El día libre de Handsome
Después del desayuno, Ma se dirigió calle arriba, una manzana más allá, para hablar con la señora Howard sobre la reunión de la Sociedad de Perfeccionamiento de las Señoras de Sycamore, y lo último que hizo antes de marcharse fue ordenar a Handsome Brown que lavara y secara los platos, y que enjuagara y colgara a secar al sol los trapos de cocina antes de que ella volviera. Era el día libre de Handsome, aunque nunca había tenido un día libre —a pesar de que había trabajado para nosotros desde que tenía nueve años—, porque siempre pasaba algo que le impedía irse por ahí y gandulear el día entero. A Handsome siempre le gustaba tomarse su tiempo para fregar los platos, sin importarle si era un día normal como los otros o si era realmente su día libre, porque sabía que todos los días acababan siendo al final un día cualquiera. Y generalmente se las arreglaba para encontrar alguna excusa y no fregar los platos antes de lo que solía. Esa mañana, después de que Ma se fuera a casa de la señora Howard, dijo que tenía hambre; se metió en la cocina y se hizo una sartén hasta arriba de revuelto de hígado de cerdo.
Mi viejo estaba repantigado en la escalera del porche trasero, dormitando al sol, igual que hacía cada mañana después de desayunar siempre que tenía ocasión, ya que decía que una siesta tras el desayuno le hacía sentirse mucho mejor el resto del día. Handsome se tomó su tiempo para comerse el revuelto, pues sabía que tenía que fregar los platos al terminar, y aún estaba inclinado sobre la cocina, comiendo directamente de la sartén, cuando alguien llamó a la puerta principal. Como Pa y Handsome estaban ocupados, rodeé la casa para ver quién era.
Llegué a la parte delantera y vi a una muchacha de aspecto extraño, de unos dieciocho o veinte años, de pie ante la puerta con la cara pegada a la pantalla de tela metálica, tratando de atisbar el interior. Sostenía una bolsa cuadrada de color tostado que parecía una pequeña maleta y llevaba descubiertos sus largos cabellos castaños, que se rizaban en las puntas. Supe de inmediato que nunca la había visto antes y pensé que sería una forastera que intentaba encontrar la casa de alguien del pueblo al que habría venido a visitar. La observé hasta que echó mano al picaporte y trató de abrir la puerta de tela metálica.
—¿A quién busca? —pregunté, acercándome al escalón inferior y deteniéndome allí.
Se volvió tan rápida como un rayo.
—Hola, hijito —dijo, avanzando hasta el borde del porche—. ¿Está tu padre en casa?
—Pa está echándose una siesta en el porche posterior —le dije—. Iré a llamarle.
—¡Espera un segundo! —dijo ella con excitación, bajando a toda prisa la escalera y agarrándome del brazo—. Llévame a donde está. Será mucho mejor.
—¿Para qué quiere verle? —dije, preguntándome quién sería y si conocería a mi viejo—. ¿Busca la casa de alguien?
—No importa, hijito —sonrió—. Llévame con él.
Rodeamos la casa y traspasamos la cancela para entrar en el patio trasero. A cada paso que daba la chica, una gran oleada de perfume se desprendía de ella y las medias se le arrugaban en sus rodillas. Mi viejo estaba profundamente dormido con la boca abierta colgando y la nuca apoyada en el escalón más alto. Siempre se repantigaba de ese modo cuando dormía al sol porque decía que era la única postura en la que estaba cómodo mientras dormitaba. Vi a Handsome de pie en la cocina, que nos observaba a través de la puerta de tela metálica mientras se comía el revuelto en la sartén.
La chica dejó la maleta en el suelo, se ajustó las medias bajo las ligas y se dirigió de puntillas a donde estaba mi padre repantigado sobre la escalera. Luego se agachó junto a él y le puso ambas manos sobre los ojos. Vi que Handsome dejaba de comer justo cuando se llevaba una cucharada de revuelto a la boca.
—¡Quién soy! —exclamó la chica.
Mi padre dio una especie de salto de lado, como hacía generalmente cuando Ma lo despertaba inesperadamente. Sin embargo, no llegó a alzarse de los escalones porque, casi en el momento en que se sentó, la chica empujó su cabeza hacia atrás y mantuvo las manos sobre sus ojos sin dejarle ver nada. Noté cómo se abrían y se cerraban las aletas de su nariz —como si fuera un perro que olfatea un mapache en un árbol— cuando le llegó el olor del perfume.
—¡Quién soy! —dijo ella otra vez, riendo muy alto.
—¡Apuesto a que no eres Martha! —dijo Pa, palpándole los brazos hasta los codos.
—¡Prueba otra vez! —dijo ella, burlándose de él.
Mi viejo le apartó las manos y se sentó con los ojos abiertos de par en par.
—¡Bueno, me rindo! —dijo mi viejo—. ¿Quién demonios eres?
La chica se levantó de los escalones, aún riendo, y tomó su maleta. Mientras los tres mirábamos lo que iba a hacer, la abrió y sacó de ella un brazado de corbatas nuevas y flamantes. Tenía más corbatas que un almacén.
Pa se frotó los ojos para despejarse y echó un buen vistazo a la chica mientras esta se inclinaba sobre la maleta.
—Esta le sentaría divinamente —dijo, escogiendo una corbata hecha con una tela de colores verde y amarillo chillones. Se fue hacia él y se la puso alrededor del cuello—. ¡Está hecha para usted!
—¿Para mí? —dijo Pa, alzando la vista y olfateando el perfume que flotaba alrededor de la chica.
—Por supuesto —repuso ella, ladeando la cabeza y mirando atentamente a Pa con la corbata—. No podría sentarle mejor.
—Señorita —dijo Pa—, no sé lo que pretende pero, sea lo que sea, está perdiendo el tiempo. Necesito una corbata tanto como una gorrina una silla de montar.
—Pero es una corbata tan bonita —dijo ella echando el brazado de corbatas dentro de la maleta y acercándose más a mi viejo—. Va bien con su complexión.
Se sentó a su lado en el escalón y empezó a hacerle el nudo de la corbata. Permanecieron sentados uno al lado del otro hasta que la cara de mi viejo se puso toda colorada. A esas alturas, el perfume inundaba todo el lugar.
—¡Bueno, usted qué sabe de eso! —dijo Pa con aspecto de no saber lo que se decía—. ¡Quién iba a pensar que una corbata le iría bien a mi complexión!
—Vamos a verle en un espejo —dijo ella, acariciándole la corbata contra el pecho—. Cuando se vea en un espejo ya no podrá quitársela. ¡Pero si le cae perfecta!
Mi viejo miró de soslayo hacia la calle, en dirección a casa de la señora Howard, una manzana más allá.
—Hay un espejo dentro —susurró, como si no quisiera que nadie le escuchase.
—Vamos pues —dijo la chica, tomándole del brazo.
Recogió su maleta y entró en casa con mi padre detrás. Cuando entraron, Handsome salió de la cocina y corrimos hasta el lado más apartado de la casa, desde donde podíamos atisbar a través de una de las ventanas.
—¿Qué le decía yo? —dijo la chica—. ¿No le dije que era preciosa? Apuesto a que no ha tenido una corbata como esta en toda su vida.
—Creo que tiene razón en eso —dijo Pa—. Es verdad que es preciosa, de acuerdo. Me cae bien, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo ella, de pie detrás de mi viejo y mirando el espejo por encima de su hombro—. A ver, déjeme hacerle el nudo mejor.
Se situó frente a mi viejo y le arregló el nudo bajo la barbilla. Luego se quedó quieta con las manos sobre sus hombros y le sonrió. Mi viejo dejó de mirarse en el espejo y la miró a ella. Handsome empezó a ponerse nervioso.
—La señá Marta puede llegar en cualquier momento —dijo—. Tu pa debería andarse con cuidao. Seguro que armará una buena si la señá Marta llega a casa mientras él está ahí entonteciéndose con la corbata. Ojalá hubiera lavao los platos y pudiera ir y tomarme mi día libre antes que la señá Marta regresara.
Mi viejo se inclinó y aspiró el aire sobre la cabeza de la chica y rodeó con los brazos su cintura.
—¿Cuánto pide por ella? —preguntó.
—Cincuenta centavos —respondió ella.
Pa meneó la cabeza de lado a lado.
—No tengo ni cincuenta centavos a mi nombre —dijo con tristeza.
—Oh, venga, suéltelos —insistió ella, agitándole con fuerza—. Cincuenta centavos no son nada.
—Pero es que no los tengo —dijo él, apretando más estrechamente su cintura—. No los tengo, eso es todo.
—¿Y no sabe dónde conseguirlos?
—No exactamente.
Handsome emitió un gruñido.
—Ojalá tu pa dejara de meterse en líos por culpa de una vieja corbata como esa —dijo—. No creo que de aquí vaya a salir na bueno. Siento en los güesos que algo malo va a ocurrir y luego siempre siempre soy yo el que acaba metío en problemas cuando ocurre. Ojalá mi día libre hubiera empezao mucho antes de que llegara esa chica con sus corbatas, como yo digo.
La chica rodeó con sus brazos el cuello de mi padre y se apretó contra él. Permanecieron así largo rato.
—Pienso que quizá consiga encontrar medio dólar en alguna parte —le dijo mi viejo—. Lo he estado pensando. Creo que podré, después de todo.
—De acuerdo —dijo ella, bajando los brazos y retrocediendo—. Dese prisa.
—¿Me esperará aquí hasta que vuelva? —preguntó él.
—Por supuesto. Pero no tarde mucho.
Mi viejo empezó a retroceder hacia la puerta.
—No se mueva de donde está —le dijo—. No se mueva ni un centímetro de esta habitación. Estaré de vuelta antes de que se dé cuenta.
No tardó ni un minuto en llegar corriendo al porche trasero.
—¡Handsome! —gritó—. ¡Handsome Brown!
Handsome gruñó como si estuviera preparándose para morir.
—¿Qué quiere de mí en mi día libre, señó Morris? —dijo, asomando la cabeza por la esquina de la casa.
—No importa lo que quiero —dijo Pa, apresurándose escaleras abajo—. Tú ven conmigo como te digo. ¡Venga, rápido!
—¿A ónde vamos, señó Morris? —dijo Handsome—. La señá Marta me dijo que no dejara de lavar los platos de la cocina antes de que volviese. No puedo hacer otra cosa, porque ella me dijo que hiciera justo eso.
—Los platos pueden esperar —dijo mi viejo—. De todas formas se ensuciarán la próxima vez que comamos en ellos. —Agarró a Handsome por la manga y le empujó hacia la calle—. Espabílate y haz lo que te digo.
Fuimos calle abajo con Handsome trotando para mantener nuestro paso. Cuando llegamos a casa del señor Tom Owen nos metimos en el patio. El señor Owen quitaba hierbajos del jardín con la azada.
—Tom —gritó Pa por encima de la cerca—. He decidido dejar que Handsome trabaje para ti un día entero, como querías. ¡Está preparado para empezar ahora mismo!
Empujó a Handsome dentro del jardín del señor Owen y le metió prisa para que llegara, pasando entre las filas de repollos y nabos, hasta donde estaba este.
—Dale a Handsome la azada, Tom —dijo Pa, quitándosela al señor Owen y dándosela a Handsome.
—Pero señó Morris, ¿no se habrá olvidao de que hoy es mi día libre? —dijo Handsome—. En cualquier caso, yo no quiero arrancar esos viejos hierbajos, como yo digo.
—Cállate, Handsome —dijo Pa, dándose la vuelta y sacudiéndolo fuertemente por el hombro—. Métete en tus propios asuntos.
—Pero si me estoy metiendo en mis propios asuntos, señó Morris —dijo Handsome—. ¿No es asunto mío tener un día libre?
—Tienes toda la vida por delante para tener un día libre —le dijo Pa—. Venga, empieza a sacar malas hierbas como te he dicho.
Handsome levantó la azada y la dejó caer sobre un matojo de hierbajos. La tierra estaba era tan áspera y dura que la hoja de la azada rebotó hasta un metro de altura al golpearla.
—Ahora, Tom —dijo Pa, volviéndose—. Dame los cincuenta centavos.
—No pienso pagarte hasta que no trabaje un día entero —dijo el señor Owens, negando con la cabeza—. Supón que no hace el trabajo equivalente a medio dólar. Me estafaría a mí mismo si soltara el dinero y luego descubriese que su trabajo no lo vale.
—No tienes que preocuparte por eso —dijo Pa—. Vigilaré que Handsome trabaje por el valor de lo que le pagas. Me pasaré por aquí a menudo para vigilar que hace el trabajo por el que le pagan.
—Señó Morris, señó, por favor —dijo Handsome, mirando a Pa.
—¿Qué pasa, Handsome? —preguntó él.
—No quiero arrancar esos hierbajos, por favor, señó, quiero mi día libre.
Pa lanzó una mirada terrible a Handsome y señaló la azada con el pie.
—Ahora dame los cincuenta centavos, Tom —dijo.
—¿Por qué tienes tanta prisa en cobrar la paga antes de hacer el trabajo?
—Hay algo que tengo que solucionar ahora mismo. Ahora, si me das el dinero, Tom…
El señor Owen observó durante un rato cómo Handsome golpeaba las malas hierbas con la hoja de la azada y luego metió la mano en el bolsillo y sacó un montón de clavos, tornillos y calderilla. Buscó en el montoncito hasta sacar medio dólar en monedas pequeñas.
—Es la última vez que le pago a este negrito para que trabaje para mí antes de que de verdad haya trabajado duro su jornada —le dijo a Pa.
—No te arrepentirás de haber contratado a Handsome —repuso Pa—. Handsome Brown es uno de los mejores trabajadores que haya visto nunca.
El señor Owen le alargó el dinero a Pa y devolvió el resto a su bolsillo. Tan pronto como mi viejo tuvo el dinero en sus manos se dirigió hacia la cancela.
—¿Señó Morris? Por favor, señó —dijo Handsome.
—¿Qué quieres ahora, Handsome? —gritó Pa—. ¿No ves lo ocupado que estoy?
—¿Puedo terminar hoy temprano y disfrutar una parte de mi día libre?
—¡No! —contestó Pa—. No quiero oír ni una palabra más sobre lo de tomarte el día libre. A mí no me habrás visto jamás tomarme un día libre, ¿no?
Mi viejo tenía tanta prisa a esas alturas que no se quedó a decir nada más, ni siquiera al señor Owen. Se apresuró calle arriba y corrió a casa. Al entrar echó el pestillo a la puerta.
La chica estaba sentada en la cama y doblaba corbatas una a una que introducía en la maleta. Levantó la vista cuando Pa entró en el cuarto.
—¡Aquí está el dinero, tal como prometí! —dijo. Se sentó en la cama junto a ella y dejó caer las monedas en su mano—. No me ha llevado nada de tiempo reunirlo.
La chica guardó el dinero en su monedero, dobló algunas corbatas más y se arregló las medias en las rodillas.
—Aquí está su corbata —dijo, recogiendo de la cama la chillona verde y amarilla y poniéndosela a Pa en la mano. La corbata cayó en el suelo a sus pies.
—Pero no va usted a… —dijo él sorprendido, mirándola intensamente.
—¿No voy a qué? —contestó ella inmediatamente.
Mi viejo la miraba con la boca abierta y colgando. Ella se inclinó y dobló el resto de las corbatas y las guardó en la maleta.
—Bueno, pensé que quizá usted me pondría la corbata y me haría el nudo, tal como hizo antes —dijo Pa lentamente.
—Escuche —dijo ella—. He hecho la venta, ¿no? ¿Qué más quiere por cincuenta centavos? Tengo que cubrir todo este pueblo de aquí a por la noche. ¿Cuántas ventas cree que haré si pierdo mi tiempo haciendo nudos de corbata en los cuellos de la gente después de haber hecho la venta?
—Pero… pero… yo pensé —tartamudeó mi viejo.
—¿Pensó qué?
—Bueno, yo pensé que quizá usted… pensé que quizá usted querría ponerme la corbata al cuello otra vez…
—¿Ah sí? —rio ella.
Se levantó y cerró la maleta. Mi viejo se quedó allí sentado mirando como la tomaba y salía del cuarto. La puerta principal se cerró y pudimos oírla bajar la escalera. En un suspiro recorrió la calle, se encontró frente a la casa del señor Owen y entró en su patio.
Mi viejo permaneció sentado mucho tiempo en la cama mirando la corbata verde y amarilla caída en el suelo. Al cabo de un rato se levantó y le dio una patada con todas sus fuerzas, que la envió al otro extremo del cuarto, y luego salió al porche trasero y se sentó en la escalera dispuesto a repantigarse al sol de nuevo.