Capítulo III
¡Qué dicha estar juntos otra vez!
El francés quedóse mirando al policía, sorprendido. En Francia los policías no se conducían de aquel modo. Cuando alguien les presentaba una queja, escuchaban con interés y excitación, y tomaban notas del caso. En cambio, aquel agente habíase limitado a lanzar un resoplido y a alejarse en su bicicleta. ¡Curiosa reacción!
El extranjero empezó a toser. Compadecido de él, Fatty se puso a hablarle en perfecto francés. Como de costumbre, el muchacho dio muestras de su habilidad para resolver todas las situaciones. Sus compañeros apiñáronse a su alrededor, escuchándole con admiración. ¡De hecho, Fatty podía pasar por francés!
—¿Cómo habrá aprendido a hablar así el francés? —pensó Daisy, maravillada—. En nuestro colegio no hay nadie capaz de decir dos palabras seguidas. No cabe duda que Fatty es un ser extraordinario.
El hombre comenzó a apaciguarse. A poco, sacóse una pequeña agenda del bolsillo y, abriéndola, murmuró:
—Te mostraré el nombre. Es «Grintriss». ¿Cómo es posible que nadie sepa dónde está esa casa?
Y mostró a Fatty algo anotado en una hoja de la agenda. Los otros atisbaron por encima del hombro de su amigo para ver de qué se trataba.
—¡Ah! —exclamó Daisy—. ¡Pero si es GREEN-TREES! ¿Por qué no lo decía usted? ¡Nosotros entendimos «Grintriss»!
—Sí, «Grintriss» —repitió el hombre, desconcertado—. ¿No es eso? Os dije: «Grintriss», «porr favorr», ¿dónde «eztá eza» casa?
—Es Green-Trees —corrigió Daisy, pronunciándolo lenta y cuidadosamente.
—«Grintriss» —repitió el hombre—. Y ahora, vamos a ver: ¿dónde «eztá eza» casa? Os lo pregunto por última vez.
El infeliz parecía a punto de prorrumpir en sollozos.
—Venga usted —instó Fatty, tomándole por el brazo—. Se la mostraré. Esta vez no habrá engaño. Le llevaremos allí.
Y se pusieron todos en marcha, en tanto Fatty comenzaba de nuevo a charlar en francés. Tras dirigirse calle abajo, doblar la esquina y subir una cuesta, llegaron a una apacible callejuela. Más o menos hacia la mitad de ella había una linda casita de humeantes chimeneas.
—Green-Trees —anunció Fatty, señalando el nombre inscrito en el portillo blanco.
—¡Ah, «Grintriss»! —exclamó el hombre, satisfecho.
Y levantándose el sombrero, dijo a las dos muchachas:
—¡«Mademoiselles, adieu»! ¡Voy a reunirme con mi «herrmana»!
Luego desapareció por el senderuelo anterior. Entonces, Bets lanzó un suspiro de alivio y, deslizando el brazo en el de Fatty, murmuró:
—¡Qué vergüenza nos da haberle recibido con este estúpido embrollo, Fatty! Nos proponíamos estar en el anden de la estación para darte la bienvenida, y resulta que sólo encontraste a «Buster» por nuestra estupidez de irnos tras una persona que no se parecía «en absoluto» a ti.
—Sí, pero ahí está el caso —gruñó Pip—. Que cuando Fatty se disfraza cambia por completo y es capaz de despistar a cualquiera. En fin, Fatty. Ya es hora de que te llevemos a tu casa. Tu madre debe de estar con ansia ya.
La señora Trotteville experimentó un gran alivio al ver entrar a Fatty en el vestíbulo, acompañado de los demás.
—¡Federico! —gritó, saliendo a su encuentro—. ¿Perdiste el tren? ¡Qué tarde llegas! ¡Bienvenido, hijo mío!
—¡Hola, mamá! ¡Qué olorcito más agradable viene de la cocina! Parece de bistec con cebolla. ¿«Tú» qué opinas, «Buster»?
—¡Guau! —ladró «Buster», dispuesto a aprobar todo lo que dijera su amo.
Y tras hacerle unas fiestas galopó hacia el canapé, escondiéndose detrás, reapareció y empezó a dar corridas entre las sillas.
—¡Una carrera de obstáculos a reacción! —comentó Fatty—. ¡Eh, «Buster»! ¡Mira por donde vas! ¡Acabarás tropezando conmigo!
—Siempre hace lo mismo cuando regresas a casas —dijo la señora Trotteville—. Ojalá se calme pronto. No me atrevo a dar un paso cuando le dan estos arrebatos.
—Es un sol —ensalzó Bets—. Comprendo lo que siente cuando Fatty llega a casa. A mí me sucede lo mismo.
—Bien —murmuró Fatty, dándole un súbito abrazo—, pero «no» se te ocurra empezar a correr alrededor de los muebles sobre las cuatro patas, ¿eh? Decidme, chicos. ¿Ha surgido algún misterio o problema insoluble en el curso de la última semana? ¡Qué lástima que regresarais todos a casa antes que yo!
—No ha sucedido nada todavía —declaró Pip—. Pero apuesto a que ocurrirá algo ahora que tú estás aquí. Como sabes, «las aventuras son patrimonio de los aventureros».
—Ojalá «no» suceda nada —suspiró la señora Trotteville—. De lo contrario, ese necio señor Goon volverá a aparecer por aquí. En cambio, el que «me cae» muy simpático es vuestro amigo, el superintendente Jenks.
Todos le miraron asombrados.
—¿«Superintendente»? —farfulló Larry—. ¿Insinúa usted que el inspector jefe Jenks ha ascendido a superintendente? ¡Cáscaras! ¡Cómo sube de categoría!
—Cuando le conocimos era inspector —recordó Bets—. Luego ascendió a inspector jefe. Y ahora es superintendente. Me alegro muchísimo. Se está convirtiendo en un personaje, ¿no os parece? Supongo que no nos retirará la amistad.
—Naturalmente que no —tranquilizóla la señora Trotteville, sonriendo—. ¡Cielos, qué olor a guisado! No comprendo por qué la cocinera no cierra la puerta de la cocina cuando hace cebollas.
—¿Cerrar la puerta cuando hay bistec con cebolla? —protestó Fatty, horrorizado—. ¿Has dicho «cerrar»? ¿Interceptar ese delicioso olor? ¡Pero, mamá! ¿No te das cuenta que, como de costumbre, vengo medio muerto de hambre después de un trimestre en el colegio?
—Pues no lo parece —repuso su madre, mirando su ajustado abrigo—. Esos botones parecen a punto de saltar. Ha llegado tu maleta, Federico. ¿Quieres deshacerla y prepararte para comer? Almorzaremos temprano, porque me he figurado que traerías hombre.
—¡Cuánto te quiero cuando «te figuras» cosas así, mamá! —exclamó Fatty con un súbito arrebato de afecto—. ¡Estoy muerto de hambre!
—¡Bah! —profirió su madre, divertida ante el inesperado abrazo de Fatty—. ¡Amor gastronómico!
—¿Pueden quedarse también mis amigos a comer con nosotros? —preguntó Fatty, esperanzado.
—Sí —contestó su madre—. Es decir, si estás dispuesto a compartir con ellos tu ración de bistec con cebolla.
Pero ni el propio Fatty era capaz de semejante sacrificio y, en consecuencia, despidióse de sus cuatro camaradas a regañadientes.
—Si quieres —contestóle la señora Trotteville—, puedes invitarlos esta tarde a merendar. Habrá muchos pasteles. Por favor, Federico, ten a raya a «Buster». Ya ha vuelto a excitarse. Me pone mala verlo así.
—¡«Buster»! —gritó Fatty—. ¡Repórtate!
Eso bastó para que el excitado «scottie» se convirtiera milagrosamente en un pacífico corderito, tendido a los pies de Fatty y empeñado en lamerle los zapatos.
—Volved a las tres —rogó Fatty, acompañando a sus amigos al portillo anterior—. Charlaremos un rato y podréis contarme todas las novedades. ¡Hasta luego!
Luego regresó a la casa, husmeando de nuevo el bistec con cebolla.
—Supongo, Federico, que no sabes nada de ese extranjero muy abrigado que se presentó aquí esta mañana y dijo a Jane que esta casa se llamaba «Grintriss» y quería ver a su hermana —indagó la señora Trotteville, al ver entrar a Fatty—. Aludió a unos «pícarros niños» al contestarle Jane que ésta no era la casa que buscaba. Me figuro que no tienes nada que ver con esa persona, ¿verdad? Confío en que no has vuelto a poner en práctica tus consabidos trucos y travesuras.
—De ningún modo, mamá —replicó Fatty, algo herido en su amor propio—. ¡Pobre señor! Lo encontré en el portillo y lo acompañamos todos al lugar a donde deseaba ir, o sea, a Green-Trees, en la calle del Acebo. ¡Oh, mamá! ¡Ya vuelvo a notar ese exquisito olorcillo! ¿Te importaría que fuese a olerlo más cerca? Aún no he visto a la cocinera ni tampoco a Jane.
—De acuerdo —accedió la señora Trotteville—. Pero NO intentes sacar cebollas fritas de la sartén. ¡Oh, Federico! Nos alegramos mucho de tenerte de nuevo entre nosotros, pero de veras te digo que quisiera saber lo que bulle en tu cabeza. Te suplico que no te inmiscuyas en nada alarmante estas vacaciones. La madre de Pip me dijo ayer que daba gusto la «tranquilidad» de que habíamos gozado durante esta última semana.
El ruego no obtuvo respuesta, pues Fatty se hallaba ya en la cocina eligiendo pedacitos de cebolla a medio freír, mientras Jane y la cocinera se reían de su avidez y prometían proveerle de abundantes galletitas de jengibre, tortas calientes y mermelada de frambuesa de confección casera cuando sus amigos vinieran a merendar aquella tarde. Las dos sentían mucho afecto por Fatty.
—Es un chico excepcional —decía la cocinera a sus amigas—. Nunca sabe una lo que va a ocurrir cuando está en casa el señorito Federico.
Fatty comió muy a gusto y, durante el almuerzo, contó a su madre todas las incidencias del último trimestre. Como de costumbre, parecía haberlo aprovechado muy bien.
—No obstante, «es posible» que haya algo en mi informe sobre la… la conveniencia de limitarme a hacer uso de mi voz —declaró el muchacho, obligando a su madre a mirarle, sorprendida—. No te alarmes, mamá. No es nada importante. Significa solamente que mi ventriloquia ha obtenido un éxito este trimestre.
Una de las habilidades de Fatty consistía en poder modificar su voz, hasta el punto de que, a la sazón, era a un excelente ventrílocuo. Desgraciadamente, los profesores del colegio no admiraban tanto esta facultad como los alumnos, cosa perfectamente explicable si tenemos en cuenta que, en cierta ocasión, los compañeros de clase de Fatty habían pasado toda una semana buscando a un hombre, al parecer lastimado, en el ático de la escuela. Los gemidos habían sido tremendos y causaban gran sensación.
Naturalmente, cuando se descubrió que todo había sido una simple demostración ventrílocua de Fatty, la sensación fue todavía mayor…; pero no tan afortunada para Fatty. De hecho, no había considerado prudente practicar más la ventriloquia aquel trimestre, lo cual era, a su modo de ver, una verdadera lástima. ¡Se desentrenaría!
A las tres en punto percibióse un rumor de pisadas en el jardín, en dirección al cobertizo de Fatty. Éste vio pasar a Larry, Daisy, Pip y Bets bajo su ventana y, al punto, interrumpió la tarea de deshacer su maleta.
Rápido como una centella, bajó la escalera con «Buster» para reunirse con sus amigos en el gran cobertizo situado al fondo del jardín.
El barracón hacía las veces de cuarto de estar, de almacén y de lugar para mudarse de ropa, es decir, que servía para todo cuanto Fatty juzgaba conveniente. El chico tenía una llave de aquel rincón y procuraba mantenerlo siempre herméticamente cerrado, pues conservaba allí muchos disfraces y prendas raras que no le interesaba vieran los mayores. Su propia madre habríase quedado estupefacta de haber visto algunos de los trastos por él adquiridos en los bazares de lance, tales como horribles sombreros, chales raídos, faldas voluminosas y pantalones de pana.
—¡Hola! —saludó Fatty, presentándose en el momento en que los otros atisbaban el interior del cobertizo a través de la ventana para ver si su amigo estaba allí—. Voy a abrir la puerta. Pasé un momento por aquí después de comer para encender la estufa de petróleo. Así ahora el cuarto estará caliente y confortable.
Todos entraron en el lugar. Efectivamente, el ambiente resultaba muy acogedor. El sol se filtraba por una ventana y, bajo sus rayos, todo aparecía desaseado y polvoriento.
—Cualquier rato te lo limpiaré —prometió Daisy, dando una mirada circular—. ¡Qué gusto da estar de nuevo juntos! ¡Los Cinco Investigadores reunidos otra vez!
—¡Sin nada que investigar! —gruñó Pip—. Lo paso mejor cuando tenemos algo emocionante entre manos. Además, Fatty, nosotros debemos volver al colegio una semana antes que tú. De modo que no disponemos de mucho tiempo para emprender ningún asunto.
—Siempre nos queda el recurso de practicar un poco —sugirió Larry—. Por ejemplo, salir disfrazados, seguir alguna pista o vigilar a alguien.
—Sí —convino Fatty—. Podríamos hacer eso. Además, quiero practicar mi ventriloquia. Me he desentrenado mucho este trimestre.
—¡Oh, sí! —suplicó Bets—. ¡Procura ponerte «a fono»! Y ahora hagamos planes.
—De acuerdo —accedió Fatty—. ¡Manos a la obra!