Capítulo X
¿De quién será el guante?
—No es posible que fuera nadie —dijo la niña—. «Ciclón» hubiera ladrado.
—Sí. Es cierto —replicó Chatín aliviado—. Ha sido cosa de mi imaginación.
Ni Nabé ni Roger se atrevieron a decir que probablemente «Ciclón» no hubiera oído los pasos ahogados por la nieve, y que era imposible que hubiera alcanzado a ver a alguien por la ventana. No querían asustar a Diana, y ambos pensaban sinceramente que Chatín se había equivocado.
De todas maneras, Nabé resolvió ir a echar un vistazo a la mañana siguiente por si encontraba alguna huella… si es que era posible distinguirlas de las de sus propios pies. La charla derivó hacia otros derroteros y todos olvidaron el susto de Chatín. Disfrutaron inmensamente con la cena, y como de costumbre, luego fueron a llevar los platos sucios a la señora Cosqui. «Miranda» recogía los tenedores y los iba entregando muy orgullosa.
—¡Miradla! —dijo la señora Cosqui encantada—. Qué lista es. Pero ¿cómo puedes llevarla en el hombro de esa manera, Nabé… y dejar que meta las manos en tu cuello para calentárselas?
A las ocho y media todos dormían… pero no en la carra. No, se quedaron dormidos en las butacas junto al fuego, y sus libros habían caído sobre sus rodillas sobre la alfombra. «Ciclón» lanzaba ligeros gruñidos mientras soñaba que perseguía a una rata, y «Miranda», acurrucada debajo de la chaqueta de Nabé, también dormía.
Así los encontró la señora Cosqui cuando fue a preguntarles si alguno deseaba tomar un vaso de leche caliente antes de acostarse, ya que la noche era muy fría.
—¿Alguno de vosotros quiere…? —empezó a decir y luego se detuvo conteniendo la risa—. Vaya… vaya… vaya… ¡pero si están dormidos! ¡Debieran estar en sus camas los pobrecillos… cansados hasta tal extremo!
Les despertó a todos, que quedaron muy asombrados al no verse cómodamente en la cama como habían imaginado, sino en las butacas junto al fuego. ¡Aquéllos eran los efectos de la mañana pasada deslizándose en los trineos! Gimiendo y bostezando, encendieron sus velas y subieron a acostarse acompañados de la risa de la señora Cosqui. ¡Qué pandilla de dormilones!
A la mañana siguiente durmieron hasta muy tarde, y la señora Cosqui estuvo tocando el gong en balde. Al fin se vio obligada a subir para despertarles, e incluso sacar a Chatín de la cama y quitarle las sábanas.
Sin embargo, estaban animados y alegres después del desayuno, aunque todos, excepto Nabé, tenían agujetas. Contemplaron el lago helado desde la ventana mientras desayunaban salchichas calientes con pan frito. La superficie estaba limpia de nieve y el hielo brillaba azul y atrayente.
—¿Qué os parece si esta mañana patináramos? —dije Nabé—. ¿O todavía tenéis demasiadas agujetas?
—Pues con mis agujetas no me veo con ánimos de volver a subir a las colinas para bajarlas en trineo —dijo la niña—. Pero me gustaría patinar. Probablemente pondré en movimiento otros músculos, y no me dolerán.
Realizaron las tareas de costumbre, ayudando a la señora Cosqui de buen grado. Cuando ella supo que iban a patinar les dio a cada uno un paquete de galletas.
—El patinar despierta el apetito —les dijo—. Necesitaréis un tentempié… y tal vez así no os comeréis la cusa entera cuando vengáis al mediodía.
—Yo tengo que quedarme para coserme el jersey —dijo la niña—. Ayer se me enganchó, y si no lo coso en seguida se me deshará. Más tarde iré a reunirme con vosotros.
Los otros dejaron que fuera a pedir una aguja a la señora Cosqui, y mientras recogieron los patines. Por el camino pasaron por delante del gigantesco hombre de nieve que habían construido el día anterior y se detuvieron para contemplarle.
—Es una auténtica belleza —dijo Nabé—. Y el mayor de los que he visto. Debiéramos haberle puesto una chaqueta y parecería de verdad.
—Escuchad, echemos un vistazo para ver si hay alguna huella extraña —dijo Roger, recordando el susto de Chatín de la noche pasada.
—¡Oh, no! —exclamó el niño, avergonzado de la alarma que había producido en sus compañeros—. Es que tenía los ojos cansados por el resplandor de la nieve, y supongo que veía cosas que no existían.
—Bueno, de todas maneras echaremos una ojeada —insistió Nabé, echando a andar alrededor del hombre de nieve, aunque sin ver nada de particular… sólo un gran número de pisadas hechas con sus botas de agua el día anterior.
Luego fueron a examinar la casita de nieve y sus alrededores, donde también había tal confusión de huellas que era imposible precisar si eran suyas o las de un extraño… no obstante, los perspicaces ojos de Nabé descubrieron una o dos que no le parecieron hechas con botas de goma. Pero no, en realidad era imposible asegurarlo.
—Vamos —dijo—. Aquí no hay nada. Chatín debió equivocarse.
Chatín fue hasta la casita de nieve sólo para divertirse, y estuvo sentado unos instantes en su interior, imaginándose que era un esquimal y que estaba dentro de su iglú. Luego, al oír las voces de los demás que se perdían en la distancia, se agachó para volver a salir.
Y entonces fue cuando vio el guante. Allí estaba, semioculto en la nieve precisamente ante la entrada de la casita de nieve. Chatín lo estuvo contemplando y al fin lo cogió, pensando de momento que podía pertenecer a Nabé o a Roger.
Pero era un guante grande… hecho de gruesa lana azul marino. Ninguno de los niños tenía las manos lo bastante grandes para que les fuera bien aquel guante. Chatín lo volvió del otro lado para examinarlo mejor, y su corazón comenzó a latir muy de prisa. De manera que era posible que hubiera estado alguien allí la noche pasada… mirando a través de la ventana iluminada… observándoles. No era un pensamiento agradable, y corrió hacia los otros dos niños, gritando:
—¡Nabé! ¡Roger! ¡Esperad, tengo algo que deciros! Se volvieron en redondo, adivinando por el tono de su voz que se trataba de algo urgente. «Ciclón», que había ido con ellos, se volvió en seguida, corriendo por la nieve en dirección a Chatín.
—¿Qué ocurre? —dijo Roger.
—Mirad lo que he encontrado en mi casita de nieve —replicó Chatín Jadeando—. ¡Un guante! Salía gateando cuando lo encontré. Y seguro que no es nuestro… es muy grande.
—No, no es nuestro —replicó Roger—. Todos los llevamos de piel. Nabé también. Éste no sé de quién será. Supongo que «Ciclón» lo habrá cogido de algún sitio y dejado caer aquí, ¿no te parece?
—No. Imposible —replicó Chatín—. Ni siquiera vino conmigo a la casita de nieve. Se fue con vosotros. ¿Sabéis…?, yo creo que sí anduvo alguien por aquí anoche. Pero ¿por qué? ¡Estar al aire libre con tanto frío y nieve!
—No digas ni una palabra a Diana ni a la señora Cosqui —exclamó Roger—. Les daría un susto de muerte. Tal vez no sea nada. De todas maneras, ahora nada podemos hacer… sólo vigilar esta noche y ver si podemos descubrir algo. Debo confesar que esto es muy extraño.
—¿Pudo venir alguien por la nieve para vigilarnos? —dijo Chatín—. A mí me pareció ver a alguien… pero no sé si entraba o salía.
Se sentaron en el borde del estante para calzarse los patines. Nabé estrenaba unos nuevos que le había regalado su abuela por Navidad. No había patinado en su vida, y estaba deseando aprender. Le intrigaba el guante encontrado, pero en cuanto se puso en pie tambaleándose sobre sus patines lo olvidó.
Chatín y Roger habían patinado otras veces, y por extraño que parezca, Chatín lo hacía mejor que su prime, y no tardó en alejarse, llamándoles para que le imitaran.
«Ciclón» se excitó tanto al ver que su amo flotaba sobre el hielo con tanta ligereza y velocidad, que lanzando un ladrido quiso correr por el lago para seguirle.
Pero ante su sorpresa descubrió que sus cuatro patas se deslizaban a un tiempo, encontrándose de pronto patinando sobre su lomo, como hacía algunas veces por el recibidor encerado.
Pero era mucho más difícil ponerse en pie sobre el resbaladizo estanque que sobre el recibidor encerado… y cada vez que lo intentaba volvía a resbalar, hasta que al fin consiguió sentarse sobre el rabo con aspecto abatido.
—¡Mala suerte, «Ciclón»! —le gritó Chatín patinando a su alrededor—. Esta mañana no puedes hacer valer tus piernas, ¿verdad? Tendrás que andar despacio por esta vez.
Pero «Ciclón» quiso ponerse sobre sus cuatro patas para seguir a su amo y volvió a perder el equilibrio, dando con el hocico en el suelo. Como pudo se sentó de nuevo sobre sus cuartos traseros, gimiendo con desaliento.
—Está bien… te llevaré a la orilla —dijo Chatín—. Y sé razonable y quédate allí.
Roger se hallaba ya sobre el hielo patinando con sumas precauciones por temor a caer, pero pronto comenzó a cogerle aire a la cosa. Nabé, en pie, contemplaba la facilidad con que Chatín se deslizaba por el hielo. Debía ser cuestión de equilibrio… y Nabé sabía muy bien lo que era aquello. ¿Acaso no había caminado sobre la maroma cientos de veces? ¿Y montando de pie sobre el lomo de los caballos mientras galopaban graciosamente alrededor de la pista del circo?
Sin pensarlo más, Nabé pisó el hielo, avanzando suave y rítmicamente. En seguida se sintió a sus anchas y tuvo la sensación de que le brotaban alas de los pies, cosa que le hizo lanzar un grito.
—¡Oh! ¡Esto es maravilloso! ¿Por qué no habré patinado antes?
Roger y Chatín le observaban sorprendidos. Dos inviernos atrás ellos habían pasado por el lento y doloroso proceso de aprender a patinar… cayendo, resbalando, intentando levantarse sólo para volver a caer… antes de haber recuperado el equilibrio y patinado unos pocos metros.
Y allí estaba el bueno de Nabé patinando a treinta kilómetros por hora como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa. Miradle ahora, dando vueltas, tomando velocidad y luego separadas las piernas para volver a girar. ¡Qué muchacho!
—¡Tú sabías patinar, eres un mentiroso! —le gritó Chatín.
—¡Pero si no sabía! ¡Es la primera vez! —replicó Nabé con sus ojos azules muy brillantes—. ¡Es divino… estupendo… lo mejor que he probado en mi vida!
Diana llegaba al estanque en aquellos momentos y también quedó llena de asombro al ver a Nabé patinando con tanta facilidad. «Miranda», sobre su hombro, disfrutaba de lo lindo con aquel juego nuevo. Diana, que patinaba muy bien, se acercó a él con las manos extendidas.
—Patinemos juntos —le dijo—. Eso es, cógeme así las manos. ¡Oh, Nabé, qué bien patinas!
Era delicioso patinar sobre el hielo de aquella mañana de invierno tan despejada. Roger se cayó bastantes veces, y gruñía y se frotaba la parte dolorida, envidiando a los otros, sobre todo a Chatín, que si bien no patinaba con tanta gracia como Nabé y Diana, sabía hacer muchas acrobacias, saltando en el aire y dando vueltas y más vueltas sobre sí mismo… y siempre comportándose de aquella manera que Diana calificaba de «estilo Chatín».
Pasaron una mañana maravillosa y se alegraron de poder comer las galletas que les diera la señora Cosqui, y que compartieron con «Ciclón» y «Miranda».
—Patinemos esta tarde también —dijo Nabé, que al parecer no se cansaba nunca de deslizarse sobre el hielo con aquella facilidad.
De manera que pasaron todo el día en el estanque, que ahora estaba limpio de nieve, excepto en un ángulo oculto por los árboles.
Aquella noche estaban cansadísimos… tanto, que subieron a acostarse muy pronto… en cuento terminaron de cenar. La señora Cosqui se alegró… así también ella podría acostarse temprano.
Encendieron las palmatorias en el recibidor, sujetando fuertemente a «Miranda» para que no las apagara, y luego subieron la escalera bostezando.
—¡Esta noche sí que no habrá nada capaz de despertarme! —exclamó Chatín, ahogando un bostezo.
—Un trueno te despertaría —repuso Diana—. A mí siempre me despiertan las tormentas.
—No. ¡A mí no me despertaría ni una tormenta… ni un terremoto… ni siquiera una bomba! —dijo Chatín.
¡Pero estaba muy equivocado… no podía estarlo más!