7

Me pasé casi toda aquella tarde en mi habitación, tratando de convencerme a mí mismo de que lo mejor que podía hacer era abandonar el Réserve, llegar hasta Marsella y aquí embarcarme como camarero o estibador en algún carguero que hiciera la ruta del Oriente.

Llegué a planear todo el asunto. Me apoderaría de la motora de Köche y desembarcaría en algún lugar desierto al Oeste de St. Gatien. Allí, una vez fijado el timón del bote, pondría el motor en marcha y la haría arrancar hacia alta mar, mientras yo me escapaba tierra adentro en dirección a Aubague. Allá cogería un tren hacia Marsella.

En este momento empezaron a asaltarme serias dudas. Siempre se oye hablar de jóvenes atraídos por el mar, de gentes que se embarcan como estibadores para pagarse el viaje. No se requerían calificaciones especiales, al parecer. Ni siquiera se precisaba saber unir una cuerda, ni trepar por un aparejo. Todo lo más que uno hacía era pintar el ancla, quitar el moho del niquelado de cubierta y decir «sí, sí, señor» cuando un superior se dirigía a uno.

Era una vida dura, en la que uno se encontraba con hombres duros. Las galletas del barco tenían gorgojos y lo poco que éstos le dejaban a uno para comer había que examinarlo con cuidado. Se entablaban riñas a puñetazo limpio, y uno siempre andaba de un lado para otro desnudo hasta la cintura. Pero entre la tripulación siempre había uno que tenía un acordeón y, terminada la faena del día, se oían algunas canciones a coro. Cuando uno abandonaba el barco terminaba invariablemente por escribir un libro acerca de aquella vida. Y, sin embargo, ¿me adaptaría yo a una vida semejante? Me inclinaba a pensar que no. Puede que fuera mala suerte, pero me daba cuenta de que mis empresas nunca me salían según los cánones ordinarios. Quitar el moho probablemente resultaría una tarea sumamente complicada. Se reirían ante la idea de que un hombre de tierra adentro se imaginase que podía hacerlo. No habría vacantes. O si las había, sería en un vapor costero que hacía la línea de Toulon. O se necesitaría algún extraño permiso que habría que solicitar en la policía tres meses antes de empezar a navegar. O descubrirían que mi vista no era lo suficientemente buena. O insistirían en la necesidad detener experiencia…

Encendí un cigarrillo y reconsideré mi situación.

Una cosa estaba clara. Beghin no debía saber que yo había perdido la segunda cámara. Comunicárselo sería invitarle a que me volvieran a detener inmediatamente. El comisario no se paraba en barras. Sin la prueba de la máquina, no tendría posibilidad de demostrar mi inocencia ante un magistrado.

¡Qué locura había cometido! Ahora más que nunca era necesario aclarar el misterio por mi propia iniciativa. Tenía que arriesgarme. Tenía que saber con seguridad que las máquinas estaban en poder de Schimler. Sólo había que hacer una cosa: registrar la habitación del alemán.

La idea me asustó. Si me cogían, a mis dificultades actuales se añadiría el cargo de hurto. Sin embargo, el registro era necesario. Por lo demás, el éxito estaba asegurado. ¿Debería hacerlo inmediatamente? Eché un vistazo al reloj mientras mi corazón empezaba a latir un poco más precipitadamente. Eran casi las tres. Antes sería preciso saber dónde estaba Schimler en aquel momento. Había que proceder con cuidado, fríamente. La frase me gustó. Con cuidado y fríamente. No había que perder la cabeza. ¿Zapatos con la suela de goma? Imprescindibles. ¿Un revólver? ¡Absurdo! No lo tenía, pero aunque lo tuviera… ¿Una linterna? ¡Qué idiotez! No era de noche. Entonces recordé que ni siquiera sabía su número de habitación.

Sentí que una sensación de alivio me invadía pero inmediatamente me reproché a mí mismo ese sentimiento. No estaba bien que me dijese a mí mismo que lo que pasaba era que no sabía el número de la habitación de Schimler; igual daba que me sintiese aliviado como molesto. Una persona eficiente ya habría solucionado esta cuestión; eso era lo importante. Si éste era el modo de proteger mis propios intereses —sintiéndome aliviado cuando surgían dificultades—, que el cielo me valiera.

Con semejante estado de ánimo bajé a la terraza. Hubiera preferido encontrarla vacía. Pero me equivoqué. Sentado en una silla de playa en un rincón de la misma estaba Herr Schimler, fumando su pipa y leyendo un libro.

Ahora era el momento de hacer el registro, si hubiera sabido el número de su habitación. Poco faltó para que me volviera sobre mis pasos. Pero me quedé donde estaba. Tendría que dejar pasar la oportunidad. Sin embargo, no se perdía nada entablando conversación con él a fin de saber con qué clase de persona tenía que habérmelas. Al fin y al cabo, uno de los fundamentos de la buena estrategia consistía en estudiar las intenciones del enemigo. Pero resultaba más fácil pensar en el estudio de las intenciones de Herr Schimler que hacerlo así realmente. Acerqué una butaca de mimbre a la sombra, donde estaba él, y me senté carraspeando.

Schimler movió la pipa entre los dientes y volvió una página del libro. Ni siquiera hizo ademán de mirar en mi dirección.

Me habían dicho que si uno mira fijamente a la nuca de una persona deseando que esta persona se gire, no tarda en ver cumplido su deseo. Estuve mirando la nuca de Herr Schimler y deseando que se volviese durante unos diez minutos largos. Todavía soy capaz de hacer un dibujo antropométrico de aquella nuca. Pero no le causé ninguna impresión. Traté de ver el título del libro. Era El Origen de la Tragedia, de Nietzsche, en alemán, uno de los diversos libros alemanes que recordaba haber visto en los estantes de la sala de lectura. Abandoné mi intento de competir con Nietzsche y me puse a mirar hacia el mar.

El sol calentaba de un modo increíble. Había en el horizonte una neblina humeante. Sobre la balaustrada de piedra se veía vibrar el aire con el calor. Las cigarras del jardín cantaban a coro.

Estuve observando cómo una enorme libélula revoloteaba sobre una enredadera en flor, remontándose luego hasta los abetos. No era una tarde propicia para pensar en espías. Debía telefonear a Beghin, pensé, y darle la lista de las máquinas. Pero esto podía esperar.

Tal vez más tarde, cuando hiciera un poco más de fresco, me acercaría hasta correos.

El detective, con su grueso traje negro, estaría sudando de lo lindo a la sombra de las polvorientas palmeras que hay fuera de la verja, añorando una limonade gazeuse. Por un momento, envidié su suerte. A cambio de la paz y tranquilidad, me pondría gustoso un traje negro en las calurosas tardes de verano, sudando y esperando, vigilando y añorando una limonade gazeuse. ¡Era una vida estupenda! En cambio la mía era una existencia furtiva como la de un criminal. Yo era el vigilado.

Me pregunté qué pensaría Mary Skelton de mí. Probablemente, nada. Y si pensaba algo, tal vez me consideraría un joven educado y bastante bien parecido, con una gran facilidad para los idiomas. Me acordé de la frase que ella había utilizado cuando pensó que yo no podía oír. «El simpático señor».

La intención había sido jocosa, pero en un tono amable. Muy apropiada para un conocido de hotel. Sería demasiado agradable que Mary Skelton se interesase por uno. Se llevaba muy bien con su hermano; esto era evidente. Se notaba que se compenetraban. Pero ella…

Herr Schimler cerró el libro de golpe y sacudió la pipa contra la pata de la silla. Me lancé.

—Nietzsche —dije— no es el mejor compañero para una tarde calurosa.

Giró lentamente la cabeza y me observó. Sus delgadas mejillas estaban más coloradas que la noche anterior; en sus ojos azules ya no había esa expresión de desdicha, sino una emoción más inmediata: sospecha. Vi que los músculos de su cara se contraían levemente. Terminó de vaciar la pipa y empezó a llenarla otra vez. Cuando habló, su voz tenía un tono disimuladamente deliberado.

—Tal vez tenga usted razón. Pero no estaba buscando compañía.

En cualquier otra circunstancia, su contestación me hubiera reducido a un implacable silencio. Pero en aquel momento, insistí.

—¿Todavía se lee a Nietzsche hoy en día?

Era una pregunta necia.

—¿Por qué no?

Seguí diciendo tonterías.

—Oh, no sé. Creí que estaba superado.

Se sacó la pipa de la boca y me miró por encima del hombro.

—¿Se da usted cuenta de lo que está diciendo?

Aquel juego me estaba empezando a resultar pesado.

—Francamente, no. Hablaba por hablar.

Me miró por un momento; luego, sus finos labios se entreabrieron en una sonrisa. Fue una sonrisa muy lograda y contagiosa o me sonreí también.

—Hace años —añadí—, un compañero de estudios solía pasar horas hablándome de Nietzsche, sosteniendo que era un gran hombre, Personalmente, me sumergí en Zaratustra.

Colocó la pipa entre los dientes, se estiró y dijo, mirando al cielo:

—Su amigo estaba equivocado. Nietzsche pudo haber sido un gran hombre. —Y añadió, golpeando con el dedo el libro que estaba sobre sus rodillas:

—Ésta es una obra de juventud en la que hay atisbos geniales. Es una arbitrariedad interpretar a Sócrates como decadente. ¡La moralidad como un síntoma de decadencia! ¡Qué idea! ¿Pero qué diría usted que escribió el propio Nietzsche sobre esto veinte años más tarde?

Guardé silencio. Dijo que olía a repulsivo hegeliano. Y tenía mucha razón. La identidad sirve sólo para definir si se trata de una cosa simple, inmediata, muerta; en cambio, la contradicción es la raíz de todo movimiento y vitalidad. Una cosa sólo puede moverse, poseer un impulso y una actividad en la medida en que tiene una contradicción en sí misma.

Se encogió de hombros y continuó.

—Pero lo que el joven Nietzsche percibió con Hegel, el viejo Nietzsche lo desautorizó. El viejo Nietzsche se volvió loco.

Me estaba resultando difícil seguirle. Dije, un poco incómodo:

—Nunca le he visto bañándose.

—No me baño, pero le echo una partida de billar ruso si quiere. ¿O lo considera una bagatela?

Lo dijo en un tono más bien de compromiso. Parecía una persona inclinándose ante lo inevitable. Entramos.

La mesa de billar ruso estaba en un rincón el salón de recreo. Empezamos a jugar en silencio. En diez minutos, me había vencido fácilmente. Cuando hizo el tanto final, se incorporó sonriendo malévolamente.

—No se ha divertido usted mucho —dijo—. No es muy bueno en esto, ¿o sí? ¿Quiere echar otra?

Me sonreí. Sus modales eran abruptos, casi bruscos, pero había en él algo que le hacía tremendamente simpático. Quise mostrarme amable. Casi había olvidado que estaba en compañía del sospechoso número uno.

Le dije que sí, que me gustaría echar otra partida. El colocó las anillas de anotar a cero, puso tiza en el taco y se inclinó hacia delante para tirar. La luz que penetraba por la ventana le caía sobre la cara resaltando los pómulos bastante abultados de por sí, modelando sus delgadas mejillas e iluminando sus amplia frente. Era una bella cabeza para un pintor. También las manos estaban bien formadas; anchas, pero finamente proporcionadas, firmes y precisas en sus movimientos. Sus dedos agarraban con delicadeza el taco, moviéndolo con gran facilidad sobre el pulgar de la mano derecha. Cuando habló, tenía los ojos fijos en la bola roja.

—Ha tenido usted dificultades con la policía, ¿no?

Lo dijo en el mismo tono accidental que si estuviera preguntando la hora. A continuación se oyó el choque de tres bolas tocadas en rápida sucesión.

Traté de aparentar idéntica despreocupación.

—¡Buen tiro! Sí, hubo un error con mi pasaporte.

Se movía ligeramente alrededor de la mesa para modificar la posición de tiro.

—Es usted yugoslavo, ¿no?

Esta vez sólo tocó una bola.

—Húngaro.

—¡Ah! Comprendo. ¿El Tratado de Trianón?

—Exacto.

Este tiro le falló. Dejó escapar un suspiro.

—Me temía que iba a ocurrir. Total tantos: cero. Tira usted. ¿Cómo van las cosas en Yugoslavia?

Me incliné sobre la mesa. A este juego podíamos jugar dos.

—Hace diez años que no he estado allí. Usted es alemán, ¿no?

Conseguí dejar la bola roja en un número bajo.

—¡Buen tiro! Está usted progresando.

Pero no respondió a mi pregunta. Yo insistí.

—En estos tiempos no es corriente encontrar alemanes de vacaciones en el extranjero.

Volví a lanzar la roja otra vez.

—¡Espléndido! Lo está haciendo bien. ¿Qué decía?

—Decía que en estos tiempos no es corriente encontrar alemanes de vacaciones en el extranjero.

—¿Sí? A mí eso no me importa. Yo soy de Basilea.

Esto era una mentira cabal. En mi excitación, metí mi propia bola en el agujero sin tocar las demás.

—¡Mala suerte! ¿Dónde está la tiza?

Se la pasé en silencio. Enyesó el taco cuidadosamente y empezó a jugar de nuevo. Sus tantos empezaron a crecer rápidamente.

—¿Cómo vamos ahora? —murmuró al fin—. Sesenta y cuatro, ¿no?

—Sí.

Se inclinó sobre la mesa una vez más.

—¿Conoce usted bien Alemania, Herr Vadassy?

—Nunca he estado allí.

—Debería haberlo hecho. La gente es muy simpática.

La bola roja rondó el borde de un número alto.

—¡Ah! —dijo—. No le he dado bastante fuerte esta vez. Sesenta y cuatro.

Se incorporó.

—Su alemán es muy bueno, Herr Vadassy. Parece que hubiera estado en Alemania varios años.

—En la Universidad de Budapest hablábamos alemán casi siempre. Además, soy profesor de lenguas.

—¿Sí? Le toca jugar a usted.

Jugué, pero lo hice mal porque no podía concentrar mis pensamientos en el juego. Por tres veces fallé el tiro. Una de ellas ni siquiera llegué a tocar la bola. Las preguntas se agolpaban y daban vueltas en mi mente. ¿Qué intentaba conseguir de mí este hombre? Sus preguntas no habían sido inocentes. ¿Qué objetivo tenían? ¿Sospechaba que yo me había apoderado de las fotos con toda la intención? Y, en medio de todas estas preguntas sin respuesta, la idea de que este hombre no podía ser un espía. Había en él algo que hacía absurda semejante hipótesis. Una cierta dignidad. Además, ¿citaban los espías a Hegel? ¿Leían a Nietzsche? Bueno, su propia respuesta podría valer: «¿Por qué no?». En cualquier caso, ¿qué importaba eso? También se podría preguntar del mismo modo: «¿Son buenos maridos los espías?». ¿Por qué no han de serlo? ¿Por qué no, desde luego?

—Tira usted, amigo.

—Disculpe. Estaba pensando en otra cosa.

—¡Oh! —se sonrió ligeramente—. Esto no le resulta muy entretenido. ¿Lo dejamos?

—No, no. Sólo pensaba en algo que no hice.

—Nada importante, espero.

—No, nada importante.

Pero era importante. Tenía que telefonear a Beghin, ponerme a su merced explicándole la pérdida de la cámara y pedirle que registraran la habitación de Schimler como habían registrado la mía. Tenían la excusa del nombre falso. Si al menos yo pudiera encontrar alguna prueba concreta contra él, algo que probase su relación con la máquina, algo que me demostrase que no estaba cometiendo un estúpido error… ¿Supongamos que debía correr el riesgo? ¿Supongamos que tuviera que preguntarle a quemarropa si tenía una máquina fotográfica? Al fin y al cabo, nada se perdía ya. La persona que había cerrado la puerta de la sala de lectura para apoderarse de la segunda máquina no tendría ninguna duda en cuanto a mi relación con el asunto.

Introduje dos bolas al mismo tiempo por el agujero.

—Eso no me lo esperaba yo —comenté.

—No, supongo que no.

—Yo también tengo una afición —continué mientras daba la vuelta a la mesa, situándome para el tiro siguiente.

Fallé el tanto y él se colocó junto a la mesa para jugar.

—¿De veras?

—Sí; la fotografía.

Mi contrincante se inclinó sobre la mesa, entornando los ojos para apuntar mejor.

—Magnífico.

Le miré atentamente mientras se hacía la pregunta fatal.

—¿Tiene usted máquina fotográfica?

Se incorporó lentamente y me miró.

—Herr Vadassy, ¿le importaría no hablar mientras hago este tiro? Es difícil. Verá: voy a tirar contra la banda de allí, rozar la blanca y dar en la banda otra vez para enviar la roja al máximo, mientras que la blanca ha de quedar en el cinco.

—Le ruego que me disculpe.

—Es usted quien ha de disculparme a mí. Este absurdo juego me apasiona. Es un invento totalmente antisocial. Es como una droga. Le priva a uno de la necesidad de pensar. Tan pronto como uno se pone a pensar, empieza a perder. ¿Si tengo máquina fotográfica? No, no la tengo. Desde luego, no sería capaz de recordar la última vez que tuve una cámara fotográfica en las manos. No necesitaría pensar mucho para responder a su pregunta. Sin embargo, sería suficiente para perder mi turno, pues fallaría el tiro.

Habló en un tono solemne. Como si el destino del mundo dependiera del éxito del tiro. Sin embargo, en sus ojos, aquellos ojos tan expresivos, había un destello de burla. La razón de aquel destello no me era desconocida.

—Creo —repliqué— que nunca seré capaz de ser un buen jugador en este juego.

Mi adversario se había inclinado otra vez sobre la mesa. Hubo una pausa, un suave clik-clik y el ruido sordo de dos bolas al caer en la cubeta.

—¡Magnífico! —dijo una voz.

Me volví. Era Köche.

—Magnífico —repitió Schimler—, pero tío no hay color. Herr Vadassy ha tenido mucha paciencia conmigo. El juego no tiene atractivo para él.

Se me figuró que ambos se intercambiaban una mirada significativa. ¿Qué quiso decir Schimler con esta ridícula alusión? Me apresuré a protestar que me había divertido jugando. Tal vez mañana podríamos volver a echar otra partida.

Schimler asintió sin entusiasmo.

—Herr Heinberger —dijo Köche jovialmente— es un experto en billar ruso.

Pero el ambiente había cambiado de un modo curioso. Era evidente que los dos esperaban con impaciencia que yo me fuera. Intenté darle a mi partida la mayor naturalidad.

—Perdonen, pero me tengo que ir al pueblo. Ya se lo dije antes. ¿Me disculpan?

—Naturalmente.

Se quedaron de pie, observando cómo yo me iba. Estaba claro que no dirían una palabra mientras yo pudiese oírles. Al atravesar el vestíbulo vi a los Clandon-Hartley que subían las escaleras. Murmuré un saludo, pero no me respondieron.

Había algo raro en su comportamiento; su silencio pétreo me hizo detener y observarles. Al dar la vuelta en lo alto de las escaleras vi que la mujer se llevaba un pañuelo a los ojos. ¿La señora Clandon-Hartley llorando? Imposible.

Las inglesas de su clase no saben llorar. Probablemente se le había metido algo en el ojo. Me fui.

El detective que me estaba esperando en la verja no era el mismo de la mañana. Ahora se trataba de un tipo bajito y robusto con un sombrero de paja. Me siguió hasta la estafeta de correos.

Establecí contacto directo con Beghin.

—¿Bien, Vadassy? ¿Tiene la información de las máquinas?

—Sí. Pero la cuestión Schimler…

—No tengo tiempo que perder. Las máquinas, por favor.

Empecé a darle la lista despacio para que pudiera tomar nota, pero oí que bufaba con impaciencia.

—Más rápido por favor. No tenemos todo el día y la llamada es cara.

Picado en mi amor propio, disparé la lista con toda la rapidez de que fui capaz. Al fin y al cabo, era yo quien pagaba la llamada, no él. No había por donde cogerle. Al terminar la lista, esperaba que me ordenase repetírsela, pero me equivoqué.

—¡Bien! ¿Y esos tres sin máquina?

—He interrogado a Schimler, es decir, a Heinberger. Dice que no tiene ninguna cámara. No he tenido oportunidad de sondear a los ingleses. Tienen, sin embargo, unos gemelos de campaña.

—¿Unos qué?

—Unos gemelos de campaña.

—Eso no tiene importancia. Preocúpese sólo de las máquinas. ¿Tiene alguna otra cosa que comunicar?

Dudé un instante. Ahora era el momento…

—¿Vadassy? ¿Me oye?

—Sí.

—Pues no pierda el tiempo. ¿Tiene alguna otra cosa que comunicar?

—No.

—Muy bien. Llame al comisario mañana por la mañana como de costumbre.

Colgó.

Regresé al Réserve con el corazón tan pesado como el plomo. Me estaba volviendo loco; un loco débil y cobarde.

Con el calor, la camisa se me había pegado al cuerpo y me molestaba. Subí a la habitación para cambiarme. La llave estaba en la puerta como yo la había dejado, pero la puerta no estaba bien cerrada. Al tocar el pomo, la cerradura hizo clik y la puerta se entreabrió. Entré y tiré de la maleta que estaba bajo la cama.

Si no fuera por un detalle, probablemente no hubiera notado nada raro. El detalle era que yo no acostumbraba a cerrar más que un lado. Y estaban los dos cerrados.

Levanté la tapa y observé el interior.

En circunstancias normales no hubiera descubierto nada extraño al ver una camisa ligeramente arrugada. Me incorporé y me dirigí rápidamente a la cómoda. Todo estaba en su sitio; a no ser una pila de pañuelos que había en el cajón superior. Sólo tenía un pañuelo con una lista roja en el orillo. Recordaba perfectamente que lo había dejado en el fondo de la pila. Ahora estaba encima de todo. Examiné la habitación. Un trozo de colcha estaba metido debajo del colchón. La camarera no lo había dejado así.

Ya no había ninguna duda en mi mente. Alguien había registrado mi habitación y mis cosas.