11

Me dispuse a preparar las amañadas pruebas del robo con amarga meticulosidad.

Tiré de la maleta, que estaba bajo la cama, y la cerré con llave. Luego busqué algo para forzar las cerraduras. Hice los primeros intentos con una tijera de las uñas. Los cierres eran bastante endebles, pero con la tijera resultaba difícil apalancar. Tras cinco minutos de esfuerzos infructuosos, una hoja de la tijera se rompió. Perdí unos cuantos minutos aún buscando un objeto más duro. Desesperado, cogí la llave de la habitación y utilicé como palanqueta la anilla plana de acero. Con este procedimiento los cierres terminaron por ceder, pero la llave se torció y seguí perdiendo tiempo poniéndola recta. Luego abrí la tapa de la maleta, revolví un poco su interior y, poniendo cara de ultrajada inocencia, me lancé escaleras abajo en busca de Köche.

No estaba en su despacho. Cuando me encaminaba hacia la playa por donde el gerente se paseaba en traje de baño, mi expresión de inocencia ofendida se había relajado en una especie de ansiedad servil. En la playa estaban los Skelton, la pareja francesa y Monsieur Duclos. Consideré la idea de esperar el momento oportuno, pero la rechacé. Debía recordar que se había cometido un robo. Se habían llevado de mi habitación objetos de gran valor. Tenía que comportarme como una persona normal en semejantes circunstancias; tenía que informar al gerente aunque éste sólo tuviera encima unos pantalones de baño. Un gerente con un traje negro impecable hubiera sido más apropiado en aquella ocasión, pero tenía que comunicárselo a Köche cuanto antes.

Bajé corriendo los escalones hacia la playa y me dirigí hacia él caminando por la arena. Mas en este momento surgió una interrupción inoportuna. Skelton, al oír mis pasos por la escalinata, volvió la cabeza y me vio.

—¡Eh! —llamó—. No le hemos visto en toda la mañana. ¿No se va a dar un baño antes de comer?

Titubeé; pero al comprobar que no se trataba de nada importante, seguí adelante. Mary Skelton, que estaba echada boca abajo en la arena, levantó la cabeza y abrió los ojos hacia mí.

—Ya creíamos que nos había abandonado, Mr. Vadassy. No hay derecho a jugar así con el afecto de los chicos. Póngase el traje de baño y venga a contarnos la verdad sobre el asunto de los Clandon-Hartley. Le hemos visto hablando con el Mayor esta mañana por la ventana de la sala de lectura.

—¡Qué poco tacto! —se lamentó el hermano—. Yo iba a introducir el tema poco a poco. ¿Qué novedades hay, Vadassy?

—Discúlpenme, se lo ruego —dije apresuradamente—. He de hablar con Köche. Luego nos veremos.

—¡Trato hecho! —gritó él.

Köche estaba conversando con Roux y con Duclos. Evidentemente la discusión de la noche anterior había sido olvidada. Les interrumpí en medio de una disquisición acerca de las virtudes de Grenoble. Apreté los labios en expresión de gravedad.

—Perdone, Monsieur, pero deseaba hablar con usted en privado. Es bastante urgente.

Köche arqueó las cejas y se excusó con los demás.

—¿En qué puedo servirle, Monsieur?

—Lamento molestarle, pero me temo haya de rogarle que suba a mi habitación. Mientras me hallaba en el pueblo, ahora mismo, alguien ha forzado mi maleta, robándome varios objetos de valor.

Sus cejas se arquearon de nuevo. Dejó escapar un ligero silbido entre los dientes y me dedicó una rápida mirada. A continuación murmuró un «discúlpeme» y se alejó unos pasos en la arena para recoger la toalla de baño y ponerse las sandalias. Luego se reunió conmigo otra vez.

—Subo con usted ahora mismo.

Abandonamos la playa bajo las miradas curiosas de todos los demás. Mientras subíamos, me preguntó qué objetos eran los sustraídos. Le di la grotesca selección de Beghin, añadiendo la fruslería de los carretes. Köche movió la cabeza en señal de asentimiento y guardó silencio. Empecé a sentir cierto recelo. No había modo posible de descubrir que todo era un amaño. Cierto. Sin embargo, ahora que había puesto la cosa en movimiento, me sentía incómodo. A juzgar por sus ademanes indolentes y descuidados, Köche no estaba intranquilo, y yo no podía olvidar que no resultaba imposible que hubiera sido el propio Köche el autor de la sustracción de los carretes y del golpe que me dejó sin sentido en el jardín la noche anterior. En este caso, el gerente sabía que yo estaba mintiendo. Las consecuencias podían resultar claramente desagradables para mí. Maldije a Beghin con renovado fervor.

Köche inspeccionó mi trabajo en los cierres de la maleta con seriedad e interés. Al levantarse, sus ojos tropezaron con los míos.

—¿Dice usted que salió de la habitación a eso de las nueve?

—Sí.

—¿Y la maleta estaba intacta entonces?

—Sí. Lo último que hice antes de bajar fue cerrarla y ponerla bajo la cama.

Miró su reloj.

—Son las once y veinte. ¿Cuánto hace que regresó?

—Unos quince minutos. Pero no fui directo a la maleta. Tan pronto vi lo que había pasado, bajé inmediatamente a avisarle. Es vergonzoso —añadí en tono frívolo.

Köche asintió con la cabeza y me miró inquisitivamente.

—¿Le importa bajar conmigo a mi despacho, Monsieur? Me gustaría tener una descripción detallada de los objetos perdidos.

—Desde luego. Pero he de advertirle, Monsieur —murmuré—, que le hago a usted responsable de lo ocurrido, y que espero la devolución inmediata de las joyas y el castigo del ladrón.

—Naturalmente —replicó en tono cortés—. No me cabe la menor duda de que podré devolverle sus objetos en un plazo de tiempo muy corto. No tiene usted motivo para preocuparse.

Con el incómodo sentimiento de un actor novato que ha olvidado su papel, seguí a Köche hasta su despacho en la planta baja. Éste cerró la puerta cuidadosamente tras él, me invitó a sentarme en una silla y cogió una pluma.

—Ahora, Monsieur, empecemos por la pitillera, si es tan amable. Una pitillera de oro, creo que dijo.

Le miré rápidamente. Estaba escribiendo algo en el papel. El pánico se apoderó de mí. ¿Había dicho de oro cuando subíamos de la playa? ¡Por mi vida, que no me acordaba! ¿O estaba Köche tratando de tenderme una trampa? Mas tuve una inspiración.

—No, una pitillera de plata con ribetes de oro. Tenía grabadas —dije, animándome en mi trabajo— mis iniciales, J. V. en una: esquina y ha sido trabajada a máquina por fuera. Contiene diez cigarrillos y la goma que debía sujetarlos está rota.

—Gracias. ¿Y la cadena?

Me acordé de una cadena de segunda mano que había visto expuesta en el escaparate de una joyería cerca de la estación de Montparnasse.

—Oro, de dieciocho quilates, gorda, eslabones anticuados, pesada. Tiene una pequeña medalla conmemorativa de la Exposición Universal de Bruselas de 1901.

Lo anotó todo cuidadosamente.

—Y ahora el alfiler, Monsieur.

Esto ya no era tan fácil.

—Un simple alfiler, Monsieur. Un alfiler de corbata de unos seis centímetros de largo con un pequeño diamante de unos tres milímetros de diámetro en la cabeza.

Di paso a un impulso de atenuación.

—El diamante —añadí con una sonrisa tímida— es de imitación.

—¿Pero el alfiler en sí es de oro?

—Chapado en oro.

—¿Y la caja donde estaban esos objetos?

—Una cajita de hojalata. Una cajita de cigarrillos. De cigarrillos alemanes. No recuerdo la marca. También había dos carretes de fotografías, carretes tipo Contax. Ya estaban revelados.

—¿Tiene usted una máquina fotográfica Contax?

—Sí.

Volvió a levantar la vista hacia mí.

—Supongo que se habrá asegurado de que a la máquina fotográfica no le ha pasado nada, Monsieur. Es una buena presa para un ladrón, ya que se la pagarían bien.

Mi corazón pegó un brinco. La había fastidiado tontamente.

—¿La máquina? —pregunté estúpidamente—. No miré. La dejé en un cajón.

El gerente se puso de pie.

—Entonces sugiero, Monsieur, que vayamos a mirar inmediatamente.

—Sí, claro.

Sentí que mis mejillas se habían puesto muy coloradas.

Subimos las escaleras otra vez hasta mi habitación. Me preparé cuidadosamente para lanzar los correspondientes gritos de contrariedad y enfado apropiados para el momento.

Me precipité ansioso a la cómoda, abrí el primer cajón y lo revolví febrilmente. Luego me giré en seco, con expresión dramática.

—¡Voló! —dije poniendo cara de enfado—. Esto es demasiado. La máquina vale cerca de cinco mil francos. Hay que encontrar al ladrón sin pérdida de tiempo. Le ruego, Monsieur, que haga usted algo inmediatamente.

Con gran sorpresa y confusión por mi parte, una leve sonrisa apareció en sus labios.

—Algo se hará ciertamente, Monsieur —dijo lentamente—, pero en el caso de la máquina no es necesario hacer nada. ¡Mire!

Seguí la dirección de su gesto. Allí, en la silla que estaba junto a la cama, había una Contax metida en la funda.

—Debí haberme olvidado —comenté estúpidamente cuando bajábamos las escaleras— de que la había dejado sobre la silla.

Köche asintió con la cabeza.

—O el ladrón la sacó del cajón y luego no se acordó de llevársela.

Pensé que eran imaginaciones de mi conciencia culpable la débil nota de ironía que percibí en su voz.

—En cualquier caso —dije con alegría no fingida—, tengo la cámara.

—Hemos de esperar —repuso él con gravedad— que las otras cosas aparezcan con la misma facilidad.

Yo asentí con todo el entusiasmo de que fui capaz. Regresamos a su despacho.

—¿Qué valor tienen la pitillera y la cadena del reloj? —preguntó.

Pensé un momento con atención.

—Es difícil de calcular. Unos ochocientos francos la pitillera y unos quinientos la cadena, diría yo. Los dos eran regalos. En cuanto al alfiler, aunque no tenía valor en sí, posee una gran significación sentimental para mí. Por lo que se refiere a los carretes, bueno, me sabría mal perderlos, claro, pero…

Me encogí de hombros.

—Comprendo. ¿Estaban aseguradas la pitillera y la cadena?

—No.

Köche dejó la pluma sobre la mesa.

—Usted comprenderá, Monsieur, que en estos casos las sospechas recaen habitualmente sobre la servidumbre. Les interrogaré antes que nada. Preferiría hacerlo yo solo. Espero que no crea usted necesario llamar a la policía inmediatamente y que confiará en mí para solucionar el asunto discretamente.

—Por supuesto.

—Además, Monsieur, a mí personalmente, me gustaría que a los demás huéspedes no les dijera nada de este desagradable incidente.

—Descuide.

—Comprenderá que la reputación de un pequeño hotel como éste no sale muy bien parada con estos desafortunados asuntos. Ya le informaré cuando haya terminado las pesquisas.

Me fui con una sensación de indudable incomodidad. Köche me había pedido que no dijera nada a los demás huéspedes; y, por mi parte, con mucho gusto me hubiera prestado a complacer sus deseos. Cuanto menos se hablara del asunto, más me agradaría a mí. Pero Beghin había insistido en que los demás huéspedes debían enterarse de la novedad; sus instrucciones al respecto habían sido muy claras: yo tenía que armar alboroto. Y entonces pensé en la desdichada servidumbre. La situación era, desde cualquier punto de vista, sumamente desagradable; y, a mi parecer al menos, la triquiñuela era completamente inútil: a no ser que hubiera cosas de las que yo no estaba enterado. Que las pitilleras y las cadenas de reloj tuvieran algo que ver con los espías era algo que escapaba totalmente a mi comprensión. ¿Se proponía Beghin utilizar el supuesto robo como un pretexto para detener al espía? ¡Absurdo! ¿Dónde estaban las pruebas para proceder? Mis dos carretes habrían sido revelados ya, sin duda, y tirados a la basura; y la pitillera y la cadena de reloj no existían. No había más que una manera eficiente de abordar el problema. Primero, identificar al espía; luego, cogerlo con mi máquina en su poder. ¡Mi máquina! Subí los últimos peldaños de la escalera corriendo y me lancé a mi habitación. Sólo tardé unos segundos en confirmar mis temores. Ésta era mi cámara. La prueba de la acusación había sido devuelta.

Mientras me ponía el traje de baño me invadió un sentimiento de impotencia. Por supuesto, podía mentirle a Beghin. Podía decirle que el nuevo cambio de las cámaras se había efectuado sin mi conocimiento. Podía fingir ignorancia. Podía sugerirle que el hecho había ocurrido cuando el registro de mi habitación. Después de todo, nadie podía esperar que yo estuviera comprobando el número de serie de la máquina a intervalos fijos de una hora durante todo el día. Teniendo cuidado, no había razón para que Beghin se enterase de que durante dieciocho horas ninguna de las dos cámaras había estado en mi poder. A no ser que cogiera al espía. Pero entonces la suerte estaría ya echada. Ya podía Beghin dejarle escapar otra vez incluso. Claro que al espía no se le iba a coger con cuentos de maletas forzadas y pitilleras robadas. De todos modos, eso era cosa de Beghin. Yo no era más que un peón en el juego, una mosca atrapada en los engranajes de la máquina. Una tremenda oleada de autocompasión invadió mi mente. Me detuve en camisa ante el espejo. ¡Pobre imbécil! ¡Qué piernas más flacas!

Terminé de cambiarme y salí. Al bajar las escaleras vi que Schimler y Köche se metían en el despacho de éste y cerraban la puerta. ¡Schimler! Experimenté una sensación de vacío en mi pecho. Esto era otra cosa. Hoy iba a registrar la habitación del alemán.

Los Vogel estaban ahora hablando con la pareja francesa. Los americanos se hallaban en el agua. Me dirigí hacia Monsieur Duclos, coloqué una silla junto a la suya y me senté. Durante un minuto o dos estuvimos hablando sobre las trivialidades de costumbre. Al cabo de un rato, empecé mi trabajo.

—Usted, Monsieur, es un hombre de mundo. Me gustaría conocer su opinión acerca de un asunto delicado.

Una expresión de pura delicia inundó su cara. Se pasó la mano por la barba en ademán grave.

—Mi experiencia está a su entera disposición, Monsieur —dijo, arqueando las cejas—. ¿Es tal vez acerca de la señorita americana sobre lo que desea mi opinión?

—Perdone…

Se rió entre dientes burlonamente.

—No tiene por qué sentirse cohibido, Monsieur. Si me lo permite, le diré que sus miradas hacia ella han sido notadas por todos. Pero los dos hermanos son inseparables, ¿eh? Créame, Monsieur, tengo bastante buena vista en estos asuntos.

Acercó su cabeza a la mía y dijo, bajando la voz:

—He notado que la chica también se fija en usted.

Y añadió, bajando aún más el tono y pulverizando las palabras directamente en mi oído:

—El interés de ella es mayor cuando está usted vestido como en este momento.

Dejó escapar una risita ahogada entre la barba. Yo le miré fríamente.

—Lo que voy a decirle no tiene nada que ver con la señorita Skelton.

—¿No? —dijo mirándome defraudado.

—No. En este momento me preocupa más el hecho de que hayan sido robados de mi habitación diversos objetos de valor.

La oscilación de sus lentes fue tanta que terminaron en el suelo. Los recogió y volvió a colocarlos con elegancia sobre la nariz.

—¿Un robo?

—Exactamente. Esta mañana, mientras yo estaba en el pueblo, alguien forzó mi maleta que estaba cerrada con llave y se llevó una pitillera, una cadena de oro para reloj, un alfiler con un diamante y un par de carretes de fotografía. Su valor es de unos dos mil francos.

—¡Formidable!

—Estoy desolado por semejante pérdida. El alfiler tenía un gran valor sentimental para mí.

—¡C’est affreux!

—¡Y tanto que lo es! He comunicado a Köche lo ocurrido y me dijo que interrogaría a la servidumbre. Pero —y es sobre este punto sobre el que le agradecería su consejo— no me satisface el modo como Monsieur Köche está llevando el asunto. Parece que no se percata de la gravedad de las pérdidas. ¿Deberá poner el asunto en manos de la policía?

—¿La policía? —replicó Monsieur Duclos con animación—. ¡Pues claro que sí! Se trata, sin duda, de un asunto que compete a la policía. Si quiere, ahora mismo le acompaño al Poste.

—Sin embargo —dije rápidamente—, Köche opina que es mejor no mezclar a la policía en el asunto. Va a interrogar al servicio. Tal vez sea mejor esperar hasta ver el resultado de sus interrogatorios.

—Sí, claro. Tal vez sea eso lo mejor —contestó en un tono de voz que demostraba su mala gana de abandonar la idea—. Pero…

—Muchas gracias, Monsieur —respondí yo, casi en un susurro—. Le quedo muy agradecido por su consejo. Me ha confirmado mis propias opiniones al respecto —vi que sus ojos se dirigían hacia los Vogel y la pareja francesa—. Por supuesto, ya comprenderá que le hablo confidencialmente. Hemos de ser discretos en este momento.

Monsieur Duclos asintió con la cabeza en ademán solemne.

—Naturalmente, Monsieur. Tenga la bondad de considerar a su entera disposición toda mi experiencia como hombre de negocios.

Hizo una pausa. Luego, retorciéndose la manga del albornoz, musitó:

—¿Sospecha de alguien en concreto?

—No. Las sospechas son cosas muy delicadas.

—Desde luego. Pero… —bajó la voz y empezó a susurrarme al oído otra vez—. ¿Ha pensado usted en ese Mayor inglés? ¡Un tipo violento! ¿Y qué hace para ganarse la vida? Nada. Lleva tres meses aquí. Le diré algo más. Esta mañana, después del desayuno, me abordó en la terraza de abajo para pedirme un préstamo de dos mil francos. Necesita dinero a toda costa ese tipo. Me ofrecía el cinco por ciento de interés al mes.

—¿Y usted se negó?

—Naturalmente. Me sentó muy mal. Me dijo que necesitaba el dinero para irse a Argel. ¿Por qué tengo que pagarle yo un viaje a Argel? Que trabaje como todo el mundo. También me dijo algo acerca de su mujer, pero no logré entenderle. Su francés resulta incomprensible. Está un poco loco, no cabe duda.

—¿Y cree usted que ha sido él quien ha robado en mi habitación?

Mi interlocutor sonrió con aire de superioridad y levantó la mano en señal de protesta.

—¡Ah, no, Monsieur! Yo no digo eso. Simplemente sugiero.

Su mano hizo un movimiento como si estuviera subrayando una sutileza legal muy engañosa.

—Simplemente, señalo —continuó— que ese hombre no tiene ocupación, que necesita dinero, que está desesperado. Sólo un desesperado ofrecería un cinco por ciento al mes. No es que yo acuse a ese Mayor. Le estoy haciendo una sugerencia simplemente.

En ese momento vi que los americanos salían del agua. Me puse de pie.

—Gracias, Monsieur. Tendré en cuenta su sugerencia. De momento, debemos guardar discreción. Tal vez podremos discutir la cuestión más tarde.

—Cuando sepamos los resultados de los interrogatorios preliminares.

—Exacto. —Me retiré con una leve inclinación de cabeza.

En el momento en que llegaba junto a los Skelton, Monsieur Duclos conversaba animadamente con los Vogel y la pareja francesa. No se necesitaba un gran esfuerzo de imaginación para adivinar el tema de su conversación. Se podía confiar en Monsieur Duclos para llevar a cabo las instrucciones de Beghin al pie de la letra.

Desafiando un letrero que había en las habitaciones, Skelton se estaba secando con una toalla del hotel.

—¡Ah! ¡El hombre de las noticias! —fue su saludo.

Su hermana me hizo sitio bajo la sombrilla.

—Venga a sentarse, Mr. Vadassy. Nada de largarse por ahí con Monsieur Köche. Queremos la verdad, toda la verdad.

Me senté.

—Siento haber tenido que andar arriba y debajo de esa manera, pero ha ocurrido algo bastante desagradable.

—¿Algo desagradable? ¿Otra vez?

—Me temo que sí. Esta mañana, mientras estaba en el pueblo, alguien ha forzado mi maleta llevándose varios objetos de su interior.

Skelton se sentó a mi lado como si las piernas le hubieran flaqueado.

—¡Atiza! Eso sí que es desagradable. ¿Algo de valor?

Repetí la lista.

—¿Cuándo dice que ocurrió? —preguntó la chica.

—Mientras yo estaba en el pueblo. Entre las nueve y las diez y media.

—Pero a eso de las nueve y media le vimos hablando con el Mayor.

—Sí, pero había salido de la habitación a las nueve.

Skelton se inclinó hacia mí en tono confidencial.

—Oiga, ¿quiere decir que no le estaría entreteniendo el Mayor mientras su mujer hacía el trabajo?

—¡No digas sandeces, Warren! Esto es serio. Probablemente fue alguien del servicio.

Skelton bufó impaciente.

—¿Por qué alguien del servicio? Me fastidia. Cuando hay un robo de este tipo siempre se busca al ladrón entre el servicio, o un chico de los recados, o alguien por el estilo que no pueda defenderse. Si hemos de ser serios, ¿qué hacía papá suizo andando cautelosamente por el pasillo esta mañana?

—No era en la parte de la casa donde está la habitación de Mr. Vadassy. ¿Cuál es el número de su habitación, Mr. Vadassy?

—El seis.

—¿Ves? —dijo ella mientras empezaba a ponerse aceite en los brazos—. Era en el otro lado de la casa, dos habitaciones más allá de la mía. En la de ese amigo de Monsieur Köche.

Agarré un puñado de arena y lo dejé caer por entre los dedos.

—¿Qué número es? —pregunté con aire despreocupado.

—El catorce, creo. Y el suizo no estaba andando cautelosamente. Se le había caído una moneda de cinco francos en el pasillo.

—¿Qué le ha dicho Köche, Mr. Vadassy?

—Creo que sospecha del servicio.

—Naturalmente —dijo la chica con Energía—. A Warren le chifla adoptar posturas originales. Todos sabemos que pudo ser un viejo rico con hábitos cleptómanos. Pero la verdad es que probablemente se trata de alguna pobre camarera mal pagada con un amigo en el pueblo al que quiere regalarle una pitillera de plata.

—¿Y una cadena de oro para el reloj, y un alfiler con un diamante, y un par de carretes fotográficos? —inquirió su hermano con sarcasmo.

—Tal vez fue un camarero.

—O tal vez el viejo Duclos. O el Mayor. A propósito, ¿qué nos cuenta del Mayor, Mr. Vadassy?

Decidí no deleitarles con la historia de la vida del Mayor.

—Deseaba simplemente disculparse por las molestias provocadas ayer en la playa. El hombre del yate era su hermano político. Ambos habían tenido una disputa por cuestiones monetarias. El cuñado suscitó la cuestión otra vez y el Mayor perdió el control de sus nervios. Me explicó que su mujer estaba muy nerviosa también y que no había querido decir realmente que él estuviese loco.

—¿Eso es todo? ¿Por qué le eligió a usted para disculparse?

—Creo que estaba muy incómodo por todo lo ocurrido. Me eligió a mí, precisamente porque no había estado presente —no iba a decirles que Monsieur Duclos había recibido un resumen de las mismas disculpas e idéntica petición de dinero—. En cualquier caso, el Mayor y su mujer se van y…

—En otras palabras, Warren —repuso la chica—, que nos preocupemos de nuestras cosas y no nos comportemos como un par de niños traviesos. ¿Es eso, Mr. Vadassy?

Eso era exactamente, pero empecé a protestar tímidamente mientras mis mejillas se ponían coloradas. Warren Skelton me interrumpió:

—¡Huele a bebida! Vamos. Ya es casi la hora de comer; no tendrá tiempo de bañarse ya.

Mientras él fue a buscar las copas, la chica y yo nos dirigimos a las mesas de la terraza inferior.

—No se tome usted muy en serio todo lo que Warren dice —comentó la chica, sonriendo—. Éste es su primer viaje al extranjero.

—¿Usted ya había salido antes?

Tardó unos segundos en contestar, hasta el punto que ya creía que no me había oído. Pareció titubear un momento como si fuera a decir algo importante. Entonces vi que se encogía ligeramente de hombros.

—Sí, yo había salido antes ya —dijo mientras nos sentábamos—. Warren dice que hay en usted algo misterioso.

—¿Sí?

—Dice que parece usted un hombre que tenga algo que ocultar. Dice, además, que no es natural que una persona hable más de una lengua a la perfección. Creo que tiene la esperanza de que a la postre resulte ser usted un espía o algo por el estilo.

Noté que volvía a ponerme colorado.

—¿Un espía?

—Ya le dije que no debe prestar demasiada atención a lo que él diga.

Volvió a sonreírme. Sus ojos, inteligentes y divertidos, se encontraron con los míos. Sentí de pronto un fuerte deseo de confiar en ella, de decirle que yo era realmente un hombre que tenía algo que ocultar, con objeto de conquistar su simpatía, su ayuda. Me incliné hacia delante, sobre la mesa.

—Me gustaría… —comencé. Pero nunca llegue a decirle lo que me gustaría, y, en este momento, había olvidado ya lo que iba a decirle. En efecto, en aquel preciso instante apareció su hermano con las bebidas en una bandeja.

—Los camareros estaban ocupados en la terraza, así que yo mismo hago de camarero —dijo. Levantó su vaso en gesto de brindis—: Bien, Mr. Vadassy, ¡esperemos que al amigo de la camarera no le guste su pitillera!

—O los dos carretes de fotografías —añadió la chica con gravedad—. No debemos olvidarlos.