Capítulo XXI

Diana tiene una idea

Nabé corrió al teléfono en seguida. ¿Habría hablado ya su padre con la policía? ¿Qué habrían decidido?

—Diga —exclamó—. ¡Diga!… Sí, soy yo, Nabé. Papá… Sí, escucho.

Y permaneció con el oído pegado al aparato, asintiendo con la cabeza y diciendo… «Sí… oh, sí…», de vez en cuando, con gran excitación y ojos brillantes. Los otros le rodearon tratando de oír lo que le estaban diciendo, pero Nabé había colocado el teléfono tan cerca de su oído para no perder palabra, que apenas pudieron pescar nada.

Chatín no podía permanecer quieto, tal era su ansiedad por saber lo que estaba diciendo el padre de Nabé, y al fin le oyó despedirse.

—Bien, papá. Haré lo que dices, puedes confiar en mí. También se lo diré a la señora Cosqui. ¡Vaya, qué emocionante! Hasta mañana. ¡Adiós!

Colgó el teléfono y se volvió a los otros con ojos brillantes.

—¿Qué te ha dicho, qué te ha dicho? —gritó Chatín.

—Ahora os lo contaré. Vamos al saloncito de estar —dijo Nabé—. ¡Señora Cosqui! ¡Oh, está usted aquí! También ha venido. Tengo noticias emocionantes.

Todos fueron a la sala. «Ciclón» estaba tan excitado como todos, sin saber de qué se trataba. «Miranda» saltaba sobre el hombro de Nabé, llevando todavía en la mano una pieza del rompecabezas.

Cuando se hubieron sentado, Nabé comenzó:

—Mi padre se ha puesto en contacto con la policía y se lo ha contado todo. Están muy interesados. Mi padre dice que ellos saben lo que hay dentro de las cajas, pero no han querido decírselo, y mañana por la mañana van a venir aquí para investigar.

—¡Mañana!… ¿Con esta nieve? —exclamó Roger, mirando por la ventana cómo seguían cayendo los copos—. Ningún coche podrá llegar hasta aquí.

—¡Van a venir en helicóptero! —dijo Nabé—. Y tenemos que prepararles un campo de aterrizaje.

—¡Troncho! —exclamó Chatín—. ¡Qué emocionante! ¿Cómo vamos a hacerlo?

—Pues hay una gran extensión de césped en la parte de atrás de la casa —dijo Nabé—. Es muy grande y llana, naturalmente. Y tenemos que limpiar de nieve un gran espacio en el centro para que el helicóptero no aterrice sobre una pista demasiado blanda.

—Vamos a empezar ahora mismo —dijo Chatín, poniéndose en pie en el acto y olvidándose de que había empezado a oscurecer.

—Tonto —exclamó Roger—. Cállate y deja que Nabé continúe.

—Tenemos que señalar el campo de aterrizaje de alguna manera —prosiguió Nabé—. Con trapos negros o algo por el estilo.

—Podemos utilizar las cortinas azul marino de arriba —replicó la señora Cosqui al punto y tan excitada como los demás—. Podemos limpiar un gran cuadrado y rodearlo con las cortinas. Si sopla viento podemos poner encima algo pesado… latas de conserva, o cualquier cosa.

—Pero ¿cuánta gente va a venir? —dijo la niña—. Yo pensaba que en los helicópteros cabían muy pocas personas.

—Vendrán tres —dijo Nabé—. Mi padre, un inspector y un sargento de policía, creo que ha dicho papá. Es de la única manera que pueden venir, y el inspector dice que es esencial el encontrar esas cajas.

—¿Qué pueden contener? —se preguntó Chatín, saltando en la silla igual que «Miranda»—. Escuchad, ¿verdad que es emocionante? Espero que esos hombres no oigan la llegada del helicóptero.

—Papá dice que eso no importa —replicó Nabé—. Dice que pensarán que lo envían para traernos alimentos y para ver si estamos bien. De todas maneras, por el momento dice que es más importante encontrar las cajas que a esos hombres que conocemos.

—¡Caramba! —exclamó Chatín—. Pues busquémoslas otra vez. Sabemos que no pueden estar lejos; pesaban demasiado para que las hayan llevado a mucha distancia.

—Pero si ya miramos por estos alrededores, en la nieve y en la casilla de los botes —dijo la niña—. Sinceramente, yo tampoco creo que hayan podido llevárselas muy lejos una vez las descargaron de los trineos.

—No, eso es bien cierto —repuso Nabé, pensativo—. Eso también me intriga. Sabemos perfectamente donde terminan las huellas de los trineos… junto al lago.

—Supongo —exclamó Diana de pronto—, supongo… no, no es posible.

—¿Qué es lo que no es posible? ¿Qué se te ha ocurrido? —preguntó Nabé al punto.

—Pues descubrimos que las huellas de los trineos terminaban junto al lago, y hemos encontrado los trineos allí cerca, sobre la nieve —explicó Diana—. Pero yo supongo que es posible que los hombres arrastraron los trineos por el lago hasta la otra orilla, y escondieron las cajas allí. Y luego volvieron a llevar los trineos al lugar donde los encontramos…

Los otros la contemplaron fijamente mientras asimilaban aquella nueva idea. Nabé se golpeó la rodilla, haciendo saltar a «Miranda».

—¡Sí! Sí, no sólo es posible, sino que es muy probable. ¿No os acordáis que anoche el lago estaba libre de nieve? Habíamos estado patinando todo el día, y los trineos debieron deslizarse con toda facilidad. Y luego cayó la nieve borrando el rastro que dejaron en el lago. Incluso una delgada capa de nieve cubre las señales hechas por los patines de los trineos al deslizarse sobre el hielo cargados con las pesadas cajas.

—Y yo he pensado otra cosa —casi gritó Chatín, sobresaltando esta vez a «Ciclón»—. El paquete de cigarrillos que encontré hacia el centro del lago… a medio vaciar. No lo tiraron esos hombres…, sino que debió perderlo uno de ellos mientras arrastraba el trineo.

—Sí. Tienes razón —dijo Roger, dándole una palmada en la espalda—. Eso me intrigó también a mí. Ahora, tú has resuelto ese pequeño misterio, Chatín. Claro que lo perdieron y no lo tiraron. Vaya, ojalá no hubiera oscurecido. Podríamos ir al lago y buscar algún posible escondite en la otra orilla.

—Llevémonos las linternas —dijo Chatín, levantándose de un salto y haciendo ladrar a «Ciclón».

—No, nada de eso —replicó la señora Cosqui al punto. Había escuchado asombrada sin pronunciar palabra, pero ahora sí tenía algo que decir—. Si salierais a estas horas de la noche, con tanta nieve, siendo noche cerrada y con el frío que hace… os perderíais y amaneceríais helados.

—¡Bah! —exclamó Chatín, demasiado nervioso para atender a razones—. Yo me voy. Vamos, Nabé.

—No, Chatín. La señora Cosqui tiene razón —replicó Nabé—. Sería una locura. Podemos esperar a mañana. Nos levantaremos temprano, ya que tardaremos mucho en quitar la nieve del césped y preparar un cuadrado lo bastante grande para que el helicóptero pueda aterrizar felizmente.

—Tendremos que buscar unas palabras —dijo la niña.

—Hay algunas en el cobertizo del jardinero —repuso la señora Cosqui—. Las sacaremos mañana. Y ahora, ¿no queréis merendar? Las tostadas calientes y los bollitos se habrán enfriado.

—¡Troncho! Me había olvidado de la merienda. ¿Cómo es posible? —exclamó Chatín, estupefacto—. Di, pon el mantel, de prisa. Yo te ayudaré a recoger las cosas. Las tostadas se están enfriando. ¡Qué cosa más terrible!

La señora Cosqui regresó riendo a la cocina para traer el té en la gran tetera parda. ¡Aquel Chatín! Era igualito a su Tom, siempre con apetito, y siempre dispuesto a gastar bromas. Oyó ruido de pisadas y volvió la cabeza. Era «Ciclón», que huía con su cepillo. Pero cuando hubo dejado la tetera él ya había desaparecido escaleras arriba. ¡Dios sabe dónde iría a dejarlo!

La merienda-cena transcurrió en medio de la mayor excitación, mientras todos discutían sobre helicópteros, policías, posibles escondites donde encontrar las cajas al otro lado del lago y sobre el paradero de Jaime y Estanislao, los dos ladrones.

—Puede que estén con las cajas —dijo Chatín untando de carne en conserva la cuarta tostada—. Tal vez se hayan construido una casa de nieve como la nuestra y tengan un buen refugio con muchas latas de conserva y beban agua de nieve.

—En ese caso será mejor que tengamos cuidado —exclamó Diana, alarmada—. Yo no quiero encontrármelos. Dejemos que los busque la policía, pero me encantaría encontrar las cajas.

—Mañana, cuando vayamos al lago, nos llevaremos los trineos —dijo Roger—. Y en caso de que las encontrásemos podríamos traernos dos cajas, una en cada trineo. ¡Cómo se alegraría la policía al verlas!

Aquella noche no estaban nada cansados, puesto que apenas habían hecho ejercicio, y a la señora Cosqui le costó mucho convencerles para que se acostaran. Ella no deseaba otra cosa, pues había estado amasando y guisando buena parte del día, y se encontraba fatigada. A las nueve y media asomó la cabeza por la puerta del saloncito.

—¿Estáis ya preparados? —les dijo—. Os he encendido ya las palmatorias. Daos prisa, por favor.

—Está bien —repuso Nabé, percibiendo el cansancio en la voz de la cocinera—. Suba usted, señora Cosqui. Nosotros vamos en seguida. Llamaremos a la puerta de su habitación para anunciarle que hemos llegado felizmente a nuestras habitaciones.

Estuvieron charlando otros diez minutos, y luego salieron al recibidor para coger sus palmatorias, pero todas estaban apagadas. Y el vestíbulo estaba completamente a oscuras.

—¡No apagues la lámpara de petróleo! —gritó Nabé a Diana—. Alguien ha apagado nuestras palmatorias. ¿Qué es lo que ocurre ahora? Sin duda ese Don Nadie vuelve a hacer de las suyas. Esto está como la boca de un lobo. Voy a encender una de las velas para ver qué es lo que ocurre.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Diana—. ¿Es que esta noche también nos van a molestar? De prisa, Nabé. Espera, tengo una linterna. Voy a iluminar con ella todo el recibidor para ver si hay alguien.

La dirigió a todos los rincones con mano temblorosa. Y sí… allí había alguien escondido. El haz de luz cayó sobre una cabeza peluda que asomaba detrás de una silla, con dos ojos brillantes de expresión perversa.

—¡Es «Miranda»! —gritó Chatín—. Oh, la muy traviesa. Tú apagaste todas las velas, ¿no es cierto? ¡Cógela, «Ciclón»!

Pero antes de que el perro pudiera acercarse a ella la monita subía los escalones parloteando de contento.

¡Ajá! ¡Acababa de gastarle una broma que a «Ciclón» no se le ocurriría nunca!