Capítulo 8
En poco menos de media hora un taxi les trasladó del aeropuerto internacional de Ruznë al hotel Four Seasons de Praga, un establecimiento de lujo situado en la calle Veleslavinova, sobre la ribera del Moldava y cerca del puente de Carlos IV. Al volante de un viejo Skoda un hombre vestido de mono negro, gorra y pasamontañas del mismo color siguió al taxi. Sólo sus ojos y sus manos quedaban al descubierto. Su mano derecha carecía del dedo meñique.
Un botones retiró sus equipajes del portamaletas del taxi. Julián abonó la carrera, se registraron y subieron a una habitación que también había reservado la noche anterior. Desde la ventana, vestida con lujosas cortinas de tela, Aurora observó una magnífica vista de los barrios de Hradcany y Malá Strana, con sus torres góticas y barrocas descollando sobre las techumbres de los edificios de la orilla opuesta del Moldava.
Colocó su iBook G4 sobre el escritorio, lo conectó a Internet y consultó su lista de correo electrónico. Julián la sorprendió con el viaje a primera hora de la mañana y no había tenido tiempo de contactar con su superior de la Comandancia de Toledo para comunicarle que se ausentaba unos días. Le mandó un correo electrónico y esperaba su respuesta. Un e-mail del comandante Alberto Contreras, autorizándola a tomar las decisiones que considerase oportunas, la tranquilizó. Cerró el iBook y respiró aliviada. Luego entró en el baño, de paredes y suelos de mármol, dotado de ducha y bañera, y un váter independiente. Salió y se dejó caer de espaldas sobre la cama.
—Resulta obvio —dijo— que ya habías estado aquí.
—La primera vez en enero del 93 —Julián sonrió— para cubrir la declaración de independencia de las repúblicas Checa y Eslovaca, y la última en 2001. Escribí un artículo sobre la exposición «Gloria de la Bohemia Barroca». Entonces descubrí este hotel. ¿Qué te parece?
—Una maravilla —afirmó—. Sabes cuidarte.
—Si pasas tiempo fuera de casa valoras las comodidades.
—¿Y ahora qué? —suspiró Aurora, sin ganas de levantarse de la cama.
—Indagaremos en los lugares de las tres coordenadas.
—Dos sinagogas y un cementerio —resopló sin entusiasmo—. Supongo que Praga tiene cosas más interesantes.
—No hemos venido de turismo.
—Me lo temía —protestó Aurora contrariada, y se levantó a regañadientes.
—Son tres monumentos relacionados con la historia del pueblo judío —acometió Julián—. El rabí Low está enterrado en el cementerio de Josefov.
—¿Cómo lo sabes?
Julián señaló el montón de folletos que les habían entregado en la Oficina de Turismo de la República Checa y reposaban sobre la mesa escritorio de la habitación.
—Anoche leí hasta tarde —dijo—. Averiguaremos qué esconden esos lugares e intentaremos hallar a la persona que remitió la carta al profesor Benari con las coordenadas de Toledo.
—Lo dices —protestó Aurora— como si fuese fácil encontrar una aguja en un pajar.
—Soy un hombre de suerte.
El barrio judío de Josefov quedaba cerca del hotel. Caminaron por la calle 17 Listopadu y llegaron a la sinagoga Altneu o Staronová, frente al viejo Ayuntamiento, un edificio del siglo XVI dotado de un reloj de cifras hebreas y manecillas que giraban al revés. El barrio bullía de turistas y de tiendas de recuerdos que comercializaban figuritas de barro con la imagen del golem creado por el rabí Low. Observaron el exterior de la sinagoga y luego accedieron a su interior. Los grupos de visitantes permanecían en silencio para escuchar las explicaciones de los guías. Numerosas arañas de cristal de Bohemia alumbraban el espacio central delimitado por dos pilares. Se acercaron al tabernáculo, donde se guardaban los rollos de la Tora, y echaron un vistazo.
Salieron y se dirigieron a la sinagoga Pinkas. Su exterior mostraba una decoración sencilla y el interior, como había leído Julián en los folletos y les había comentado la empleada de la oficina de turismo, albergaba un memorial a las víctimas del Holocausto. En las paredes estaban grabados en rojo, amarillo y negro los nombres de los judíos exterminados en el gueto de Terezín, y en el piso superior se mostraban pinturas y dibujos realizados por los niños del gueto. Anton Malloth, apodado El Bello Toni, antiguo jefe nazi de Terezín, fue procesado en Múnich en 2001 y condenado a prisión perpetua por crímenes de guerra. Murió de cáncer en noviembre de 2002 a los 90 años.
La sinagoga Pinkas se hallaba en la entrada del cementerio judío de Josefov. Abonaron los tiques y siguieron el sendero delimitado por cables de acero. Bajo la sombra de los árboles se alzaban infinidad de estelas funerarias en completo desorden, cubiertas de verdín y musgo debido a la humedad, rotas o resquebrajadas, con inscripciones hebreas y piedrecitas o pedacitos de papel que los visitantes depositaban con súplicas y deseos, a imitación del Muro de los Lamentos. Situar la tumba del rabí Lowles resultó fácil debido a la cantidad de turistas agolpados frente a ella en pugna por hacerse un hueco y disparar sus cámaras fotográficas.
Habían recorrido los lugares encriptados en el ordenador de Abraham Benari y nada les había llamado la atención, salvo el interés que despertaba el barrio de Josefov entre los turistas. Nada raro. Tras la restauración llevada a cabo entre 1893 y 1913 conservaba su arquitectura original, el trazado de sus calles, y una atmósfera difícil de encontrar en otras aljamas europeas.
—El paseo —dijo Aurora— ha estado bien.
—Algo escapa a nuestra comprensión. —Julián cabeceó, enfadado consigo mismo—. Estos lugares fueron estudiados por el profesor Benari porque están relacionados con la cábala y la confección de seres humanos artificiales.
—El golem —determinó Aurora— en Praga se lo toman a cachondeo.
—Yo también —dijo— si no fuese por las muertes de las últimas semanas.
—Deberíamos indagar —planteó decidida— si han ocurrido hechos extraordinarios.
—La visita a una hemeroteca —convino Julián— nos sacaría de dudas, pero ninguno de los dos sabe checo.
—Preguntemos a los guías —propuso Aurora como alternativa—, a las personas encargadas de vender los tiques, a los vigilantes…
Julián asintió. Regresaron al local adjunto al cementerio, donde se vendían los tiques para su visita y libros y guías sobre el barrio de Josefov, y le preguntaron a la encargada. La mujer frunció el ceño desconcertada. Estaba acostumbrada a que los turistas le formularan las preguntas más extrañas y ridículas, pero hasta la fecha nadie se había interesado por sucesos extraños acontecidos en el cementerio y en dos sinagogas de las seis que conservaba el barrio.
—Suceden pocas cosas —rumió la mujer—. Algún judío se desmaya al leer en las paredes de Pinkas el nombre de un antepasado, un robo al descuido, niños que se extravían…
—Nos referimos —incidió Julián— a hechos excepcionales. Dignos de aparecer en las páginas de los periódicos.
—Hace dos años —recordó la encargada de vender los tiques— visitó el cementerio Michelle Obama, la mujer del presidente de Estados Unidos, y hace dos meses murió una arqueóloga que excavaba la tumba del rabí Low. De ambos hechos se ocuparon los periódicos.
—¿Una arqueóloga? —inquirió Aurora, y miró a Julián de soslayo.
—La mujer sufrió un colapso en la habitación de su hotel —relató todavía apenada—. Me caía bien. Siempre tenía algún detalle amable conmigo.
—¿Dónde se alojaba? —tiró del hilo Julián.
—En el Paíiz —respondió—. Lo eligió porque está en U Obecniho domu, a un paso del cementerio. Venía todos los días andando a la excavación.
La conversación que mantenían el periodista y la teniente con la encargada de vender los tiques llamó la atención de un hombre que hojeaba libros junto al mostrador. Rondaba los setenta y cuatro o setenta y cinco años, de aspecto huesudo, delgado en extremo, los pómulos hundidos y la nariz aguileña. Se abrochó el abrigo, se subió las solapas para protegerse el cuello, se quitó la kipá que llevaba en la cabeza y la guardó en un bolsillo. Los libros dejaron de interesarle.
Julián y Aurora se alejaron del local de venta de entradas y desde una cabina, para evitar que el número de sus teléfonos móviles quedara registrado, llamaron a la Policía de Investigación Criminal de Praga. Julián se identificó como periodista y solicitó hablar con el departamento de prensa.
—Tiskové oddlení[19] —respondió una mujer.
—My name is Julián Castilla —se presentó en inglés—, soy periodista y trabajo en un artículo sobre la eficacia de las policías europeas en la identificación de ciudadanos extranjeros.
—¿En qué puedo ayudarle, señor Castilla? —inquirió la mujer también en inglés.
—Hace unos meses —continuó— murió una arqueóloga americana en el hotel Pariz y desearía conocer el protocolo de actuación de la policía checa para determinar su identidad.
—Estaría registrada y poseería un pasaporte.
—Ya… —susurró Julián, mientras buscaba la manera de convencerla—. El caso me ha sido facilitado por la Embajada de la República Checa de Madrid. Me gustaría entrevistar al responsable de la investigación.
—Espere, por favor —musitó la mujer, y consultó su ordenador—. Hable —dijo al recuperar el teléfono— con el inspector Alois Sobotka, de la comisaría de Karlovo Námesti.
—Dêkuji[20].
Julián recuperó las monedas sobrantes y paró el primer taxi que pasó junto a la cabina. Quince minutos después les dejaba frente a la comisaría de la plaza Karlovo, un edificio de la época comunista, deslucido y un tanto siniestro. Preguntaron por el inspector Alois Sobotka y el policía de guardia les indicó que subieran al segundo piso. Al abrirse las puertas del ascensor, un joven, con jersey de lana, camisa de franela y pantalón tejano algo corto de perneras, les esperaba. En su cintura portaba una Baikal MP-446 Viking, una pistola de fabricación rusa.
—¿Julián Castilla? —pronunció en inglés, con un acento muy marcado.
—Encantado —dijo, y le estrechó la mano—. Le presento a mi compañera, Aurora Santillana. Trabajamos para el periódico El País.
Julián le mostró su credencial y el policía asintió indiferente. De la oficina de prensa le habían comunicado la visita y rogado que atendiera la petición. La policía checa quería lavar su imagen ante los medios de comunicación extranjeros, debido a una serie de altercados de amplia repercusión internacional, como la represión violenta de los manifestantes antiglobalización durante la celebración de la 55 Asamblea Anual del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
—Acompáñenme —les rogó.
El inspector Sobotka les condujo por un largo y estrecho pasillo, dotado de una máquina expendedora de agua y paneles de corcho con fotografías de los delincuentes más buscados en Chequia, hasta un cubo de cristal que delimitaba una mesa, dos sillas y un pequeño archivador metálico. Les ofreció asiento y para ganar intimidad bajó las persianas venecianas de láminas de aluminio que protegían los cristales.
—A su disposición —dijo, y se sentó frente a su mesa—. La oficina de prensa me ha dicho que trabajan en un artículo sobre nuestros métodos de identificación.
—Esperamos no importunarle demasiado —se disculpó Julián, con la intención de ganarse su confianza—. Realizamos un análisis comparativo entre las policías europeas de los países firmantes del Acuerdo de Schengen.
—En 2004 —recordó el policía— la República Checa se adhirió a Schengen.
—Su embajada en Madrid —continuó Aurora con la farsa— nos habló del caso de una arqueóloga americana que murió en el hotel Pariz. Creo —dijo para alabarle— que hicieron una investigación impecable.
—Resultó fácil —determinó el inspector Sobotka—. Estaba registrada y había solicitado a las autoridades checas los permisos necesarios para realizar una excavación en el cementerio de Josefov.
—¿Suelen darse este tipo de permisos?
—De ninguna manera —negó el policía, y alzó los brazos en un gesto de desaprobación—. Se trató de un caso excepcional. La petición venía avalada por la comunidad judía de Estados Unidos y la embajada americana y nuestro gobierno se vio obligado a ceder. Cuestiones políticas, ya saben…
—Háganos un resumen de los hechos —le solicitó Julián.
—Recibimos una llamada de la dirección del hotel Pariz —relató—. Una huésped apareció muerta en su habitación. La encontró la gobernanta.
—¿Cómo la identificaron? —incidió Aurora.
—Con su pasaporte —especificó el inspector Sobotka—. Se trataba de Katherine Jones, profesora de la Universidad de Pensilvania y directora del Museo de Arqueología y Antropología de dicha universidad. Nada complicado. A las pocas horas la Embajada de Estados Unidos confirmó su identidad y el Ministerio de Asuntos Exteriores checo nos informó de sus actividades científicas en el país.
—¿De qué murió? —inquirió Julián.
—Esperen un segundo. —El inspector Alois Sobotka efectuó una consulta en el ordenador que tenía sobre la mesa, anotó un número, se levantó y cogió una carpeta del archivador—. Con el expediente a la vista —dijo— responderé mejor a sus preguntas.
—¿Figura el informe del forense? —dijo Aurora.
—Aquí está —cabeceó el policía checo, y extrajo un pliego de folios—. Sufrió un colapso cardíaco.
—¿Se detallan los motivos? —preguntó Julián.
El inspector Alois Sobotka repasó el informe para recordar los datos.
—Causas naturales —dictaminó al concluir la lectura—. Esa mujer vivía con un elevado índice de estrés. Viajaba a Pensilvania todas las semanas, atendía sus responsabilidades como profesora y directora del museo, y regresaba a Chequia. Para colmo estaba en proceso de divorcio y su marido le reclamaba la custodia del hijo menor de la pareja debido a sus continuos desplazamientos al extranjero. Dejaba al niño al cuidado de sus abuelos y tíos y eso desagradaba al padre. Según el forense, la tensión nerviosa y el elevado ritmo de trabajo le provocaron el colapso. Si lo desean —les ofreció— pueden echar un vistazo al informe de la investigación. Está en inglés. Remitimos una copia a la Embajada de Estados Unidos.
—Eso facilitaría nuestra labor —convino Aurora.
—Todo suyo. —Mostró su conformidad el policía y lo deslizó sobre la mesa.
Julián cogió la carpeta. Lucía el emblema del Departamento de la Policía de Investigación Criminal checo y, en el centro, una etiqueta adhesiva con su contenido:
Department of Criminal Police of the Czech Republic
Inspector Alois Sobotka
Collated copy for the Embassy of the United States of America
Case Katherine Jones
File n° 3.408/2010/42-BS
Crime Scene Investigation
Forensic Report.
Abrió la carpeta.
En una funda de plástico pegada a la primera hoja había un DVD. Le preguntó al inspector el contenido y éste le informó de que almacenaba las fotografías tomadas por la policía científica en el lugar de los hechos. Pasó a la siguiente hoja. Figuraba la filiación completa de la profesora Katherine Jones, un duplicado de su fotografía de pasaporte, los datos del mismo, sus títulos académicos, copia de los permisos solicitados ante los ministerios de Exteriores y Cultura de la República Checa, las respectivas fechas de entrada y salida del país, y un sinfín de datos que sólo pretendían demostrar ante las autoridades estadounidenses que la policía checa había realizado bien su trabajo.
Las siguientes hojas resumían la investigación de la policía científica. Señalaban la ausencia en la habitación de huellas ajenas a la víctima o a los empleados del hotel, descartaban cualquier signo de violencia en el cuerpo y en la cerradura de la puerta de entrada o en las ventanas, certificaban que el cadáver se mantenía en su posición post mortem y establecían, a modo de conclusión, la falta de indicios para determinar que la víctima fuese objeto de una agresión.
El informe del forense ratificaba las conclusiones de la policía científica. Lo encabezaba una fotografía en blanco y negro del cuerpo de la víctima tomada en la mesa de autopsias. Un fallo del corazón, producido por un agotamiento súbito de la energía cardíaca y el deterioro de los pulmones debido al tabaquismo (sufría una EPOC[21]) le habían provocado la muerte (diferentes pruebas demostraban su causa, así como la presencia de cianosis). El cuerpo carecía de signos de violencia (microhematomas o hematomas, heridas sangrantes, laceraciones, etcétera), los análisis rechazaban la ingestión de tóxicos o medicamentos de alto riesgo (sólo se detectó la presencia de pequeñas dosis de Barbital, un sedante para dormir) y las uñas carecían de restos sanguíneos o epiteliales fruto de una actitud defensiva ante un agresor. Según el dictamen forense nada demostraba que la muerte de la profesora Katherine Jones obedeciese a causas externas.
Las últimas páginas contenían el informe del trabajo de campo dirigido por el inspector Alois Sobotka. Adjuntaba las transcripciones de las declaraciones del personal del hotel, los interrogatorios a la gobernanta y a los empleados de la limpieza, una relación del resto de huéspedes y una investigación rutinaria, cotejada a través de los servicios de Interpol de los países a que pertenecían, sobre sus antecedentes penales. Todos estaban limpios. El informe también resaltaba la falta de elementos de juicio para acreditar una muerte violenta. Conclusión: muerte por causas naturales. El certificado de defunción cerraba el informe. Julián miró a Aurora y le devolvió la carpeta al policía.
—Inspector Sobotka… —intervino Aurora, carraspeó, se cubrió la boca con las manos y tosió de manera estrepitosa. Las palabras le habían desatado un ataque de tos. Se ahogaba, le faltaba la respiración, se levantó para evitar atragantarse—. Agua… —pidió casi asfixiada—…, agua…
El policía salió a toda prisa en busca de la máquina expendedora. Apenas cerró la puerta, Aurora recuperó el habla.
—Vigila —le ordenó nerviosa a Julián—. No disponemos de mucho tiempo.
Obedeció sin rechistar. Se colocó ante una persiana, separó las lamas con los dedos y controló el pasillo. Aurora sacó de un bolsillo interior de su chaqueta un lápiz de memoria TDK de 16 GB, lo conectó al ordenador del inspector, un Hewlett Packard Pavilion Elite, introdujo el DVD con las fotografías tomadas en la habitación del hotel Pariz y las descargó a su pendrive. Luego borró cualquier rastro de la intrusión y se guardó el lápiz USB en el bolsillo. Cinco segundos después el inspector Sobotka acudió presto con un vasito lleno de agua. Aurora lo bebió de un trago.
—Thanks —dijo, y aparentó estar sofocada.
—A veces —resolvió el policía, con el susto en el cuerpo— la saliva equivoca su recorrido y ocurren estas cosas.
—Casi me ahogo —dijo Aurora, simulando estar alterada—. Necesito tomar un poco el aire. Creo que me he mareado.
—No hay inconveniente —convino el policía checo—. ¿Han terminado?
—Sí —terció Julián—. Sus explicaciones han sido esclarecedoras.
—Quedo a su disposición —se ofreció—. Llámenme si precisan algo más.
El inspector Alois Sobotka les acompañó a los ascensores y les despidió deseando que Aurora se recuperara. Salieron a la calle, caminaron en dirección a la boca de metro de Karlovo Námesti, y se alejaron de la comisaría. Julián detuvo la marcha.
—¿A qué diablos ha venido eso?
—Necesitamos esas fotografías.
—¿Para qué?
—Sospecho —dijo Aurora seria— que a Katherine Jones le inyectaron un émbolo como al profesor Benari. Eso le produjo el colapso cardíaco. También lo intentaron con Clara Letamendi.
—¿Piensas que Osvaldo Sousa y René Chénier la asesinaron?
—Estoy convencida —determinó firme—. Excavaba la tumba del rabí Low. Un buen móvil a estas alturas de la investigación. Ella se convirtió en el primer eslabón de una cadena de muertes.
—El forense —intentó Julián desmontar su teoría— no encontró señales de agresión en el cuerpo. El informe resultaba concluyente.
—La autopsia —arguyó enérgica— estuvo condicionada por el resto de la investigación. Nadie sospechó de una muerte violenta, una muerte por émbolo venoso.
—¿Dónde le pincharon? —insistió—. Una aguja siempre deja huella.
—En la cabeza —determinó—. La fotografía de la profesora en la mesa de autopsias mostraba su cabellera. Le practicaron una autopsia rutinaria. De lo contrario la hubiesen rapado para estudiar el cuero cabelludo.
—Lograron engañarles.
—Las policías de la Europa del Este —lamentó Aurora— todavía tienen muchas carencias y falta de formación. Durante años sólo se dedicaron a reprimir a los disidentes políticos.
—Quizá andas por el buen camino —aceptó Julián.
—Vayamos al hotel —le apremió Aurora—. Analizaremos las imágenes. Cogieron el metro en Karlovo Námesti. El viejo que hojeaba libros en el local de venta de tiques del cementerio de Josefov les siguió de nuevo los pasos. Se colocó en el extremo opuesto del andén, para no llamar su atención, y al entrar el convoy en la estación, anduvo hacia ellos para subir en el vagón contiguo al suyo. Minutos antes el conductor del Skoda había observado a los tres caminar hacia la entrada del subterráneo. Se bajó del vehículo y también tomó el metro.
Julián y Aurora hicieron transbordo en Mustek y se apearon en Staromestská, la parada más cercana al hotel Four Seasons. El viejo esperó hasta el último momento y, al sonar el pitido que anunciaba el cierre de las puertas, se bajó a toda prisa. Al subir las escaleras resopló fatigado. Le faltaba el aire. Hacía muchos años que había dejado atrás la juventud y temió perderles. Apretó el paso, ganó la calle y les vio girar a la derecha por Veleslavinova. Se apostó en la esquina y observó que entraban en el hotel. Dejó pasar unos segundos, mientras recuperaba el resuello, y luego se dirigió a la recepción. Preguntó al empleado por el número de habitación de la pareja que acababa de entrar y le pidió un sobre y una hojita de papel. Escribió algo, metió la hojita en el sobre y le rogó que se encargara de entregárselo. El joven lo dejó en un casillero y se dedicó a atender a los huéspedes que esperaban su turno para efectuar el check-in. El conductor del Skoda observó todos sus movimientos.
Se acomodó en una butaca de brazos acolchados frente al escritorio, conectó su iBook G4 y descargó las fotografías del lápiz de memoria. Julián cogió una silla y se sentó a su lado. Aurora colocó la primera imagen en la pantalla. Mostraba una vista general de la habitación, con el cuerpo de la profesora Katherine Jones tendido en el suelo, cerca de la cama. La calidad de la imagen resultaba excelente. La policía checa utilizaba buenas cámaras. Pinchó un icono y obtuvo la información técnica. Las fotografías fueron tomadas con una Nikon D3X de 24,5 megapíxeles de resolución. Eso le permitiría ampliarlas a un tamaño considerable.
—¿Qué buscamos? —dijo Julián, perdido.
—Algo que confirme mis sospechas —respondió Aurora— y demuestre la autoría del asesinato a manos de Osvaldo Sousa y su guardaespaldas haitiano.
Julián asintió y Aurora abrió una segunda fotografía en la pantalla. Ofrecía una imagen en primer plano del cuerpo de la víctima. Vestía un camisón de seda y estaba tendida decúbito supino. El colapso la había desplomado de repente. Las siguientes tomas mostraban el cuerpo desde distintos ángulos. La cama estaba sin deshacer. Le seguían una serie de fotografías monográficas: primeros planos de la mesita de noche, las huellas tomadas en la habitación, los armarios con la ropa colgada en perfecto orden, los cierres de la maleta sin señales de haber sido forzados, el bolso y diversas instantáneas de su contenido (pintalabios, un paquete de pañuelos de celulosa, un tubito de crema hidratante, un monedero, el pasaporte, un cepillo para el pelo, etcétera). En las fotografías nada estaba desordenado o mostraba signos de violencia.
—Revisemos —le propuso Julián— los objetos de la mesita de noche.
Aurora cabeceó y situó en la pantalla la fotografía que le solicitaba. Seleccionó los objetos uno a uno y procedió a ampliarlos. Junto a la lamparita había un reloj Hublot de oro, de línea clásica, esfera negra y pulsera de caucho, valorado en unos tres mil euros. Un botín que ningún ladrón rechazaría. Pasó a los siguientes: un teléfono móvil Nokia 5800 Xpress, de pantalla táctil, un juego de llaves agrupado en un aro de plata con el escudo de la Universidad de Pensilvania, varios billetes de coronas checas y dólares sujetos por una pinza también de plata, un paquete de tabaco Marlboro, un encendedor Dupont de oro y laca china, un cenicero repleto de colillas, una agenda de piel…
—Regresa a la imagen del cenicero —le pidió Julián—. El informe del forense achacaba el colapso al estrés y a su adicción al tabaco.
—Osvaldo Sousa —meditó Aurora— también fumaba de manera compulsiva.
—Si estuvo en la habitación —vaticinó Julián— quizá dejó una colilla.
—Veámoslo.
Aurora colocó de nuevo en la pantalla la fotografía del cenicero. Estaba repleto de colillas en apariencia iguales. Entró en Internet y buscó la página web de la firma Philip Morris, fabricante de los cigarrillos Marlboro. Escudriñó un detalle de los mismos y se fijó en la longitud de los filtros y su color. Después entró en la web de British American Tobacco y observó una fotografía de los cigarrillos Dunhill International. Las colillas de unos y otros se diferenciaban sin problemas. Dunhill colocaba su marca bien visible a la altura del filtro. Regresó a la fotografía del cenicero y la amplió al máximo. Un montón de colillas tomaron forma ante sus ojos. La mayoría eran de Marlboro y estaban manchadas de carmín. Había colillas tan aplastadas que resultaba imposible determinar su marca y otras consumidas hasta el mismo filtro.
—Ésa de ahí —señaló Julián en la pantalla—. Parece diferente al resto.
Aurora fijó los ojos. Con la ayuda del programa Adobe Photoshop recortó la colilla en cuestión y la amplió hasta el límite de su resolución. La imagen permanecía nítida, pero resultaba imposible leer la marca. Intentó aumentar el tamaño un poco más y la colilla se convirtió en una masa borrosa de color blancuzco.
—Necesitamos ayuda —determinó contrariada—. No dispongo de ningún programa de reconstrucción de imágenes.
—Déjalo —dijo Julián, cansado.
—Si Osvaldo Sousa estuvo en la habitación —arguyó Aurora— esa colilla pertenece a un cigarrillo Dunhill International. Una prueba del asesinato de la profesora Katherine Jones.
—¿Cómo piensas solucionarlo?
—Llamaré a Daniel Marín —dijo decidida—, del Grupo de Delitos Telemáticos.
Cogió su iPhone y tras unos pitidos el guardia civil experto en matemáticas e informática descolgó.
—Sí —dijo.
—Soy la teniente Santillana —respondió Aurora al otro lado de la comunicación— del Departamento de Investigación Criminal.
—La recuerdo —asintió—. ¿Algún problema con las coordenadas DD?
—No…, no… —dijo—. Preciso su colaboración para reconstruir una fotografía.
—¿Soporte digital o película? —la interrogó Daniel Marín para hacerse una idea de la dificultad.
—Digital.
—¿Cuántos megapíxeles?
—Veinticuatro y medio.
—Sin problema —afirmó—. ¿Puede enviármela por e-mail?
—De inmediato —convino—. Es urgente.
—Si me dice qué busca —dijo Daniel Marín servicial—, podría centrar la atención en ello.
—La fotografía pertenece a un cenicero —le informó Aurora— y preciso leer la marca de una colilla situada en el ángulo superior derecho de la imagen.
—Recorte ese sector y mándemelo —le aconsejó—. En cuanto tenga el resultado, le remitiré la ampliación a la misma dirección de correo electrónico.
—¿Cuánto tardará?
—No sé… —vaciló Daniel Marín—. En el grupo disponemos del último programa de reconstrucción algorítmica de imágenes digitales, pero necesito ver la fotografía para evaluar el tiempo. Calcule unos veinte o treinta minutos.
—Espero su respuesta —dijo Aurora cargada de paciencia.
Abrió el correo electrónico y en un archivo adjunto envió la imagen al Grupo de Delitos Telemáticos.
Julián cerró la pantalla del iBook G4 y le acarició la entrepierna. Ella suspiró. Se levantó, le cogió de la mano y apartó a un lado la colcha de la cama. Se desnudaron entre besos cargados de deseo. Se abrazaron y Julián sintió los pezones de ella en su pecho. La contempló en silencio. Desde que habían llegado a Praga el sexo había quedado en un segundo lugar. Media hora les permitiría recuperar el tiempo perdido.
Aurora miró el reloj. Habían pasado una hora haciendo el amor y le había parecido un minuto. Se puso un jersey, conectó su iBook y entró en la lista de su correo electrónico. Tenía un mensaje de Daniel Marín: «Espero que le sirva —leyó—. La marca es visible. Quedo a sus órdenes. Saludos». Abrió el archivo adjunto y encontró dos fotografías. La primera mantenía el formato original (original image, indicaba una pestaña de color negro y letras blancas) y la segunda delimitaba, en una cuadrícula que ocupaba la pantalla al completo, la colilla objeto de su atención (reconstructed image x 300). A la altura del filtro podía leerse con nitidez: «Dunhill».
—¡Bingo! —exclamó Aurora, orgullosa de sí misma—. A la profesora la asesinaron Osvaldo Sousa y René Chénier.
Julián se levantó de la cama, se cubrió con la camisa y contempló la fotografía de la pantalla. Aurora había acertado.
—Enhorabuena —la felicitó—. Esa mujer murió de un colapso cardiaco producido por un émbolo.
—El siguiente paso —incidió Aurora pensativa— es hallar el vínculo entre la profesora Katherine Jones y Abraham Benari.
—Pertenecían al mundo universitario —diagnosticó Julián—. Podían intercambiar información.
—¿Y el resto de la trama? —preguntó confusa—. ¿Dónde encajan Osvaldo Sousa y René Chénier?
—La profesora excavaba la tumba del rabí Low —reflexionó Julián en voz alta— y esos tipos buscaban el Libro de Dios.
—Tiene que haber algo más —insistió Aurora—. ¿Cómo supieron el anticuario y su guardaespaldas que llevaba a cabo la excavación?
—De mil maneras —dijo Julián—. Era de dominio público.
—Rastrearé Internet —decidió Aurora.
Entró en Google y colocó en la ventana el nombre de «Katherine Jones», a continuación el signo + y «Universidad de Pensilvania». Pinchó la ventana de «buscar» y aparecieron en la pantalla las primeras diez referencias de las 14.400 que ofrecía la red. Abrió la página de Wikipedia y leyó en voz alta para que Julián le oyera:
Katherine Jones (Filadelfia, 1 de mayo de 1960-Praga 10 de octubre de 2010), catedrática estadounidense de la Universidad de Pensilvania y directora del Museo de Arqueología y Antropologia (Penn Museum) de dicha universidad, especializada en arqueología del Oriente Medio y lenguas semíticas. Sus trabajos académicos, la mayoría publicados en la revista Expedition, editada por la Universidad de Pensilvania, han tenido un notable eco entre la comunidad científica internacional. La profesora Katherine Jones, entusiasta de las excavaciones como principal método científico de investigación, ha dirigido más de veinte expediciones arqueológicas y antropológicas de las cuatrocientas patrocinadas por la Universidad de Pensilvania desde su fundación en 1887. La profesora Katherine Jones destaca por su labor de investigación en el campo de las lenguas crípticas con notables trabajos sobre cábala y jeroglíficos. Su libro The cabbala and the principle of the life obtuvo una gran difusión mundial…
—
—Le interesaban la cábala y su relación con el origen de la vida —susurró Aurora.
—No presenta el perfil de la típica persona que persigue una quimera —determinó Julián.
—Su interés —afirmó Aurora— era estrictamente científico.
—Sigue buscando —le pidió Julián, le besó el cuello y se colocó detrás de ella para ver la pantalla.
Abrió otras páginas, leyó las primeras líneas y las descartó. Hasta que una reclamó su atención. Contenía un boletín que informaba día a día de las noticias que generaba el Quinto Congreso Mundial de Lenguas Crípticas, celebrado seis meses atrás en el hotel Palomar Washington D. C. Revisó su contenido y encontró los nombres de los ponentes. Katherine Jones y Abraham Benari figuraban como principales conferenciantes. La primera disertó sobre la importancia de descifrar la escritura críptica para comprender el pensamiento y desarrollo intelectual de los pueblos primitivos del Oriente Medio, y el segundo presentó a la comunidad universitaria el programa GHJ-1235-X.
Inspeccionó el resto de páginas del boletín y encontró varias fotografías tomadas durante la celebración del congreso. En ellas aparecían Katherine Jones y Abraham Benari en sus respectivos turnos de palabra. Otras imágenes ofrecían una vista general de la sala de conferencias del hotel Palomar Washington D. C. Amplió al máximo las fotografías para identificar las caras de los asistentes. Sentados en la tercera fila, aunque algo difuminados por la escasa calidad de las fotografías, descubrió a Osvaldo Sousa y René Chénier. Los señaló en la pantalla.
—Ahí están —musitó Julián.
—Sí —convino Aurora—. Se enteraron de la existencia del programa GHJ-1235-X en Washington, durante su presentación a la comunidad científica internacional.
—Y también —dedujo Julián— de que el Gobierno checo había autorizado a la profesora Katherine Jones a excavar la tumba del rabí Low.
Aurora revisó las últimas páginas del boletín. Contenían un resumen en inglés, francés, alemán, español y hebreo de las conferencias impartidas en el congreso. Buscó el texto castellano de la ponencia de la profesora Katherine Jones y amplió el tamaño de la letra.
—«Estoy convencida —leyó en voz alta— de la existencia en la tumba del rabí Low de tablillas con escritura críptica relacionadas con la cábala y la supuesta creación de vida artificial, una creencia muy arraigada en el pensamiento del pueblo judío. Si hasta la fecha dichas tablillas no han visto la luz se debe a que el cementerio de Josefov presenta doce niveles de enterramientos con cientos de lápidas apiladas unas encima de otras. La excavación sistemática de la tumba del rabí Low y sus adyacentes permitirá conocer dichas lápidas, situarlas en sus tumbas y proceder a investigar su contenido…».
—Su trabajo de excavación —conjeturó Julián— pretendía demostrar la existencia de textos cabalísticos relacionados con las creencias cosmológicas y esotéricas de los judíos.
—Como suponía —dijo Aurora—, la profesora Katherine Jones no buscaba el Libro de Dios. Su finalidad sólo era científica.
—Osvaldo Sousa y René Chénier —siguió Julián— vieron una buena oportunidad para indagar acerca de sus intereses. La siguieron hasta Praga y la interrogaron en el hotel sobre sus hallazgos en la tumba.
—No lograron sacarle nada —completó Aurora el desarrollo de los hechos— y la mataron para evitarse problemas. Podía denunciarles y pesaban sobre sus cabezas varias órdenes de busca y captura internacionales.
—Después —acometió Julián— siguieron la pista del profesor Benari hasta Toledo con la intención de apoderarse del programa GHJ-1235-X y descifrar la escritura oculta en el Pardes rimmonim. Estaban convencidos de que el libro acabaría en sus manos.
—El profesor —dijo Aurora— se negó a entregarles una copia del programa y le mataron. Les importaba un bledo dejar un reguero de cadáveres por media Europa. Estaban acostumbrados a matar y quedar impunes.
—Ya oíste a fray Valbuena —incidió Julián—. De hallarse, el Libro de Dios valdría igual que el Arca de la Alianza o las Tablas de la Ley. La ambición no conoce barreras y esos tipos carecían de escrúpulos.
—¿Qué tenemos hasta este momento? —suspiró Aurora, abatida.
—Seis cadáveres —proclamó Julián con ironía.
—Tres de las víctimas fueron asesinadas por Osvaldo Sousa y René Chénier —meditó Aurora—. Pero a ellos y a Águila Negra ¿quién les mató?
—Un sicario del que nadie ha oído hablar.
—Que a su vez —continuó Aurora— murió abrasado en el incendio del taller.
—La autoría de los asesinatos está resuelta.
—¿Eso crees? —inquirió Aurora y Julián se encogió de hombros—. Desconocemos la identidad del sicario, de dónde procedía, el móvil que le guiaba… No es casualidad que apareciera en lugares diferentes y tiempos distantes. Sin olvidar el anónimo que alguien dejó en mi apartamento.
—Hemos trabajado con la hipótesis de un asesino —expuso Julián—, pero Anselmo Heredia hace setenta y cuatro años ya observó a dos tipos vestidos de hábito negro y el rostro cubierto por una máscara. Unos sujetos idénticos al que mató a Osvaldo Sousa y René Chénier, entró en el taller de Águila Negra y asaltó al vigilante de la Biblioteca Nacional.
—Varios sicarios andan sueltos —musitó Aurora, y un escalofrío le recorrió la espalda—. ¿A qué nos enfrentamos?
—Ni idea —admitió Julián, también estremecido.