3
El insomnio me arrojó de la cama media hora antes de la medianoche. No podía dejar de pensar en Leon y en las extrañas circunstancias que rodeaban su muerte. Leon con una amiguita. Leon en poder de un pasaporte ruso. Acto seguido, me acordé de Lerroux y de su posible implicación en el asunto del pasaporte falso. A esa hora estaría fumando una pipa de opio en alguno de los fumaderos del Blood Alley. El día que Leon me encargó que hablara con él por el «asunto» de Norah, le había encontrado en el fumadero de un sórdido club llamado Monk’s Brass Rail. Miré el reloj, comprobé que todavía faltaba una hora y media para el toque de queda, me vestí y telefoneé a la compañía de taxis que operaba en la Concesión Francesa.
—¿Sabe que a la una menos diez interrumpimos nuestro servicio hasta la cinco de la madrugada? —me preguntó una voz de mujer desde el otro lado de la línea.
—No hay ningún problema para el regreso —respondí a su observación.
Todo lo más que podía sucederme era que tuviera que quedarme en el club hasta que amaneciera.
En el Monk’s Brass Rail, me recibió una Shanghai girl que, tras colgarse de mi brazo derecho como si se tratara de la rama de un árbol de la que pensara columpiarse, me dijo:
—Darlink, buy me one drink, Please!
En el fumadero del Monk’s (conocido también como «el Convento»), situado en la segunda planta del edificio, sólo tenían cabida los «ciudadanos respetables», entendiendo por tales a aquellos clientes que no eran marineros, soldados o exconvictos. Claro que muchos de los que formaban parte de aquella «distinguida» clientela, no eran más que comerciantes abocados a la ruina que el propietario del Monk’s exprimía para sacarles las últimas gotas de jugo. La policía anamita encargada del orden público en el Blood Alley y en las zonas aledañas, hacían la vista gorda, a tenor del grueso sobre que recibían del dueño, un cantonés con cuerpo y voz de sapo llamado Mr. Chow. En ese sentido, las autoridades francesas eran eminentemente prácticas, y consentían la venta de opio siempre que se hiciera de manera discreta. No en vano, una de las principales fuentes de financiación que tenían las municipalidades de las concesiones provenía de la comercialización a gran escala de la adormidera, cuya compraventa era técnicamente ilegal en el Gran Shanghai, es decir, la zona de la ciudad gobernada por los chinos.
—Sólo me apetece fumar —me excusé.
—No tienes pinta de fumador, sino de follador —me replicó la muchacha haciendo gala de todo su descaro.
—Hoy sólo me apetece fumar, ¿de acuerdo? —insistí.
—Darlink, el opio cura el primer día, pero luego mata como un sable —argumentó a continuación.
No hubiera soportado que me llamara «Darlink» una tercera vez. Un billete de diez yuanes bastó para que saltara de la rama. En su huida me dedicó un insulto:
—Hustler!
Era la primera vez que alguien me llamaba chapero. A continuación, me di de bruces con el viejo cartel que colgaba del dintel de la entrada. Rezaba: «Eat, drink and be merry, for tomorrow we die». Toda una declaración de principios, pensé.
En el escenario, un par de filipinas vestidas con brocados bailaban una danza aún más briscada que el dibujo de sus atuendos. Una clase de baile que dejaba indiferente a una clientela ruidosa y desatenta, compuesta mayoritariamente por soldados de las legaciones alemanas e italianas y por civiles rusos y franceses, que ni siquiera se molestaba en ocupar las sillas de roten dispuestas en fila para contemplar el espectáculo.
Luego tuve que vérmelas con dos gigantones asiáticos, probablemente de Mongolia, antes de acceder al fumadero.
Como la mayoría de esta clase de locales, el fumadero del Monk’s recordaba uno de esos dormitorios comunes de tercera clase que abundaban en los paquebotes que hacían la ruta entre Oriente y Occidente. Quince o veinte camastros colocados en línea, ausencia de ventanas y de decoración, y un suelo de listones de madera desgastada que crujía a cada paso. Era como caminar pisando escarabajos. La atmósfera no es que estuviera enrarecida, simplemente no existía. Una liviana celosía de madera y una densa humareda separaba cada camastro del siguiente formando pequeñas celdas. Las vaharadas sobrantes se arremolinaban en el techo como nubes amenazadoras. El hedor era tan intenso y dulce que uno tenía sensación de encontrarse en el interior de un pastel. Cada diván albergaba el cuerpo de un hombre que dormitaba sobre un codo replegado. A los pies, frente a un pequeño velador, una joven se encargaba de preparar las pipas y de tenerlo todo a punto. No había otro movimiento que el de las pipas cambiando de manos, y no había otro ruido que el que producía la inhalación y exhalación del humo, que en su viaje por el interior de cada organismo provocaba que los pulmones borbotearan como cazos de agua hirviendo. Desde luego no se trataba de una ceremonia ostentosa.
Lerroux ocupaba el último alveolo dentro de aquella colmena de zánganos. Por alguna razón, un pescado intacto descansaba en el velador, a sus pies. Recordé la costumbre china de cocinar un pescado que se ponía en la mesa pero que no se comía, el día del Año Nuevo Lunar. Una superstición que, al parecer, traía suerte, puesto que las palabras felicidad y pescado se pronunciaban igual (Yu). Luego le dije a la joven que se encargaba de tener a punto la parafernalia del opio que se marchara, y a continuación golpeé el rostro de Lerroux y zarandeé su cuerpo hasta que conseguí sacarlo del estado de duermevela.
—Tiene usted un aspecto deplorable —le dije a modo de saludo.
—Lo tomaré como un cumplido. Aunque para los chinos es una falta de educación comenzar una conversación hablando de asuntos particulares. Pero ya que ha empezado, y ya que hablamos de mi aspecto, dígame, ¿ha sido usted quien me ha hecho esto?
Y abrió la boca, a la que le faltaban media docena de piezas dentales.
—No, pero en otro tiempo se lo hubiera hecho de buena gana —respondí.
—Si no ha sido usted, entonces tal vez me lo haya causado el opio —sugirió—. Dicen que el opio es el mejor dentista de todos porque te arranca los dientes sin dolor.
—¿Por qué fuma entonces? ¿Ha probado inscribirse en una de las oficinas sanitarias que luchan contra la adicción al opio?
Nada más formular la pregunta, me di cuenta de que estaba hablando como lo hubiera hecho con uno de mis pacientes.
Lerroux movió la cabeza de un lado a otro con la intención de sacudirse el aturdimiento.
—Fumo porque cualquier puerto es bueno cuando arrecia la tormenta —me respondió—. Ahora dígame, ¿qué le ha traído hasta aquí?
Y antes de que me diera la ocasión de responder, añadió:
—¡Dios! ¿Cuánto tiempo llevará ese pescado ahí? Ni siquiera recuerdo haberlo pedido.
—Deseo formularle una pregunta —dije.
—Le adelanto que no conozco la respuesta sea cual sea su pregunta. Digamos que el opio ha truncado mi carrera como informante. Ni siquiera sé qué día es hoy.
La voz de Lerroux salía de su garganta entrecortadamente, como si se tratara de una retransmisión radiofónica que estuviera teniendo lugar en una remota comarca.
—Sólo quiero saber si últimamente le ha vendido un pasaporte falso a un judío.
—Para entrar en el país del opio no se necesita pasaporte —se desmarcó.
—¿Recuerda a Leon Blumenthal? —insistí.
Ahora clavó sus pupilas de cabeza de alfiler directamente en mi rostro.
—En el país del opio tampoco hay cabida para los recuerdos. ¿Sabe por qué? Porque el país del opio es similar a una cáscara vacía. Carece de continente y de contenido… Es como vivir en una nube mecida por el viento. Y tras tomarse unos segundos, añadió:
—¿Por qué está interesado en Leon Blumenthal?
El hecho de que Lerroux acabara mostrando interés, me hizo pensar que el mundo del que decía venir no estaba tan lejos como creía. Tal vez esa nube de la que hablaba era la misma que descargaba agua de vez en cuando sobre nuestras cabezas.
—Porque ha sido asesinado en la Concesión Internacional, y al parecer llevaba consigo un pasaporte falso.
—Si la ciudad que hay ahí afuera sigue siendo Shanghai, a día de hoy los pasaportes falsos los elaboran los comunistas chinos y los japoneses. Nadie más. En el caso de su amigo, yo me decantaría por los segundos. Blumenthal era un judío fascista, de modo que no creo que trabajara para los comunistas.
—Los japoneses son los dueños de la ciudad, ¿para qué iban a querer falsificar un pasaporte? —observé.
—Para dotar de documentación a un judío «apátrida» como Blumenthal, por ejemplo —argumentó Lerroux.
—Para eso les hubiera bastado con concederle un pase para salir del gueto.
—No si Blumenthal trabajaba para ellos fuera de la ciudad. Tal vez realizara misiones secretas.
—¿Fuera de la ciudad? ¿Misiones secretas? ¿Qué está insinuando?
—Que tal vez su amigo fuera un colaboracionista. Ya se significó ayudando económicamente a los nazis. Nadie sale del gueto sin permiso de los japoneses, de la misma manera que no se puede abandonar la ciudad sin un pasaporte. Si la ayuda que Blumenthal le prestaba a los japoneses hubiera estado circunscrita a Shanghai, le hubiera bastado con un pase, como usted dice. Pero, según me cuenta, llevaba un pasaporte, una clase de documento que es necesario para quienes viajan fuera de la ciudad.
La posibilidad de que Lerroux estuviera en lo cierto me aturdió aún más que la atmósfera enrarecida del fumadero. Por un momento, tuve la sensación de que habíamos cambiado nuestros papeles: a mí me empezaban a fallar los reflejos, mientras que él comenzaba a dar muestras de haber alcanzado un grado óptimo de lucidez.
En la puerta me aguardaba Mr. Chow, el propietario del Monk’s, quien al parecer había sido avisado de mi presencia. Hombre de dimensiones descomunales, tenía hechuras y ojos de batracio. Dentro del ambiente de los prostíbulos gozaba de una buena reputación, pues siendo joven había trabajado en uno de los tugurios más célebres de Shanghai, The Caveau Montmartre, un local propiedad de un marinero corso, quien a su vez había sido colaborador de Wu Peifu, un señor de la guerra chino que había caído en desgracia después de negarse a colaborar con los japoneses.
—Es un honor tener a todo un cónsul en mi humilde casa —se dirigió a mí a modo de saludo.
Hasta la entrada de Japón en la guerra, los cónsules de las potencias extranjeras con representación oficial tomaban parte en el gobierno de la ciudad, con lo que eso suponía, pero las cosas habían cambiado. Ahora el contenido del cargo de cónsul estaba tan vacío como la cáscara de la que había hablado Lerroux.
—Sólo he venido a ver a un amigo —le respondí.
—Lo sé. Ha venido a visitar a Monsieur Lerroux. Todo hombre se parece a su dolor, ¿no le parece? —dijo a continuación.
Escuchar filosofar a un batracio envuelto en una túnica de seda de color ciruela era toda una alegoría de la cultura china, donde hasta los animales tenían algo que decir.
—¿A qué se refiere?
—Hablo de La condition humaine, la novela de monsieur Malraux. Todo hombre se parece a su dolor. ¿Qué es lo que le hace sufrir? Eso le pregunta Kyo, el personaje principal, a su padre, y éste le responde: el dolor no tiene importancia, ni tampoco sentido, porque no roza nada más profundo que su mentira o su goce… Es la respuesta de un opiómano. Una persona como monsieur Lerroux. Para los opiómanos nada de lo que ofrece este mundo tiene importancia, porque la vida está construida sobre los cimientos del sufrimiento.
La novela de André Malraux había sido prohibida por los japoneses, y ese hecho había servido de excusa a los comunistas para imprimir y distribuir clandestinamente varios miles de ejemplares por toda la ciudad. La obra narraba el conflicto entre los comunistas y los seguidores del Kuomitang liderado por Chiang-Kai-shek. Al principio, los partidarios de crear la República Soviética de China y los miembros del Kuomitang aparecían como socios, pero luego las cosas se torcían y acababan enfrentados. En cierta forma, la novela de monsieur Malraux era considerada como el perfecto manual para organizar una revolución. Un día se presentó en mi consulta un joven estudiante de la universidad Aurora, que llevaba consigo un ejemplar de La condition humaine, y que no dejó de leer con fruición hasta que pude atenderle. Después de preguntarle en qué podía ayudarle, introdujo el libro en el bolsillo trasero de su pantalón y me dijo que le dolía la espalda. Era un chico joven y aparentemente alegre, por lo que se me ocurrió bromear sobre la posibilidad de que su dolor estuviera provocado por aquella lectura tan peligrosa. Mi comentario le hizo volverse circunspecto y, cuando un minuto más tarde le pedí que me señalara qué zona le dolía de la espalda, me espetó con solemnidad, al tiempo que agitaba la novela al aire: «Me duele el lado del pueblo», en alusión a que le dolía el costado izquierdo.
—En los tiempos que corren, leer a monsieur Malraux puede resultar peligroso —apunté.
—He leído mucho a lo largo de mi vida, doctor Niboli. La lectura es mi gran pasión. Fui librero antes que «monje». Durante muchos años, las librerías y los prostíbulos convivían pacíficamente en el camino de Foochow. La mía era la más grande de Shanghai. Pero cuando los japoneses se hicieron con el control de la ciudad, poseer una librería se convirtió en un negocio peligroso. Según el Kempei Tai, la cultura es la primera sospechosa. Para colmo, yo mantenía una relación de amistad con Pa Kin, un joven intelectual que había traducido La conquista del pan, la obra del anarquista Kropotkin, y distribuía los libros de la editorial Vida y Cultura, de la que era director el propio Pa Kin, así que los japoneses pusieron sus ojos en mi negocio. Empezaron a vigilar la librería, y los clientes terminaron por asustarse. Por aquel entonces, yo frecuentaba un dancing llamado First Class, uno de esos clubes que tenían como portero a un príncipe moscovita. Harto de la situación, un día decidí hacerme «socio» de la Compañía del Tubo del Opio y transformar mi vieja librería en lo que es ahora: el Monk’s Brass Rail. Obviamente, jamás he podido permitirme contratar a un príncipe moscovita para que vigile la puerta, aunque sí que le he dado trabajo a un buen número de rusas blancas de buena cuna. En Shanghai hay al menos mil prostitutas rusas que afirman pertenecer a la familia del zar. Yo les pregunto si se refieren al zar Nicolás o al zar Stalin, que es hijo de un zapatero georgiano, y entonces ellas se ofenden. ¡Zarinas de piel lechosa! Sólo cuando les recito algún pasaje de Tolstoi consigo que cierren la boca. Para descubrir si son o no lo que dicen ser, condesas, princesas, etc., les hablo en francés, pues no existe un solo noble ruso que no hable a la perfección esa lengua… El opio me lo proporcionan los japoneses, los hombres del Kodama Kikan, y las Triadas chinas se encargan de que las cosas funcionen con las taxi-girls, así que todos contentos. Ya ve, también el mal requiere un orden…
La Compañía del Tubo del Opio formaba parte de las Triadas, y estaba controlada por Tu Yueh-se, el jefe de la Banda Verde, a la que también pertenecía Chiang Kai shek, el líder del Kuomitang, quien utilizaba a la mafia para combatir a los comunistas desde los sindicatos. Ahora, pese a que Tu Yueh-se y Chiang Kai-shek habían huido de Shanghai, las Triadas seguían operando, sobre todo en los prostíbulos, donde contaban con los temidos hong guan (postes rojos), matones a sueldo, quienes se encargaban de que los miembros de la «cofradía» cumplieran las leyes de la sociedad secreta, en especial con las obligaciones tributarias.
—La gente ha creado toda una mitología negativa en torno al consumo del opio —prosiguió—. Pero no se corresponde con la realidad. Jean Cocteau, en su obra Opium, journal d’une desintoxication, asegura que cada ser humano lleva consigo algo enrollado, como esas flores japonesas que se despliegan en el agua. Pues bien, el opio hace el papel del agua, y aunque la flor que uno lleve enrollada sea de fragancia deletérea o intoxicadora, la adormidera se encarga de desplegarla con todas las garantías, puesto que su consumo produce actos de cordura y no de locura.
—Supongo que cualquier puerto es bueno cuando arrecia la tormenta —repetí la frase que Lerroux había pronunciado delante de mí minutos antes.
—Sí, así es. Aunque eso no significa que el puerto que nos sirve de cobijo sea siempre el más idóneo. El opio también encierra un mundo que no oímos con nuestros oídos…, y que no vemos con nuestros ojos. Desde luego, nadie puede asegurar que ese otro mundo sea mejor que éste. Simplemente, se trata de un universo diferente al que habitamos y conocemos.
Tuve que preguntarme si quien hablaba de aquella manera era Mr. Chow, monsieur Malraux o Jean Cocteau.
—Había oído que había trabajado en The Caveau Montmartre. Desconocía que hubiera sido el propietario de una librería, y que fuera usted una persona tan cultivada.
—Trabajé como portero en The Caveau Montmartre para poder costearme los estudios universitarios. Mi gran envergadura hacía de mí la persona idónea para ejercer de dique de contención entre la calle y el interior del local. Más tarde, cuando conseguí reunir el dinero suficiente, me convertí en librero, y ahora soy…, ejerzo de… No sabría decir qué soy ahora exactamente, ¿un hombre de negocios?, ¿un proxeneta?, ¿un vendedor de opio?… Aunque lo que yo sea o deje de ser carece de importancia. Es como si hubieran transcurrido diez mil años.
Diez mil era la cifra que los chinos empleaban para referirse a algo que había durado mucho tiempo. De manera que cuando un chino hablaba de su pasado, siempre surgía ese guarismo.
—¿Puedo preguntarle por qué una persona como usted permite que le llamen chow?
En inglés pidgin, la palabra chow significaba «comida».
—Es obvio que mi corpulencia no se alimenta con aire. Me llaman Chow desde pequeño, porque ya entonces me gustaba mucho comer. Pero el apodo no sólo alude a mi apetito, sino al hambre de sabiduría que siempre he tenido. Como le he dicho, desde pequeño soy un devorador de libros…
Al atravesar de nuevo el club, fui interceptado por otra Shanghai girl. La tenacidad y la resistencia de aquellas muchachas eran mayores incluso que la de los soldados que peleaban en el frente, y encima luchaban por el mismo motivo: la supervivencia.
—I love you, monsieur —me dijo la joven.
De manera casi refleja deposité un nuevo billete de diez yuanes en la mano de la joven, que se quedó contemplándolo como si se estuviera mirando al espejo.
—Thank You! —exclamó cuando tomó conciencia de lo fácil que había resultado obtener la ganancia.
Ahora fui yo quien recordó una reflexión de la obra de monsieur Malraux: «Cuanto más heridos hay, cuanto más se acerca la insurrección, más se copula».
Nada más entrar en el hall de mi casa, recibí un fuerte golpe en la cabeza que me hizo perder el sentido durante unos instantes.
Cuando recuperé la conciencia, Nube Perfumada hacía esfuerzos por sostenerme entre sus brazos. Pero le costaba tanto trabajo que parecía que estuviese tratando de aprehender con los dedos agua derramada. En uno de los vaivenes a los que fue sometido mi cuerpo vi que en el suelo había depositada una sartén. Entonces comprendí que había sido ella quien me había golpeado. Traté de decir algo, pero tanto mi lengua como mi paladar seguían vibrando por efecto de la sacudida del golpe. Luego, cuando abrí la boca para respirar, se llenó con el sabor salobre y pegajoso de la estación que estaba a punto de acabar.
—Creí que eras un ladrón. ¡Lo sieeento! —se excusó.
—No podía dormir. He salido a tomar una copa —pude decir al fin.
Recordé que había olvidado hacer el pedido de hielo a la Roo Ching Kee Ice Company, así que tendría que conformarme con fabricar una compresa con un trapo húmedo para restañar la sangre que había empezado a manar de mi cabeza.
—Hace quince minutos había alguien en la casa —dijo Nube Perfumada.
—¿Estás segura?
—Completamente. Me despertó un ruido. Creí que eras tú, de modo que salí a ver qué pasaba. Entonces vi una sombra al final del pasillo. Luego fui a tu dormitorio y comprobé que no estabas. Eso me alarmó, así que cogí una sartén y me parapeté aquí, detrás del biombo de la entrada.
—Ayúdame a levantarme —le solicité—. Veamos si el ladrón se ha llevado algo.
Tras efectuar un somero reconocimiento de las estancias principales, todo parecía estar en su sitio.
—No se han llevado nada. Cabe la posibilidad de que el ladrón haya huido al oír que te levantabas. O tal vez lo que has visto no sea nada más que la sombra de un árbol proyectada sobre el pasillo. Hoy la luna está casi llena —apunté.
Y le señalé la miríada de sombras con forma de abanico de las hojas del ginko, que descansaban sobre el suelo del salón como una alfombra en movimiento llena de topos.
—Si no era un ladrón entonces tal vez fuera el espectro de Herr Blumenthal —se descolgó Nube Perfumada.
Para los chinos, las almas de los difuntos tenían la capacidad de regresar a la tierra como fantasmas, ya fuera para terminar algún asunto pendiente o para tomarse venganza contra aquellos que les hubieran infligido alguna clase de mal en vida. Había fantasmas inmortales que se convertían en semidioses, y también los había que podían ser condenados al infierno. Incluso los fantasmas podían morir una segunda vez, convirtiéndose entonces en «fantasma de un fantasma».
—¿Para qué diablos iba a querer venir el espíritu de Blumenthal a esta casa? —me interesé.
—Tal vez guarde algún secreto en la casa y haya venido a llevárselo —sugirió.
La conversación con Nube Perfumada me hizo recordar que Leon me había pedido permiso para guardar ciertos documentos en una pequeña caja fuerte que había encastrada en el suelo del dormitorio principal, es decir, el mío, debajo de la cama. Yo, naturalmente, había accedido, y no había vuelto a acordarme de la existencia de aquella caja fuerte, de la que ni siquiera conocía la combinación.
Subí raudo hasta la segunda planta y me arrojé al suelo del dormitorio. Desde esa posición pude comprobar que, en efecto, la caja fuerte había sido desvalijada, si bien el ladrón no había forzado la puerta.
Cuando me reincorporé, Nube Perfumada permanecía expectante en el umbral del dormitorio:
—¿Qué ocurre? —me preguntó.
—Creo que tenías razón. El fantasma de Herr Blumenthal ha venido a llevarse lo que guardaba en una pequeña caja fuerte que hay debajo de mi cama.
Luego, ya a solas, completé el cuadro de aquel robo. El ladrón había aprovechado mi salida para dirigirse directamente a mi dormitorio, y eso suponía que conocía la combinación de la caja fuerte, y también que me había estado vigilando. En cuanto al autor, tenía que tratarse de la prostituta o del proxeneta del que me había hablado el agente del Kempei Tai. Posiblemente habían torturado a Leon con el propósito de sonsacarle la combinación de la caja fuerte. Una vez obtuvieron la información, se deshicieron de él. El siguiente paso había consistido en aguardar el momento oportuno para entrar en la casa. De modo que el móvil del crimen no había sido pasional, sino que tenía que ver con el contenido de aquella caja de seguridad. Claro que en la casa había otros muchos objetos de valor. El ladrón ni siquiera se había llevado los ceniceros o los marcos de plata. ¿Por qué despreciarlos? ¿Qué había en aquella caja fuerte? ¿Bonos? ¿Valores bursátiles? Nada de eso tenía valor en aquellos días, y difícilmente podría tenerlo una vez terminada la guerra. En conclusión, el asesinato de Leon Blumenthal estaba lleno de ángulos muertos.