Capítulo uno

—Qué mono es —dijo Kelly Kentworth sonriendo a su ahijado, Gabriel Hassem.

Unos dieciocho meses antes, su mejor amiga, Alana Fiora, se había emparentado con la familia real Al-Marasae. El acuerdo matrimonial no había estado exento de problemas. El jeque Dharr había engañado a Alana para que volviese a su palacio y se convirtiera en su esposa. Al principio tan sólo era su organizadora de bodas, pero digamos que fue ascendida cuando la novia de verdad fue descartada. Los comienzos no habían sido fáciles, pero poco a poco fueron sorteando las dificultades. Desde luego, Kelly nunca había visto a su amiga tan feliz. Se conocían desde hacía más de una década, cuando sólo eran compañeras de instituto, y nunca la había visto con esa permanente sonrisa en el rostro.

Indudablemente, su pequeñajo favorito era muy culpable de esa felicidad. Gabriel tenía los grandes y hermosos ojos azul turquesa de su madre. Se veían tan grandes en esa carita tan pequeñita que parecía un personaje de una serie de anime. Era precioso. Había heredado la piel aceitunada de sus dos progenitores, pero la mata de pelo rizado, igual que la de su abuelo y la de su tío Asam, era de la familia Hassem. Era un pequeño monstruito que correteaba por todas partes con pasos inestables y se lo llevaba todo a la boca. No más de cinco minutos antes lo había pillado con una pieza de Lego en la boca. Por lo menos era de las grandes. Ahora entendía por qué los padres se volvían locos buscando etiquetas en las cajas de juguetes y asegurándose de que no había partes pequeñas por ningún sitio. Gabriel andaría metiéndose canicas y un puñado de otros objetos peligrosos en la boca si Alana los dejase a su alcance.

Al parecer, «precoz» era el código que usaban los padres cuando en realidad querían decir: «No duermo nunca, así que ¿podrías ayudarme a vigilar a mi hijo las 24 horas del día durante los siete días de la semana?».

Era bueno saberlo.

—Es la flor más hermosa de mi jardín —dijo Alana ciñéndose con firmeza el caftán naranja tostado sobre los hombros—. Pero vamos, si quieres, te lo cedo durante un mes para que yo pueda descansar. A mí me vendría de maravilla.

A Kelly se le escapó una risa ahogada.

—Como si no tuvieras un montón de leales sirvientes a tu disposición que estarían más que encantados de ayudar a su jequesa con el futuro heredero.

—Técnicamente —dijo Alana mirando el palo que le había traído Gabriel del jardín como si fuese el Santo Grial—. Pero Faaid es el mayor, así que sus hijos son los primeros en la línea sucesoria. Estoy segura de que al abuelo Azhaar le interesa más asegurarse de que mi familia se queda con Petróleos Hassem S.A. Es algo menos urgente.

—Aún así puedes encontrar muchas formas de descansar. ¡Debe de haber niñeras de primer nivel por aquí!

—En teoría tienes razón, pero a Dharr y a mí nos gusta ser lo más prácticos posible. Nuestro hijo es la luz de nuestra vida. La abuela Yahira cuida de él cuando yo estoy trabajando en casos legales y su padre está en la sala de juntas, pero no quiero tener una legión de cuidadores. Dharr creció así y, aunque adora a su madre, es una infancia demasiado solitaria. O sea, en mi familia siempre hemos sido una piña. Quiero lo mismo para Gabriel.

Kelly asintió y sonrió cuando vio las flores que su ahijado le había traído. Estaba completamente segura de que antes de convertirse en una especie de masa deforme aquello habían sido unos pétalos de rosa roja. Esbozando una sonrisa aún más amplia, acarició la mata de cabello castaño de Gabriel.

—Qué mono. Me parece que vas camino de convertirte en un conquistador, hombrecito.

Alana soltó una carcajada mientras acariciaba la espalda de su hijo.

—No le des ideas. Su tío ya tiene bastante mala fama, y su padre tampoco fue un niño modélico precisamente. Aunque preferiría tener que preocuparme por que fuese dejando una ristra de corazones rotos por todo Oriente Medio, sobre todo aquí en Al-Marasae, a tener que lidiar con una afición por la Fórmula Uno.

—O por las carreras ilegales de coches.

Alana frunció el ceño y asintió después de hacer una pausa. Si el jeque Dharr se había visto forzado a salir a la caza de esposa tan pronto había sido porque su padre le había dado un ultimátum. Todo se había desencadenado por sus días salvajes en los que había arrastrado el nombre de la familia Hassem por los suelos. Uno de los ejemplos más estelares (si podía llamarse así) fue una carrera de coches con consecuencias desastrosas que dejó a otro jeque de un país vecino atado para siempre a una máquina de respiración artificial. Exceptuando al hermano mayor, Faaid, los hermanos Hassem tenían una reputación que les precedía y ninguno tenía un currículum, digamos, impecable.

—Bueno, aún te quedan catorce años para que sea lo suficientemente mayor para sacarse el carnet de conducir  —dijo Kelly—. Espera, ¿aquí hay una edad mínima para aprender a conducir? —añadió con un súbito pestañeo.

—En teoría no; aunque yo aprendí a los dieciséis y creo que esa edad está bien de sobra. De todas formas, disponemos de un chófer que nos lleva a todas partes.

—Vaya, ¡qué nivel!

Alana soltó una risa ahogada y bajó la cabeza.

—Ya me entiendes. Sigo prefiriendo hacerlo casi todo sola. No me estoy convirtiendo en una diva.

—¿Que no te estás convirtiendo en una diva? Pero si siempre has sido un pelín exigente y caprichosa.

—Me acojo a la Quinta Enmienda.

—Cómo no, señorita abogada —contestó Kelly—. Por cierto, hablando de jeques malotes, ¿cómo le va a Asam?

—No me digas que estás haciendo una encuesta. ¿Has empezado a trabajar para la revista Herederos Árabes?

—No, pero si te dijera que no es más que simple curiosidad científica no me creerías, ¿verdad? —preguntó retirándose un largo mechón de cabello dorado de la cara. Alana se dejaba el pelo a la altura de los hombros, pero a Kelly le encantaba llevar el suyo más largo, por la mitad de la espalda. Si ya era un engorro en Las Vegas, donde vivía; después de una semana en Al-Marasae a cuarenta y nueve grados, era insoportable. No paraba de sudar. Notaba el pelo lacio y las gotas de humedad bajándole por el cuello.

Puf.

Se alegraría más o menos de estar pronto de vuelta en Las Vegas. No es que hiciera mucho más fresco, pero en otoño era al menos soportable. Aunque, eso sí, tendría que regresar a su apartamento vacío, el que solía compartir con Alana antes de que su amiga pasara de abogada de altos vuelos a jequesa de una tierra exótica.

Era duro. No envidiaba la felicidad de su amiga, pero Kelly solo deseaba un poco para ella. Se pasaba todo el tiempo en el sitio web de citas MatchMe.Com y los pocos chicos con los que había ido más allá de la primera cita habían resultado ser unos tarados. El que coleccionaba sellos se había ganado un puesto de honor en las Olimpiadas de Perdedores. Además, todos palidecían en comparación con el que ella realmente quería pero que se le había escapado.

—¿Sabes? —dijo Alana esbozando esa sonrisa suya de Mona Lisa mientras sostenía a su hijo en su regazo—. Eres increíblemente trasparente. Si quieres saber cómo le va a Asam, no tienes más que llamarle. Puedo conseguirte su número. Además, se pasa todo el tiempo yendo y viniendo de Estados Unidos. Caramba, ese es su principal problema. No sabes cómo frustra a Azhaar, su padre. Un fin de semana está en Londres, el otro en Nueva York y el siguiente en Chicago.

—Mejor no me digas para qué —respondió Kelly por miedo a saber la respuesta.

Asam y ella no habían pasado mucho tiempo juntos. Solo había ido de visita a Al-Masarae un par de veces incluyendo la boda de su mejor amiga con Dharr. Aquella vez tuvieron una discusión monumental, al igual que aquella otra vez que fue de visita durante el Ramadán. La primera vez que se conocieron verdaderamente sintió que habían conectado. Habían mantenido una conversación relajada y divertida en la carpa de la piscina, pero después Asam desapareció sin más y la dejó plantada para irse con una compañía más, ejem, interesante. Asam se había escabullido con una stripper tragallamas (estaban en Las Vegas, donde habían hecho la despedida de solteros porque qué mejor opción que esa).

Después de aquello, cuando volvió a verle se odió a sí misma por seguir echándole de menos. Parecía una locura, pero en apenas unas horas habían tenido una conexión muy especial; sin embargo, esa chispa se apagó con demasiada rapidez. A pesar de lo enfadada que se había sentido las otras dos veces que se vieron y de la atracción que sentían cada vez que se encontraban, seguía teniendo otros sentimientos hacia él. Era atractivo, así que lo fácil habría sido echarle la culpa a la atracción física. Pero no era solo eso. El carisma de Asam tenía algo embriagador. Se había ganado a pulso el rol del “hermano divertido”, pero era algo más. Sentía una atracción tan intensa como la de la luna sobre las mareas.

Le daba mucha rabia caer rendida así.

Era lo último que quería, pero daba igual a cuantas citas a ciegas acudiera ni cuantas aventuras de citas online tuviera, no podía evitar desear que cierto par de ojos castaños le devolviesen la mirada en lugar de esas miradas vacías que recibía en su lugar. Ella quería al jeque encantador que olía a tomillo y especias. Deseaba que esas manos fuertes se aferrasen a las suyas. Esos pensamientos seguían persiguiéndola casi dos años después de haberle conocido, y Kelly llegó a la conclusión de que se le había ido la cabeza. A lo mejor tan solo quería una excusa para vivir en Al-Marasae al lado de su mejor amiga. O tal vez la selección de, seamos sinceros, perdedores de MatchMe no le atraía lo más mínimo. La cuestión es que no podía quitarse a Asam de la cabeza ni de la sangre que recorría sus venas.

Era como una droga que se resistía a desaparecer de su cuerpo a pesar del tiempo que había pasado.

Pero claro, si volaba de una ciudad a otra todos los fines de semana para disfrutar de clubs de moda y de mujeres de todo el mundo  (su familia no era tan ortodoxa ni estricta como para no permitirle disfrutar de la fiesta como haría el miembro de una fraternidad universitaria), entonces es que Asam la había olvidado de sobra. Volvía a comportarse de forma patética y lo sabía.

Puf, que alguien acabe con su sufrimiento de una vez.

—Entonces Asam está disfrutando la vida, ¿no?

Alana suspiró y volvió a acariciar la mano de su amiga.

—Kelly, no es del todo así.

Kelly puso los ojos en blanco.

—¿En serio?

—Vale. Es así, pero Dharr dice que siempre se ha comportado de esa manera. Siempre ha sido el menos responsable y el más juerguista. Imagino que es porque es el más joven. Bueno, háblame de los hombres de tu vida. Tiene que haber alguien.

Kelly soltó una carcajada y se inclinó para besar las rollizas mejillas de su ahijado. Parecía un querubín.

—Hay alguien. Se llama Jasper, es de color blanco, tiene un manto de pelo suave y unos bigotes largos. Ah, y la cosa va en serio porque los gatos son unos toca…ejem…narices y yo sigo aguantándolo —respondió.

—Gracias por no decir palabrotas —dijo Alana, y soltó una risa sofocada—. Te juro que tanto Dharr como Faaid sienten la tentación de decir tacos en árabe cuando hablan de negocios por teléfono. Mi hijo se convertirá en un blasfemador experto si no nos andamos con ojo. Por lo menos yo intento limitarme a un idioma —añadió, y dio un ligero suspiro —. En fin, lo siento mucho. No es que Jasper no sea un gato fantástico…pero no es ni de lejos tan bueno como mi perro Pumpkin.

—Hala, venga, sigue echando sal en la herida.

—¡Cómo lo echo de menos! —dijo—. Pero no podía hacerle pasar por un viaje tan largo ni por el trámite de aduanas. Encima tiene mucho pelo y aquí hace demasiado calor. Menos mal que el terapeuta de mi padre le recomendó que se buscase un perro para que le ayudase. Si le entra ansiedad porque tiene ganas de jugar a las apuestas, no tiene más que distraerse con Pumpkin.

Kelly asintió sin querer borrar la sonrisa de su cara. El padre de Alana llevaba tiempo luchando contra su adicción por el juego. Había mejorado gracias a la terapia que Dharr había costeado generosamente. Seguía trabajando en su bufete de abogados, pero poco a poco estaba consiguiendo salir adelante y la compañía diaria de Pumpkin era muy culpable de su mejoría. No es que los perros fueran tan especiales. Los gatos eran claramente una especie superior. Después de todo, ¿qué animal era el dueño de Internet gracias a millones de videos virales?

Una pista: no era ninguna de esas máquinas de babear.

—Pero no puedo evitar preocuparme por ti. Estoy muy lejos y no quiero que te sientas sola.

—Mira, entre el trabajo en el Paradiso y los súper bufés que preparo los domingos, no tengo tiempo de aburrirme. Además, tengo a Jasper para cubrirme las espaldas. Sabe arañar bien, así que además me ofrece protección. Tengo una vida plena, en serio.

—¿Por eso me has preguntado por Asam después de tanto tiempo?

—Solo estaba haciendo un sondeo. Dime qué tal te llevas con Yahira y cuéntamelo todo sobre los tíos y primos de Gabriel. ¿Ves? Solo estoy charlando contigo sobre la familia.

—Claro, Kel, claro. De todas formas, si cambias de opinión te puedo conseguir su número en un abrir y cerrar de ojos. A lo mejor va de un lado para otro porque ya ha encontrado a la persona que quiere pero cree que no puede tenerla.

Kelly se irguió y levantó la barbilla.

—Por supuesto que no puede. Me dejó plantada para irse con una tragallamas, y no una tragallamas cualquiera, no… ¡Una bailarina de striptease! No te preocupes, Alana, estoy bien. Era simple curiosidad.  Sigue contándome secretos del clan Hassem.

***

Volver a casa fue duro.

El palacio siempre estaba rebosante de vida. Dharr y Alana no eran los únicos que vivían allí. Su hermano Faaid y su familia vivían en una de las múltiples alas del edificio, además de los padres de Dharr. Había un centenar de sirvientes e incluso el antiguo y ya retirado harén (habían sido del viejo jeque ya que los hermanos no parecían interesados en las tradiciones). Era como si hubiese una floreciente metrópolis detrás de las puertas del recinto. Pero esa no era la única razón. Su amiga vivía allí. Ya no podía oír su risa cada vez que quería ni darle un abrazo al final de un duro día de trabajo. No era lo mismo. También echaba de menos la cara sonriente y radiante de su ahijado e incluso esos atisbos tan adorables de Dharr y Alana cogiéndose de la mano o abrazándose con cariño.

No era solo por las personas que vivían en el palacio, sino por esa atmósfera cálida y familiar que emanaba del lugar. Al volver a la tranquilidad de su apartamento soltó un suspiro. Lo había dejado hecho una leonera antes de irse. Se le había echado el tiempo encima haciendo la maleta y había camisas y pantalones esparcidos por toda su habitación. Había contratado a un canguro de mascotas para que fuese de vez en cuando a limpiar el arenero al menos hasta el día antes de que ella llegase y, después de haber estado fuera durante una semana, volvía a acostumbrarse al intenso olor de la orina de gato. Evidentemente, el frigorífico estaba vacío y había algunos restos en un Tupperware que tendría que limpiar. Probablemente estarían verdes y cubiertos de pelusa, dando cobijo a nuevas formas de vida nunca antes vistas en este planeta.

Notó algo cálido y familiar frotándose contra sus piernas, así que se agachó para coger en brazos a su bola de pelo blanco favorita.

—Uff —dijo Kelly acercándose el gato al pecho—. Te estás poniendo súper gordo, Jasper. Voy a tener que dejar de darte comida húmeda.

—¿Miau?

Kelly suspiró y le dio un beso en la nariz.

—Esta noche estamos solos, compañero. Nada nuevo, ¿no? ¿Encargamos comida en el chino y nos ponemos una peli o mejor pedimos pizza y leemos un libro?

—Miau.

—No eres de mucha ayuda —le reprendió mientras cogía el teléfono—. ¿La Posada del Mandarín? Soy Kelly Kentworth, llamo para encargar lo de siempre…

***