5
Pasé el resto de la mañana elaborando una lista de los objetos que, según mi criterio, podían interesarle al coronel Fukuda, para lo cual tuve a su vez que consultar un inventario elaborado por el propio Leon.
Se trataba de un grueso cuaderno de tapas encuadernadas en piel roja, y a cada objeto le correspondía una hoja. Estaba escrito en lengua alemana, aunque en los márgenes había anotaciones en hebreo. En la parte inferior del margen izquierdo de cada hoja aparecía una cifra, por lo general astronómica, si bien no se especificaba el tipo de moneda. Supuse que se trataba de una estimación del precio de cada pieza en el mercado.
Como la única cosa que entendía en aquellas hojas eran las cifras, las tomé como referencia para hacer una selección que satisficiera la avaricia del coronel Fukuda.
Acababa de terminar un posible lote compuesto por un biombo de Coromandel, una estatua de piedra de Bodhisattva, tres bronces y otras tantas figuras de porcelana de la dinastía Han, cuando comprendí que la avaricia era un saco sin fondo, y que la única manera de conformar a Fukuda era entregándole hasta el último objeto.
Además, no me parecía apropiado conservar aquellas antigüedades una vez que Norah y yo nos hubiéramos casado. Después de todo, cada pieza era como una atadura con el pasado. Por no decir que un minuto de la vida de Norah valía para mí más que los cientos de años que sumaban aquellas reliquias. De modo que el oficial Fukuda iba a convertirse en mi coartada por partida doble. Lo necesitaba para sacar a Norah del gueto y también para que se quedara con los tesoros de Leon Blumenthal.
Después de vestirme elegantemente para dirigirme a la oficina, escribí en un tarjetón del consulado los nombres de Leon Blumenthal y Walter Czollek entre interrogaciones, lo introduje en un sobre y le dije a Nube Perfumada que lo llevara hasta el Club judío de la Route Pinchon, donde debía entregárselo al rabí Meir Ashkenazi, el líder espiritual de la comunidad judía de origen ruso. Aunque el rabí Meir era cualquier cosa menos comunista, sabía que seguía con atención las alocuciones radiofónicas de Czollek, a quienes los judíos con pasaporte ruso, es decir, con patria, consideraban un auténtico toca pelotas. No en vano, el propio Czollek se había arrogado el papel de vocero de los bolcheviques en Shanghai, y eso comprometía seriamente la neutralidad de los rusos judíos que no querían significarse políticamente frente a los japoneses. De modo que si había una persona dispuesta a aumentar la presión sobre Walter Czollek, era el rabí Meir Ashkenazi. La pregunta era si Czollek estaría dispuesto a entrevistarse conmigo, el cónsul de un país fascista interesado en saber más sobre la muerte de un judío colaboracionista, de un Gólem.
—Si el rabí Meir no está en el Club Judío, pregúntale al portero dónde puedes encontrarlo, toma un rickshaw y que te lleve hasta allí. Desde luego, no has de salir de los límites de la Concesión Francesa —le dije—. Y recuerda que sólo has de entregarle el sobre al rabí Meir en persona.
A Nube Perfumada le entusiasmaban las misiones que incluían un viaje en rickshaw y la posibilidad de contemplar las largas y rizadas guedejas flotando en el aire como fideos de un viejo rabí. De manera especial, le llamaban la atención las patillas con forma de columna salomónica que colgaban de sus sienes, pues nada atraía más a una mujer china que una cabellera rizada. En cierta forma, no entendía cómo se distinguía un judío occidental de un occidental a secas, de modo que tratar con un judío con un aspecto tan particular le aclaraba muchos conceptos erróneos que tenía sobre el pueblo judío y la raza caucásica.
Mientras Nube Perfumada estaba fuera, me dediqué a descifrar el Journal de Shanghai para ver cómo iba la guerra. Según el periódico, las diecinueve zonas liberadas por el Ejército Rojo de Mao Tse-tung estaban a punto de ser reconquistadas por el Ejército Imperial japonés, después de haberles infligido una docena de severas derrotas en distintos frentes. Tras darle la vuelta a la noticia, concluí que los japoneses estaban perdiendo la guerra en el interior de China, donde el poder de los comunistas no dejaba de crecer. La frase de Chiang Kai-shek de que China carecía de espíritu nacional no podía aplicarse a los chinos comunistas.
Cuando Nube Perfumada regresó después de dos horas, le pregunté:
—¿Has encontrado al rabí Meir?
—Sí —respondió sin ocultar el júbilo que le embargaba—. Me ha dicho que has de encontrarte con él en el Club Judío dentro de dos días.
Supuse que ése era el plazo que el rabí Meir necesitaba para encontrar a Walter Czollek, transmitirle que yo andaba buscándole y obtener una respuesta.
Luego me vino a la memoria un malentendido que había tenido como protagonistas precisamente al rabí Meir y a Norah, quien había asistido a un baile en el Hotel Majestic en sábado, el día de descanso de los judíos.
—Si Shanghai es como bailar un «Lindy Hop», el viejo Meir es como escuchar una canción lenta y aburrida —se quejó Norah por el revuelo que había originado su comportamiento.
Al día siguiente, Leon, siguiendo su costumbre de que fuera yo quien saliera en defensa del honor de Norah, tal vez por una mera cuestión de empuje y de fuerza física dada mi juventud, me encargó mediar con el rabí. La respuesta del religioso me dejó aún más perplejo que la nimiedad que me había llevado hasta la sinagoga:
—Vivir es un acto espontáneo, un don que Dios nos concede; matar, en cambio, requiere intencionalidad —me espetó, como si Norah le hubiera clavado un puñal en el corazón a Yahvé al no respetar el Sabbat.
Una semana más tarde, Molmenti me puso al tanto de la visita del coronel Josef Meisinger a Shanghai y su propuesta de aplicar la «solución final» a los judíos de la ciudad. Entonces comprendí que el rabí Meir no me había hablado de Norah, sino de la visita del jefe de la Gestapo en Tokio y de su preocupación por las posibles consecuencias. Corría el verano de 1942. Ahora, un año más tarde, las «consecuencias» ya eran visibles.
Todos estos recuerdos me llevaron a reflexionar sobre la paradoja de que en Shanghai existiera al mismo tiempo un gueto judío y un Club Judío. ¿Acaso cabía imaginar algo más absurdo?
Me sorprendió que el coronel Fukuda me citara en el antiguo Shanghai Club y no en el Tun Wen College, el centro donde los japoneses entrenaban a los agentes secretos que luego operaban en el interior de China. Supongo que haciendo uso del Shanghai Club, los japoneses tenían la impresión de encontrarse en el corazón de Londres, de haber conquistado y sometido al Imperio Británico. No en vano, los nipones sentían una conspicua fascinación por la civilización occidental, a pesar de que no lo reconocieran, y lugares como el Shanghai Club les servían de conducto para tocarla, para acercarse a ella. Incluso habían mantenido en su puesto al portero chino que trabajaba con los ingleses. Un hombre menudo y sibilino que atesoraba alguna jugosa anécdota fruto del celo que ponía en el desempeño de su trabajo. En una ocasión, una dama llamó por teléfono a la portería para preguntar por su marido. Antes de que la señora tuviera siquiera ocasión de dar el nombre del caballero, el portero respondió: «Su marido no está». La réplica de la mujer no se hizo esperar: «Si aún no le he dado su nombre, ¿cómo sabe que no se encuentra allí?» A lo que el portero respondió: «El nombre no importa, señora. Ningún marido está nunca aquí, a ninguna hora».
El Shanghai Club (irónicamente también se le conocía como el «Club Regulations» por la cantidad de normas) era un edificio de estilo neoclásico de techos altos, mármol por doquier, paredes aterciopeladas y una decoración suntuosa. A primera vista, lo único que había cambiado era el retrato de Jorge VI, que había sido sustituido por otro de Hirohito. Aunque si uno se fijaba, las patas de las seis mesas de billar de la sala de estilo isabelino habían sido cercenadas para adecuarlas a la altura de los japoneses, muchos más bajos que los británicos. Por lo demás, todo seguía más o menos igual, un boy chino se encargaba de planchar todas las mañanas el Shanghai Times (cuya línea editorial era ahora pronipona), y el Long Bar conservaba el rancio y vetusto aspecto de antaño.
Fukuda me esperaba en el restaurante de la segunda planta, bebiendo un «pink gin» (ginebra con angostura bitter). A su lado, un barman chino vestido con chaqueta blanca aguardaba un gesto de aprobación. Mantenía la cabeza inclinada, tal y como exigía el trato entre chinos y japoneses.
En el otro extremo del comedor reconocí al señor Kodama en compañía de uno de sus socios, un tipo llamado Ryochi Sasakawa, un admirador confeso de Benito Mussolini que se pasaba la vida viajando de un lado a otro de China. Sasakawa estaba convencido de que yo era italiano, así que siempre que se cruzaba conmigo, exclamaba en una lengua que pretendía ser la de Dante:
—Calo amico! Evviva II Dolce!
Que Sasakawa no pudiera pronunciar la «r» era algo corriente entre los orientales; en cambio, no entendía por qué Il Duce era para él Il Dolce.
Me llamó la atención que cada cual ocupaba un lugar predeterminado en el comedor. Pensé que tampoco en eso eran muy diferentes los japoneses de los británicos, que tenían asignada un área del restaurante según el rango. Los british (ahora los japoneses) taipans, es decir, los gerifaltes, a un lado; los griffins, jóvenes oficiales o funcionarios, en el opuesto.
Cuando estuve frente a Fukuda, hice una reverencia inclinando la cabeza y parte del tronco, dando a entender el respeto que me merecía su persona. Fukuda me correspondió con un saludo mucho menos protocolario.
—Recibí su meishi —se refería a la tarjeta de visita que le había enviado—, doctor. Dígame: ¿qué es eso tan urgente que tiene que contarme? —me interpeló.
Puse cara de preocupación antes de decir:
—Se trata del gueto de Hongkew…
—En Shanghai no hay ningún gueto, doctor Niboli —me corrigió Fukuda, siempre atento a las formalidades.
—Está bien, he detectado un brote de tifus en el «área determinada para apátridas» —solté.
Fukuda me dedicó ahora una mirada cansina. Luego, tras agitar las manos en el aire, añadió:
—Ya se lo dije el otro día, tengo las manos atadas. No puedo hacer nada por los judíos.
Aproveché para pedirle al barman otro «pink gin».
—He localizado el foco de la infección. Bastará con sacar a esa persona del «área determinada para apátridas» y que desinfecten el edificio con DDT —expuse a continuación.
—¿A qué persona se refiere, doctor? —se interesó.
—A la viuda de Leon Blumenthal. Tiene fiebre, dolores de cabeza y erupciones en la piel…
—Debí haberlo imaginado. Así que quiere que le dé permiso para sacar a la señora Blumenthal del «área determinada para apátridas» por una cuestión de salud pública, ¿no es así?
Oír ironizar a Fukuda era lo mismo que escuchar un violín desafinado.
—En efecto.
—Mi respuesta es no. Me causaría problemas con los alemanes. Me harían preguntas, y no sabría qué responder. Incluso tendría que dar más explicaciones de las necesarias a mi gente, a los oficiales Ghoya y Kubota.
No estaba dispuesto a dejarme disuadir por Fukuda. Japón le debía un gran favor a España, y eso era lo mismo que decir que él me lo debía a mí. Así que decidí mostrar el as que guardaba en la manga.
—¿Y si me caso con ella? —sugerí—. Esta misma tarde o mañana. Entonces pasaría a tener mi nacionalidad y dejaría de ser una apátrida. Hitler y Franco son amigos. Los alemanes no se meterán con la esposa del cónsul de España.
—¿De verdad quiere casarse con la viuda del señor Blumenthal? —me preguntó sin ocultar su asombro.
—Sí.
—¿No le parece que no es el momento apropiado para comportarse como un adolescente romántico? —me reprochó—. Si tiene ganas de acostarse con una mujer, vaya a una Casa del Singsong.
—¿Y si contribuyo con una aportación a las arcas del imperio japonés? Le compré la mansión a Leon Blumenthal repleta de antigüedades. Porcelanas de celedón, biombos de Coromandel, budas de oro… Lo donaré todo.
No había encontrado una manera más sutil de proponerle el soborno, pero la situación empezaba a antojárseme desesperada.
Fukuda, que como la otra noche había estado bebiendo a pequeños sorbos, apuró el combinado de un trago. Luego dijo:
—Está bien, si se trata de una cuestión de salud pública, le tramitaré ese permiso, pero con la condición de que la señora Blumenthal permanezca bajo su custodia, aislada. No queremos que «contagie» a nadie. ¿Entendido? Se casará con ella para que yo pueda cubrirme las espaldas frente a los alemanes, pero no quiero verla pasear por Shanghai. Al menos por el momento.
—Así lo haré.
—Más tarde le daré la dirección a la que ha de enviar todas esas antigüedades que dice poseer. En cuanto las reciba, le remitiré la autorización para que la señora Blumenthal, ¿o quizá debería decir la señora Niboli?, pueda abandonar el «área determinada para apátridas».
—Muchas gracias, coronel.
—No me tiene que dar las gracias. No lo hago por usted, sino por la amistad que une a nuestros dos países —se desmarcó.
A continuación, el camarero nos hizo entrega de sendos oshibori húmedos y templados para que laváramos nuestras manos, antes de servirnos un almuerzo frugal a base de sopa de miso y de pescado crudo en láminas. No me costó imaginar a Fukuda limpiando sus manos con una de esas toallitas calientes mientras se preparaba para decapitar a un hombre. A veces, el refinamiento daba lugar a su vez a refinadas crueldades.
—Espero que le guste el fugu —dijo a continuación.
Supuse que, invitándome a comer pescado venenoso, pretendía resarcirse de mis comentarios irónicos de nuestro último encuentro.
—¿Se refiere al pez globo del que me habló el otro día en el bar del Hotel Cathay? —le pregunté.
—No tema. Le he dicho al cocinero que limpie el pescado a conciencia. El principal peligro del fugu está en el hígado y en los órganos sexuales —me respondió sin inmutarse.
—¿Y qué ocurre si no ha cumplido su orden?
—Que usted y yo moriremos. El fugu contiene una sustancia tóxica llamada tetrodotoxina, capaz de matar a quince hombres. La tetrodotoxina hace que los músculos se paralicen, al tiempo que el corazón sigue latiendo a buen ritmo. Eso significa que uno es consciente de todo lo que está ocurriendo. Finalmente, uno no puede respirar y, en consecuencia, muere por asfixia. Una muerte verdaderamente terrible. Si lo prefiere, le diremos al camarero que pruebe un poco…, como hacían los antiguos romanos. Aunque eso sería un desperdicio…
—¿Acaso trata de intimidarme? Comeré si usted lo hace —le repliqué.
Fukuda esbozó una tenue sonrisa antes de cumplir con el protocolo.
—Itadakimasu —me deseó.
—Buen provecho —correspondí.
Como yo no tenía la costumbre de comer con palillos, le pedí permiso a mi anfitrión para utilizar tenedor y cuchillo.
—Naturalmente, tiene mi consentimiento. Si he de serle sincero, casi lo prefiero, porque eso me hace recordar cuán bárbaros son ustedes, los occidentales. Nosotros utilizamos los ohashi para comer desde hace miles de años, mientras que el tenedor es un artilugio que apenas cuenta con tres siglos de antigüedad.
Luego el coronel me sirvió a mí y yo le serví a él.
Tras ingerir cada uno un trozo de pescado, Fukuda añadió:
—Comer fugu es lo mismo que jugar a la ruleta rusa. Hemos apretado el gatillo y ambos hemos resultado ilesos.
—Si tanto detesta todo lo occidental, ¿por qué me ha citado en este lugar? Podíamos habernos encontrado en el Club japonés —dije en un intento por cambiar de conversación. Era incapaz de comer si pensaba que equivalía a disparar sobre mi sien con una pistola con una bala en el tambor. No soportaba que Fukuda me recordara el peligro que corría cada vez que ingería un trozo de pescado.
—Digamos que los británicos esconden su barbarismo bajo una pátina de buenos modales —argumentó—. Pero poner tanta atención en los pequeños detalles les ha llevado a descuidar lo más importante: el conjunto. Es cierto que los detalles forman parte del todo, pero no son el todo. Lo que los británicos han querido transmitir al crear lugares como éste, es la idea de que el tiempo no corre, de que es tan inmutable como lo son sus costumbres y tradiciones. Inmutable como su imperio. Un grave error, porque el mundo cambia a diario. Y si el planeta está sujeto a continuas modificaciones, eso significa que el tiempo es un factor importante. Si uno se obceca en los pequeños detalles, sobre todo cuando se está librando una guerra, acaba preocupándose más por las víctimas o por la evacuación de los heridos que por el resultado de las acciones militares. Y eso es exactamente lo que les ha ocurrido a los británicos. Su costumbre de congelar el tiempo les ha llevado a perderlo irremisiblemente… No sé si me estoy expresando con la suficiente claridad.
Empecé a pensar que a Fukuda le entusiasmaban los argumentos vacíos, y que tratando de establecer una analogía entre el declive del imperio británico y el paso del tiempo, pretendía justificar la pujanza de Japón sobre la zona. No me equivoqué.
—A lo largo de la historia, siempre ha habido naciones hegemónicas: los griegos con Alejandro Magno, el imperio romano, el imperio mongol, ustedes, los españoles, y también los británicos… —añadió—. Ahora ha llegado el momento de Japón, y la prueba que confirma mis palabras está en el hecho de que usted y yo estemos manteniendo esta reunión en el que fue, por decirlo así, el corazón de los británicos en Shanghai, que es a su vez el corazón de China.
Cuando terminó su discurso, me percaté de que Fukuda apenas había probado bocado. Pero tras observar la expresión de su rostro, que rezumaba contención, llegué a la conclusión de que no era por falta de apetito o porque sintiera aprensión a la hora de comer fugu, sino por una razón ascética. Tal vez comer frugalmente formaba parte de un entrenamiento, por si algún día se veía obligado a pasar hambre en alguna de las junglas que los japoneses controlaban tanto en las islas del pacífico como en el sudeste asiático. No en vano, los soldados nipones estaban acostumbrados a luchar con un solo plato de arroz al día.
—No me cabe duda de que son ustedes unos rompecorazones —ironicé—. Pero olvida que también se han convertido en dueños del bar más grande del mundo. Toda una hazaña comparable a robarle el corazón a una hermosa dama como China.
El Long Bar del Shanghai Club era considerado el bar más grande del mundo, con una barra que superaba los treinta metros de longitud.
—Otro detalle absurdo. ¿Para qué necesitaban los ingleses una barra tan larga? —reflexionó en voz alta Fukuda.
—Supongo que por una cuestión de tamaño. Ya sabe, «yo la tengo más grande que tú», y ese tipo de razonamientos a los que somos tan proclives los hombres… —divagué.
Fukuda me dedicó una mirada de desaprobación antes de concluir:
—Un proverbio de mi país reza: Ganar primero, combatir después, lo que dicho en dos palabras es ganar antes. Nada es imposible para una mente dispuesta.
Yo también tenía mi propio proverbio chino, uno que decía: puede que un hombre sea malo y buenos sus modales. Pero preferí tragármelo con la última lámina de pescado crudo.