Capítulo IX
Un día feliz
—¡Qué bien huele! —dijo Chatín en cuanto llegaron a Villa Rat-a-Tat—. ¿Qué es?
—¡Estofado! —respondió Roger olfateando. Y estofado era, con zanahorias, cebollas, nabos y chirivías. «Ciclón» casi tira todo lo que había encima de la mesa en su afán por ver qué era lo que olía tan bien.
—¡Basta! —ordenó la señora Cosqui apartándose a tiempo—. Si vienes a la cocina conmigo verás que te he preparado unos huesos deliciosos. Quita las patas de la mesa, haz el favor.
—Estoy muy cansada —dijo la niña sentándose con desmayo—. ¿Y tú, Nabé?
—No, yo no —repuso el muchacho—. Pero estoy acostumbrado a una clase de vida agotadora, y tú no. Recuerdo los días en que era saltimbanqui y tenía que levantarme a las cinco y media para ayudar a montar la feria… trabajaba toda la mañana… y por la tarde me ocupaba del tiro de anillas, y después hacía de taquillera, cobrando el dinero… y además ayudaba al encargado de los columpios.
—Oh, Nabé… cómo ha cambiado tu vida —dijo Diana empezando a comer el estofado—. Nabé, ¿no te encontraste extraño cuando tu padre te llevó a su casa para presentarte a una familia que no conocías?
—Sí —replicó Nabé—. Reconozco que por primera vez en mi vida me sentí tímido. No sabía dar la mano como es debido, ni decir cómo está usted, ni siquiera mirarles a la cara… excepto a mi abuela. Ante ella no me sentí avergonzado, pero supongo que en parte fue debido a que tenía un mono sobre su hombro igual que yo… y los dos animalitos se hicieron amigos en el acto. Incluso se estrecharon la mano.
—¿Son simpáticos tus primos? —le preguntó Chatín, alargando su plato para que le sirvieran por segunda vez.
—Sí, mucho —repuso Nabé—. ¿Sabéis…? Fue muy extraño… nunca me había avergonzado de ser un artista de circo, ni de ninguno de los trabajos que hice durante mi vida, pero cuando conocí a mis primos tan limpios y pulcros… incluso llevan las uñas limpias… y al ver sus buenos modales… pues, sentí vergüenza y hubiera querido que se me tragase la tierra.
—¡No! —exclamó Chatín sorprendido—. Apuesto a que tú vales cien veces más que cualquiera de tus primos. Vaya, si vales cien veces más que yo y que Roger. Yo creo que eres maravilloso.
—Puede que seas un poquitín tonto, Chatín, pero eres realmente un buen chico —dijo Nabé conmovido—. Voy a deciros una cosa muy curiosa… mis primos en vez de mirarme de arriba abajo por haber vivido en carromatos y tiendas de campaña, y haber hecho toda clase de trabajos en los circos, me consideran una maravilla… y se sintieron orgullosos de tenerme por primo. ¡Imaginaros!
—Te lo mereces —replicó Diana—. Pasaste tiempos muy duros, estabas solo… pero nunca te diste por vencido. Me alegro de que te conociéramos aquel día… que ahora parece tan lejano. Hemos hecho tantas cosas emocionantes juntos, ¿no es verdad, Nabé?
—Sí —repuso Nabé levantándose para llevar algunas cosas a la cocina—. Pero me temo que ahora hayan terminado. Cuando la vida transcurre feliz y apaciblemente no suelen presentarse muchas aventuras… ni misterios.
Chatín, olvidando los buenos modales, le señaló con el tenedor:
—¿Cómo lo sabes? Decir cosas como esa es suficiente para que ocurra en seguida. Lo huelo en el aire.
—Sí, hueles los restos del estofado —replicó Nabé riendo—. Levántate, perezoso, y ayúdame a recoger estas cosas y a traer el postre.
—Bien —dijo Chatín poniéndose en pie—. ¡Cáscaras! —exclamó sorprendido—. Algo les ha ocurrido a mis piernas… apenas puedo sostenerme.
A Roger y Diana les ocurría exactamente lo mismo. Tenían las piernas envaradas y les dolían al andar. Nabé se rió de ellos.
—Es de tanto subir por la colina —les dijo—. Debéis haberla subido unas cincuenta o sesenta veces. Tendréis agujetas durante un par de días.
—Esta tarde no voy a poder subir ni la más pequeña cuesta —gimió Chatín—. Os aseguro que voy a tener que andar con muletas.
—Lo cierto es que no voy a poder utilizar más el trineo hoy —dijo Diana dejándose caer en una silla—. Pero, oh… no quiero quedarme en casa haciendo un día tan hermoso.
—Animo —le dijo Nabé—. Saldremos para construir un enorme muñeco de nieve… y haremos una batalla de bolas de nieve… ¡Ya veréis cómo eso sí podéis hacerlo!
Nabé estaba en lo cierto. A pesar de creer que apenas podían andar al levantarse de la mesa para llevar los platos sucios a la cocina, sus piernas fueron mejorando y cuando solieron a la nieve de nuevo, ya andaban perfectamente… aunque ninguno de ellos, aparte de Nabé, se sentía capaz de subir a la colina arrastrando un trineo.
—¡La nieve está magnífica para organizar una batalla! —dijo Diana cogiendo un puñado. Todos llevaban guantes de piel, sabiendo por experiencia que los de lana se empapaban en seguida y luego el frío va helando los dedos.
—Yo escojo a Diana para mi bando y vosotros dos podéis formar el otro —dijo Nabé—. Diana, tú puedes irme preparando las municiones y yo las iré tirando. Mira… éste es nuestro fuerte… y si nos expulsan de él, habrá ganado el otro bando… ¡pero resistiremos!
Trazó un gran círculo alrededor de Diana, y Roger y Chatín prepararon el suyo. «Miranda» estaba de parte de Nabé, naturalmente, y «Ciclón» era partidario del bando contrario.
Pronto estuvieron preparadas las municiones y empezó la batalla. Chatín era un mal lanzador de bolas de nieve, pero Roger era excelente, y la mayoría de sus proyectiles daban en el blanco. Diana gritaba, esquivaba y saltaba, mientras Nabé trataba de protegerla enviando una fuerte descarga sobre Roger. «Miranda», asustada por la lucha, y viendo que el hombro de Nabé resultaba un lugar peligroso se subió a un árbol cercano. Aterrizó sobre una rama cubierta de nieve y contempló la batalla con gran interés, saltando de cuando en cuando y haciendo caer la nieve del árbol sobre los que estaban debajo.
«Ciclón», como es de suponer, estaba completamente loco, como siempre que había alguna lucha entre los niños, y corría de un lado a otro, interponiéndose en el camino de todos, hasta que al fin, por alguna oculta razón, hizo un enorme agujero en la nieve lanzándola a su alrededor como si fuera un conejo escarbando afanosamente una madriguera.
La lucha continuó hasta que Nabé, abandonando el círculo, fue hacia los otros dos niños sin dejar de enviarles una lluvia de pelotazos bien dirigidos.
—¡Paz, paz! —gritó Chatín, cuando Diana empezó a avanzar también acribillándoles con sus tiros mientras él se revolcaba en la nieve.
—¡Está bien… habéis ganado! —jadeó Roger dejándose caer sin fuerzas sobre la nieve—. ¡Troncho, ha sido la mejor batalla de mi vida! Paz, Diana, paz…, no te atrevas a meterme nieve por el cuello. ¡Ayúdame, «Ciclón», socorro!
Lo más divertido de aquella tarde fue cuando «Miranda» descubrió de pronto el significado de todo aquello. Sentada en el árbol estuvo observando con asombro cómo los niños preparaban las bolas de nieve y luego las lanzaban por el aire… hasta que comprendió el juego.
Rápidamente se bajó del árbol, recogiendo un poco de nieve con su mano diminuta y convirtiéndola en una bola, la arrojó con muy buen acierto contra «Ciclón»… dándole en pleno hocico.
—¡Buena puntería, «Miranda»! —le gritó Nabé lanzando su risa contagiosa—. ¿Lo habéis visto? «Miranda» ha tirado una bola de nieve a «Ciclón» y le ha dado. Cuidado, «Ciclón», ya está preparando otra.
«Miranda» consideró que aquél era un buen sistema para fastidiar a «Ciclón»… pero sus deditos no tardaron en helarse, y gimiendo de dolor se subió al hombro de Nabé introduciendo sus manilas en su cuello para calentarlas cuanto pudiera.
—¡Eh! —exclamó él sobresaltado—. ¿Es que me estás tirando la nieve por el cuello, «Miranda»? Será mejor que no lo hagas. Oh, es que tienes las manos heladas… está bien, callántatelas, entonces.
La nieve estaba en el punto preciso para poder fabricar un muñeco, y a Chatín se le ocurrió la peregrina idea de construir también una casa.
—Tú haz el hombre, Nabé; tú, «Miranda» y Diana —dijo Chatín—. Roger y yo haremos la casa… una de nieve con su chimenea y todo.
Nabé y Diana pusieron manos a la obra y construyeron un muñeco rechoncho, con una gran cabeza redonda, y grandes pies.
—Se llama Don Hielo-Frío —dijo la niña riendo—. Vamos a buscarle un sombrero.
Roger y Chatín trabajaban de firme en la construcción de la casita. Habían pedido dos palos a la señora Cosqui, y así pudieron hacerla más de prisa.
No tardaron en levantar las paredes redondas, hasta su altura, y para que el tejado se sostuviera lo hicieron redondo como el de las casitas de los esquimales. También le añadieron una pequeña chimenea que resultó un buen complemento.
—Ahora abriremos una ventana —dijo Chatín excitado—. Apártate, «Ciclón». Vete a molestar a los que están haciendo el muñeco y déjanos en paz. ¡Si no te pondremos como tejado!
Hicieron una ventanita redonda, y dejaron un espacio abierto para que sirviera de entrada. Cuando hubieron terminado la construcción de la casa, se sintieron muy orgullosos.
—Es un auténtico iglú —dijo Chatín complacido—. Y lo bastante grande para sentarse dentro. Vamos, Roger… metámonos dentro unos minutos para ver cómo se vive en una casa de nieve.
Una vez en el interior se sentaron, y Chatín se asomó a la ventanita.
—Desde aquí puedo ver la ventana de la sala —dijo—. Y dentro está la señora Cosqui, limpiando. ¡Oooooh, qué frío! ¿Qué te parece si encendiéramos fuego en nuestra casita?
Roger se echó a reír, y «Ciclón» se acercó para ver cuál era la causa de su risa y quiso entrar para ir junto a los niños, pero al intentarlo casi tira una de las paredes haciendo protestar a Chatín.
—Eres un bruto, «Ciclón» —se quejó empujándole—. Has destrozado los pies del muñeco de nieve buscando conejos o lo que fuera, y si no te portas como es debido te voy a acribillar con bolas de nieve.
—Vamos —intervino Roger—. Me estoy quedando frío aquí dentro. No puedo imaginarme cómo los esquimales pueden vivir y dormir dentro de una casa de hielo… yo me moriría helado.
Y salió cautelosamente seguido de Chatín. «Miranda» acudió a observarles con interés. ¿Qué estaban haciendo ahora? Se metió dentro de la casita por la ventana mirándoles con descaro. «Ciclón» quiso correr para perseguirla, pero Chatín le detuvo asiéndole por el collar.
—¡No! Si tú y «Miranda» tenéis una escaramuza dentro de la casita, será su fin. Roger… Nabé… ¿y si fuéramos dentro? Debe ser casi la hora de merendar… o por lo menos eso me dice el reloj de mi estómago… y no me vendría mal un poco de té bien caliente.
El grupo de niños que se sentaron para merendar estaban muy cansados…, pero felices, y Diana dijo que apenas tendría fuerzas para levantar el peso de aquella gran tetera parda.
—Nos hemos olvidado de correr las cortinas de la ventana —gimió Roger—. Tenía intención de hacerlo…, pero ahora siento que no voy a poder levantarme de la silla. Estoy reventado.
La luz de la gran lámpara de petróleo colocada sobre la mesa iluminaba con sus rayos el exterior de la ventana poniendo de relieve la silueta de la casita y el hombre de nieve.
—Parece como si nos contemplara con envidia —dijo Chatín—. Apuesto a que le gustaría entrar y unirse a nosotros. ¡Pobrecillo Don Hielo-Frío!
Chatín se estaba llevando la taza a los labios, sin dejar de mirar por la ventana, cuando de pronto la dejó sobre la mesa con la vista fija.
—¡Eh! —dijo sobresaltado—. ¿Quién está ahí fuera…? Mirad… detrás de mi casita de nieve. Hay alguien de pie y muy quieto. ¡Mirad!
Todos miraron detenidamente pero sin lograr ver a nadie en absoluto.
—Es sólo el hombre de nieve, tonto —le dijo Nabé—. No asustes a Diana. ¿Quién va a venir a atisbar por nuestra ventana a estas horas de la noche y por estos parajes tan solitarios?
—No lo sé —replicó Chatín sin dejar de mirar al exterior—. Ahora no veo a nadie. Supongo que debo haberme equivocado. Pero con sinceridad, he creído ver a alguien muy quieto que nos vigilaba.
Nabé se levantó y fue a correr las cortinas.
—Te digo que es sólo el muñeco de nieve —le dijo—. De todas maneras, no sería muy agradable para nadie estarse ahí quieto con el frío que hace, mirando como nosotros cenamos en esta cálida habitación. Buenas noches. Don Hielo-Frío. Hasta mañana.