puede habérselo tragado la tierra. Alguien tiene que haberlo visto.

—De acuerdo, Ma —le dije—. Ya voy.

Corrí calle adelante, y dejé a Ma y a mi viejo de pie en el porche trasero, mirándose el uno al otro, y me dirigí todo lo rápido que pude al puesto de hielo al que Handsome acudía los días de calor para refrescarse entre el serrín húmedo. Cuando llegué, le pregunté al señor Harry Thompson, que era el dueño del puesto de hielo, si había visto a Handsome, pero el señor Thompson dijo que no le había visto desde hacía dos o tres días. Estaba a punto de marcharme para acercarme a la puerta trasera de la pescadería de la señora Calhoun, a donde Handsome iba a veces para que le dieran algún salmonete demasiado pequeño para vender, cuando uno de los negros que cortaban hielo para el señor Thompson me dijo que Handsome había pasado por la calle como una hora antes, en dirección a donde los de la feria habían levantado sus carpas aquella mañana. Todo el mundo sabía que la feria venía al pueblo y por eso mi viejo había vendido el banjo de Handsome por un dólar. Yo le había oído mientras intentaba que Handsome le prestara cincuenta centavos pero Handsome no tenía dinero y Pa había decidido en ese momento que la única forma de obtener dinero para ir a la feria era vender el banjo. En todo caso, Pa había gastado el dinero antes de volver a casa.

Volví corriendo a casa tan rápido como pude para decirle a Ma dónde estaba Handsome. Cuando llegué, ella y mi viejo aún estaban discutiendo de pie en el porche trasero. Dejaron de hablar en cuanto abrí la cancela y subí la escalera.

—¡Handsome ha ido a la feria! —le dije a Ma—. ¡Está allí ahora mismo!

Ma reflexionó durante un minuto antes de decir nada. Mi viejo se apartó de ella hasta situarse lejos de su alcance.

—Morris —dijo finalmente—. Voy a confiar en ti una vez más. Ve a esa feria y trae a Handsome antes de que le pase algo terrible. Nunca podré hacer las paces con el Buen Dios y morir con la conciencia tranquila si algo le ocurriera a ese pobre morenito inocente.

Mi viejo empezó a bajar la escalera.

—¿Puedo ir yo también, Pa? —pregunté.

Antes de que pudiera decir nada intervino Ma.

—Vete con tu padre, William —me dijo—. Quiero que haya alguien que le vigile.

—Vamos, hijo —dijo Pa, haciéndome un gesto—. ¡Apresurémonos!

Enfilamos calle abajo y cruzamos las vías del ferrocarril, en dirección al prado de la feria, en donde los hierbajos aún llegaban a la rodilla en algunas zonas.

Había docenas de carpas diseminadas por todo el prado y ya había mucha gente que deambulaba frente a las casetas. Las carpas tenían grandes cuadros pintados en enormes lienzos de lona colgados en sus frentes, y cada caseta tenía un estrado en el que alguien gritaba y vendía entradas a la vez. Mi viejo se detuvo frente a una de las casetas que tenía cuadros de mujeres desnudas.

—¿Llevas diez centavos en el bolsillo, hijo? —me susurró—. Te los devolveré en cuanto pueda.

Negué con la cabeza y le dije que todo lo que tenía era un cuarto de dólar que había ahorrado para pagar mi entrada a la caseta del Salvaje Oeste cuando la feria llegase al pueblo.

—Entonces préstame el cuarto, hijo —dijo él, introduciendo un dedo en mi bolsillo—. Te lo devolveré enseguida. No te dará tiempo a echarlo de menos con lo rápido que te lo voy a devolver.

—¡Pero yo quiero ver la caseta del Salvaje Oeste, Pa! —le dije, metiendo la mano en el bolsillo y protegiendo el cuarto en mi puño—. ¿Puedo gastarlo en eso, Pa? ¡Por favor, déjame gastarlo en eso! He estado ahorrando dos semanas para reunirlo.

El hombre que vendía las entradas tomó un largo megáfono amarillo y se puso a gritar a través de él. Mi viejo empezó a ponerse nervioso y se puso a brincar de un lado a otro mientras trataba de echar mano a mi bolsillo.

—Ahora escucha, hijo —dijo—. No tiene el menor sentido que estemos discutiendo por tan poca cosa como es un cuarto. Para cuando quieras gastarlo ya te lo habré devuelto y ni lo echarás de menos.

—Pero Ma nos dijo que buscáramos a Handsome —repuse—. Será mejor que vayamos a buscarlo. Ya conoces a Ma. Se pondrá muy furiosa si no lo encontramos y lo llevamos a casa.

—Buscar a un morenito petardo es algo que puede esperar —dijo, agarrándome el brazo con fuerza y tratando de sacarme el puño del bolsillo—. Sé de lo que hablo, hijo, cuando digo que debes prestarme ese cuarto que tienes en el bolsillo sin más discusión. ¿No te he dado siempre diez centavos, o lo que fuera, cuando he tenido dinero, siempre que me los ha pedido? Entonces es justo que me prestes ese cuarto por algún tiempo.

La música comenzó en el interior de la carpa y el hombre que vendía las entradas se puso a gritar de nuevo.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Deprisa! —dijo, mirando fijamente a mi viejo—. ¡El espectáculo está a punto de empezar! ¡Chicas de todas las naciones, sin adornos, están preparadas para actuar! ¡No se pierdan el espectáculo de su vida! ¡Lo lamentarán el resto de sus días! ¡Vengan ahora mismo y compren la entrada antes de que sea demasiado tarde! ¡Las chicas quieren bailar: no las hagan esperar! ¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Deprisa!

—¿Lo ves, hijo? —insistió mi viejo, aferrando fuertemente mi brazo y tirando con todas sus fuerzas—. ¡El espectáculo va a empezar y yo me lo perderé si no entro inmediatamente!

Tiró de mi puño hasta sacarlo de mi bolsillo y consiguió abrirme los dedos. Era mucho más fuerte que yo y no pude apretar el cuarto más tiempo. Lo tomó y corrió hacia el hombre que vendía las entradas. Tan pronto pudo poner la mano sobre una de ellas, la agarró y se precipitó dentro de la carpa. No había nada que yo pudiera hacer entretanto, así que me senté junto a uno de los postes de la carpa y me dispuse a esperar. La música empezó a sonar cada vez más alta y pude oír a alguien que tocaba la batería dentro de la carpa. Tras unos cinco minutos, la música cesó de golpe y se alzaron las cortinas. Un montón de hombres salieron atropellados y, justo detrás, el último de ellos, iba mi viejo. Parecía mucho más calmado que cuando entró pero se fue derecho contra un poste de la luz eléctrica antes de saber lo que se hacía.

—¿Puedes darme el cambio de mi cuarto, Pa? —le pregunté, corriendo a levantarlo— ¿Me lo das?

—Ahora no, hijo —respondió, frotándose el lado de la cara que se había golpeado contra el poste—. Está perfectamente a salvo aquí en mi bolsillo. Si lo llevas tú podrías perderlo.

Caminamos entre dos hileras de puestos, mientras buscábamos a Handsome. No le vimos hasta que llegamos al último.

—Bueno, ¿qué demonios está haciendo Handsome ahí? —dijo Pa, deteniéndose y mirando a Handsome.

Handsome estaba de pie detrás de un gran lienzo de lona con la cabeza asomada a un agujero redondo. A unas diez o quince yardas había un banco con un montón de pelotas de béisbol. Un hombre con una camisa de seda roja estaba de pie junto al banco con las manos llenas de pelotas.

—¡Tres pelotas por diez centavos, y un delicioso cigarro puro si le aciertan al morenito! —decía—. ¡Acérquense, muchachos, y prueben su puntería! ¡Si el morenito no las esquiva, ganan un cigarro!

—¿Cómo te has metido en un fregado como ese, Handsome? —le gritó mi viejo—. ¿Qué diablos ha pasado?

—Ah, hola, señó Morris —dijo Handsome—. Qué hay, señó William.

—Qué hay, Handsome —dije.

—¿No estás atado, no? —preguntó Pa—. ¿Podrás salir de ahí?

—No quiero salir, señó Morris —dijo Handsome—. Ahora trabajo aquí.

—¿Por qué te has ido esta mañana?

Usté sabe perfectamente por qué me he ido, señó Morris —dijo Handsome—. Ya estaba muy cansao de estar siempre trabajando pa nada y de que se llevara mi banjo. Estaba cansao de que me trataran de ese modo, eso es to. Pero no le guardo rencor, señó Morris.

—Sal ahora mismo de ahí y ven para casa —dijo Pa—. Hay un montón de cosas que hacer allí y no hay nadie para hacerlas. No puedes irte sin más.

—Pues lo he hecho, señó Morris —dijo Handsome—. Pregúntele al blanco que les vende las pelotas de béisbol si puedo o no.

Fuimos a donde estaba el hombre de la camisa de seda roja. Nos alargó las pelotas de béisbol pero mi viejo negó con la cabeza.

—He venido a llevarme a mi morenito a casa, donde tiene que estar —dijo Pa—. Es ese que está ahí atrás con la cabeza asomando por el agujero.

El hombre rio muy alto.

—¿Su morenito? —dijo—. ¿Qué quiere decir con su morenito?

—Ese es Handsome Brown —dijo Pa—. Ha estado con nosotros desde que tenía nueve años. He venido a llevármelo a casa.

El hombre se volvió y gritó a Handsome.

—¡Oye, chico! ¿Quieres volver a trabajar con este hombre?

—¡No señó! —dijo Handsome, meneando la cabeza—. ¡Seguro que no! Ahora tengo otro trabajo y confío en conseguir una paga en vez de no conseguir nunca nada, salvo ropa vieja y cosas así.

—¡Cierra el pico, Handsome Brown! —gritó Pa—. ¿Cómo te atreves a hablar así después de lo bien que te he tratado todo este tiempo? ¡Deberías avergonzarte de ti mismo!

—No hay nada que hacer, señó Morris —dijo Handsome—. Ahora trabajo por dinero y voy a seguir haciéndolo.

—¿Y no vas a venir cuando yo te lo diga?

—¡No señor, no lo haré!

Mi viejo sacó los quince centavos y los posó en el banco.

—¿Cuántas pelotas de béisbol puedo tirar por quince centavos? —preguntó.

—Siendo usted —dijo el hombre—, le haré un precio especial. Le daré seis por los quince centavos. Pero recuerde que tiene que acertarle al morenito antes de que logre esquivar el tiro. Si mete la pelota por el agujero no cuenta. Su cabeza ha de estar en el agujero para que cuente.

—Eso no me preocupa —dijo Pa, sujetando con fuerza una de las pelotas—. Solo échese atrás y déjeme espacio.

Los ojos de Handsome se abrieron más y más mientras mi viejo se preparaba para lanzar moviendo el brazo en un amplio círculo, como un pitcher que fuera a lanzar la pelota al bateador.

Pa lanzó la pelota tan de improviso que le acertó a Handsome en la frente antes de que pudiera hacer el menor ademán de esquivarla. Handsome se quedó tan sorprendido que no supo lo que había pasado. Cayó sentado al suelo y se frotó la cabeza hasta que el hombre de la camisa de seda roja corrió a ver si le había ocurrido algo serio. Entonces, Handsome se levantó, y se tambaleó solo un poco, y volvió a asomar la cabeza por el agujero.

—Un cigarro para usted, caballero —dijo el hombre—. Ha debido de ser un buen pitcher, a juzgar por su puntería.

—En mi tiempo jugué un poco —dijo mi viejo— pero mi pulso ya no es el que era.

—Bien, veamos lo que puede hacer esta vez. El primer tiro puede haber sido pura suerte.

—Échese atrás y déjeme espacio —dijo Pa.

Agarró la pelota, se inclinó hacia delante, se escupió los dedos y empezó a balancear el brazo. De pronto lanzó un pelotazo tan rápidamente que no pude ni verlo. Handsome tampoco debió de verlo porque no se movió ni un centímetro. El pelotazo le acertó en el lado izquierdo de la cabeza y se oyó un sonido como el de una estaca cuando golpea una bala de algodón. Handsome se desplomó en el suelo con un fuerte gemido.

—Oiga, caballero —dijo el hombre de la camisa de seda, corriendo hacia donde Handsome yacía cuan largo era en el suelo—, creo que sería mejor que dejara de lanzar de ese modo contra este morenito. Como esto siga así no durará vivo mucho tiempo.

—Usted me vendió seis pelotas —dijo Pa— y tengo derecho a lanzarlas. Dígale a Handsome Brown que se levante y haga aquello por lo que le pagan.

El hombre sacudió un poco a Handsome y lo ayudó a ponerse en pie. Handsome se bamboleaba de un lado a otro y finalmente se inclinó hacia delante y se aferró a la lona. Su cabeza apareció de nuevo en medio del agujero.

—¡Apártese! —gritó mi viejo al tipo de la camisa de seda roja.

Disparó y lanzó la pelota tan rápido que ya había golpeado a Handsome antes de que nadie supiera lo que había pasado. Handsome volvió a desplomarse.

—¡Ya es suficiente! —nos gritó el tipo—. ¡Va a matar al morenito! ¡No quiero un morenito muerto entre las manos!

—Entonces deje que se vuelva con nosotros a su casa, donde debe estar —dijo Pa—, y dejaré de lanzar.

El tipo corrió hacia un cubo de agua, que vació sobre la cara de Handsome. Este se agitó y abrió los ojos. Nos miró a los tres con una expresión extraña.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

Nadie dijo nada enseguida. Todos aguardábamos y le observábamos. Handsome se apoyó sobre un codo y miró a su alrededor. Luego se pasó la mano por la cabeza y empezó a palparse los grandes y redondos chichones que las pelotas le habían hecho. Los chichones se iban hinchando como si fueran huevos.

—Creo que después de to me he equivocao, señó Morris —dijo, mirando a mi viejo—. Prefiero volver y trabajar pa usté y la señá Martha, como he hecho siempre, que estar aquí y que me tiren pelotas de béisbol tol día.

Mi viejo asintió y le ayudó a levantarse. El hombre de la camisa de seda roja recogió las pelotas del suelo y volvió a donde tenía las demás apiladas sobre el banco.

Los tres emprendimos el camino a casa, por un atajo a través del prado, pasando junto a los puestos. Handsome trotaba justo detrás de mi viejo, sin decir una palabra, tratando de mantenerse a su altura. Cada cierto tiempo alzaba una mano y se palpaba los grandes y redondos chichones.

Justo antes de llegar a casa, nos detuvimos y Pa miró con auténtica severidad a Handsome.

—Estoy dispuesto a que lo pasado, pasado esté, Handsome —dijo—. Mira, no quiero que me incordies con que te devuelva ese viejo banjo.

—Pero señó Morris —dijo Handsome—. No me las pueo arreglar sin un banjo…

—Deja de discutir sobre cosas del pasado, Handsome.

—Pero señó Morris, si yo…

—Lo pasado, pasado, y ese banjo pertenece al pasado —dijo mi viejo, volviéndose y cruzando la cancela para entrar en el patio trasero.