IV
Génova
Jueves, 14 de febrero de 1585
Llegó a Génova, asentada en el golfo del mismo nombre y bajo las estribaciones del Apenino Ligur, al despuntar el alba. La parte más dura de su viaje la sufrió al cruzar los temidos Alpes. Lo hizo a caballo, en solitario, soportando días interminables de frío, hambre y sed, siguiendo la ruta de las postas que unían el Tirol con las Repúblicas Italianas gracias al servicio de correos organizado por los Thum und Taxis. Tras días de penurias y soledad, Domingo de Aranda agradeció el bullicio de la populosa Génova. El trasiego de la gente le alivió del tedio del camino. Al igual que sus compañeros, debía regresar a España por sus propios medios y entregar su lámina de oro del Libro de Dios al superintendente Bernardino de Mendoza.
Recorrió las calles en busca de una botica, compró unos sellos de polvo de adormidera y se dirigió a la lonja de contratación. La caída de Constantinopla en poder de los otomanos había mermado la actividad del puerto de Génova, aunque conservaba su importancia estratégica: la posesión de Córcega convertía a los genoveses en dueños del Alto Tirreno y a la ciudad en centro de los intereses políticos de España y Francia.
Decenas de marinos esperaban apretujados en la sala de la lonja un contrato para embarcar. El ambiente estaba viciado por las estufas de carbón y el olor a sobaquina, y los gritos y carcajadas se mezclaban con las voces. Domingo de Aranda se apartó del tumulto. Carecía de la cartilla de mareante necesaria para formar parte de la tripulación de una nao, pero sabía interpretar los portulanos y las cartas marinas y manejar el cuadrante, el astrolabio y el teodolito, habilidades que le permitirían usurpar la identidad de un navegante de profesión.
Subido a una tarima, para que todos pudieran verle, un oficial desgranaba los nombres de las naves que demandaban tripulantes, sus cargamentos y los puertos de destino.
—Tres marinos —gritó— para el Sao Gabriel, una carraca mercante lusitana de tres palos, con un cargamento de maíz con destino al puerto de Bujía…
Varias manos se alzaron entre las cabezas de los congregados.
—Nosotros, señor —vociferó un marino.
—¿Tenéis la cartilla de navegación en regla? —preguntó el oficial de la lonja.
—Sí, señor —respondieron.
—Dadme vuestros nombres. —Los marinos le dictaron sus nombres y apellidos, y el oficial los registró—. Presentaos de inmediato en el pantalán cinco —les apremió—. El capitán quiere zarpar esta misma tarde. —Les entregó las hojas de contratación con el sello de la lonja, y continuó leyendo la lista que sujetaba en la mano—. Un marino de puente para el San Matteo, una carabela redonda de bandera genovesa, con un cargamento de melaza y vino para el puerto de Río de Oro…
—¡Si carga barricas de melaza y vino —gritó un marino entre el tumulto— es la nao de mis sueños!
Sonó una risotada general. El oficial de contratación le pidió el nombre, lo anotó y le entregó la documentación acreditativa. El marino salió de la sala para presentarse sin demora en el muelle.
—Un timonel —gritó el oficial acto seguido, y miró a la concurrencia— para el Tromp, un galeón mayor de cuatro palos y cinco puentes, de bandera de los Países Bajos, con un cargamento de pieles de Oriente, telas de algodón y vasijas de cerámica, con escala de dos días en el puerto de Marsella y destino final en Valencia…
—Ici, monsieur! —alzó la mano un marino de habla francesa—. Tengo experiencia al timón de todas las naos.
—Bien —suspiró el oficial—. ¡Acércate! —El marino se abrió paso entre la multitud—. ¿Cómo te llamas?
—Damien Aicard —dijo.
El oficial de la lonja le entregó la cédula acreditativa de su contratación, le dio las instrucciones para el embarque, y el marino abandonó la sala. Domingo de Aranda le siguió. Desde el puerto de Valencia le sería fácil llegar a Madrid. El marino recorrió los coloniales de la Via Nuova, señoreada por bellos palacios, compró algunos enseres para la travesía y se dirigió a un mesón situado en los aledaños del puerto. Domingo de Aranda entró, se sentó a una mesa y le vio subir la escalera que conducía a las alcobas.
—Una jarra de malvasia y dos vasos —pidió a la mesonera encargada de atender a los huéspedes.
La joven le sirvió.
—¿Os apetecen unas chacinas, caballero?
—No, gracias —rechazó Domingo de Aranda.
—Tengo la mejor bresaola y salame de Génova.
—Quizá más tarde.
La mesonera se retiró. Domingo de Aranda se sirvió un vaso de malvasia, que llegaba a los puertos del Mediterráneo procedente de las islas Afortunadas, dio un sorbo y paladeó su buqué. Rellenó su vaso, sacó los sellos de adormidera y los disolvió en la jarra. Sólo debía esperar.
A las dos horas reapareció el marino. Se había cambiado de ropa y aseado, y el agente de Bernardino de Mendoza dedujo que había compuesto su equipaje para la travesía. Domingo de Aranda chapurreaba la lengua de los francos. Se levantó y le abordó con aspavientos de alegría.
—Mon ami Damien Aicard! —exclamó y le abrazó—. Comment ça va? —El marino le miró sorprendido, sin saber de quién se trataba—. ¿Me recuerdas?
—Non, monsieur.
—Luis de la Cuerda —se presentó con un nombre falso, atento a su reacción.
El marino hizo memoria y se rascó la cabeza.
—Louis…? —musitó, pensativo.
—¡Ajá!
—Oui! —exclamó de repente—. Du port de Muita!
—Te has acordado, viejo bribón —rió Domingo de Aranda.
—Con la barba no os reconocía —se excusó Damien Aicard—. Han pasado muchos años.
—Venid —le ofreció—. Compartid un vaso de vino conmigo.
Damien Aicard le siguió la corriente por cortesía. Se sentaron a la mesa. Domingo de Aranda cogió el vaso vacío y lo llenó hasta el borde. Luego se lo entregó.
—¡Brindemos! —dijo, alegre.
—A votre santé!
Domingo de Aranda apuró el vino de un trago. Damien Aicard hizo lo propio. Chasqueó la lengua y posó su vaso en la mesa.
—Très bon —afirmó.
—Malvasia —sonrió—. El mejor vino del mundo. ¿Otra ronda?
—Ne sais-je?… —balbució Damien Aicard con la cabeza algo espesa.
—Venga —insistió Domingo de Aranda, y rellenó los vasos hasta rebosar—. ¡Por este encuentro y las farras de Muita!
Alzaron de nuevo los vasos. Domingo de Aranda se llevó el suyo a los labios y simuló beber. Damien Aicard apuró el vino hasta la última gota. Sintió un mareo repentino, su vista se nubló, los objetos y personas bailaron a su alrededor y se desmayó sobre la mesa. El agente de Bernardino de Mendoza le sacudió la cabeza para comprobar que estaba inconsciente. Luego llamó a la mesonera.
—¿Qué le ha ocurrido a su amigo? —inquirió la muchacha.
—Nada —le quitó importancia—. Se le pasará en cuanto duerma un poco —arguyó—. ¿Cuál es su alcoba?
—Arriba —señaló la chica—. La última de la derecha.
Domingo de Aranda cargó el cuerpo del marino al hombro y se encaminó hacia la escalera.
—¿Os ayudo, señor? —se ofreció la mesonera.
—No os preocupéis —rechazó Domingo de Aranda—. Le acostaré y en unas horas estará repuesto. Dejadle dormir a su antojo.
—Sí, señor.
Subió al marino a su habitación. Cerró la puerta y echó el fiador. Luego dejó caer el cuerpo de Damien Aicard sobre la cama y registró sus pertenencias. En el bolsillo de un petate encontró la cartilla de navegación y la cédula de contratación. Leyó los datos de la nao, el muelle de atraque y la hora a la que tenía previsto zarpar. Todo había salido según lo planeado. Se guardó la cartilla y la cédula y abandonó el mesón.
Pasó la noche en una fonda de las afueras de la ciudad, para evitar mezclarse con la marinería, y de madrugada se encaminó al puerto. Rezó una salve frente a la imagen de la Virgen del Carmen de la iglesia de San Siro, y luego Domingo de Aranda se presentó en el muelle. El capitán del Tromp inspeccionó sus papeles y le autorizó a embarcar.
—Harás turnos de seis horas —le anticipó— al mando del timón.
—Oui, monsieur —respondió en francés, metido de lleno en su personaje.
El capitán del galeón llamó a un grumete y le pidió que condujese a Damien Aicard al camarote que debía compartir con el otro timonel: un habitáculo reducido, dotado de dos literas, unas baldas de madera para apilar la ropa y varias alcayatas para colgarlas bolsas y petates. Domingo de Aranda despidió al grumete y cerró la puerta. Eligió la cama de arriba por considerarla más segura. Sacó su pistola de llave de chispa y la dejó encima del jergón. Luego inspeccionó el camarote. Ningún lugar le parecía apropiado para ocultar su lámina de oro. Tanteó las tablas del suelo y ayudado de su marrillo hizo palanca y desprendió una. Debajo había un espacio suficientemente profundo para albergar su hoja del Libro de Dios. La encajó en el hueco, para evitar que el movimiento del galeón pudiera desplazarla y, procurando hacer el menor ruido posible, clavó de nuevo la tabla con la culata de la pistola. Puso su arma bajo la almohada y se tumbó en la cama hasta la hora de zarpar.
El capitán del Tromp ordenó levar anclas a las seis de la madrugada. El otro timonel, un marino flamenco que había perdido una pierna durante un enfrentamiento con el pirata Barbarroja, compartía la responsabilidad del gobierno de la nao. El capitán repartió los turnos diarios de relevo al timón. A Domingo de Aranda le correspondieron el primero y el tercero, y a su compañero el segundo y el cuarto.
A las doce de la noche Domingo de Aranda concluía su segundo turno, el tercero del día. Miró la arena de la ampolleta y calculó que faltaban menos de cinco minutos para que su compañero se hiciera cargo de la cercha. Comprobó el rumbo en la aguja imantada y observó preocupado el velamen. El capitán había ordenado navegar a todo paño, pero el viento soplaba flojo y el galeón avanzaba despacio. De mantenerse el aire en calma sufrirían varios días de demora respecto al calendario previsto de navegación.
El timonel se presentó en el puente y Domingo de Aranda se retiró a descansar. Aprovecharía el resto de la noche, hasta las seis de la madrugada en que comenzaba su nuevo turno, para dormir. Saludó al vigía, encaramado a la cofia del palo proel de trinquete, y se encerró en el camarote. Comprobó que la tabla de la tarima permanecía bien clavada. Colocó su pistola de llave de chispa bajo la almohada, se echó en la litera y se quedó dormido.
Sin luces y aparejada con velas negras, para evitar ser descubierta por el vigía del Tromp, una coca mediterránea de dos palos navegaba siguiendo la estela del galeón. Su menor tamaño y peso, casi mil toneladas de diferencia, le permitirían maniobrar con agilidad y batirse en retirada en el caso de ser avistada. Desde el castillo de proa un hombre, al que faltaba el dedo meñique de la mano derecha, vestido de hábito negro, capucha calada y el rostro oculto tras una máscara de cuero, observaba con un anteojo el galeón. A su lado tres hombres, ataviados con la misma indumentaria y también mutilados del dedo meñique, esperaban la orden de abordar el navío.
La coca viró a estribor, desplegó una vela y acortó la distancia con el Tromp. Los tres hombres vestidos de negro arriaron un bote de remos al agua. Lanzaron una escala de gato, descendieron y bogaron con fuerza hacia el galeón. Arrimaron el bote a la borda de estribor y lanzaron sobre la cubierta un garfio atado a un cabo. El golpe quedó apagado por el crujir de la arboladura y el maderamen, el chirriar de los tambores y motones, y el tintineo de las branzas. Aseguraron la cuerda a la cabeza de proa del bote y dos de ellos treparon con habilidad. El tercero se mantuvo al timón. Desde el castillo de la coca el cuarto hombre seguía la maniobra de abordaje con el anteojo.
Los dos hombres vestidos de negro se agazaparon y se dirigieron al alcázar de popa. Comprobaron que nadie vigilaba el acceso al camarote de los timoneles y con una espátula de hierro muy delgada alzaron el pestillo. Entraron y volvieron a cerrar. Domingo de Aranda dormía a pierna suelta. Uno de los hombres le tapó la boca con la mano y el otro le rebanó el pescuezo con una daga antes de que pudiera reaccionar. La sangre manó de las venas y arterias a borbotones y empapó al instante la manta y el jergón.
Los hombres de negro prendieron una bujía y registraron el camarote. Removieron la ropa apilada en los anaqueles, vaciaron los petates que colgaban de las alcayatas, levantaron los jergones, y se miraron a través de los agujeros de sus máscaras contrariados. ¿Dónde había escondido la lámina de oro? Domingo de Aranda la llevaba encima. Estaban seguros. Cogieron la pistola de llave de chispa de debajo de la almohada y descubrieron unas muescas recientes en la culata. Dedujeron que la había utilizado a modo de martillo y de manera instintiva miraron la tarima. Se agacharon e inspeccionaron las maderas. Las púas que sujetaban una tabla mostraban arañazos. El resto tenían las cabezas oxidadas. Metieron la daga en la juntura para hacer palanca, la levantaron y encontraron la lámina de oro envuelta en su tela de seda roja.