HONG KONG, 1975

Apreciado señor Niboli:

Muchas gracias por la celeridad de su respuesta y por sus atentas palabras. Si abrigaba dudas sobre su idoneidad para afrontar un proyecto como el que le propongo, han quedado disipadas después de leer su carta. Ni que decir tiene que ambos compartiremos la autoría del libro, para lo bueno y para lo malo.

Desgraciadamente, nuestro amigo Molmenti no goza de buena salud. Hace dos años y medio sufrió un ictus, y como consecuencia del mismo ha perdido la movilidad en el lado derecho de su cuerpo. A los problemas motrices, hay que sumar otros que le afectan al habla y a su capacidad para escribir. De ahí que me haya visto en la necesidad de recurrir a usted.

Según me ha comentado el señor Molmenti, usted mantuvo un estrecho trato con un judío llamado Leon Blumenthal. Se trata de una pieza clave en la historia que estoy tratando de escribir (¿o debería decir de recomponer?), de manera que le agradecería sobremanera que describiera pormenorizadamente su relación con él. Imagino que se estará preguntando por qué estoy interesado en un personaje como Leon Blumenthal. Permítame que guarde el secreto por el momento. Sólo puedo adelantarle que me hallo inmerso en una delicada investigación, y que su testimonio puede arrojar luz sobre ciertos aspectos que tuvieron que ver con los judíos en Shanghai durante la ocupación japonesa de la ciudad. De manera que no sólo me interesa el señor Blumenthal, también me importan otros personajes, como los señores Yushio Kodama y Ryochi Sasakawa, a quienes, al parecer, tuvo ocasión de frecuentar.

En cuanto a la posibilidad de que haya conocido a mi padre, es tan alta como seguro es que yo no llegué a conocerle nunca. En aquella época, como usted sabe, los hijos nacidos de una relación mixta no eran bien vistos (éramos conocidos como chee-chees, palabra, al parecer, de origen hindú), de manera que fui llevado lejos de Shanghai nada más nacer. Luego viví en la ciudad una temporada durante los meses previos y posteriores a la finalización de la guerra. De modo que son innumerables los acontecimientos que, por decirlo así, he olvidado; otros, en cambio, los conservo vívidamente en la memoria. Aunque en muchos casos no son más que un montón de imágenes confusas. Si me permite expresarlo con una metáfora, la gran mayoría de los recuerdos que han arraigado en mi mente viven dentro de ella como olas agitadas por la marea; a veces se acercan hasta la orilla y puedo tocarlas con las manos; en otras ocasiones, en cambio, sólo alcanzo a ver el reflejo irisado de las crestas, la efímera ilusión de la espuma, restos de algo que no sé discernir si tuvo lugar o es fruto de un sueño. De modo que llevo años esperando una revelación. Un fogonazo que ilumine cada acontecimiento, cada detalle. De ahí mi deseo por discriminar lo que es real de lo que no lo es. Necesito ordenar mis recuerdos. Sea como fuere, no dejo de preguntarme si Shanghai era de verdad la ciudad displicente y alborotada, ambivalente y tumultuosa que creo. Los chinos decimos que es el destino el que decide la vida de una persona. En mi caso, ese destino tiene nombre de ciudad: Shanghai.

A pesar de que llevo mucho tiempo tratando de reconstruir la historia de la China de los últimos cincuenta años, el espacio que me corresponde ocupar en ese rompecabezas sigue estando vacío. Espero que usted me ayude a completarlo.

¿Qué más puedo decirle cuando ya se lo he pedido todo?

Reciba un cordial saludo.

WANG ZEMIN