12
No comí mucho aquel mediodía.
Por una parte, la cabeza me había empezado a doler otra vez; por otra, con la sopa me llegó un mensaje de Köche. Al gerente le gustaría que Monsieur Vadassy tuviese la amabilidad de pasar por su despacho después de la comida. Sí, Monsieur Vadassy tendría la amabilidad. Pero la perspectiva me preocupaba. Supongamos que Köche había decidido que alguna «pobre camarera mal pagada» era la culpable. ¿Qué debía hacer yo? El idiota de Beghin no me había dado instrucciones para hacer frente a esta contingencia. La infortunada chica negaría el cargo, naturalmente. ¿Qué debía decir yo? ¿Me iba a quedar con los brazos cruzados, viendo cómo el celoso Köche intimidaba a una persona totalmente inocente, acusándola de un robo que no había tenido lugar? Era una situación abominable. Pero, tal como ocurrió, no tenía por qué preocuparme. La camarera no había sido molestada.
Cuando me disponía a abandonar la terraza, Monsieur Duclos se abalanzó sobre mí.
—¿Ya ha decidido llamar a la policía, Monsieur?
—Todavía no. Ahora voy a ver a Köche.
Se pasó la mano por la barba en ademán pensativo.
—He estado pensando en ello, Monsieur. Cada hora de retraso es un tanto a favor del ladrón.
—Desde luego. Pero…
—En mi calidad de hombre de negocios, le aconsejo que actúe inmediatamente. Debe mostrarse usted firme con Köche, Monsieur —dijo, tirando de la barba hacia delante con energía.
—Me mostraré firme, Monsieur. Estoy…
Pero antes de que pudiera continuar, llegaron los Vogel, que me dieron la mano expresándome su pesar por la pérdida. Monsieur Duclos ni siquiera se inmutó por esta prueba de su traición.
—Monsieur Vogel y yo estamos de acuerdo —afirmó— en que es preciso llamar al comisario de policía.
—Cinco mil francos —observó Herr Vogel pausadamente— es una pérdida seria. Evidentemente, es cosa de la policía. Monsieur Roux es de la misma opinión. Hay que tener en cuenta que están en peligro las cosas de los demás huéspedes. Mademoiselle Martin, que es de naturaleza bastante nerviosa, está preocupada por sus rubíes. Monsieur Roux la calmó, pero a mí me dijo que si no se descubría al ladrón, se vería obligado a dejar el hotel. Köche debe ser advertido enérgicamente de que el asunto ha de ser tratado con la mayor seriedad. ¡Cinco mil francos! —concluyó, repitiendo la versión que Monsieur Duclos había dado del asunto—. Es una cosa muy seria.
—Sí, desde luego —dijo Frau Vogel.
—¿Ve? —añadió Monsieur Duclos con aire de triunfo—. Hay que llamar a la policía.
—Respecto a la cuestión de sus sospechas, Herr Vadassy —continuó Herr Vogel en un susurro—, creemos que, en principio, no es preciso informar a la policía de ellas.
—¿Mis sospechas? —dije mirando a Monsieur Duclos. Éste evitó graciosamente mi mirada manoseando sus lentes con bastante ostentación.
Herr Vogel sonrió con indulgencia.
—Comprendo perfectamente. Sería mejor no decir nada que pudiera ser interpretado como prueba contra —echó un vistazo rápido en derredor y bajó la voz— cierta persona de nacionalidad inglesa, ¿eh? —me guiñó un ojo—. Estas cosas hay que tratarlas con discreción, ¿eh?
—¡Sí, sí! —repitió Frau Vogel con viveza.
Murmuré algo afirmando que no tenía la menor sospecha contra nadie y me largué. Monsieur Duclos me estaba resultando un agente de publicidad bastante comprometedor.
Köche me estaba esperando en su despacho.
—Ah, sí, Monsieur Vadassy, pase, por favor —dijo, cerrando la puerta detrás de mí—. ¿Una silla? Bien. Ahora, al asunto.
Yo me puse en mi papel.
—Espero, Monsieur, que tenga usted buenas noticias para mí. Este suspense resulta de lo más penoso.
Me miró serio.
—Mucho me temo, Monsieur, que mis pesquisas no hayan producido ningún resultado positivo.
Yo fruncí el entrecejo.
—Eso es grave.
—Muy grave. ¡Muy grave, ciertamente! —fijó la vista en un papel que tenía delante, golpeándolo un par de veces con el índice; luego levantó los ojos hacia mí de nuevo—: He interrogado a todo el personal, jardinero y camareros incluidos, esperando que alguno de ellos pudiera arrojar alguna luz sobre el asunto.
Hizo una pausa.
—Francamente, Monsieur —continuó con parsimonia—, creo que todos son sinceros al decirme que no saben nada del robo.
—¿Quiere decir que tuvo que ser uno de los huéspedes?
Tardó un momento en responderme. Por alguna razón que yo no era capaz de identificar, empecé a sentirme todavía más incómodo. Luego, Köche sacudió la cabeza lentamente.
—No, Monsieur, no quiero decir que fuera uno de los huéspedes.
—¿Alguien de fuera, entonces?
—No, tampoco.
—¿Entonces?
Se inclinó hacia delante.
—He decidido, Monsieur, que éste es un caso para la policía.
—Supongo —protesté— que ésta es la última cosa que usted desea. Piense en el escándalo.
Sus labios se pusieron rígidos. Apareció un Köche que yo no conocía; su indolencia y afabilidad dieron paso a una actitud muy propia del hombre de negocios. De pronto, la atmósfera se cargó con una horrible tensión.
—Desgraciadamente, el daño ya está hecho —dijo en tono mordaz—. No sólo los huéspedes están enterados y discuten el asunto, sino que en este momento uno de ellos es considerado por los otros como presunto culpable.
—Lamento mucho que esto haya ocurrido. Yo…
Pero el gerente no hizo caso de mi intención.
—Yo le pedí, Monsieur, que guardara silencio hasta que pudiera investigar el caso. Sin embargo, me he enterado que, lejos de guardar silencio, ha discutido usted el asunto con los demás del modo más lamentable.
—Le pedí consejo, confidencialmente, a Monsieur Duclos respecto a la cuestión de avisar a la policía o no. Si Monsieur Duclos ha sido indiscreto, lo lamento.
Al responderme había en su voz un inconfundible tono de burla.
—Y, por curiosidad, ¿qué le aconsejó Monsieur Duclos?
—Me aconsejó que avisara a la policía, pero aparte de la deferencia hacia su…
—Entonces, Monsieur, estamos totalmente de acuerdo. Ésta es su oportunidad —dijo, echando mano al teléfono—. Le pondré en contacto con la policía inmediatamente.
—¡Un momento, Monsieur Köche! —su mano se detuvo sobre el teléfono—. Me he limitado a repetir el consejo de Duclos. Personalmente, no veo necesidad de llamar a la policía.
Con gran alivio por mi parte, su mano se retiró del auricular. Luego giró lentamente y me miró a los ojos.
—Sabía que iba a ser ésa su respuesta —dijo con intención.
—Estoy seguro —continué yo con toda la amabilidad de que fui capaz— que usted solucionará el asunto con mucha más eficiencia que la policía. No quiero ocasionar ninguna molestia. Si se recuperan los artículos robados, estupendo. Si no se recuperan, bueno, ¡qué le vamos a hacer! En cualquier caso, la policía más bien sería un estorbo que una ayuda.
—Se lo creo, Monsieur —ahora no había la menor duda en cuanto al tono de burla—. Le creo perfectamente que la policía sea para usted un estorbo bastante grave.
—Creo que no le entiendo.
—¿No? —dijo con una sonrisa asquerosa—. Monsieur, tengo muchos años de experiencia en la profesión hotelera. Estoy seguro que no considerará una descortesía por mi parte si le digo que ya me he tropezado más de una vez con gente de su oficio. He aprendido a tomar mis precauciones. Cuando usted me informó del supuesto robo, me dijo que entre los objetos robados había una pitillera. Más tarde, cuando yo le sugerí que me la describiese como una pitillera de oro, titubeó usted y sorteó la dificultad diciendo que se trataba de una pitillera de plata con ribetes de oro. Demasiado ingenioso, amigo mío. Cuando entré en su habitación, lo primero que vi fue la hoja de una tijera en el suelo, junto a la maleta. Sobre la cama estaba el resto de la tijera. Usted la miró un par de veces, pero no dijo nada. ¿Por qué? Evidentemente, la tijera había sido utilizada para forzar la maleta. Era una prueba importante. Pero usted la ignoró; no vio nada significativo en ella, porque sabía sobradamente cómo había sido forzada la maleta. Usted mismo la había forzado.
—¡Es infamante! Yo…
—Y otra cosa: cuando mencioné la máquina fotográfica, mostró usted un interés sincero. Al señalarle yo la silla donde estaba, su emoción fue auténtica. Sin duda temió usted por un momento que hubiera habido un robo de verdad.
—¡Yo…!
—Cometió usted otro error en la valoración de la pitillera. Una pitillera como la descrita por usted valdría por lo menos unos mil quinientos francos. Cierto que, según dijo, se trataba de un regalo, pero aún así, difícilmente tendería usted a infravalorarla un cincuenta por ciento. La gente que pierde algo tiende invariablemente al otro extremo.
—Yo no voy a…
—Lo único que me ha desconcertado son sus motivos. Lo más corriente en estos casos es que el huésped perjudicado amenace al hotel con llamar a la policía, a menos que él, o con más frecuencia ella, reciba una compensación. Pero usted, o bien es nuevo en el oficio, o tiene otros motivos para decírselo inmediatamente a los demás huéspedes. Tal vez ahora no le importe decirme cuál es realmente su objetivo.
Yo me había puesto de pie. Ahora estaba enfadado de verdad.
—Es una acusación monstruosa, Monsieur. Nadie me había insultado nunca de esta manera. Voy… voy a… —la rabia me hacía tartamudear.
—¿Llamar a la policía? —repuso el gerente, solícito—. Aquí tiene el teléfono. ¿O tal vez no desea llamar a la policía?
Yo adopté la única postura digna que las circunstancias me permitían.
—No tengo intención de continuar esta farsa, Monsieur.
—Veo que no es tonto —repuso Köche inclinándose con la silla—. He sospechado de usted, Vadassy, desde su más bien larga entrevista con la policía el martes. La policía francesa no suele registrar la habitación de una persona a no ser que tengan sospechas muy fuertes contra ella. La explicación del pasaporte resultaba muy poco convincente. Ahora veo su ansiedad por evitar ulteriores encuentros con el comisario. En consecuencia, le he preparado la cuenta. Por favor, no interprete esto como un acto de benevolencia por mi parte. Personalmente, hubiera preferido llevarle directamente a la policía o, en cualquier caso, ordenarle que se largue antes de una hora. Sin embargo, la opinión de mi mujer es que las dos soluciones suscitarían aún más comentarios entre los huéspedes. Ella es más práctica que yo, y he terminado por ceder ante su decisión. Abandonará usted el Réserve mañana por la mañana. No sé si voy a informar a la policía o no, depende de su comportamiento durante las pocas horas que va a permanecer aquí. Quiero que comunique usted a los demás huéspedes que su reclamación era infundada, que los objetos desaparecidos los había extraviado usted mismo y que los desperfectos de la maleta se deben al uso de una llave inadecuada en las cerraduras y que fue usted mismo quien las forzó. No me cabe duda que será usted capaz de hacer la historia lo bastante convincente para oídos inexpertos. ¿Comprendido?
Utilicé lo mejor que pude los jirones de serenidad que todavía me quedaban.
—Comprendo perfectamente, Monsieur. En todo caso, no tengo intención de seguir aquí después de su increíble comportamiento.
—¡Bien! Aquí tiene la cuenta.
Estudié la factura ostentosamente, buscando algún error. Era una chiquillada, pero en aquel momento me sentía muy niño. El gerente esperó en silencio. No había errores.
Tenía el dinero justo. Köche lo cogió con gesto titubeante, como si no esperase cobrarlo todo. Mientras me extendía el recibo, me puse a mirar, desconcertado, la lista de las salidas de la Istalia Cosulich Line, clavada en la pared que estaba a mi lado. La leí dos veces antes de que me pasara el recibo.
—Gracias, Monsieur. Lamento no poder desear que le veamos otra vez por el Réserve.
Me fui.
Cuando llegué a la habitación temblaba de pies a cabeza. El descubrimiento de que se habían llevado las toallas, el frutero y todos los demás objetos portátiles pertenecientes al Réserve no contribuyó ciertamente a mejorar la situación. Puse la cabeza bajo el grifo y bebí un trago de agua. Luego, encendí un cigarrillo y me senté en una silla junto a la ventana.
Me puse a pensar en las cosas que debía haberle dicho a Köche, cosas duras y mordaces. Luego, al cabo de un rato, dejé de temblar. Todo era culpa de Beghin, no mía. Era él quien debía haber previsto que un plan tan infantil tenía que fallar a la fuerza. Cierto que mis descuidos y mi incapacidad habían contribuido al fracaso; pero yo no estaba acostumbrado a hacer el papel de vulgar estafador. Me invadió una ola de honrada indignación. ¿Qué derecho tenía Beghin a colocarme en una posición tan despreciable? Si yo hubiera sido una persona normal, con un Cónsul que pudiera defender mis derechos, seguro que no se hubiese atrevido a utilizarme así. En cualquier caso, ¿qué sentido tenía todo esto? ¿O era idea suya que la trampa fuera descubierta? ¿No me estarían utilizando a mí como una especie de conejillo de Indias con objeto de llevar a cabo algún descabezado experimento? Tal vez era así. ¿Mas qué importaba eso en todo caso? La verdad era que, a menos que Beghin se dignase salir a escena y hacer uso de su autoridad, yo tenía que abandonar el Réserve mañana por la mañana. ¿Y qué pasaría entonces? Probablemente me esperaba una celda en la comisaría. Quizá debía telefonear a Beghin ahora y explicarle la situación… Pero aunque el pensamiento cruzó por mi cerebro, sabía perfectamente que no lo iba a poner en práctica. La verdad era que tenía miedo, miedo de que Beghin me censurase el que Köche me hubiera descubierto. Tenía miedo, sobre todo, que me volvieran a llevar a la comisaría y me encerrasen de nuevo en aquella horrible y estrecha celda.
Miré por la ventana. El mar semejaba, bajo los rayos del sol, una gran pradera de hierba azul y ondulada. Una inmensa paz parecía extenderse sobre las aguas. En las frías profundidades marinas un hombre ya no tendría miedo, ni dudas, ni temores. Podía bajar a la playa, meterme en el agua y nadar hasta fuera de la bahía, penetrando en el mar abierto. Y seguir nadando hasta que mis brazos estuvieran demasiado cansados para volverme a la costa. Mis brazadas se harían cada vez más lentas, más penosas. Luego me detendría y me hundiría. El agua penetraría en mis pulmones. Trataría de luchar, retornaría el deseo de vivir —¡la vida a cualquier precio!—, pero habría tomado mis precauciones para que el regreso no fuera posible. Habría un minuto o dos de tormento, pero luego me iría sumergiendo lentamente en la inconsciencia. ¿Y después, qué? Ayer, en St. Gatien, un ciudadano yugoslavo llamado Josef Vadassi (escribirían mal mi apellido) fue arrastrado por las olas mientras se bañaba. Todos los intentos realizados para rescatarle resultaron vanos. Su cuerpo aún no ha podido ser recuperado. ¿Nada más? No, nada más. Esto era todo. En el fondo del mar el cuerpo se pudriría lentamente.
El cigarrillo se me había apagado. Lo arrojé por la ventana, me fui hacia el espejo del ropero y me quedé mirando mi propia imagen. «Te estás volviendo loco», murmuré. «Mejor que te tranquilices. Hace un minuto te suicidabas y ahora estás aquí de pie, hablando contigo mismo. ¡Venga ya! No es para tomárselo tan a pecho. Y no te cuadres así, que no estás en un torneo de levantamiento de pesos. Los músculos no te valen para nada. Lo que tú necesitas es un poco de inteligencia. Probablemente la cosa no es tan seria como tú te lo imaginas. Y, por amor de Dios, métete esto en la cabeza. Son casi las tres. Tienes de plazo desde este momento hasta la noche para descubrir quién es la persona que posee una máquina fotográfica Contax. Eso es todo. No es difícil, ¿verdad? Lo único que has de hacer es echar un vistazo por las habitaciones. Empieza por la del tal Schimler. Es el más sospechoso. Utiliza un nombre falso. Dice que es suizo y en realidad es alemán. Tiene dificultades y se entiende con Köche. Y métete también en la cabeza que Köche puede estar en el ajo. Tal vez es él la persona realmente interesada en no llamar a la policía, por eso tiene tanto interés en deshacerse de ti. Sí, ésta es una idea, ¿o no? No habías caído. Ándate con cuidado. Utiliza el sentido común. Acaban de atraparte ahora mismo. Que no vuelva a ocurrir. Si Schimler es el espía, tienes que espabilarte para cogerle. Es un tipo peligroso. Él es el autor del porrazo que te atizaron ayer noche en el jardín y que tanto te hace doler la cabeza. Ya sabes su número de habitación. Te lo dijo la chica. Número catorce, y está en el otro lado del edificio. Pero antes tienes que ver dónde está el individuo. Tienes que andar con cuidado. Y ahora, manos a la obra».
Me alejé del espejo. Sí, tenía que poner manos a la obra. Primero, tenía que saber dónde se hallaba Schimler. Habitualmente solía sentarse en la terraza. Allí debía mirar antes de nada. Después de atravesar la sala de estar sin encontrar a persona alguna, me acerqué de puntillas a la ventana. Sí, allí estaba, leyendo como siempre, con la pipa en la boca, la cabeza inclinada sobre el libro en actitud de concentración. No parecía posible que este hombre fuera un espía. Pero esta vez no permití que mi corazón se ablandara. ¡Manos a la obra! Seguramente nadie solía tener aspecto de espía… antes de saber que lo era realmente. En cualquier caso, estaba en juego mi libertad, o la de otra persona. Evidentemente, Schimler era un tipo sospechoso. ¡Bien, pues a trabajar!
Volví a subir las escaleras. Al pasar ante mi habitación me detuve un momento. ¿Tenía que entrar a coger algo que me hiciera falta? ¿Un arma? ¡Qué tontería! No se trataba de una misión peligrosa; simplemente, un minucioso registro de la habitación; eso era todo. Mi corazón empezó a latir furiosamente. Pasé de largo ante mi habitación y me dirigí hacia el fondo del pasillo. Entonces se apoderó de mí un nuevo temor. Supongamos que me encontrara con alguien. ¡Los Skelton o los Vogel! ¿Cómo explicar mi presencia allí? ¿Qué podía estar haciendo yo en aquella parte del pasillo? En aquel momento pasé por delante de una puerta con un letrero que decía Salle de Bain. En caso necesario podía entrar allí y simular darme un baño. Pero no me encontré con nadie. Un segundo más tarde me hallaba ante la habitación número catorce. Salvar la distancia que hay entre el pensamiento y la acción a menudo constituye un arduo proceso. Es muy fácil proyectar el registro de la habitación de alguien —de pie ante el espejo no había tenido ningún reparo—, pero cuando llega el momento de actuar, entrar realmente en la habitación está lejos de ser fácil. No es simplemente el temor a ser descubierto lo que detiene a uno. Es la sensación de estar violando la esfera privada de otra persona. Enfrente de uno mismo, una puerta extraña, un pomo extraño y, del otro lado, parte de la vida de otra persona. Abrir la puerta parece una intromisión tan inexcusable como espiar a una pareja de novios.
Me quedé allí de pie durante un segundo o dos, debatiéndome bajo la conciencia de culpabilidad, racionalizándola con todo tipo de objeciones sin importancia. Tal vez Mary Skelton se había equivocado; tal vez ésta no era la habitación. Era muy pronto todavía; hacía poco que habíamos terminado de comer; debería esperar a que Schimler se acomodara en la terraza. Por otra parte, la máquina podía estar escondida, en cuyo caso perdía el tiempo. Y la puerta estaría cerrada con llave. Si alguien pasaba en el momento en que yo tratase de entrar… Si alguien… No había más que un modo de solucionar todo esto: penetrar en la habitación con la mayor naturalidad. Si había alguien dentro o pasaba cualquiera por el pasillo, entonces me habría confundido. Monsieur Skelton me había dicho que le llamara cuando estuviera arreglado para bajar a la playa.
¿No era ésta su habitación? Perdón por la intromisión. Me retiraría. A no ser que fuera uno de los Skelton quien me viera. Desde luego, si me quedaba allí de pie durante mucho tiempo, terminarían por verme. Respirando profundamente, llamé suavemente con los nudillos y eché mano a la cerradura, haciéndola girar. No estaba cerrada con llave. Empujé la puerta y la abrí, quedándome en el umbral un segundo. La habitación estaba vacía. Esperé un segundo y entré, cerrando la puerta a continuación. La proeza se había consumado.
Eché una mirada en derredor. La habitación era más pequeña que la mía y daba sobre la parte del edificio donde estaba la cocina. Cerca de la ventana había un grupo de cipreses que quitaban bastante luz. Manteniéndome lo más alejado posible de la ventana, empecé a buscar la maleta de Schimler. No tardé mucho tiempo en llegar a la conclusión de que no había ninguna maleta. Quizás había vaciado su contenido en los cajones de la cómoda y la maleta estaba en el cuarto de los trastos. Busqué en los cajones. A excepción del primero, todos estaban vacíos. En el primer cajón había una camisa blanca muy lavada y planchada, una corbata gris, un peine de bolsillo, un par de calcetines con grandes agujeros en los talones, una par de calzoncillos limpios pero arrugados, un paquete de escamas de jabón y una cajita de tabaco francés. No había ninguna máquina fotográfica. Observé la etiqueta de la corbata. Tenía el nombre y la dirección de una casa de confección de Berlín. Los calzoncillos eran de origen checoslovaco. La camisa era francesa. Me dirigí al cuarto de baño. La hoja de afeitar, el jabón, el cepillo de dientes y la pasta también era franceses. Me dirigí al armario.
Era amplio y profundo, con una hilera de perchas en la barra y un estante para los zapatos. Había un traje y un impermeable blanco. Nada más. El traje era de color gris oscuro y tenía los codos gastados. El impermeable tenía un siete en la parte de abajo. Así que esto y el contenido de la cómoda era el equipaje de «Herr Heinberger». ¡Muy extraño! Si tenía suficiente dinero para residir en el Réserve, evidentemente debería tener más ropa. De todos modos, esto era algo accidental. Yo estaba buscando una máquina fotográfica.
Miré bajo el colchón, pero mi búsqueda no produjo ningún fruto, a no ser un pinchazo en la mano con un muelle roto. La habitación empezaba a ponerme nervioso. No había encontrado lo que pretendía, por lo tanto había llegado el momento de irme. Sin embargo, todavía me quedaba una cosa por hacer.
Volví al armario, descolgué el traje y empecé a registrar los bolsillos. Los dos primeros estaban vacíos; pero en el del interior mis dedos tropezaron con una especie de librito delgado con tapas de cartón. No era uno sino dos y se trataba de pasaportes: uno alemán y otro checo. Examiné primero el alemán. Había sido expedido en 1931 a nombre de Emil Schimler, periodista, nacido en Essen en 1899. Esto constituía de por sí una sorpresa. No le hubiera echado a Schimler más de cuarenta años. Examiné las páginas de los visados. La mayoría estaban en blanco. Había, sin embargo, dos visados para Francia con fecha de 1932, y uno para Rusia con fecha de 1932. Había pasado dos meses en la Unión Soviética. También había un visado suizo con fecha del diciembre anterior y uno francés de mayo del año en curso. A continuación examiné el pasaporte checo. Contenía una inequívoca fotografía de Schimler, pero estaba expedido a nombre de Paul Czissar, representante de comercio, nacido en Brno en 1895. La fecha de expedición era el 10 de agosto de 1934. Contenía un gran número de visados alemanes y checos. Herr Czissar parecía haber viajado extensamente por la línea Berlín-Praga. Tras un corto titubeo logré descifrar la fecha del visado más reciente: 20 de enero del año en curso, hacía exactamente ocho meses.
Estaba tan entretenido con estos significativos documentos que no oí las pisadas hasta que sonaron prácticamente en la puerta. Aunque las hubiera oído antes, dudo que hubiese podido hacer otra cosa distinta de la que hice. La verdad es que tuve el tiempo justo para meter los pasaportes en el bolsillo y colgar el traje en el armario antes de que empezase a girar el pomo de la puerta. En las décimas de segundo que tardó en abrirse la puerta, me pareció que el cuerpo y el cerebro se me habían quedado entumecidos. Me quedé de pie, mirando estúpidamente la cerradura. Deseaba gritar, esconderme en el armario, saltar por la ventana, meterme bajo la cama. Pero no hice nada de esto. Me quedé mirando simplemente.
Luego, se abrió la puerta y Schimler entró en la habitación.