Capítulo XI

Ruido en la noche

Chatín se quedó dormido casi antes de meterse en la cama. Los ojos se le cerraron mientras apartaba las sábanas y ya no vio nada más. Ni siquiera soñó.

Los otros casi tenían tanto sueño como él. Incluso la pequeña «Miranda» estaba cansada después de aquel día pasado al aire libre y se acurrucó a los pies de la cama de Nabé en cuanto éste se hubo acostado. La señora Cosqui fue la última en retirarse a descansar.

Pero ella no había estado todo el día patinando, y se desnudó despacio, dobló cuidadosamente sus ropas como siempre hacía, se lavó con aquella agua helada y se soltó las trenzas para cepillarse el cabello.

Pensaba en los cuatro pequeños. Qué simpáticos eran, se dijo, siempre deseosos de ayudar y siempre contentos. ¡Pero aquel terrible Chatín! Era el mejor de todos, pensó la señora Cosqui volviendo a trenzar sus largos cabellos.

—¡Con sus chistes y sus pecas! Me recuerda a mi Tom… que siempre andaba haciendo diabluras, y era más vivo que una ardilla… sí, y que la pequeña «Miranda». Primero no me gustaba, pero reconozco que es una monita muy bien educada. ¡Y ese «Ciclón»! No he visto perro con un nombre más apropiado. Siempre cogiendo mis paños y cepillos para esconderlos.

Al fin se metió en la cama una vez realizadas todas las tareas que llevaba a cabo tan meticulosamente cada noche… rezó sus oraciones, estuvo leyendo la Biblia, y luego embadurnó con crema sus ásperos manos. Apagó la vela y puso los pies sobre la botella de agua caliente… y entonces, como los otros, se quedó profundamente dormida.

La noche era quieta y la helada fue grande. No se oía el menor ruido, pues incluso las lechuzas tenían demasiado frío para ulular y volaban silenciosas en busca de ratones que no podían ver, puesto que estaban debajo de la nieve y a salvo en sus cómodos agujeros.

Y entonces un ruido atronador rompió el silencio… un ruido tremendo que resonó por toda la vieja casona, despertando a todos en el acto.

Nadie supo lo que era. Lo habían oído como en sueños, y al despertarse sólo el eco del ruido quedaba en sus memorias.

Chatín se incorporó asustado. Diana se acurrucó debajo de las sábanas. Roger pegó un brinco, y Nabé saltó de la cama. La señora Cosqui también se tapó la cabeza con las sábanas.

—¡Una tormenta! —dijo—. ¡Oh, qué trueno!

«Ciclón» se puso a ladrar como un loco, en parte asustado, y en parte furioso. Estaba profundamente dormido… ni siquiera había dejado una oreja alerta… y ahora aquel ruido extraño le había despertado sin avisar.

Roger, que compartía la misma habitación de Chatín, le gritó:

—Chatín, ¿has oído ese ruido ensordecedor? ¿Qué crees tú que ha sido?

—¡Yo diría que el fin del mundo! —exclamó Chatín mientras el corazón le latía muy de prisa—. No puede ser una tormenta… mira, puedes ver el cielo lleno por completo de estrellas.

—Voy a ver si Diana se ha asustado —dijo Roger saltando de la cama y corriendo hasta la habitación de su hermana. En el descansillo se encontró con Nabé que llevaba una palmatoria encendida.

—Hola. ¿Has oído ese estrépito? —preguntóle Roger—. ¿Qué ha sido? ¿Alguna explosión?

—No. No sé lo que habrá sido —repuso Nabé—. Estaba completamente dormido. De todas formas ha sonado muy cerca.

Fueron hasta la habitación de Diana.

—¡Diana! ¿Estás bien? —gritó Roger a su hermana, que estaba acurrucada debajo de las sábanas, y asomó la cabeza para mirarle a la luz de la oscilante vela.

—Oh, Roger… Nabé. ¿Qué ha sido eso? —dijo con voz temblorosa.

—No puedo adivinarlo… tal vez un trueno —replicó Roger en tono alegre, pues no quería asustar a su hermana.

—No te preocupes —dijo Nabé—. El cielo está despejado y no volverá a tronar.

Pero en cuanto terminó de hablar volvió a oírse, y esta vez bien claramente, y no en sueños.

¡RAT-A-TAT-TAT! ¡RAT-A-TAT-TAT!

El ruido resonó por toda la casa y luego fue muriendo lentamente. Diana volvió a desaparecer dentro de la cama con un grito de terror, y Roger se abrazó a Nabé.

—¡El aldabón! —dijo—. Alguien está llamando a la puerta con ese enorme llamador. Dios santo… ¿quién viene aquí a estas horas de la noche?

—Tal vez… tal vez sea mi padre —replicó Nabé—. No, hubiera telefoneado. ¡Cielos! La verdad es que no me siento con ánimos de bajar y abrir la puerta.

Junto a la puerta de la habitación de Diana apareció el resplandor de otra vela. Era la señora Cosqui que, a pesar de estar demasiado asustada para salir de la cama, se había sentido obligada a hacerlo por ver si los niños estaban a salvo. Temblaba de tal manera que apenas podía sostener la palmatoria.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó—. ¿Es que llaman a la puerta? Pero… ¡si es medianoche! Yo no abro la puerta. ¡No me atrevo a bajar la escalera!

—Vamos a hacer una cosa —dijo Nabé tratando de emplear el tono más animoso que pudo—. Nos asomaremos a la ventana que da encima de la puerta y preguntaremos quién llama. Puede que sea alguien que se haya perdido y necesite ayuda.

Chatín se había reunido con ellos acompañado de «Ciclón», que, muy asustado, no cesaba de gruñir.

—¿Por qué dirías que esta noche no habría nada capaz de despertarte, Chatín? —le dijo su prima—. Siempre que dices cosas así sucede algo.

—Vamos —dijo Nabé—. Asomémonos a la ventana. ¿Prefieres quedarte aquí con la señora Cosqui, Diana?

—Yo me quedo aquí —replicó la cocinera—. Y cuidaré de Diana… y ella puede cuidar de mí. Y por favor, si es alguien que se ha perdido, no le dejéis entrar sin decírmelo. ¡Despertarnos a estas horas de la noche! ¡Nunca vi cosa semejante!

Los tres niños, con «Ciclón» y «Miranda», atravesaron el gran descansillo para dirigirse a la ventana que daba a la fachada principal de la casa. La abrieron con cierta dificultad, pues estaba atascada.

El exterior seguía cubierto por la gruesa capa de nieve, y el muñeco y la casita se recortaban tenuemente a la brillante luz de las estrellas. Nabé se asomó fuera de la ventana, tratando de ver la puerta principal.

—¿Quién está ahí? —gritó—. ¿Quién es?

Todos contuvieron la respiración para oír la respuesta, pero no la hubo. No se oía el menor ruido y Nabé volvió a gritar:

—¿Quién ha llamado a la puerta? ¡Conteste, por favor!

Pero tampoco hubo respuesta. La noche era quieta y callada, y Nabé cerró la ventana, pues el aire helado le hacía estremecer.

—No hay nadie —dijo—. No se oye ningún ruido abajo.

—¿Tú crees que debemos bajar a abrir la puerta… por si acaso? —dijo Roger.

—¿Por si acaso qué? —preguntó Nabé, cerrando la ventana.

—Pues por si acaso hubiera algún enfermo… o extenuado por el cansancio.

—Todo el que pueda llamar con semejante furia y con ese aldabón no puede estar enfermo ni desfallecido —replicó Nabé muy serio—. ¡Y no bajaremos! Eso te lo aseguro.

Regresaron al lado de la señora Cosqui y Diana.

—No hay nadie —anunció Nabé brevemente.

La señora Cosqui comenzó a temblar de nuevo, en parte debido al miedo y en parte al frío.

—Es ese Don Nadie —dijo—. El que solía llamar hace tantos años… con el aldabón de la puerta para advertir a la familia que había un traidor en la casa.

—¡Tonterías! —exclamó Roger—. ¡Bobadas! ¡Simplezas! Esa es una estúpida leyenda antigua. De todas formas, no hay ningún traidor en la casa, señora Cosqui. Yo creo que es alguien de buen humor, que nos está gastando una broma pesada.

—Bien, pues si es así, no nos vamos a dejar embromar —replicó Nabé con determinación, aunque dudaba mucho de que se tratase de una broma—. Vámonos a la cama a dormir… y mañana realizaremos una exploración para ver si encontramos huellas delante de la puerta. Nuestro Don Nadie habrá tenido que subir los escalones, y por lo menos veremos cómo son sus pies… pequeños… grandes… o medianos.

—Sí. Es una buena idea —dijo Chatín—. Vamos entonces… a la cama.

—Voy a dormir en el sofá de tu habitación. Diana —intervino la señora Cosqui—. Así nos haremos compañía mutuamente. Eso te gustará, ¿no?

—Oh, sí —dijo la niña, y la buena señora Cosqui fue a recoger sus mantas y la botella de agua caliente, y luego preparó su cama sobre el pequeño sofá que había a un lado de la habitación de Diana, que al saberla allí estaba mucho más tranquila… La cocinera estaba también contenta de tener la compañía de Diana. ¡Aquel Don Nadie… qué susto les había dado!

Chatín y Roger estuvieron hablando unos minutos y al fin el pequeño volvió a quedarse profundamente dormido. Nabé, en la habitación contigua, estuvo reflexionando por algún tiempo sobre aquella extraña llamada y el hecho curioso de que en la puerta no hubiera nadie. Ni por un momento siquiera pasó por su imaginación creer en la antigua leyenda.

«Mañana por la mañana averiguaremos algunas cosas» —pensó, adquiriendo una posición más cómoda—. «Oh, perdona, “Miranda”… ¿te he aplastado?»

La pequeña monita estaba tan asustada por el ruido que se había refugiado en el interior de la cama de su amo, pero ahora que la casa estaba tranquila y todo había vuelto a la normalidad, se sentía más contenta.

El reloj del recibidor dio la media… debían ser las doce y media, pensó Nabé. Bien, cuidado, señor Intruso, sea quien fuere… mañana por la mañana estaremos sobre tu pista.