III

Venecia

Domingo, 10 de febrero de 1585

La humedad y el frío penetraban en los huesos como un estilete. El capitán Lucas de Allende se arrebujó en su abrigo de loden, que había comprado durante su breve estancia en Innsbruck, y se dirigió sin pérdida de tiempo a los muelles situados en la punta de la Salute, entre el Gran Canal y el canal de Giudecca. El viaje desde Praga le había llevado a Múnich en colleras de transporte público, luego había seguido hasta Innsbruck por sus propios medios, auxiliado por campesinos que le ofrecían sus carros y caballerías para mitigar las fatigas del camino, y en la capital del Tirol buscó refugio en una caravana de arrieros para afrontar el peligro que representaba cruzar los Alpes en invierno.

Pese a los lujosos palacios que flanqueaban el Gran Canal, cuyos propietarios celebraban suntuosas fiestas y banquetes, la decadencia de Venecia, motivada por el desplazamiento de las rutas comerciales del Nuevo Mundo hacia el puerto de Amberes y los enfrentamientos con el Imperio Otomano, quedaba patente en sus calles y sus gentes. Mendigos, pícaros, vagabundos y golfillos, muchos de ellos antiguos estibadores y marinos que habían perdido su empleo, deambulaban sin rumbo suplicando unas monedas a caballeros y clérigos, o embaucando a damas y monjas de la caridad con marrullerías y timos. Sólo las góndolas, encargadas del transporte de mercancías por los canales, mantenían su protagonismo en las aguas de la Serenísima República.

Lucas de Allende entró en una fonda de cierta prestancia, frecuentada por los marinos y oficiales de las naves mercantes que esperaban su hora de zarpar, y solicitó una alcoba. Precisaba darse un baño, lavar sus ropas y recuperar fuerzas con raciones abundantes de polenta e osei (alondras y zorzales con harina de maíz y salsa), fegato (hígado con cebolla y perejil) y baccalá mantecato (bacalao desmigado y aderezado con aceite, ajo y perejil). Saciaría su hambre y su sed y, gracias a su rango de capitán de los Tercios de Flandes, se enrolaría en una carraca mercante que navegara de Venecia a Barcelona. Desde la Ciudad Condal viajaría a Madrid y concluiría su misión.

Había dormido hasta bien entrada la tarde, aunque en estado de alerta, con su lámina de oro del Libro de Dios, que juró proteger con su vida, y su pistola de llave de chispa ocultas bajo la almohada. Aseó su cuerpo en una bañera de cinc llena de agua caliente, se afeitó la barba y aplicó manteca de cerdo en las pequeñas quemaduras de la cara provocadas por el sol y la nieve al atravesar los Alpes.

Salió a la calle y recorrió los pantalanes del muelle en busca de una carraca que le trasladara a Barcelona. Un navegante lusitano, dispuesto a zarpar al día siguiente con un cargamento de especias, le contrató de armero para comandar la artillería en caso de sufrir un ataque pirata. Nadie mejor que un capitán de los Tercios españoles para dicha labor. Lucas de Allende regresó satisfecho a su fonda. Había dado el último paso para regresar a España. Se sentó en el comedor y disfrutó de una merecida cena mientras observaba a un muchacho tullido del brazo izquierdo mendigar entre las mesas.

Signore —suplicó ante su plato de alondras y zorzales acompañados de gachas— un elemosina per favore.

Lucas de Allende le entregó una moneda, el muchacho sonrió agradecido y abandonó la fonda. Corrió como alma que lleva el diablo por las estrechas callejuelas surcadas de canales de aguas malolientes, cruzó algunos puentes, saludó a varios gondoleros y se detuvo ante la puerta de una casona. Llamó con la ayuda de una pesada aldaba y esperó. Le abrió un hombre de elevada estatura, vestido de hábito negro ceñido a la cintura mediante un cordón de algodón blanco, la cara cubierta por una máscara de cuero rígido y la capucha calada.

—Pasa —dijo con voz cavernosa, y le condujo a una sala dotada de chimenea—. ¿Traes noticias?

—Sí, señor.

—Habla.

—He visto a un hombre sospechoso.

—¿Qué te ha hecho recelar?

—Sus manos —respondió el muchacho, cohibido por la imponente figura del caballero—. Al entregarme una limosna he comprobado que eran suaves y lisas. Manos de galeno, músico o escribiente, pero nunca de marinero.

—Descríbelo.

—Alto, fuerte, bien aseado y vestido con un abrigo tirolés.

—No parece —admitió el caballero meditabundo— la indumentaria de un marino.

—Llevaba una pistola sujeta al cinto —precisó el chico.

—¿Dónde para?

—En la fonda Il Piccolo Brigantino —señaló—, junto a la iglesia de Sant Agnese.

—Buen trabajo —le felicitó.

El caballero abrió la tela de su hábito, sacó una bolsa de gamuza llena de monedas y se la entregó. El muchacho la recibió con una reverencia y, al inclinar la cabeza, observó que al caballero le faltaba el dedo meñique de la mano derecha.

—¿Cómo lo perdisteis, señor? —preguntó de manera inocente, lleno de curiosidad.

—En una pelea.

—A mi —apostilló mientras movía su muñón— se me gangrenó una herida y tuvieron que cortarme el brazo.

El caballero del hábito negro y la máscara de cuero se apostó en los aledaños de la iglesia de Sant Agnese, bajo el arco de un callejón que le permitía controlar la puerta de la fonda Il Piccolo Brigantino. Grupos de marinos, cuyas naos permanecían atracadas en los muelles del canal de Giudecca, paseaban armando gresca, borrachos de ron o vino, a la espera de un cargamento para zarpar. El caballero vio entrar a varios oficiales en la fonda y salir a un hombre alto, vestido con un abrigo tirolés confeccionado con tela de loden. Le observó sin perderle de vista y le siguió a una distancia prudente.

Lucas de Allende se dirigió a los muelles. Estirar las piernas le vendría bien después de una copiosa cena. La cama y la buena digestión estaban reñidas. Había oscurecido y a medida que se acercaba al puerto las voces se desvanecían. Sólo el chapaleo de las olas rompía el silencio. Se sentó en un noray y contempló al otro lado del canal las luces mortecinas de la isla de la Giudecca. Respiró el aire frío cargado de brisa marina. El tañido de unas campanas sonó lejano. Iba a levantarse y alguien le asió del cuello por detrás, dispuesto a rebanarle el pescuezo. Al claro de luna vio el brillo de una daga apoyada en su garganta. Sintió que el acero le cortaba la piel. Agarró la muñeca asesina con fuerza. Forcejeó con su asaltante, logró ponerse en pie y le golpeó con el codo izquierdo el estómago. Su contrario retrocedió asfixiado. Lucas de Allende desenfundó su pistola y, de manera instintiva, comprobó que la lámina de oro seguía en el bolsillo interior de su abrigo.

—¡Alto o disparo! —gritó.

Su agresor hizo caso omiso de la advertencia. Recuperó la respiración, alzó la daga sobre su cabeza y se abalanzó hacia él. Lucas de Allende apretó el gatillo. El fogonazo del disparo rasgó la oscuridad y el hombre soltó la daga y se desplomó al suelo. Un estertor le indicó que había muerto. Se acercó al cuerpo. Vestía hábito negro y capucha, pero su indumentaria no pertenecía a ninguna orden religiosa. Le retiró la capucha y vio sorprendido que también cubría su cara con una máscara de cuero. Le descubrió el rostro. Nunca le había visto. Un murmullo le distrajo. Varios marinos de guardia en las naos acudían al lugar reclamados por el estruendo del disparo. Lucas de Allende arrastró el cuerpo hasta el borde del pantalán y lo arrojó al agua. Después hizo lo propio con la daga y la máscara, y se ocultó tras un montón de redes de cargas. Sacó su chifle, cebó la pistola, introdujo un plomo en el cañón y se mantuvo en alerta. Observó al grupo recorrer el muelle, entre voces y carcajadas, y pasados unos minutos alejarse. Lucas de Allende se presionó la herida del cuello con un pañuelo, salió de su escondite y regresó a la fonda.