VII

Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

Domingo, 13 de septiembre de 1598

La ceguera le había apartado de la vida militar. La enfermedad se manifestó con un humor acuoso y un intenso escozor en los ojos que le provocaba cefaleas terribles. Año tras año su pérdida de visión aumentó hasta incapacitarle para el servicio de armas. Bernardino de Mendoza había servido a Felipe II con entrega y honor. Estuvo a las órdenes del duque de Alba en los Países Bajos, combatió a los bereberes en el Norte de África, tomó parte en las expediciones a Orán y la isla de San Antonio, y en Malta luchó junto a Juan de Austria para detener el avance de los otomanos. Después, Felipe II le encomendó su primera misión diplomática ante la corte de Pío V, para obtener la bendición del Pontífice en la expedición contra los Países Bajos, y como buen soldado peleó en Mook y Möns.

Vivía retirado de las intrigas de la corte en su casa de la calle Convalecientes de Madrid. Disfrutaba de una holgada economía gracias a que el Rey le había nombrado «trece» del Capítulo General de la Orden de Santiago y concedido la encomienda de Alange, en Badajoz, con una renta anual de cinco mil ducados. La poca visión que todavía conservaba, tras haberse operado del ojo izquierdo en París, la gastaba en traducir del latín la obra Politicorum sive civilis doctrinae libri sex, de Joest Lips. Su casa, anexa al monasterio de bernardos de Santa Ana, a cuya edificación contribuyó con notables donaciones, disponía de una puerta de acceso al convento y de una ventana abierta al crucero de la iglesia para atender los oficios religiosos.

Dejó la pluma de ganso y la lupa que utilizaba para escribir y se frotó los ojos. Apenas veía sombras donde se posaban los objetos y las siluetas de las personas se convertían en fantasmas a la luz de las velas. Durante el día, bajo los rayos del sol, ganaba algo de visión. Había oído misa de sábado y antes de acostarse quería concluir una página de la traducción que tanto tiempo le ocupaba. Pasó algunas hojas de la edición latina de Joest Lips y Juan Beltrán de Aguirre, su sirviente de mayor confianza, entró apresurado en el despacho.

—Señor —dijo—, ha llegado un mensajero real.

Bernardino de Mendoza entornó los ojos y vio que su criado le tendía una plica. La acercó a la luz de un candelabro. Estaba lacrada con el escudo imperial y rasgó nervioso la solapa ayudado de una plegadera. Contenía un folio escrito mediante un sistema de cifra de su invención, que había utilizado para comunicarse con el Rey y los secretarios de Estado Juan de Idiáquez y Martín de Idiáquez. Le pidió a Juan Beltrán de Aguirre que aguardara fuera y cogió un grueso libro con las claves de descifrado. Buscó la correspondiente y procedió a desencriptar el mensaje. Luego leyó la carta con dificultad a causa de su ceguera.

Annus Encarnationis Nostri Domine Jesuchristi ex MDXCVIII die veneris XI septembris

Mi fiel y querido Bernardino:En el lecho de muerte, consciente de vuestra ceguera, y a sabiendas de la lealtad y el respeto que siempre me habéis profesado, debo pediros que acudáis sin demora al monasterio de San Lorenzo del Escorial, pues antes de morir debo encomendaros una última misión que sé cumpliréis con entrega, discreción y honor. Ecce signum Filipus II Rex et Imperator

Preparad mi carruaje —gritó Bernardino de Mendoza a Juan Beltrán de Aguirre, que esperaba en la puerta—. Debo partir de inmediato a El Escorial. El Rey reclama mis servicios.

—Sí, señor —dijo su fiel sirviente, y se apresuró a cumplir la orden recibida.

Bernardino de Mendoza se vistió con una casaca forrada de piel, para soportar el frío de la larga noche de viaje que tenía por delante, y media hora más tarde partía acompañado de dos palafreneros y un guarda de escolta hacia el monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Conocía la gravedad de la enfermedad del Rey y temía llegar demasiado tarde.

—Fustigad a los caballos —ordenó, acomodado en el asiento del carruaje—. Esta noche no deben trotar, sino volar.

Bernardino de Mendoza había seguido día a día la enfermedad del Rey. Desde hacía un año, al poco de cumplir los setenta, sufría de repetidos ataques de gota y había quedado inválido de la mano derecha debido a una grave artrosis. Las últimas noticias resultaban poco esperanzadoras. Su salud se había agravado hasta el extremo de impedirle permanecer de pie o sentado. Sólo tumbado en la cama encontraba acomodo y descanso. Desde el mes de julio estaba aquejado de fiebres tercianas que le producían accesos en la rodilla y el muslo derecho. Su enfermedad se complicó con una hidropesía que inflamó sus piernas, muslos y vientre. Quienes le atendían cuchicheaban que se había convertido en puro pellejo y un saco de huesos. Sus dolores aumentaban de intensidad y ni siquiera podían moverle para el cuidado de su higiene. Felipe II evacuaba en el lecho y su magro cuerpo nadaba en deyecciones, regueros de pus y gusanos.

Pedro del Hoyo condujo a Bernardino de Mendoza ante la presencia del Rey. Las cuatro campanadas de un reloj del monasterio le indicaron la hora. Al entrar en la alcoba sintió un hedor nauseabundo, atenuado por los cirios de esencias que la alumbraban. Los rumores sobre su falta de higiene resultaban ciertos. La cámara estaba repleta de imágenes de santos y vírgenes, y de arquetas con relicarios. De las paredes colgaban lienzos de Jeroen Anthoniszoon van Aken, como El jardín de las delicias, La extracción de la piedra de la locura, El carro de heno o La mesa de los pecados capitales, que mostraba el lema: Cave, cave, Dominus videt[16].

Bernardino de Mendoza observó aquella escenografía macabra e inquietante, sintió un escalofrío y se acercó al lecho del Rey. Un fraile jerónimo asperjó con un hisopo agua bendita sobre el cuerpo del moribundo y se retiró para respetar su intimidad.

—Majestad —susurró Bernardino de Mendoza a su oído—, he acudido nada más recibir vuestro correo.

—¿Qué hora es? —dijo el Rey confuso, sin distinguir el día de la noche.

—Las cuatro de la madrugada del domingo día trece.

—Mi querido amigo —musitó Felipe II con un hilo de voz apenas audible—, debo encomendaros una última misión antes de abandonar el mundo de los vivos.

—No habléis así, señor.

Obscuro oppido mors appropinquai[17] —susurró, como una letanía.

—Os escucho.

—He rogado a Cristo —dijo el Rey en un tono muy apagado— que me mantuviese con vida hasta poder veros. —Hizo una pausa y tragó saliva—. Han pasado trece años y medio desde que trajisteis a mis manos una hoja del Libro de Dios.

—Lo recuerdo, señor.

—Mis alquimistas jamás lograron descifrar su contenido —confesó el Rey abatido—. Sin las otras dos láminas resulta imposible comprender sus símbolos y letras. Contiene una cábala secreta y desconocida por los hombres…

—Ahora sólo importa vuestra salud —señaló Bernardino de Mendoza, angustiado por la fatiga que mostraba el Rey—. Descansad, señor.

—No me interrumpáis —protestó Felipe II, casi sin fuerzas para hablar—. Esa lámina forma parte de una mónada indivisible.

—Jamás he dejado de buscar las otras.

—Escuchad, Bernardino —dijo Felipe II sacando fuerzas de flaqueza—. Sólo Dios conoce la hora de mi muerte, aunque la presiento cercana, y antes de cerrar los ojos para siempre quiero entregaros esa lámina.

—Señor, yo…

—Me atormenta la idea de que caiga en poder de los herejes.

—No penséis en eso.

Felipe II giró la cabeza hacia una mesita situada junto al cabecero, que utilizaban los galenos para administrarle los remedios.

—Abrid el segundo cajón —le ordenó— y cogedla.

Bernardino de Mendoza cumplió la voluntad del Rey con dificultad debido a su ceguera. Reconoció la cajita de madera forrada de terciopelo que él mismo ordenó labrar para guardar la lámina de oro.

—¿Qué debo hacer con ella, señor?

—Entregadla en persona a mi hijo y sucesor —dijo Felipe II—. Pero hacedlo sólo tras el acto de coronación, y como secreto de Estado para que goce de la custodia oficial por los siglos de los siglos. Cumplid vuestra última misión en nombre del Rey.

—Os lo juro ante Dios, señor —dijo Bernardino de Mendoza, y se santiguó—. Ahora descansad. No os conviene fatigaros.

In coelo quies[18] —murmuró Felipe II.

Bernardino de Mendoza cogió la cajita de madera forrada de terciopelo y la guardó en un bolsillo de su casaca. El rostro del Rey dibujaba constantes muecas de dolor. A cada minuto su respiración se hacía más débil. Abandonó la alcoba y dejó a Felipe II en el trance final de su agonía. Un fraile entró con un incensario y humeó el perfume hacia las cuatro esquinas. Una hora más tarde, a las cinco de la madrugada, Pedro del Hoyo le comunicó la muerte del Rey.

Solicitó audiencia privada con el nuevo Monarca. El sepelio de Felipe II se realizaría en la estricta intimidad de la familia y sin grandes boatos. Bernardino de Mendoza ya no pintaba nada en la corte. Había pasado parte de la mañana en la sacristía, velando el cuerpo del Rey en un ataúd de madera y caja de plomo, para evitar que los humores de la enfermedad escaparan, y deseaba regresar cuanto antes a su casa de la calle Convalecientes. Las lágrimas vertidas por el difunto habían aumentado el dolor de sus ojos y la cabeza estaba a punto de estallarle a causa de una cefalea.

Felipe III, apodado El Piadoso, hijo de Felipe II y su cuarta esposa, Ana de Austria, recibió a Bernardino de Mendoza en las dependencias reales del monasterio. Conocía la estima de su padre por el viejo funcionario y, pese a las circunstancias y compromisos que debía atender, se avino a concederle unos minutos. Bernardino de Mendoza, siendo Felipe III Príncipe de Asturias, le había dedicado su obra Teoría y práctica de la guerra.

—¿Qué deseáis del Rey? —preguntó Felipe III, en un improvisado gabinete de audiencias.

—Vuestro padre —expuso Bernardino de Mendoza— me encomendó entregaros esta cajita.

—¿Qué contiene?

—Una lámina de oro.

—Dadla al tesorero —se desentendió Felipe III, sin comprender la importancia del objeto.

—Majestad —dijo Bernardino de Mendoza, y se inclinó ante el nuevo Rey—, está lámina pertenece al libro más importante del mundo, el Libro de Dios, y contiene el mayor secreto de la Humanidad.

—¿Las claves de la transmutación alquímica? —inquirió Felipe III, sin evitar una sonrisa burlona.

—Un secreto más codiciado todavía —afirmó Bernardino de Mendoza serio—. El secreto de la creación.

—Ofendéis al Rey con estas majaderías —arremetió Felipe III, que a diferencia de su padre despreciaba las prácticas esotéricas.

—Nada más lejos de mi intención, señor.

—Sólo Dios conoce el milagro de la vida.

—Dios lo confió a los hebreos —arguyó Bernardino de Mendoza— y de sus hijos procede esta lámina de oro.

Felipe III abrió la cajita y observó los signos, letras y símbolos cabalísticos grabados en el metal. La lámina conservaba la intensidad de su brillo y sus irisaciones de rojo púrpura. Le pareció una buena obra de orfebrería.

—¿De dónde procede? —sintió curiosidad.

—De la sinagoga Altneu de Praga —respondió Bernardino de Mendoza—. Vuestro padre, Dios le acoja en su gloria, me encargó sustraer las tres hojas de oro que componían el Libro de Dios y ponerlas a su disposición.

—¿Y las otras dos?

—Desaparecieron, señor —dijo Bernardino de Mendoza, con sentimiento de culpa—. Dos de mis hombres fueron asesinados para arrebatárselas.

—¿Quién cometió semejante atrocidad?

—Nunca descubrí a los asesinos y sus causas.

Felipe III cabeceó pensativo. El respeto por su padre le obligaba a cumplir su voluntad. Cerró la cajita de madera forrada de terciopelo.

—¿Qué debo hacer con ella?

—Guardadla —dijo Bernardino de Mendoza— entre los secretos de Estado. Como tal os la entrego en nombre del difunto Rey. Cumplid su última voluntad. Es cuanto os pido, señor.

Felipe III asintió. Miró la cajita y mandó llamar a Juan de Velázquez de Velasco, su general de Inteligencia, y le ordenó custodiarla en la cámara acorazada de palacio, junto al resto de documentos declarados secretos de Estado, con la orden expresa de que nadie accediera a ella sin el consentimiento del Rey.