El cargo político de mi viejo
Estábamos sentados en el porche delantero después de cenar cuando Ben Simons apareció por la calle y entró en nuestro patio. Mi viejo llevaba toda la tarde sintiéndose mal y no había hablado mucho, aunque se le oía murmurar para sí mismo de vez en cuando. Todo el problema había empezado por la mañana, cuando Ma le había echado la bronca por no tener trabajo de ningún tipo ni molestarse en buscarlo. Lo persiguió de un extremo a otro del patio trasero, mientas protestaba porque ella se pasaba el día lavando y planchando mientras que él raramente ganaba algo. Al final la bronca le había sacado de sus casillas y dijo que, si eso era lo que ella pensaba, iría y ganaría algo de dinero solo para demostrarle de lo que era capaz cuando lo provocaban. A continuación nos envió a Handsome y a mí a obtener pedidos de moras. Nos dijo que consiguiéramos todos los pedidos que pudiéramos y luego volviéramos a decirle cuántos galones suponían esos pedidos. Handsome y yo nos recorrimos el pueblo durante toda la tarde, de una casa a otra preguntando a la gente si querían comprar moras frescas. La mayoría dijeron que sí, ya que el precio era barato y estaba el hecho de que mi viejo nos había dicho que dijéramos que las moras estarían limpias y que no habría hormigas entre ellas. Había calculado que si podía vender veinticinco galones de moras a veinticinco centavos el galón, conseguiría algo más de seis dólares. Dijo que eso era un montón de dinero para ganarlo en un solo día y que cuando lo reuniera y se lo enseñase a Ma, se quedaría tan sorprendida que rectificaría todas las cosas malas que había dicho en el patio trasero por la mañana. Handsome y yo obtuvimos finalmente pedidos por valor de veinte galones, con la condición de que serían entregados al día siguiente a la hora de comer. Pa se sintió algo decepcionado cuando volvimos y le dijimos que teníamos pedidos por valor de veinte galones, porque dijo que con eso solo ganaría cinco miserables dólares en vez de más de seis, que eran con los que contaba. Sin embargo, afirmó que seguía siendo mucho dinero para un día de trabajo y nos dijo a Handsome y a mí que al día siguiente bien temprano saliéramos al campo y empezáramos a recoger moras. Cuando Ma se enteró del asunto vino inmediatamente y se plantó ante mi viejo. Le dijo que no pensaba permitir que Handsome y yo nos rompiéramos la espalda recogiendo moras para que él las vendiese y que, además, nos llevaría cerca de una semana recoger veinte galones. Pa acusó a Ma de ponerle obstáculos y durante toda la cena, aquella tarde, no se hablaron. Cuando salimos al porche delantero, mi viejo empezó a murmurar para sí mismo. Aún estaba haciéndolo cuando Ben Simons, el alguacil local, entró en el patio.
—Buenas noches, muchachos —dijo Ben, subiendo la escalera.
—Hola, Ben —dijo Pa—. Pasa y siéntate.
Ma no dijo nada en ese momento porque siempre se mostraba suspicaz con los políticos como Ben Simons hasta que averiguaba lo que andaban buscando.
—Una noche fresquita, ¿verdad, señora Stroup? —dijo Ben, intentando localizar una silla en la oscuridad.
—Eso parece —respondió Ma.
Durante un rato nadie dijo nada. Ben se aclaró la garganta varias veces, como si fuera a decir algo pero se arrepintiera en el último momento.
—¿Mucho trabajo últimamente, Ben? —preguntó Pa.
—Bastante, Morris —dijo inmediatamente como si hubiera estado esperando una señal de alguien para ponerse a hablar—. Te aseguro que a veces no tengo tiempo ni para sentarme un minuto a descansar. Duermo cuando puedo, como a salto de mata y todo el resto es trabajar, trabajar y trabajar, desde primera hora de la mañana hasta última hora de la noche. Todavía me decía mi mujer anteayer que si no paraba de trabajar tanto me iba a ir a la tumba veinte años antes de tiempo. Tengo que patrullar las calles, mantener el calabozo limpio, hacer arrestos, mantener los ojos abiertos, vigilar que nadie rompa la condicional y solo Dios sabe cuántas cosas más. Estoy que voy a reventar, Morris.
—Quizá lo que necesitas es un ayudante —dijo mi viejo—. Por ejemplo, yo. Tengo algo de tiempo libre de vez en cuando. La verdad, no mucho, porque ya ando bastante ocupado con mis propios asuntos, pero podría sacar algún rato de cuando en cuando para echarte una mano.
Ben se inclinó hacia delante en su silla.
—Para ser sincero, para eso había venido a verte esta noche, Morris —dijo—. Me alegro de que lo menciones.
—Ben Simons —dijo Ma—. No sé lo que te propones pero, sea lo que sea, será mejor que no se trate de algo turbio, como la última vez que enredaste a Morris. No quiero volver a oír lo de aquel proyecto para ganar dinero con la venta de ataúdes tamaño familiar. Nadie en su sano juicio querría tener que abrir un ataúd y ampliarlo cada vez que se muere alguien de la familia.
—Lo que tenía en la cabeza no tiene nada que ver con eso, señora Stroup —dijo Ben—. De lo que estoy hablando es de un cargo político.
—¿Qué clase de cargo político? —preguntó ella, deteniendo el movimiento de su mecedora y sentándose quieta y muy tiesa.
—Se trata de lo siguiente —dijo Ben—. El consejo municipal se reunió anoche y aprobó un endurecimiento de las ordenanzas contra los perros sueltos en las calles. Solo hace dos días tuve que seguir y matar a un perro rabioso y el consejo municipal piensa que es peligroso tener tantos perros sueltos por ahí. Me dijeron que reforzase la vigilancia y encerrase a todos los perros callejeros que encontrara por la calle. De inmediato les respondí a los concejales que yo ya tenía demasiado trabajo y se mostraron de acuerdo en nombrar a un nuevo alguacil para perros callejeros y abandonados.
—¡Un alguacil para perros callejeros y abandonados! —dijo Ma, levantándose de su asiento—. ¡Has venido a sentarte ahí, Ben Simons, y a decir que mi marido es un hombre adecuado para convertirse en perrero! ¡Estoy pensando en pedirte que salgas de mi casa!
—No, espere un minuto, señora Stroup —alegó Ben—. Esa no era mi idea en principio. Fue uno de los propios concejales quien sugirió que Morris era el ciudadano ideal para ocupar el cargo, y votaron…
—Los perros tienen la costumbre de seguirme a todas partes —dijo mi viejo—. Toda mi vida ha sido así. Es algo natural que los perros me…
—¡Cállate, Morris! —le gritó Ma—. ¡En mi vida he oído nada tan humillante!
—Pero, señora Stroup —dijo Ben—, muchos grandes políticos muy afamados han empezado siendo perreros. De hecho, la mayoría de los grandes senadores, congresistas y sheriffs comenzaron sus carreras políticas como perreros. Hoy en día, en este país, apenas hay un alto funcionario que no haya iniciado su carrera siendo perrero.
—¡No te creo! —dijo Ma—. Siempre he tenido a los políticos en mejor consideración que todo eso.
—La política es una cosa extraña —dijo Ben—. Las normas que valen para otras ocupaciones no sirven en política. Un político puede iniciar su carrera siendo perrero y dejarlo en nada de tiempo. Eso es lo que hace de la política el tipo de trabajo que es.
Ma se quedó callada tras oír eso y oí como su mecedora volvía a ponerse en marcha. No era difícil ver que meditaba profundamente lo que Ben había dicho.
—Cuanto más lo pienso —dijo mi viejo—, más me gusta la idea. Hace ya un tiempo que pienso en implicarme algo más en los asuntos públicos. Sin ningún propósito, para hacer un poco aquí y un poco allá, sin dedicarme a ello a tiempo completo ni nada de eso.
—Entonces deberías aceptar el cargo, Morris —dijo Ben rápidamente—. Sería muy bueno para ti. Tienes que hacerlo.
Mi viejo se quedó callado, tratando de escudriñar el rostro de Ma en la oscuridad. Ella seguía meciéndose adelante y atrás, haciendo crujir la silla con la misma regularidad del agua cuando sale de un grifo.
—Bueno —dijo Pa despacio, observando a Ma cuanto podía bajo la débil luz—, creo que debería aceptar —aguardó a oír lo que Ma pensaba decir pero esta no prestó la menor atención a lo que había dicho—. Acepto el cargo.
Ben se levantó.
—Eso está muy bien, Morris —dijo rápidamente, dirigiéndose a la escalera del porche—. Muy bien. Me alegra oírte decir eso. Espero verte mañana en el centro después del desayuno.
Ben empezó a bajar la escalera. Ya estaba en el último escalón cuando mi viejo se levantó de un salto y lo llamó.
—Ben —dijo ansiosamente, acercándose a él—, ¿cuánto es el salario?
—¿Salario?
—Claro —dijo Pa—. ¿Qué salario tendré por ser el alguacil de perros abandonados y callejeros?
—Bueno —dijo Ben lentamente—. No es exactamente un salario.
—Entonces, ¿qué es? ¿Cómo le llamas tú?
—Es a comisión, Morris.
—¿A comisión?
—Claro, Morris. Así se pagan los mejores puestos políticos. A comisión.
—¿Qué comisión tendré? —preguntó Pa.
—Veinticinco centavos por cada perro que atrapes y encierres.
Mi viejo no dijo nada de momento. Miró la calle en la oscuridad mientras Ben se marchaba.
—Creo que estoy algo decepcionado —dijo Pa—, porque medio esperaba que me pagasen un salario todos los sábados por la noche.
—Pero si lo mejor de ir a comisión, Morris, es que no hay límites al dinero que puedes llegar a ganar. Cuando te pagan un salario sabes que nunca ganarás más de cierta cantidad. Pero cuando vas a comisión no hay límite en las ganancias.
—¡Eso es verdad! —dijo mi viejo, animándose—. No lo había pensado de ese modo.
—Bueno —dijo Ben, enfilando la calle—, te veré mañana. Buenas noches.
—Buenas noches, Ben —le gritó Pa—. Te agradezco que me dieras la oportunidad de aceptar el puesto.
Subimos la escalera del porche. Ma se había ido ya a la cama.
—Vamos a dormir bien esta noche, hijo —me dijo—. Mañana va a ser un día de mucho trabajo. Necesitamos descansar todo lo que podamos. Vamos.
Nos fuimos adentro, nos desvestimos y nos metimos en la cama. Mi viejo se agitó y dio vueltas durante bastante tiempo y, hasta que me dormí, le oí hablar para sí mismo de todos los perros del pueblo que conocía por su nombre.
Al día siguiente, en cuanto terminó el desayuno, Pa cogió su sombrero y nos encaminamos al centro para ver a Ben Simons. No perdimos tiempo por el camino pero mi viejo me dijo que recordara a Sparky, el perro conejero que acabábamos de ver dormitar en el porche delantero del señor Frank Bean.
Finalmente, encontramos a Ben Simons en la barbería, afeitándose. Tenía toda la cara enjabonada cuando entramos y durante un rato no pudo decir nada. En cuanto nos sentamos, sin embargo, nos saludó con la mano.
—Buenos días, Morris —saludó—. ¿Listo para empezar a trabajar?
—Estoy ansioso por ponerme a ello, Ben —respondió Pa.
—Estaré listo en un minuto —dijo Ben.
En cuanto se levantó de la silla y se puso el sombrero, le dijo a Pa que saliese a hacer la ronda y atrapase y encerrase en el calabozo de la cárcel a todos los perros que corrieran sueltos por la calle.
—¿Eso es todo lo que hay que hacer? —preguntó Pa.
—Es así de simple —dijo Ben.
Empezamos por el otro extremo del pueblo; caminábamos despacio y manteníamos los ojos abiertos para localizar a los perros. Parecía que la mayoría dormía a esas horas porque no vimos ni uno por la calle. Tras una media hora, mi viejo buscó en su bolsillo y sacó diez centavos.
—Toma, hijo —dijo entregándome la moneda—, corre a la carnicería y trae el trozo de carne más grande que puedas conseguir por diez centavos. No tiene porqué ser fresca… basta con que sea un trozo grande.
Corrí calle abajo y compré un trozo bastante grande de carne y lo llevé a donde me esperaba mi padre, sentado a la sombra de un árbol frondoso. Se había quedado dormido pero se levantó de un salto cuando lo sacudí y le enseñé la carne.
—¡Esto hará que se espabilen! —dijo olfateándola—. ¡Vamos, hijo!
Bajamos por otra calle con mi viejo que movía el cacho de carne de un lado a otro. No pasó mucho tiempo antes de que volviéramos la cabeza y viéramos cómo un perdiguero moteado seguía nuestros pasos mientras olfateaba la carne.
—No se necesitaba otra cosa, hijo —dijo mi viejo—. No hay nada como tener un buen trozo de carne en estos tiempos.
Le silbó al perdiguero y el perro alzó las orejas y trotó más rápido. Muy pronto, el perro de algún otro olió la carne y empezó a correr tras nosotros igualmente. Para cuando llegamos a la vía del ferrocarril teníamos detrás a siete perros. Pa estaba encantado y me dijo que me adelantara hasta la cárcel y tuviera abierta la puerta del calabozo. Cuando llegó, condujo a los perros dentro y luego se escabulló con el cacho de carne antes de que lo agarraran.
—Únicamente con otro viaje ya habremos hecho dos dólares —dijo—. Es un montón de dinero solo por subir una calle y bajar otra. Empiezo a comprender por qué un cargo político marca tanto a un hombre. No le cambiaría el trabajo a nadie ni por todo el oro del mundo. Ser un político es la mejor manera de ganarse la vida que haya conocido nunca.
Recorrimos otra calle con el cacho de carne y antes de la primera manzana el spaniel de alguien salió corriendo de debajo de una casa y empezó a trotar detrás de nosotros. De vuelta a la cárcel conté que nos seguían cinco perros. Hicimos un viaje especial para pasar por casa del señor Frank Bean, solo por darle a Sparky la oportunidad de olisquear la carne y venir con nosotros. Cuando los encerró con los otros, mi viejo se sentó y empezó a echar cuentas con un fósforo en la arena.
—Es un poco más de un dólar, hijo —dijo, tirando a un lado el fósforo—. Se trata de un montón de dinero para haberlo ganado en tan poco tiempo. Si mañana se nos vuelve a dar igual de bien serán seis dólares. Para el sábado por la noche, dieciocho o veinte dólares. Es más dinero del que jamás había soñado tener. ¡Venga! Vamos a casa a comer. Ya es casi mediodía.
Fuimos a casa y nos sentamos a la mesa pero Ma no dijo una palabra y mi viejo no se atrevió. Terminamos de comer y salimos a sentarnos a la sombra del árbol del paraíso.
Como una hora más tarde vi a Ben Simons que venía a toda prisa por la calle. Mi viejo estaba dormido pero le desperté porque pensé que Ben tendría algo importante que tratar con él. Ben nos vio bajo el árbol del paraíso y entró en el patio a toda prisa.
—Morris —dijo, resoplando y sin aliento—, ¿de dónde diablos has sacado todos esos perros que has encerrado en el calabozo?
—Oh, esos —dijo mi viejo, apoyándose en el codo—. Bueno, los recogí por la calle como se suponía que tenía que hacer. Mi trabajo es encerrar a todos los perros abandonados y callejeros que me encuentre vagando por ahí. Y sucede que no eran vacas ni caballos ni ninguna otra clase de animal.
—Pero has encerrado al setter del alcalde Foot, un perro que ha ganado concursos —dijo Ben con excitación—. Además, la señora Josie Hendricks denunció que faltaba su spaniel y apareció en el calabozo con los otros. El mejor perro conejero del señor Bean también estaba allí. Hasta el último de esos perros pertenece a alguien y, además, los dueños pagaron dos dólares de tasas cada uno. ¡No puedes encerrar a los perros de tipos que han pagado sus impuestos!
—Vagaban por las calles —dijo Pa—. Fui e hice un par de rondas para ver cómo estaban las cosas y ocurrió que me encontré con un montón de perros que actuaban como si no tuviesen hogar. Era mi deber encerrarlos como hice.
—¿Cómo conseguiste que te siguieran hasta la cárcel?
—Bueno, me las arreglé para llevarlos, Ben. A los perros siempre les da por seguirme. Ya te lo dije anoche.
—¿No usaste ningún cebo?
—Yo no diría exactamente eso —dijo mi viejo—. Aunque tenía un trocito de carne, ahora que lo pienso.
—Me lo imaginaba —dijo Ben, quitándose el sombrero y secándose la frente con su pañuelo—. Ya sabía yo que había algo raro.
Nadie dijo nada durante mucho tiempo. Al cabo de un rato, Ben se puso el sombrero y miró a mi viejo.
—Creo que a partir de ahora tendré que hacerme cargo del asunto de los perros, Morris —dijo—. Ser perrero probablemente te quitaría mucho tiempo.
—Pero ¿qué pasa con los tres dólares en comisiones que he ganado? —preguntó Pa—. Me he ganado esas comisiones, ¿no?
—No estoy muy seguro de eso —dijo Ben—. No creo que el consejo municipal quiera pagarte ese dinero. Es probable que el alcalde Foot quiera despedirme por dejar que encerraras a su perdiguero campeón si vamos y le presentamos una cuenta por comisiones. Una de las primeras cosas que he aprendido en política es que no es buena política para un político pisarle los juanetes a otro político. Creo que será mejor que dejemos las cosas como están. No puedo permitirme perder mi trabajo por tu culpa, Morris.
Mi viejo asintió y volvió a apoyar la cabeza sobre el tronco del árbol del paraíso.
—Creo que tienes razón, Ben —dijo—. Me parece que dedicarse a la política es un trabajo a tiempo completo y en cualquier caso yo no quiero atarme a ningún trabajo que ocupe todo mi tiempo.