La máquina de embalar de mi viejo

Se produjo frente a la casa un gran alboroto que sonó como si alguien hubiera dejado caer un montón de piedras sobre nuestra escalera. Los cimientos temblaron un momento y luego todo volvió a quedar tranquilo. Ma y yo estábamos en el porche trasero cuando oímos el ruido, y no supimos qué podía ser. Ma dijo que temía que fuera el aviso del Día del Juicio y me apremió a que girase la manivela de la escurridora, para que pudiera tener la colada de la señora Dudley colgada en el tendedero antes de que algo terrible sucediera.

—Quiero ir a ver qué ha pasado, Ma —dije, girando la palanca con todas mis fuerzas—. ¿Puedo, Ma? ¿Puedo ir a ver qué ha pasado?

—Gira esa manivela, William —dijo ella meneando la cabeza e introduciendo unos pantalones del señor Dudley en la escurridora—. Sea lo que sea, puede esperar hasta que la colada esté en el tendedero.

Seguí girando la manivela tan rápido como podía y mientras trataba de escuchar algo. Oí a alguien hablando en voz alta frente a la casa pero no pude distinguir lo que decía.

En ese momento mi viejo apareció corriendo por la esquina.

—¿Qué diablos era eso, Morris? —preguntó Ma.

—¿Dónde está Handsome? —dijo mi viejo sin aliento—. ¿Dónde se ha metido Handsome?

Handsome Brown era nuestro mozo negro y había trabajado para nosotros desde que yo tenía uso de razón.

—Handsome está recogiendo la cocina, como es su deber —dijo Ma—. ¿Para qué lo quieres?

—Necesito que venga a echarme una mano —respondió Pa—. Necesito a Handsome ahora mismo.

—Yo te ayudaré, Pa —dije, apartándome de la escurridora—. Déjame ayudarte, Pa.

—William —dijo Ma tomándome por el brazo y empujándome—, ponte a girar esa manivela como te he dicho.

En ese momento Handsome asomó la cabeza por la puerta de la cocina. Mi viejo lo vio al instante.

—Handsome —dijo Pa—, deja lo que estés haciendo y ven a la parte delantera de la casa. Necesito que me eches una mano ahora mismo.

Handsome miró a Ma antes de moverse, y esperó a oír lo que ella tuviera que decir respecto a abandonar la tarea de la cocina. Pero Ma no dijo nada porque estaba ocupada en introducir una de las viejas y descoloridas batas de algodón de la señora Dudley en la escurridora. Mi viejo agarró a Handsome por la manga y le hizo bajar la escalera y cruzar el patio. En un minuto habían desaparecido al otro lado de la casa.

Yo quería ir con ellos pero cada vez que miraba a Ma sabía que era mejor no seguir insistiendo. Giré la manivela con todas mis fuerzas, y traté de terminar con el escurrido lo antes posible.

No tardamos en oír abrirse la puerta principal y enseguida se escuchó un fuerte estrépito en el vestíbulo. Sonó exactamente como si el techo se hubiera desplomado.

Ma y yo corrimos adentro para averiguar qué había ocurrido. Cuando llegamos al vestíbulo vimos a mi viejo y a Handsome, que arrastraban una enorme y pesada caja pintada de un rojo brillante, como si fuera un vagón de mercancías que tuviera una gran rueda de hierro en lo alto. La caja era tan grande como una vieja pianola y tenía el mismo curioso aspecto. Handsome le dio un fuerte empujón y el aparato cruzó la puerta, y cayó sobre el suelo del salón tan pesadamente que los cuadros temblaron en las paredes. Ma y yo nos apiñamos en la puerta. Mi viejo estaba de pie junto a la enorme caja roja dándole palmaditas y jadeando como un perro que hubiera estado persiguiendo conejos toda la mañana.

—¿Qué diablos es esto, Morris? —inquirió Ma rodeando la caja, mientras trataba de imaginar qué podía ser.

—¿No es una belleza, Martha? —dijo, jadeando entre cada palabra. Se sentó en una mecedora y admiró la caja—. ¿No es una belleza, eh?

—¿De dónde viene, Pa? —le pregunté, pero estaba tan ensimismado mirándola que no me oyó.

Handsome la rodeó, mirando entre las ranuras para ver si podía ver algo dentro.

—¿Te la ha dado alguien, Morris? —preguntó Ma, apartándose para calibrar mejor su tamaño—. ¿De dónde diablos la has sacado?

—La compré —repuso Pa—. No hace nada que cerré el trato. El tipo que suele dedicarse a venderlas vino esta mañana al pueblo y le compré una.

—¿Cuánto has pagado por ella? —preguntó Ma preocupada.

—Cincuenta centavos en mano y cincuenta a la semana —dijo Pa.

—¿Durante cuántas semanas? —preguntó Ma.

—Durante todas las semanas de un año —respondió—. Eso no es mucho. Qué puñeta, si te pones a pensarlo no vale la pena ni hablar de ello. El año pasará en un santiamén. No será un gran sacrificio.

—¿Para qué sirve? —dijo Ma—. ¿Qué hace?

—Es una máquina de embalar —dijo—. Embala papel. Pones un montón de papel usado, como periódicos atrasados y cosas así, presionas bien la rueda y salen por la parte de abajo en un fardo apretado, todo atado con alambre. Es un invento fantástico.

—¿Y qué va a hacer con el papel una vez que salga por la parte de abajo, señor Morris? —preguntó Handsome.

—Venderlo, por supuesto —dijo Pa—. El tipo vendrá una vez a la semana y comprará todo el papel que yo haya embalado. Recogerá sus cincuenta centavos y me pagará la diferencia.

—Vaya, pues yo digo —dijo Handsome— que es un buen asunto, muy bueno.

—¿De dónde vas a sacar el papel para la máquina? —preguntó Ma.

—Puñeta —dijo mi viejo—, eso es lo más fácil de todo. Papel viejo lo hay por todas partes. Tipo periódicos viejos y cosas así. Hasta el papel de envolver de la tienda sirve. Cuando el viento arrastre un trozo de papel por la calle, pues también para adentro. Es una máquina de hacer dinero, si alguna vez ha habido una.

Ma se acercó y se agachó para ver el interior. Luego le dio una vuelta a la rueda de la parte superior y se dirigió a la puerta.

—El salón no es sitio para ella —dijo—. Saca ese cachivache de mi mejor cuarto, Morris Stroup.

Pa salió tras ella.

—Pero Martha, no hay otro lugar mejor. No querrás que la deje afuera, a la intemperie, para que se oxide y se pudra, ¿no? Es una máquina muy valiosa.

—Sácala de ahí o haré que Handsome la convierta en astillas para la chimenea —dijo, cruzando el vestíbulo y saliendo al porche trasero.

Mi viejo volvió y se quedó mirando la máquina de embalar, pasando las manos sobre los suaves bordes de madera. No dijo nada pero, tras un minuto, se agachó, la agarró y la levantó. Handsome y yo la levantamos por el otro lado. Cruzamos con ella la puerta del salón y la sacamos al porche delantero. Pa dejó en el suelo su parte y nosotros la nuestra.

—Esto es lo que haré —dijo Pa—. La dejaré aquí en el porche, a salvo del sol y la lluvia.

Desenrolló la gran rueda de la parte superior.

—Handsome —dijo—, ve y tráeme todo el papel viejo que puedas acarrear. Vamos a empezar ahora mismo.

Handsome y yo entramos en casa y recogimos todo el papel que pudimos encontrar. Descubrió un paquete de periódicos viejos en uno de los armarios y se los llevé a Pa. Este los depositó en la tolva. Handsome volvió con una gran brazada de papel de envolver que había encontrado en alguna parte. Mi viejo lo tomó y lo introdujo también en la máquina.

—Tendremos cien libras embaladas en nada de tiempo —dijo Pa—. Luego, tras esa primera bala, todo será pura ganancia. Disfrutaremos de tanto dinero que no sabremos qué hacer con él. Puede que fuera buena idea comprar tres o cuatro máquinas más al tipo, cuando vuelva a Sycamore la próxima semana, porque así podríamos embalar papel más rápidamente que con una sola máquina. Tendremos tanto dinero en tan poco tiempo que tendré que confiarle parte al banco. Es una pena que hasta ahora no conociera esta forma de hacer dinero, porque es la más fácil que haya oído nunca. Pienso embalar tanto papel que pronto podré dejarlo todo y retirarme.

Se detuvo y empujó a Handsome hacia la puerta.

—Handsome, espabila y trae más papel viejo de donde lo haya.

Handsome fue adentro y empezó a buscar por los aparadores, los armarios e incluso detrás del lavabo. Yo encontré algunas revistas viejas sobre la mesa del salón y se las llevé a Pa.

—Eso está bien, hijo —dijo—. Las revistas viejas valen tanto como los periódicos viejos y pesan bastante más. Ve y trae todas las revistas que encuentres.

Cuando volví con otro montón mi viejo dijo que ya había suficiente para un segundo fardo. Tuvimos que apretar y presionarlo bien y Handsome lo ató con alambre de embalar. Pa lo arrojó al suelo y le dijo a Handsome que lo colocara sobre el primer fardo.

Seguimos trabajando durante una hora y no tardamos en tener tres fardos apilados en la esquina del porche. Handsome dijo que no podía encontrar más papel en toda la casa y mi viejo repuso que lo buscaría él mismo. Tardó bastante en volver pero cuando lo hizo llevaba una gran brazada de libros de himnos que Ma había encargado para la Escuela Dominical. Arrancamos las cubiertas, porque estaban hechas de tela y mi viejo dijo que no sería honrado hacer pasar tela por papel. Después de eso entró otra vez y volvió con una brazada de cartas atadas con lazos. Cortó los lazos e introdujo las cartas en la tolva. Cuando todo estuvo embalado ya era casi mediodía y Pa dijo que podíamos descansar una hora.

Volvimos al trabajo después de comer. Buscamos por toda la casa varias veces pero no pudimos encontrar nada que estuviera hecho con papel, salvo un poco de papel de pared flojo en una de las habitaciones, del que Pa dijo que de todas formas se hubiera acabado desprendiendo del todo, ya que era viejo y estaba bastante ajado. Después nos envió a Handsome y a mí calle abajo, a casa de la señora Price, a preguntarle si tenía papel viejo que no necesitase. Hicimos dos viajes a casa de la señora Price. A esas alturas ya estábamos todos muy cansados y Pa dijo que ya habíamos trabajado suficiente ese día. Nos sentamos los tres en la escalera principal y contamos el montón de fardos apilados en la esquina. Había siete. Pa opinó que era un buen comienzo y que si lo hacíamos tan bien todos los días, pronto seríamos los más ricos del pueblo.

Permanecimos sentados mucho rato pensando en todo el papel que habíamos embalado y mi viejo dijo que tendríamos que madrugar al día siguiente porque de ese modo quizá podríamos embalar doce paquetes en vez de siete por día. Al poco rato salió Ma y se quedó mirando la pila de papel. Mi viejo se volvió y se dispuso a oír lo complacida que estaba por todo el trabajo que habíamos hecho el primer día.

—¿De dónde ha salido todo ese papel, Morris? —preguntó ella, acercándose a los fardos y recorriéndolos con la mano.

—De todas partes, Martha —dijo Pa—. Hemos recogido todo el papel viejo que hemos encontrado por el camino. Estaba amontonado en sitios que se hubieran convertido en nidos de ratones a no tardar mucho. Qué buena idea haberme hecho con esta máquina. Ahora, con la limpieza, la casa tiene mejor aspecto.

Ma metió los dedos por la ranuras de los fardos y sacó algo. Era una de las revistas.

—¿Qué es esto, Morris? —dijo volviéndose.

Sacó otra revista.

—¡Sabes lo que has hecho, Morris Stroup! —dijo—. ¡Has cogido todas las recetas y patrones de costura que he ido guardando desde que cuido de esta casa!

—Pero si es tan viejo que no vale nada —dijo Pa.

Handsome empezó a retroceder hacia la puerta del vestíbulo. Ma se encaró con él.

—Handsome, desata uno de esos fardos —dijo—. Quiero ver qué más cosas mías habéis tomado. ¡Haz lo que te digo, Handsome!

—Pero, Martha… —repuso Pa.

—Ma, ¿podemos vender los papeles viejos y las revistas? —pregunté.

—Cállate, William —contestó—. Deja de defender a tu padre.

Handsome quitó el alambre y montones de libros de himnos y revistas empezaron a desparramarse por el suelo. Ma se agachó y recogió uno de los libros.

—¡Santo Cielo! —gritó—. Estos son los nuevos libros de himnos que estábamos juntando para mi clase en la Escuela Dominical. Esas pobres almas confiadas pensaban que sus libros de himnos estarían a salvo en mi casa. ¡Y ahora míralos!

Mi madre empezó a rebuscar en el montón de papeles y revistas que habían caído al suelo. Luego rebuscó en los otros fardos. Arrancó de un tirón el alambre antes de que Handsome tuviera ocasión de desatarlo.

—¿Qué es esto, Morris? —dijo, alzando la voz y mirando una de las cartas que habían salido del fardo.

—Solo es un trozo de papel viejo que encontré guardado en un armario —dijo Pa—. Las ratas y los ratones lo hubieran devorado antes o después, de todas formas.

La cara de Ma enrojeció y se dejó caer pesadamente sobre una silla. Durante un minuto no dijo nada. Luego se dirigió a Handsome.

—Handsome —le espetó, mordiéndose un poco los labios y secándose los ojos con la punta del delantal—, ¡deshaz ese fardo ahora mismo!

Handsome saltó sobre la pila de papel del suelo y aflojó el alambre. El montón de cartas se desparramó sobre el suelo, a los pies de Ma. Esta se agachó y recogió un puñado. Echó un vistazo a los renglones de una de las cartas y dio un grito.

—¿Qué ocurre, Martha? —preguntó Pa, levantándose y cruzando el porche hacia ella.

—¡Mis cartas! —dijo Ma, secándose los ojos con la punta del delantal—. ¡Todas las cartas de amor de los novios que me cortejaron! ¡Todas las cartas que tú me escribiste, Morris! ¡Mira lo que ibas a hacer!

—Pero si no son más que cartas viejas, Martha —dijo Pa—. Puedo escribirte otras nuevas en cualquier momento, si quieres.

—¡No las quiero nuevas! —dijo ella—. ¡Quiero conservar las viejas!

Empezó a llorar tan fuerte que Pa no sabía qué hacer. Se dirigió al otro extremo del porche y volvió.

Ma se agachó y recogió todas las cartas que le cabían en el delantal.

—Te escribiré cartas nuevas, Martha —dijo Pa.

Ma se puso en pie.

—Creo que deberías tener más respeto por las cartas que otros novios me escribieron —dijo—, ya que no tienes ninguno por las que tú mismo me escribiste.

Recogió el delantal lleno de cartas y se fue adentro, dando un portazo tras ella.

Mi viejo se paseaba de un lado a otro entre el montón de papeles desparramados y libros de himnos, dándoles pataditas con el pie. Durante un buen rato no dijo nada pero luego se dirigió a la máquina de embalar y pasó la mano sobre los suaves bordes de madera.

—Es una pena que se pierda todo este papel, hijo —dijo—. Es una pena que Ma se ponga así por un montón de cartas y chismes viejos. Habríamos podido hacer un montón de dinero vendiéndoselos al tipo cuando viniera al pueblo la próxima semana.