Capítulo XXI

Marian

—¡Oiga! —gritó Fatty, llamando a la puerta cerrada—. ¡No se asuste! ¿Podemos ayudarla?

Sobrevino un silencio. Luego, una trémula voz procedente del interior del camión, farfulló:

—¿Quiénes son ustedes?

—Tres muchachos —respondió Fatty—. ¿Es usted Marian?

—¡Oh, sí! —asintió la voz—. Pero ¿cómo lo sabéis? ¡Llevo siglos aquí encerrada! ¡El muy bruto de Wilfrid me encerró!

—¡Sopla! —exclamó Fatty—. ¿Cuánto tiempo lleva metida ahí?

—No sé —repuso Marian—. Creo que varios días. ¿Podéis sacarme de aquí?

—Me parece que podré forzar la puerta —murmuró Fatty—. ¡Lástima que la ventanilla sea tan pequeña, Marian! ¡Podría haber salido usted por ella!

—La rompí pensando que alguien oiría el ruido —gimió la pobre Marian—. Y grité hasta que no pude más. El granuja de Wilfrid enganchó un caballo al camión y lo arrastró a un lugar seguro dónde nadie pudiera oírme.

—En seguida la sacaré de ahí —prometió Fatty, tomando un, estuche de piel de pequeñas herramientas.

Y escogiendo una a propósito, procedió a manipular la cerradura de la puerta con ella.

Sonó un chasquido. Fatty dio vuelta al pestillo y la puerta se abrió. Una pálida muchacha apareció en su marco, sonriendo a través de sus lágrimas.

—¡Oh, gracias! —exclamó—. ¡Qué mal lo he pasado! ¿Cómo se os ha ocurrido venir aquí esta noche?

—Es una larga historia —contestó Fatty—. ¿Quiere usted que la llevemos al lado de su madre? La pobre está muy preocupada por usted. A propósito, ¿ha podido usted comer y beber algo durante su encierro?

—Sí —afirmó Marian—. Wilfrid dejó muchos comestibles en el camión. Claro está que apenas pude probar bocado. Mi primo es un bruto.

—Estoy completamente de acuerdo con usted —convino Fatty—. Supongo que la molestaba a todas horas exigiéndole que le dijera dónde guardaba el dinero su abuelo.

—¿Cómo sabes todo esto? —inquirió la muchacha, intrigada—. Pues, sí. Wilfrid contrajo unas deudas y pidió dinero a mi abuelito. Pero el abuelo no quiso dárselo. Wilfrid se puso furioso. Sabía que el abuelito guardaba el dinero escondido en algún sitio, y me preguntó dónde estaba el escondrijo.

—¿Y usted lo sabía? —interrogó Fatty.

—Sí —asintió Marian—. El abuelito me lo dijo recientemente; pero yo lo había visto ya muchas veces palpar debajo de las sillas para comprobar si su dinero seguía allí, cuando él pensaba que no le veía. Pero jamás se lo dije a nadie.

—¿Recuerda usted aquella mañana que lavó las cortinas? —inquirió Fatty—. ¿Volvió a preguntarle Wilfrid dónde estaba el dinero?

—Sí, y le dije que lo sabía, pero que nunca lo diría a un sujeto tan mezquino como él. Él me aseguró que sólo deseaba coger un poco y restituirlo más adelante. Pero yo le conozco muy bien y comprendí que jamás lo devolvería.

—Prosiga —instó Fatty.

—Aquella mañana me dijo: «Está bien, Marian. Cuando te marches, volveré acá a registrarlo todo y como hay Dios que encontraré ese dinero». Y a mí me entró un miedo terrible de que cumpliera su amenaza.

—Todo está en orden —aseguróle Fatty—. Los billetes de a libra en el dobladillo de las cortinas —concluyó Fatty.

—¡Cielos! —exclamó Marian—. ¿«Cómo» lo sabes? ¡Supongo que Wilfrid no los ha encontrado! No vivo de inquietud desde que estoy aquí encerrada. Ansiaba decir al abuelito que no se inquietase si no encontraba su dinero, pues yo lo había puesto a buen recaudo; pero no tuve ocasión de advertirle.

—Todo está en orden —aseguróle Fatty—. Los billetes siguen en las cortinas. Es un escondrijo perfecto. Dígame, ¿qué indujo o Wilfrid a llevarse los muebles de la villa?

—Verás —explicó Marian—, aquella tarde Wilfrid acudió a verme a mi casa. Me dijo que había estado en la Villa de los Acebos y que el abuelito estaba gimiendo y llorando porque su dinero había desaparecido. Entonces Wilfrid me acusó de haberlo robado y me amenazó con dar parte a la policía si no lo compartía con él.

—¡Vaya, vaya! —suspiró Fatty—. ¡Valiente tunante está hecho el tal Wilfrid!

—Le juré que no había tocado el dinero —prosiguió Marian—. Dije que éste seguía escondido en la villa, en un lugar de la sala donde jamás lo encontraría. Y agregué que, al día siguiente iría a buscarlo personalmente para ingresarlo en un banco y evitar así que él se lo apropiase.

—Comprendo —masculló Fatty—. Y, a altas horas de la noche, Wilfrid fue a buscar con un camión todos los muebles de la sala, a fin de registrarlos a sus anchas y encontrar el dinero antes de que usted lo llevase al banco.

—Eso es, pero no dio con él porque, en realidad, estaba escondido en las cortinas, y no se le ocurrió descolgarlas. Y cuando, después de destrozar los muebles, no logró dar con el dinero, valióse de una estratagema para traerme a este camión y encerrarme dentro.

—Pero ¿por qué? —inquirió Fatty perplejo.

—Estaba fuera de sí de ira —explicó Marian, temblando al mero recuerdo de la escena—. Me dijo que podía hacer dos cosas: buscar yo misma el dinero en los muebles, o, si mentía, decirle dónde lo tenía escondido en mi propia casa. Y aquí he estado desde entonces, chillando y gritando inútilmente, sin conseguir que nadie me oyese. Y todos los días Wilfrid venía a preguntarme si había encontrado el dinero o estaba decidida a decirle dónde lo tenía. ¡Está loco!

—Eso parece —gruñó Fatty—. Ánimo, Marian. Todo está arreglado. Ahora la llevaremos a casa, y mañana nos ocuparemos de nuestro amigo Wilfrid. ¿Querrá usted pasar por la Villa de los Acebos a las diez y media? Estaremos allí todos, y usted misma podrá sacar el dinero de las cortinas.

—«Contad» conmigo —accedió Marian—. ¿Cómo sabéis todo esto? ¡Me sorprende ver a tres muchachos aquí, a estas horas de la noche, contándome estas novedades!

—Véngase con nosotros hasta el lugar donde hemos dejado nuestras bicicletas —rogó Fatty, tomándola por el brazo—. Entre tanto le contaré algo de nuestra aventura. Oye, Larry, ¿quieres hacer el favor de anotar la matrícula de este camión?

Los muchachos lleváronse a Marian al lugar donde estaban sus bicicletas. Una vez más, pasaron ante los silenciosos establos. Por el camino, Fatty contó a Marian parte de sus investigaciones, ante el asombro de la muchacha.

—¡Pobre abuelito! —lamentóse ésta—. ¡Qué trastorno habrá pasado! ¡Afortunadamente se pondrá bien en cuanto recobre su precioso dinero! ¡Qué listos sois, muchachos! ¿Es posible que lo hayáis descubierto todo solos? ¡Sois más hábiles que la policía!

Fatty condujo a Marian a su domicilio.

—No es tan tarde como se figura —susurró—. Aún no han dado las once. ¿Ve usted? Todavía hay luz en aquella ventana. ¿Quiere que llame al timbre?

—No —repuso Marian—. Entraré por la puerta lateral para dar una sorpresa a mi madre…

Súbitamente, abrazando a Fatty, añadió:

—¡Eres maravilloso! Mañana, a las diez y media de la mañana, estaré sin falta en la Villa de los Acebos, con unas buenas tijeras para soltar los dobladillos.

Dicho esto, la joven desapareció. Fatty aguardó a oír el rumor de la puerta, abriéndose y cerrándose quedamente. Luego dirigióse con sus dos amigos en busca de las bicicletas apoyadas en el seto anterior.

—Buen trabajo, ¿eh? —cuchicheó Fatty, henchido de satisfacción.

—¡Y que lo digas! —convino Larry—. ¡Caray, chico! Cuando oí gritar a Marian en el camión me asusté tanto, que te solté. ¡Apuesto a que te diste un tremendo batacazo!

—No fue nada —tranquilizóle Fatty, de excelente buen humor—. ¡Vive Dios! ¡Qué noche! ¿Quién iba a suponer que Wilfrid habría sido capaz de encerrar a Marian de ese modo? ¡Debe de estar muy apurado para atreverse a hacer una cosa así! Sospecho que ese elegante joven va a pasarlo muy mal.

—Lo tendrá bien merecido por perverso —murmuró Pip—. ¡Qué buena chica es Marian! ¡Estaba «seguro» de que no era ella la ladrona!

Los tres pedalearon velozmente en dirección a Peterswood. Pip empezaba a sentirse inquieto.

—Me parece que «yo» también voy a pasarlo mal —gruñó—, por volver tan tarde a casa.

—Lo mismo te digo —barbotó Larry—, a no ser que a mis padres se les haya ocurrido salir esta noche. Tú tienes suerte, Fatty. Tu familia nunca se mete contigo.

—Soy mayor que vosotros —dijo Fatty—, ¡y más tuno! Si en tu casa te riñen, Pip, limítate a contestar que ocurrió algo inesperado que, de momento, no puedes explicar, pero que quedará aclarado mañana por la mañana.

—De acuerdo —suspiró Pip—. ¿Qué piensas hacer ahora, Fatty? ¡Apuesto a que lo sé! ¡Vas a telefonear al superintendente Jenks!

—Has acertado —sonrió Fatty—. ¡Mereces ser el primero de la clase! Bien, despidámonos aquí. Hasta mañana por la mañana, a las diez y media, en la Villa de los Acebos. Traeros también a las muchachas.

Al llegar a su casa, Fatty recogió la bicicleta y entró por la puerta lateral. Sus padres estaban jugando al «bridge» en el salón.

—No pienso distraerlos —pensó el chico.

Telefonearía al superintendente Jenks desde la habitación de su madre, aprovechando que allí había un supletorio. Así se evitaría hacerlo desde el vestíbulo y podría hablar con más tranquilidad.

Subió, pues de puntillas al dormitorio de su madre y, tras cerrar la puerta, descolgó el teléfono y pidió el número del Cuartel de Policía. Casi inmediatamente, una voz contestó:

—Aquí el cuartel de policía.

—¿Está el superintendente Jenks? —preguntó Fatty—. En caso contrario, llamaré a su domicilio particular. Es importante.

—No está aquí —respondió la voz—. Te daré su número de teléfono particular. «Banks, 00165».

—Gracias —murmuró Fatty.

Y, tras colgar el receptor, efectuó otra llamada pidiendo el número que acababan de darle. Al punto, oyó la voz del superintendente.

—¡Dígame! ¿Quién llama?

—Aquí, Federico Trotteville —contestó Fatty—. ¡Ante todo, permítame felicitarle, señor, por su muy merecido ascenso!

—Gracias, Federico —dijo el superintendente—, pero no creo que me telefonees a medianoche sólo para decirme esto.

—No, señor. Lo cierto es que hemos trabajado un poco en el caso de la Villa de los Acebos.

—¿De la Villa de los Acebos? ¡Ah, sí! ¡Del viejo a quien le han desparecido el dinero, los muebles y la nieta! ¿No es eso?

En efecto, señor. Pues verá usted…

—Un momento, Federico —interrumpióle el superintendente—. Déjame aventurar una suposición. ¡Has encontrado el dinero, has localizado los muebles y has dado con la chica! ¿Me equivoco?

—No, señor —sonrió Fatty—. ¿Cómo lo ha adivinado?

—Verás —cloqueó el superintendente—, hace un par de días recibí un informe de Goon en el cual el hombre se quejaba de que Federico Trotteville estaba entorpeciendo la acción de la justicia, inmediatamente supuse que estabas investigando el caso con mucha más eficacia que él. De hecho nuestro policía añadía que estaba seguro de que la muchacha había huida con el dinero y que debía ser detenida en cuanto apareciese.

—¿De veras? —exclamó Fatty—. Pues se equivoca. Oiga usted, señor. ¿Tendría la bondad de ir a la Villa de los Acebos mañana, a las diez y media de la mañana? Allá estaré yo, dispuesto a exponerle los hechos tal como se desarrollaron.

—De acuerdo —convino el superintendente—. De todos modos pensaba ir por ahí para ver qué sucedía. No me gustaba la desaparición de la muchacha. Según, mis informes, es una buena chica. Confío en que nos la traerás, Federico.

—Eso espero —murmuró Federico, procurando parecer modesto—. Y…, ¿estará allí el señor Goon?

—¡Naturalmente! Le mandaré un mensaje para que acuda. ¡Caramba, caramba! ¡No sé por qué no te confiamos todos nuestros casos locales, Federico! ¿Cómo está la pequeña Bets? ¿Ha intervenido también en este asunto?

—¡Por supuesto! ¡Todos nosotros hemos trabajado en él! De acuerdo, señor. Nos reuniremos todos en la Villa de los Acebos mañana a las diez y media. ¡Buenas noches!

Fatty colgó el teléfono y frotóse las manos jubilosamente. ¡Qué éxito! Ardía en deseos de bailotear por la habitación, pero se contuvo. ¡La habitación de su madre estaba justamente encima del salón y surgirían muchas complicaciones si alguien subiera a cazar el elefante que piafaba allí arriba!

—Iré a buscar a «Buster» —se dijo el muchacho—. El pobre está arañando la puerta de mi cuarto. ¡Ya, voy, «Buster»! ¡Traigo buenas noticias, amigo! ¡Prepárate a ladrar de alegría! ¡Hurra!