19

Era ya casi la una y media de la madrugada cuando regresé al Réserve. Al acercarme a la entrada, observé que había luz en el despacho. Mi corazón pegó un brinco. Beghin me había dicho que la policía de St. Gatien había explicado la situación a Köche, preparándole para mi regreso; pero la perspectiva de comentar el asunto con alguien me resultaba insoportable. Intenté pasar sigilosamente ante la puerta del despacho, dirigiéndome a las escaleras.

Ya había puesto la mano en la barandilla cuando hubo un movimiento detrás de mí. Me volví. En la puerta del despacho estaba Köche, sonriendo hacia mí medio dormido.

—Le he estado esperando, Monsieur. Hace un rato he tenido la visita del comisario. Me dijo, entre otras cosas, que iba a regresar usted.

—Comprendo. Estoy muy cansado.

—Sí, claro. Cazar espías debe ser un deporte muy duro —dijo con una sonrisa—. Pensé que le gustaría tomarse un bocadillo y un vaso de vino. Se los tengo aquí preparados en el despacho.

Comprendí de pronto que un bocadillo y un vaso de vino era precisamente lo que estaba deseando. Le di las gracias y entramos en el despacho.

—El comisario —dijo mientras abría la botella de vino— se mostró categórico pero evasivo. Supongo que es muy importante que no se divulgue ninguna alusión a las verdaderas actividades de Roux. Al mismo tiempo, hay que explicar, naturalmente, por qué Monsieur Vadassy ha sido detenido ayer acusado de espionaje y hoy está de vuelta como si nada hubiera pasado.

Yo tragué el trozo de bocadillo que tenía en la boca.

—Eso es cosa del comisario —dije en tono despreocupado.

—Naturalmente —contestó él, mientras ponía un poco de vino en mi vaso y en el suyo—. De todos modos —añadió—, tendrá usted que responder a una serie de preguntas bastante embarazosas que le harán por la mañana.

Pero no me dejé convencer.

—Desde luego. Pero eso será por la mañana. De momento no pienso en otra cosa que en dormir.

—Sí, claro. Debe estar usted muy cansado —me sonrió con una mueca automática—. Espero que olvide nuestra entrevista de esta tarde.

—Ya está olvidada. No fue culpa suya. La policía me dio órdenes y yo tenía que obedecerle. No es que me gustase tener que hacerlo, como puede usted imaginarse, pero no tenía alternativa. Me amenazaron con deportarme.

—¡Ah! Así que era eso. El comisario no me explicó nada.

—Sería porque no quiso.

El gerente cogió un bocadillo y estuvo masticando un minuto o dos en silencio.

—Le diré una cosa —comentó en tono pensativo—, estos últimos días he estado muy preocupado.

—¿Oh?

—En una ocasión trabajé en un gran hotel de París como ayudante del gerente. Era un ruso llamado Pilevski. A lo mejor ha oído hablar de él. Es un genio en su profesión. Era un placer trabajar con él; a su lado aprendí muchas cosas. El buen hotelero, solía decir, debe conocer a sus huéspedes. Ha de saber lo que hacen, lo que piensan y lo que ganan. Y, sin embargo, nunca has de dar la impresión de ser curioso. Yo no he olvidado nunca esto. Adivinar estas tres cosas se convirtió para mí en una especie de hábito instintivo. Pues bien, durante estos últimos días noté que en el hotel estaba ocurriendo algo que yo desconocía y esto me preocupaba. Ello ofendía mi sensibilidad profesional; no sé si me comprende. Yo me daba cuenta de que alguien estaba en el ajo de todo esto. Al principio, creí que podía ser el Mayor inglés. Empezó con el incidente de la playa y luego me enteré que esta mañana les andaba pidiendo dinero prestado.

—Y creo que lo consiguió.

—Oh, sí. El joven americano le dejó dos mil francos.

—¿Skelton?

—Sí, Skelton. Espero que se pueda arreglar sin ellos, porque no creo que los vuelva a ver.

Hizo una pausa y luego añadió:

—Luego vino lo de Monsieur Duclos.

Yo solté una ligera carcajada.

—Hubo un momento en que sospeché que Monsieur Duclos podía ser espía. Ya sabe que es bastante peligroso el viejo: dice unas mentiras de espanto y es un chismoso inveterado. Supongo que ambas cosas se deben a su condición de próspero hombre de negocios.

Köche arqueó las cejas en ademán incrédulo.

—¿Hombre de negocios? ¿Quién? ¿Es eso lo que le ha dicho?

—Sí. Parece que tiene varias fábricas.

—Monsieur Duclos —dijo Köche con intención— trabaja como administrativo en el departamento de sanidad de un pequeño ayuntamiento cercano a Nantes. Gana doscientos francos al mes, y viene aquí todos los años a pasar dos semanas de vacaciones. Alguien me dijo en cierta ocasión que había pasado seis meses en una casa de salud mental. Sospecho que pronto tendrá que volver a ella. Este año está mucho peor que el pasado. Ha iniciado una nueva tendencia. Se inventa las historias más fantásticas acerca de los demás. Durante días enteros me ha estado dando la lata, tratando de conseguir que yo le pusiese las esposas al Mayor inglés. Según él, se trata de un famoso criminal. Es irritante.

Pero yo ya me estaba empezando a acostumbrar a las sorpresas. Terminé el último bocadillo y me puse en pie.

—Bien, Monsieur Köche, gracias por los bocadillos, gracias por el vino, gracias por su amabilidad y… buenas noches. Si sigo aquí un minuto más, me quedaré dormido en esa silla toda la noche.

El gerente esbozó una sonrisa forzada.

—Y entonces no tendría posibilidad de evitar sus preguntas.

—¿De quién?

—De los demás huéspedes, Monsieur —replicó inclinándose hacia delante—. Escuche, Monsieur. Está usted muy cansado y no es mi deseo molestarle. Pero ¿ha pensado usted ya en lo que va a decir a esa gente mañana por la mañana?

Negué lentamente con la cabeza.

—No tengo la menor idea. Contarles la verdad, supongo.

—El comisario…

—¡Al cuerno con el comisario! —exploté yo—. La policía ha creado esta situación. Que acepten las consecuencias.

Köche se puso de pie.

—Un momento, Monsieur. Hay algo que yo creo que debe usted conocer.

—No será otra sorpresa, supongo.

—Monsieur, esta noche cuando llegó el comisario, todavía estaban en el salón el matrimonio inglés, los americanos y Duclos, comentando su detención. Al marchar el comisario, me tomé la libertad de inventarme una historia que explicase su detención, eximiéndole a usted de toda sospecha de actividad criminal, y que, al mismo tiempo, diese cumplida satisfacción a la curiosidad de los huéspedes. Les dije, en plan estrictamente confidencial, que usted era en realidad Monsieur Vadassy del departamento de contraespionaje del Second Bureau, y que su detención no era más que una trampa que formaba parte de un plan especial, acerca del cual ni siquiera la policía tenía un conocimiento muy exacto.

Las palabras de Köche me dejaron con la boca abierta.

—¿Y espera usted que se traguen ese absurdo?

Köche sonrió.

—¿Por qué no? ¿No se han creído su cuento acerca del robo de la pitillera de plata y el alfiler con un diamante?

—Es diferente.

—De acuerdo. De todos modos, creyeron aquello y también se han creído esto. Estaban deseando creerlo, ¿comprende? A los americanos les caía usted simpático y no eran capaces de imaginarse que fuera usted un criminal, un espía. Su aceptación inmediata del cuento convenció a los demás.

—¿Y Duclos, qué?

—Anunció que ya lo sabía desde un principio, que usted mismo se lo había dicho.

—Sí, seguro que habrá dicho eso. Pero —añadí mirándole fijamente—, ¿qué fin persigue usted al contarles esa historia? No comprendo qué es lo que se trae entre manos.

—Mi objetivo —dijo en tono lisonjero— es simplemente evitarle molestias y dificultades. Monsieur —continuó en actitud persuasiva—, si quiere usted dormir a gusto esta noche, si quiere estar tranquilo en su habitación toda la mañana, deje el asunto en mis manos. Le prometo que no tendrá que responder a ninguna pregunta, ni dar ninguna explicación. Ni siquiera necesita ver a ninguna de estas personas.

—Pero, escuche…

—Ya sé —continuó él rápidamente— que fue una gran impertinencia por mi parte decir esto sin su permiso, pero dadas las circunstancias…

—Pero, dadas las circunstancias —le interrumpí con amargura—, un robo, una detención y una muerte violenta, todo en un día, pueden provocar un mal ambiente para el negocio y usted se adelanta con su cuento chino de que yo soy un agente de contraespionaje. Roux ha sido discretamente olvidado. La policía se queda feliz. Yo estoy cogido entre dos fuegos. O he de mentir como un titiritero para explicar qué hace el famoso agente de contraespionaje de vuelta en el Réserve, o hago mutis discretamente sin ver a nadie. ¡Bonito trabajo!

Köche se encogió de hombros.

—Es un modo de ver el asunto. Pero me gustaría hacerle una pregunta. ¿Preferiría elaborar usted su propia explicación?

—Preferiría decirles la verdad.

—Pero la policía…

—¡Al infierno la policía!

—Sí, claro —replicó en tono muy seguro—. Supongo que debí habérselo dicho antes: el comisario me dejó un mensaje para usted.

—¿Dónde está?

—Es un mensaje verbal. Me dijo que le recordase que el ciudadano francés debe estar dispuesto a prestar ayuda a la policía en cuantas ocasiones sea necesario. Añadió que esperaba entrar pronto en contacto con la Oficina de Nacionalización.

Yo respiré profundamente.

—Supongo —dije lentamente— que no habrá comentado por casualidad su cuentecito con el comisario.

El gerente se puso rojo.

—Creo que lo mencioné de pasada. Pero…

—Comprendo. Lo han elaborado entre los dos. Usted…

Me detuve. Un súbito sentimiento de desamparo me invadió. Estaba cansado, harto, mareado hasta la desesperación de todo aquel desafortunado asunto. Me dolían todos los miembros; la cabeza parecía que se me fuera a partir en dos.

—Me voy a la cama —dije con decisión.

—¿Y qué les digo a los criados, Monsieur?

—¿A los criados?

—Acerca de la hora en que le han de llamar, Monsieur. Las instrucciones que tienen en este momento es que usted ya no está oficialmente en el hotel, que cuando llegue el coche que le ha de llevar a Toulon para coger allí el tren de París, ninguno de los otros huéspedes debe verle marchar. ¿He de modificar estas instrucciones?

Me quedé en silencio durante un momento. Así que todo estaba arreglado. Oficialmente, yo ya no estaba en el Réserve. Bueno, ¿qué importaba ya? Mentalmente, me vi a mí mismo paseando por la terraza a la mañana siguiente. Oí las exclamaciones de sorpresa, las preguntas, los gritos de asombro, mis explicaciones, más preguntas, más explicaciones, mentiras y más mentiras. Esto era lo más sencillo. Köche lo sabía, claro. Y tenía razón. Yo era el que estaba equivocado. ¡Cielos, qué cansado estaba!

El gerente estaba observando mi cara.

—¿Y bien, Monsieur? —preguntó al fin.

—Muy bien. Sólo un ruego: que no me traigan el desayuno muy temprano.

Köche esbozó una amplia sonrisa.

—Pierda cuidado. Buenas noches, Monsieur.

—Buenas noches. ¡Oh! A propósito —dije, volviéndome en la puerta y sacando del bolsillo el sobre de Beghin—. La policía me ha dado esto. Contiene quinientos francos para los gastos que hice durante los últimos días. No he gastado nada que se parezca a esta cantidad. Me gustaría que diese usted este sobre a Herr Heinberger. Tal vez pueda serle útil a él, ¿no cree?

Köche se me quedó mirando. Por un momento tuve la impresión de estar viendo a un actor a quien un movimiento hubiese barrido el maquillaje de su cara… un actor que ha estado haciendo el papel de gerente de hotel. Movió lentamente la cabeza.

—Es usted muy generoso, Vadassy —dijo, suprimiendo el «Monsieur»—. Emil me dijo que había estado hablando con usted. No voy a negarle que cuando me lo dijo me molestó. Ahora veo que me equivoqué. Sin embargo, ahora ya no necesita dinero.

—Pero…

—Hace unas horas, tal vez se hubiera alegrado. La verdad es que regresa a Alemania por la mañana. Esta noche ha quedado todo arreglado y se irán mañana en el tren que sale de Toulon a las nueve.

—¿Se irán?

—Vogel y su mujer se van con él.

Guardé silencio. No hallaba ninguna palabra que decir. Cogí el sobre que había dejado en la mesa y lo metí de nuevo en el bolsillo. Con aire distraído, Köche se puso un poco más de vino en el vaso, lo miró a contraluz y luego dirigió su vista hacia mí.

—Emil siempre decía que esos dos reían demasiado. Lo descubrí ayer. Recibieron una carta. Decían que era de Suiza, pero el sello era alemán. Cuando abandonaron la habitación, le eché un vistazo. Era muy lacónica. Decía que si querían más dinero debían presentar inmediatamente una prueba de que lo necesitaban. Y así lo hicieron. Emil no estaba equivocado. Ríen, son grotescos; nadie sospecha que son, además, indecentes. Ése es su secreto.

Bebió el vino de un trago y dejó el vaso sobre la mesa con un golpe.

—Hace años —continuó—, oí un recital a Frau Vogel en Berlín. Su nombre era entonces Hulde Kremer; no la reconocí hasta esta noche cuando se puso a tocar. Varias veces me he preguntado qué le habría pasado. Ya sé: se casó con Vogel. Pero es muy extraño, ¿no cree? —preguntó, tendiéndome la mano—. Buenas noches, Vadassy.

Nos estrechamos la mano.

—Y espero ver de nuevo el Réserve —añadí.

Köche inclinó la cabeza.

—El Réserve siempre estará aquí.

—¿Quiere decir que usted no estará con él?

—Confidencialmente, le diré que el mes que viene me voy a Praga.

—¿Lo ha decidido esta noche?

—Exactamente —dijo, asintiendo con la cabeza.

Mientras subía lentamente los peldaños de las escaleras oí que el reloj de la sala de lectura daba las dos. Un cuarto de hora más tarde estaba dormido.

A las doce del mediodía terminé de tomar el café del desayuno, até la maleta con unas cuerdas y me senté junto a la ventana a esperar. Hacía un día soberbio. El sol caía a plomo y se veía vibrar el aire sobre la piedra del alféizar de la ventana. El mar estaba ligeramente rizado por una suave brisa. Las peñas rojas despedían sus típicos destellos.

En el jardín, las cigarras entonaban su coro de zumbidos. En la playa se veían dos pares de piernas morenas bajo una gran sombrilla a rayas. En la terraza inferior, Monsieur Duclos se dirigía a unos recién llegados, una pareja de mediana edad todavía con su ropa de viaje. Mientras hablaba, acariciaba su barba y se ajustaba los lentes. La pareja le escuchaba con atención. Se oyó un golpecito en la puerta. Era un camarero.

—Ya está aquí el coche, Monsieur. Es la hora.

Me fui. Más tarde, desde el tren, vislumbré entre los pinos el techo del Réserve. Me sorprendió ver lo pequeño que parecía entre los árboles.