Capítulo XXIV

Fin del misterio

A la mañana siguiente, Chatín fue el primero en levantarse y bajó corriendo con «Ciclón» pegado a sus talones. La señora Cosqui le encontró en la cocina tratando de reavivar el fuego al cabo de pocos minutos.

—No podía dormir ni un minuto más —le explicó—. No comprendo cómo el inspector no se ha levantado todavía. Su deber es continuar su trabajo lo más pronto posible, ¿no?

—Eres terrible —repuso la señora Cosqui—. Deja ya el fuego. Has armado tal revoltijo que no sé cómo voy a arreglarlo. Vete a despertar a los otros porque el desayuno estará listo más pronto que otros días.

—Gracias —le dijo Chatín volviendo a subir la escalera con su inseparable «Ciclón».

A los cuatro pequeños aquella mañana les pareció que desayunar era una pérdida de tiempo… incluso Chatín, que siempre era el último en terminar…, pero aquel día estaba tan impaciente como los demás.

Al fin, armados de dos serruchos y una gran soga, la pequeña expedición tomó el camino del lago. «Miranda» iba sobre el hombro de Nabé, y «Ciclón» descubrió que ahora que la nieve se derretía sobre la superficie helada, ésta volvía a tornarse resbaladiza, y sus patas patinaban en todas direcciones poniéndole en ridículo.

Llegaron al lugar donde descubrieron el círculo de hielo, y junto a él el agujero cuya superficie había vuelto a helarse. El inspector hizo una seña al sargento y éste se arrodilló tratando de introducir en el hielo el extremo del enorme serrucho.

No fue cosa sencilla pero al fin la sierra comenzó a actuar, y el sargento bufando y jadeando logró aserrar el círculo completo.

Luego insertó una cuña y levantó el redondel recién cortado, y que depositó junto al primero. Todos se asomaron a mirar el agua.

—Veo algo —dijo el sargento introduciendo la cabeza casi en el agua—. Y creo que podré alcanzarlo, inspector.

E introduciendo el brazo en el agua asió una cuerda y tiró de ella.

—Está atada a algo que hay más abajo, inspector —le dijo—. Me parece que tendremos que hacer bastante fuerza para sacarlo.

—Átela al extremo de la cuerda que hemos traído —le dijo el inspector—. Póngala en doble para que haga más fuerza. Apártate del agujero, chico…, puedes caerte dentro.

Chatín obedeció decepcionado. El sargento luego de unir las dos cuerdas y ayudado por el inspector, tiró con fuerza.

—Algo está subiendo —jadeó el sargento satisfecho—. ¡Uuuupa, ahí viene! ¿Alguien más quiere ayudar? Pesa esto mucho.

El borde de una caja asomaba por el gran agujero, y con otro gran esfuerzo lograron que se apoyase contra el borde del boquete y luego se deslizó sobre el hielo tan de improviso que el sargento se cayó de espaldas ante el regocijo de «Ciclón».

Todos contemplaron la caja.

—Sí —exclamó Chatín alegremente—. Ésta es una de las cajas que los hombres sacaron del sótano. ¡Hurra!

—¿La abro ahora, inspector? —preguntó el sargento levantándose con cuidado. El policía asintió mientras el sargento sacaba un estuche de cuero lleno de una interesante colección de herramientas. ¡Cómo le hubiera gustado a Chatín tener una igual!

Con gran cuidado y hábiles manipulaciones, el sargento consiguió al fin levantar la tapa, y los niños se asomaron a su interior. La caja, al parecer, había sido cerrada herméticamente, puesto que en su interior no había el menor rostro de humedad. Algo brilló cuando los niños se inclinaron para mirar.

—¡Fusiles! —exclamó Chatín sorprendido—. ¡Vaya, mirad cuantos fusiles!

Los policías se miraron haciendo un gesto de asentimiento. Sí, aquello era lo que esperaban encontrar, y el señor Martin también asintió con la cabeza.

—¡Buen trabajo! —dijo—. Esperemos que estén ahí todos los fusiles que esos individuos robaron de un campamento del ejército. Supongo que para sacarlos secretamente del país, y utilizarlos en alguna parte contra nosotros.

—¡Caramba! A la señora Cosqui no le va a hacer ninguna gracia el pensar que ha tenido docenas de fusiles almacenados en el sótano —dijo Chatín—. Le dan mucho miedo. ¿Vamos a sacar todas las cajas? Miren… hay una cuerda atada a ésta que penetra en el agua. ¿Estará unida a otra de las cajas? ¿Las habrán atado unas a otras?

—Cállate, máquina parlante —dijo Nabé ansioso por no perder ni una de las palabras que hablaban los tres hombres. ¡Aquello era un asunto serio… un caso de traición!

Un pensamiento le asaltó. Un caso de traición… sí, aquello le traía algo a la memoria. Sí… ¿cuál era aquella antigua leyenda?… el aldabón de cabeza de león que nunca sonaba a menos que hubiera un traidor en Villa Rat-a-Tat. Y lo había cuando sonó… fue él mismo quien lo tocó. Nabé se hizo el propósito de comunicar sus pensamientos a los demás en cuanto pudieran verse a solas. ¡Era, muy, pero que muy curioso!

—Ve a buscar tu trineo, muchacho —dijo el inspector a Chatín—. Nos llevaremos esta caja a la casa para examinarla mejor. Y en cuanto a las otras las dejaremos aquí hasta que pueda traer más hombres para que las vigilen. Probablemente contienen lo mismo que ésta.

Chatín fue en busca de su trineo a toda velocidad. Pusieron la pesada caja encima y con la ayuda de Roger la arrastraron sobre el hielo. ¡Qué hallazgo!

—¿Y las otras cajas, inspector? ¿Y si vienen los ladrones y se las llevan? —dijo Chatín.

—No vendrán hasta que la nieve haya desaparecido y puedan traer un camión por carretera —replicó el policía—. Y algunos hombres para ayudarles.

—Pero ¿no va a dejar a nadie de vigilancia, inspector? —insistió el pequeño—. Quiero decir, que no sabemos cuándo pueden venir.

—Vigilaremos el primer camión que penetre en este distrito —explicó el inspector de buen talante—. Y por si acaso crees que no sabemos cuál es nuestra obligación, te aseguro que en cuanto hayan cargado el camión con los fusiles e intenten llevárselo, será detenido, registrado y llevado al puesto de policía más próximo. ¿Merece tu aprobación?

—¡Oh, inspector! —dijo Chatín enrojeciendo—. Sé muy bien que conoce su obligación… sólo pensaba… bueno, que esos hombres podían venir, llegarse aquí y llevarse las cajas, y…

—Pero ¿no te parece buena idea dejarles que las saquen y las carguen en el camión, de manera que no tengamos más que conducirles al puesto de policía? —dijo el inspector—. ¿O prefieres tomarte la molestia de sacarlas tú mismo?

—Oh, no inspector —dijo Chatín—. Yo… bueno… este… este —y no supo qué decir viendo que el policía le estaba tomando el pelo.

Después de comer, el inspector y el sargento se marcharon en el helicóptero con la caja de fusiles. Los niños sintieron verles marchar… ¡había sido tan emocionante!, les dijeron adiós con la mano hasta que el helicóptero no fue más que un punto en el cielo, y entonces entraron en la casa.

—Papá, ¿te vas a quedar con nosotros? —le preguntó Nabé encantado de tenerle a su lado.

—Sí, creo que sí —repuso el señor Martin sonriendo—. Si no os estorbo.

—Oh, no —exclamó Diana que quería mucho al padre de Nabé—. Nos encantará tenerle entre nosotros. Aunque siento que la nieve se derrita… no podremos ir en trineo ni hacer batallas de bolas de nieve… pero todavía podremos patinar.

—Mi padre patina estupendamente —dijo Nabé, con aquella nota de orgullo que aparecía en su voz siempre que hablaba de su padre—. Papá, ¿es que no va a venir mi primo Dick? ¿No está mejor de su resfriado?

—Sí, pero no había sitio para él en el helicóptero —repuso el señor Martin—. De manera que sólo estaremos vosotros y yo.

—¡Bien! —exclamó Nabé satisfecho—. ¡Muy bien! Me pregunto si todavía estaremos aquí cuando esos hombres vengan a coger los fusiles del lago. ¡Cómo me gustaría!

—Sí, espero que sí —dijo su padre—. Eso será una emoción más que añadir a tus vacaciones. Caramba, quién iba a imaginar cuando os traje aquí a disfrutar unos días de los deportes de invierno, que precisamente esos nombres habían escondido los fusiles en el sótano. Qué sorpresa debieron llevarse al ver luces en la casa.

—En realidad ha sido Chatín quien ha resuelto este misterio —explicó Diana generosamente—. De no haber sido por él las cosas no hubieran resultado tan bien.

—¡Tienes razón! —exclamó Chatín radiante—. Yo oí ruido por la noche y bajé y vi las cajas…

—Apuesto a que fue «Ciclón» que gruñía o algo por el estilo —dijo Roger—. Y no olvides que lo único que hiciste fue encerrarte tú mismo en el sótano.

—Y fue Chatín quien tropezó con el pedazo de hielo que nos hizo comprender dónde habían escondido los fusiles —continuó Diana—. Sí, y fue él quien encontró el paquete de cigarrillos.

—¡En resumen, podemos casi asegurar que Chatín ha resuelto el misterio de Villa Rat-a-Tat! —dijo el señor Martin sonriendo ante la cara satisfecha del pequeño—. Se merece una recompensa. ¿Te gustaría algo en particular, Chatín?

—Sí —repuso el niño al punto—. Hay algo que deseo con toda mi alma… ¿puedo hacerlo?

—¿Qué es ello? —preguntó el señor Martin.

—Quiero aporrear la puerta con ese aldabón en forma de cabeza de león —dijo Chatín—. Igual que hizo ese Don Nadie la otra noche. No tiene usted idea del ruido que mete, señor Martin.

—Eres un tonto —le dijo Nabé—. Papá, déjale. No se sentirá feliz hasta que lo haya hecho. Ya sabes que esas pequeñas cosas satisfacen a las inteligencias menguadas.

—Ese aldabón es enorme —replicó Chatín indignado—. Vamos, «Ciclón»… y veras lo que es bueno.

—Dile a la señora Cosqui lo que vas a hacer, por lo que más quieras —le gritó Diana—, o se morirá del susto. Y tú, Nabé, sujeta a «Miranda». Mírala ya está otra vez encima de la repisa de la chimenea con las cartas y el tapón de corcho.

Chatín fue hasta la puerta principal y la abrió.

—«Ciclón» —le dijo con toda solemnidad—. Yo sólito he aclarado el Misterio de Villa Rat-a-Tat… y vamos a hacer que se entere todo el mundo. ¡Prepárate!

Y alzando el aldabón con ambas manos lo dejó caer con todas sus fuerzas.

¡RAT-A-TAT-TAT! ¡RAT-A-TAT-TAT!

—Está bien, Chatín, ya lo hemos oído. ¡Ahora ven a sentarte y estate quietecito!