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La catedral de San Ignacio, con sus novecientas vidrieras y los cincuenta y seis metros de sus dos campanarios, era el máximo exponente de la presencia de los jesuitas en Shanghai. Diseñada por el arquitecto inglés William Doyle y construida por jesuitas franceses entre 1906 y 1910, la Xuijiahui Cathedral, como también se la conocía, tenía capacidad para albergar a dos mil quinientos feligreses. Aunque en su explanada tenían cabida muchos más. El solar había sido donado por un rico mandarín al jesuita Matteo Ricci, a finales del siglo XVI. Poco a poco, la orden había levantado en torno a la primitiva misión un conjunto de edificios, entre los que destacaban la biblioteca Zi-Ka Wei, con más de doscientos mil volúmenes, un colegio, un seminario y hasta un observatorio astronómico.
Desde 1937, la catedral de San Ignacio se había convertido en un refugio de fieles cristianos, de comunistas y nacionalistas chinos, y también de mendigos. Mezclados los unos con los otros, y bajo la protección de los jesuitas franceses, formaban un ejército desarmado, pero siempre bullicioso. La masa les proporcionaba la impunidad que muchos buscaban. Mientras unos confesaban, otros conspiraban; mientras unos mendigaban, otros vendían cualquier cosa que tuviera valor, sobre todo información. El ambiente político se había enrarecido tanto en los últimos años, que hasta los sacerdotes habían sucumbido frente al poder de las ideologías, de manera que los había colaboracionistas, progaullistas, promaoístas y prochiankiaichieistas.
El padre Faury pertenecía al grupo de los promaoístas. Físicamente parecía un agricultor más que un sacerdote, pero debajo de su rudo aspecto y de su sotana, se escondía un hombre que amaba la justicia social por encima incluso de la divinidad en la que creía. Según él, Dios era comunista, Jesucristo había sido comunista y todos los seres humanos nacíamos comunistas. Una virtud original, lo llamaba, para compensar el estigma del pecado también original. Al fin y al cabo, todos nacíamos desnudos y, en consecuencia, iguales ante los ojos del Creador. Claro que el comunismo en el que creía el padre Faury era mucho más terrenal y humano que el de marxistas o maoístas, y podía resumirse en dos principios fundamentales: que todo el mundo dispusiera de un cuenco diario de arroz con el que saciar el hambre, y que cada persona fuera indulgente con el prójimo.
En cierta forma, el caso del padre Faury era parecido al de Saulo, luego Pablo de Tarso. La fe le había llegado a modo de fogonazo mientras combatía contra el ejército alemán en una trinchera, en la batalla de Verdun, durante la primera guerra mundial. Después de recibir un disparo en la cabeza, había perdido la vista transitoriamente durante medio año, tiempo suficiente para hacer examen de conciencia y reconciliarse con la fe cristiana. Según le gustaba decir, cuando volvió a ver lo hizo con los ojos del corazón.
Su formación teológica, por tanto, dejaba mucho que desear, y cuando se veía abrumado por alguna clase de vacío existencial, cosa que le ocurría con frecuencia, se encerraba en el observatorio astronómico, donde había un telescopio con el que contemplar las estrellas. En la inmensidad del firmamento creía encontrar la respuesta a sus preguntas (o plegarias): el universo era demasiado vasto y complejo para que pudiera ser comprendido por un solo hombre. De modo que, con independencia de que uno fuera religioso o científico, había que tener fe.
Cualquiera que hubiera seguido su trayectoria, como era mi caso, se percataba de inmediato de que Faury había perdido la cabeza por la política. En ese sentido, se había vuelto tan irresponsable y descuidado como Leon Blumenthal al echarse una amiguita. El problema era que en Shanghai perder la cabeza por la política conllevaba el riesgo de poder perderla de verdad. Incluso si quien estaba implicado era un sacerdote católico.
Desde marzo de 1942, el Estado Vaticano mantenía relaciones diplomáticas con Tokio, aunque la amistad entre ambos Estados se remontaba a primeros de siglo, cuando los japoneses derrotaron a los rusos primero y luego se hicieron con el control de Manchuria. Para la Iglesia Católica, el enemigo que podía poner en peligro sus intereses en China era el mismo que hacía peligrar la hegemonía japonesa en Asia, es decir, el comunismo, y teniendo el mismo enemigo, lo mejor era apoyarse mutuamente. Gracias a la amistad entre Japón y el Estado Vaticano, los sacerdotes y monjas católicos habían permanecido libres e incluso habían sido ayudados por las fuerzas de ocupación japonesas en China. El hecho de que pocos meses más tarde el Estado Vaticano llegara a un acuerdo diplomático con Chiang Kai-shek, el líder del nacionalismo chino, había enturbiado las relaciones entre católicos y japoneses. De modo que la actitud del padre Faury hacía que la herida abierta fuera aún más profunda.
De la docena de chinos que aguardaban turno para confesarse con el padre Faury, la mitad eran pecadores deseosos de lavar sus ofensas, y la otra mitad eran soplones, que informaban al sacerdote de todo lo que ocurría en la ciudad.
Me senté a esperar a que «cerrara» el confesionario, algo que sucedió veinte minutos más tarde. Faury no sólo tenía el aspecto de un labriego, sino que se movía como si estuviera arrojando simiente a la tierra mientras la roturaba, con el tronco parcialmente inclinado hacia delante y las piernas semiabiertas.
—Hola, padre —le saludé.
—¡Mi querido doctor Niboli! Puedo entrar de nuevo si ha venido a confesarse…
También su voz sonaba fuerte y dura.
—No hace falta. Estoy aquí por otro motivo —me desmarqué.
—Lo imaginaba. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Necesito un sacerdote para casarme —fui directo al grano.
Faury encajó mi confesión como si le acabara de lanzar un golpe por sorpresa al rostro.
—Eso está muy bien —dijo sin ocultar su desconcierto—. Pero llevará un tiempo, hasta que haya completado un curso de catequesis. ¿Cuánto hace que no viene por la iglesia? Ni siquiera creo que se haya confesado una sola vez desde que vive en Shanghai.
—Me temo que no dispongo de tiempo. La novia padece tifus y es judía.
Ahora me miró con asombro, como si contemplara una nueva estrella desde el telescopio del observatorio astronómico.
—¿Quiere casarse por la iglesia con una judía?
El eco de la catedral repitió varias veces la pregunta.
—Deseo casarme para sacarla del gueto. Mi gobierno sólo reconoce los matrimonios eclesiásticos.
—¿Puedo preguntarle quién es la afortunada?
—Norah Blumenthal.
—¿La viuda de Leon Blumenthal?
—Así es.
—¡Vaya, eso sí que es una sorpresa! ¿La ama?
—Sí, la amo.
—Quiero decir si la amaba en vida de su marido. Ya me entiende.
—¿Cambiaría eso las cosas? No, no hemos cometido adulterio.
—Comprenda mi preocupación. Blumenthal apenas lleva muerto cuarenta y ocho horas. A veces, guardar las apariencias es más importante que lo que uno haya hecho. La Iglesia es un rebaño de feligreses, ya me entiende —dijo.
—Ahora sólo me preocupa lo que pueda sucederle a su viuda. Y que su enfermedad tenga o no cura también es una cuestión de tiempo —me desmarqué.
—Necesitará un permiso especial de los japoneses si quiere sacar a una judía apátrida del gueto.
—Ya lo tengo.
—Veo que se mueve usted rápido.
Me encogí de hombros.
—Desde luego, he de reconocer que es usted un buen comunista —añadió.
—¿No le parece que tendría que decir, en todo caso, que soy un buen cristiano?
—Cristianismo y comunismo… vienen a ser la misma cosa.
—Yo pensaba que los comunistas eran ateos —observé.
—Y creen serlo. Pero es más cristiano no creer en Dios y procurar la igualdad social entre los hombres, que creer en Dios y no mover un dedo por el prójimo. A los ojos de Dios, cuentan más las acciones que las intenciones. El primer comunista chino fue un cristiano, Hung Hsiu-Ch’uan, el líder de la rebelión de los Taiping. Ya en 1851, apeló a los principios igualitarios del cristianismo primitivo, al mismo tiempo que promovía una revolución agrícola en toda regla. Abogaba por distribuir la tierra en función al tamaño de cada familia, sin consideración de sexo y sin título de propiedad, y pretendía crear un granero público donde almacenar los excedentes.
—Sin embargo, los Taiping no llevaron a cabo su revolución agraria, y eso provocó que el campesinado se volviera contra ellos —le recordé.
—Instigados por las clases reaccionarias, por la oligarquía, y también por las potencias extranjeras. En esa época, el mercantilismo europeo había dado su paso decisivo para transformarse en capitalismo en lugares como China, que ofrecía nuevos mercados y la posibilidad de obtener materias primas en abundancia. Ni siquiera la intervención directa de Jesucristo hubiera conseguido que triunfara la rebelión Taiping.
—Su forma de entender la religión se parece mucho a ese aserto chino que dice: «Sólo si declaras la guerra a todas las religiones, estarás en paz con Dios».
—Esas palabras sólo tienen sentido en un mundo invertido como el que nos ha tocado vivir. El otro día un feligrés chino me preguntó si Dios estaba en todas las cosas. Naturalmente, le respondí que así era. Entonces me dijo que si Dios estaba en todas las cosas, también formaba parte de la bomba que había destruido su casa y matado a su mujer e hijos. Incluso fue más lejos. Aseguró que era Dios quien había lanzado aquella bomba y dirigido su mortífera carga hasta su casa. Hecho este razonamiento, me volvió a formular dos nuevas preguntas: ¿Por qué Dios ha asesinado a mi familia? ¿Y por qué para hacerlo ha empleado una bomba japonesa?
—¿Y cuál fue su respuesta?
—Que mirara a la realidad de frente y luchara para sobreponerse a la pérdida de sus seres queridos y también para liberar a China del yugo japonés. Eso le respondí a aquel hombre que lo había perdido todo. Sólo soy un maldito sacerdote que desconoce casi todas las respuestas. ¿Qué otra cosa podía decirle? Desgraciadamente, las cosas no son como deberían ser, y eso incluye también a Dios. El premio Nobel de literatura Romain Rolland dice en su obra, Jean Christophe que hay que amar apasionadamente la verdad, y que a veces las religiones no favorecen la verdadera verdad.
—Es la primera vez que escucho a un sacerdote citar a un escritor laico y no un texto de las Santas Escrituras —le hice ver.
—Tal vez se deba a que yo también amo apasionadamente la verdad. Las Santas Escrituras son las Santas Escrituras y las ideas modernas son las ideas modernas.
—Y la verdad está más próxima a las ideas modernas que a las Santas Escrituras —sugerí.
—Digamos que hay una verdad celestial, que está reflejada en las Santas Escrituras, y otra verdad terrenal, que es reconocible en los hechos de la vida cotidiana. La verdad plena es, por tanto, un compendio de ambas: fe y pragmatismo.
—Comprendo.
—En cuanto a su boda, será mejor celebrarla en un lugar más discreto que éste —sugirió—. Los japoneses y los alemanes tienen espías por todas partes.
Que el padre Faury considerara la catedral como un lugar poco apropiado para impartir el sacramento del matrimonio era desde luego paradójico.
—Había pensado en mi casa —propuse.
—Por mí no hay inconveniente. Además de la novia doliente, necesitará también un par de testigos. Póngase en contacto conmigo en cuanto lo tenga todo preparado.
Cuando salimos a la explanada, había comenzado a llover. A pesar de lo cual, la multitud continuaba allí plantada, como un ejército que aguardase instrucciones de su cabecilla. La presencia del padre Faury provocó un repentino silencio, que no se rompió hasta que el sacerdote efectuó un movimiento con la mano. Un gesto brusco y al mismo tiempo determinante, más propio de alguien familiarizado con las tareas agrícolas que con las labores pastorales.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué se calla de repente toda esa gente? —le pregunté.
—Digamos que el cáliz de la desesperación está rebosante. Esperan una señal —me respondió.
—¿Una señal de quién? ¿Acaso de usted?
—De cualquiera que les muestre el camino de la liberación. Los japoneses sembraron la semilla del odio en un surco que atravesaba China de norte a sur y de este a oeste. Ahora la simiente ya ha dado sus frutos, y sólo espera que alguien haga la recolección.
—¿Mao y sus hombres?
—Sí, Mao y sus hombres.
Volví a echarle un vistazo a la explanada. Entonces comprendí que los japoneses necesitarían mil años y un ejército de mil millones de soldados para asolar aquel campo sembrado de hombres.
Pasé la tarde realizando preparativos para la boda y reclutando testigos, en compañía de Nube Perfumada. Como la colonia de Norah estaba casi agotada, nuestra primera parada la efectuamos en una perfumería, donde compré dos frascos, uno para la novia y otro para mi acompañante. Cuando Nube comprendió que una de las redomas era para ella, me dijo:
—Primera regla: dos mujeres que vivan en la misma casa no pueden usar el mismo perfume. Sería motivo de disputa entre ellas, y el hombre podría confundirlas.
—No si una mujer es occidental y la otra oriental —le hice ver.
—El amor no se guía por las razas, le da prioridad a los sentidos, sobre todo al tacto y al olor —me replicó con su sabiduría inocente.
La siguiente parada la hicimos en una floristería, donde compré varias docenas de magnolias blancas, símbolo oriental de la delicadeza y la belleza femenina, para decorar las estancias principales de la casa. Antes de marcharnos, le coloqué una rosa roja en el cabello a Nube Perfumada. Su respuesta no se hizo esperar.
—Segunda regla: nunca le regales rosas rojas a una mujer a la que no amas.
—¿Por qué no?
—Porque, entre otras muchas cosas, la rosa roja simboliza el amor carnal.
Más tarde conseguí arrancar a Molmenti del Jazz Club del Hotel Cathay para que nos acompañara hasta el Didi’s Café. Allí estuvimos bebiendo vodka ruso junto con Stein y Friedman. Durante dos horas, logramos burlar el desconsuelo que se había instalado en la ciudad como un parásito. El primer brindis fue Budem zdorovky (por nuestra salud), el segundo Za udachu (por la buena suerte), el tercero Daj Bog ne v poslednij raz (espero que no sea ésta la última vez que bebemos juntos, con la ayuda de Dios), y el cuarto Na dorozhku (por el camino de regreso a casa). Para entonces, las expresiones duras y cansadas de nuestros rostros, el maquillaje que la guerra había pintado en cada uno de nosotros, se habían suavizado, como si el alcohol tuviera el poder de devolvernos al pasado. Fueron tan sólo unos instantes, pero vívidos.
Una hora y media antes del toque de queda disolvimos la reunión, algo que molestó sobremanera a Molmenti. Por las noches, el peligro se disfrazaba de silencio, se agazapaba entre las sombras e inundaba las calles de un miedo sordo.
—¡Una ciudad replegada sobre sí misma como un acordeón cerrado! ¡Por la mañana suelta el fuelle, por la noche contiene el aire para que no se escuche su música! ¡En eso han convertido los japoneses a Shanghai! ¡Mañana elevaré una protesta formal al alto mando militar japonés! —exclamó el italiano.
Al llegar a la Avenue Joffre, Nube Perfumada, que había pasado la noche sonriendo y contemplando cómo nos emborrachábamos, me dijo:
—Tercera regla: si el día de la boda bebes demasiado, no se te empinará.
Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, Stein y Friedman se carcajeaban a los pies de mi cama, al tiempo que mecían entre los brazos sendas botellas de alcohol como si se tratara de recién nacidos. En ese momento alcancé a comprender el significado de un chiste que habían contado la noche anterior, que aludía a lo mucho que les gustaba beber a los rusos, al que yo no le había encontrado ninguna gracia:
(Éste es el diario de un trabajador extranjero residente en Rusia).
22 de junio
Estuve bebiendo con unos amigos rusos. Casi me muero.
23 de junio
Por la mañana vinieron mis amigos rusos y me dijeron que deberíamos tomar opokhmelitsya (un lingotazo de alcohol para la resaca). Mejor me hubiera muerto ayer…